Skip to main content
Category

Blogs de autor

Blogs de autor

Excesos y carencias de higiene

Es sabido, en los sectores ambientalistas, que el episodio de las vacas locas tuvo una fatal consecuencia para nuestro sistema natural: el estallido de una histeria higienista que derivó en la prohibición de la práctica secular del vertido de reses muertas, bien en los muladares, bien en el monte, limitando seriamente la posibilidad de que las grandes aves necrófagas pudieran conseguir alimento, penuria que motivó un rápido descenso en sus tasas de reproducción y, además, en algunas especies, como en el buitre leonado, un cambio desesperado de actitud trófica, depredando reses debilitadas por enfermedad o parto. 

 

Abundando en este campo, en el que la exigencia extrema de limpieza litiga con cierto abandono de la misma, he de contar ahora lo que me sucedió este fin de semana cuando recibí en confesión los secretos de una educada señora de intachable trayectoria religiosa; me dijo que había dejado de comulgar tras un desgraciado episodio protagonizado por las uñas sucias de la mano del sacerdote que introdujo la Sagrada Forma en su boca; de ese modo esa carencia higiénica, conocida como uñas de luto, cercenaba de modo violento la posibilidad de que Eulalia Jumilla y Arciniegas pudiera seguir en comunión directa y provechosa con Nuestro Señor Jesucristo.

Leer más
profile avatar
30 de octubre de 2018
Blogs de autor

La historia violenta de América Latina entra en escena

“¿Alguna vez fuiste a la guerra?
¿Alguna vez mataste a un hombre?”

Sobre el escenario del Teatro San Martín, el principal teatro público de Buenos Aires, Lou Armour, micrófono en mano, grita estas frases mientras sus compañeros de reparto David Jackson, Gabriel Sagastume y Marcelo Vallejo tocan guitarras y bajo eléctricos. Parapetado detrás de su batería, Rubén Otero aporrea los platillos. 

“¿Alguna vez viste morir a un amigo?
¿Alguna vez fuiste a la tumba de un amigo con su madre?”

Es el final de Campo Minado, la obra de “teatro documental” de directora argentina Lola Arias sobre la Guerra de las Malvinas (de abril a junio de 1982).

Es teatro porque es la puesta en escena de un texto con personajes, tiene una clara progresión dramática que crece desde la entrada de cada uno de ellos en las fuerzas armadas, la preparación para el combate, las escenas de matar y ver morir compañeros, la vuelta a casa e intentar sobrevivir al horror), se usan disfraces y hasta máscaras, hay estruendo, efectos sonoros y música hecha entre todos.

Es documental porque todo lo que se cuenta sucedió realmente y cada dato, cada foto, cada mapa, cada documento y tapa de revista es producto de una investigación profunda.

Pero es algo más: en Campo Minado quienes ponen el cuerpo, la voz y sus propios nombres son veteranos de la Guerra de Malvinas de verdad.

A Lou Armour se le murió un oficial argentino en los brazos; el moribundo le habló en inglés y Lou no podrá olvidar jamás esa voz. Vallejo vio morir a un compañero en una espeluznante noche de combate; Otero era tripulante del Crucero General Belgrano y cuando lo hundieron en medio del Atlántico, pasó una noche helada en una balsa, mientras cientos de sus camaradas se hundían en el mar. Por eso le pega con saña a la batería en las ya más de cien representaciones de la obra.

Pero hoy es el miércoles 26 de setiembre y es una función especial para él. Vinieron otros sobrevivientes del Belgrano. La función terminó con todo el público de pie, aplaudiendo a los actores de sí mismos, que se dejaron la piel sobre el escenario.

A la salida, en el hall del San Martín, Otero, sus camaradas de guerra y sus compañeros de elenco, que fueron sus enemigos en la guerra, se sacan fotos, abrazados y exhaustos.

El género en el que se inscribe esta obra se llama teatro documental y está creciendo especialmente en América Latina como una vibrante amalgama de arte, periodismo y la rama del psicoanálisis llamado psicodrama.

Hay muchos antecedentes de teatro que denuncia males políticos y sociales contando historias verdaderas. Se suele mencionar como pioneros a Erwin Piscator (1893-1966), el innovador alemán que usó imágenes proyectadas, ruidos y películas en sus obras de denuncia política, y el suizo Peter Weiss (1916-1982), con su Marat-Sade interpretado por internos en un asilo, y sus obras basadas en documentos sobre Aushwitz y Vietnam. En Argentina, un referente insoslayable es Vivi Tellas con sus “biodramas”, donde ya aparecen personas reales hablando de sus vidas en escena.

Pero cuando hace una década Lola Arias juntó a hijos de guerrilleros, militares, activistas y víctimas de la dictadura militar argentina para que se interpreten a sí mismos en Mi vida después (estrenada en 2011), inició un camino que ya tiene retoños y que cruzó mares y cordilleras.

La premisa era simple y tremendamente efectiva: todos somos hijos de la dictadura, parecía decir Arias.

Y a partir de las formas en que estos adultos, que fueron hijos de personajes de una época oscura, empezaron a contar sus historias en los ensayos, el equipo creativo construyó un artefacto teatral de enorme potencia: se ponían en escena las voces, las historias contrastantes, las imágenes del pasado. Los mismos actores se grababan y proyectaban fotos, páginas de diarios, mapas y documentos. La realidad y la memoria se corporizaban sobre el escenario y explotaban en los recuerdos del público.

Esta obra cambió radicalmente la vida de sus participantes. Una de las actrices comenzó los ensayos con la sospecha de que su hermano no era hijo de sus padres, los terminó con la seguridad de que era hijo de desaparecidos apropiado por represores, y a medida que avanzaban las funciones, decidió declarar en el juicio contra su progenitor.

Cuando Mi vida después viajó a Chile, Arias realizó un taller con un grupo similar de chilenos, hijos de padres enfrentados por la dictadura de Pinochet. De 40 postulantes, la directora eligió a 11, entre ellos el director teatral Ítalo Gallardo. “Fueron tres meses intensos, y cuando mostramos el resultado, vimos que daba para una obra”, dice hoy Gallardo. La obra, que siete años después de su estreno sigue rodando con los mismos 11 personajes de sí mismos, se llama El año en que nací.

Y para Gallardo y su compañía La Laura Palmer, fue un parteaguas: desde entonces se dedican al teatro documental. La codirectora de la compañía Pilar Ronderos escribió y dirigió Hija de tigre, con tres mujeres sobre el escenario que cuentan y actúan sus relaciones conflictivas e irresueltas con sus padres. Y cuando lo entrevisté, Gallardo estaba a punto de embarcar a un festival en Brasil con Los que vinieron antes, una obra donde suben a escena sus propios abuelos a contar y mostrar objetos de la vida de obreros chilenos del siglo XX. Uno de ellos es analfabeto. 

“Desde el principio sabíamos que no íbamos a hacer terapia”, dice Ítalo Gallardo. “No buscábamos solucionar problemas sino entender, desarmar, deconstruir”. Pero la obra chilena tiene, como explica Lola Arias en Mi vida después y otros textos, novedades que la hacen más compleja: por un lado, los personajes no tienen la misma visión de la dictadura, sus causas y efectos. Por otro, los participantes se dirigen al público para contarle estos mismos debates, decisiones e intimidades de los ensayos.

Para 2015, cuando Lola Arias comienza su proyecto de contar la Guerra de Malvinas con antiguos soldados de ambos bandos, su método de teatro documental está consolidado. Y ya se habían visto estas mezclas de teatro y performance de actores reales en otros países. Por ejemplo, en Bogotá la conocida actriz colombiana Alejandra Borrero estaba iniciando los ensayos de lo que en 2016 sería Victus, donde exguerrilleros de las FARC, ex militares y paramilitares, y víctimas del conflicto interno colombiano comparten escenario, cuentan sus historias, actúan en las memorias de los otros y danzan la coreografía de la reconciliación.

La mayoría de estos proyectos tratan de guerras, odios y muertos, recientes o lejanos. Mientras escribo esto, está en escena en Santiago de Chile la obra Matria, de la dramaturga, directora y actriz barcelonesa Carla Rovira. Es la historia de su tío abuelo, asesinado por la dictadura franquista en 1939, y cuyo cuerpo todavía está desaparecido. Entre los seis actores, Carla misma y su madre Ángela, quienes leen las últimas cartas y la sentencia de muerte de tío Enrique y discuten por qué recordar y remover, descalzas sobre virutas de aserrín ante un público sentado en círculo.

Desde la concepción inicial de Campo minado, Lola Arias quiso que los antiguos enemigos hicieran música juntos. Sagastume, Jackson y Vallejo perfeccionaron sus oxidadas dotes para la voz rockera y la guitarra. Otero ya era parte de una banda de tributo a Los Beatles. Y el gurkha  Sukrim Rai, el exótico sexto componente del elenco, canta una dulce melodía de su Nepal natal. Antes de conocerlo, a Gabriel le aterraban los gurkhas, que en imaginario de los soldados argentinos vendría con su sable curvo a degollarlo. Ahora dice que se rió cuando Sukrim dijo que no conocía a los Beatles.

La música ocupa el lugar del grito”, me dice Gabriel Sagastume. “Son momentos de descarga, liberación, aflojar, disfrutamos de estar en el escenario, sale a todo volumen. La letra de la última canción es pasarles la mochila a los que vinieron a ver. Como si les dijéramos: ‘Ayudame a sostenerla un poquito’”.

Tal vez esta implicación tan fuerte del público es lo que hace que estas obras de teatro documental tengan tanto impacto. Desde el mundo del periodismo ya se las ha empezado a reconocer como un desarrollo novedoso de contar con arte. El reconocido cronista y maestro de periodistas argentino Cristian Alarcón lo llama “periodismo performático”.

Para los participantes y el equipo creativo de estas obras, el poner el cuerpo y la propia historia para ayudar a otros a entender y reconciliarse con pasados dolorosos y no resueltos es un movimiento de gran generosidad. Para el creciente y cada vez más comprometido público que está abrazando el teatro documental, son como un espejo doloroso y esperanzador de los dolores y la curación por la verdad de los más enconados traumas de Latinoamérica.

“Ojalá podamos dejar de hacer estas obras”, dice Ítalo Gallardo. “Eso significaría que las heridas están curadas, que la gente ya sabe lo que nosotros venimos a compartir en escena. Pero para eso todavía falta mucho”.

Mientras tanto, en un teatro del centro de Buenos Aires, el ex marine inglés Lou Armour levanta su voz por sobre las guitarras y la batería que tocan sus antiguos enemigos para preguntarle, en un grito de angustia, a su público argentino:

 “¿Alguna vez fuiste a la guerra?

¿Alguna vez mataste a un hombre?”

Una versión de este texto, con el mismo título pero como artículo de opinión más que como crónica, y más breve, fue publicada por The New York Times en español el 18 de octubre de 2018: https://www.nytimes.com/es/2018/10/18/opinion-teatro-documental-america-latina/

Leer más
profile avatar
29 de octubre de 2018
Blogs de autor

Seres de planetas distantes

¿Todavía se les cuentan cuentos a los niños, o sólo llegan a su memoria las historias que ven en las pantallas de los teléfonos y de las tabletas, y en la televisión? ¿Cómo se mueve hoy en día la imaginación de un niño? ¿De qué dependen sus propias invenciones?

¿La palabra escrita dejará pronto de tener algún papel en la formación de las imágenes que pasan por una cabeza infantil? Imaginar las palabras, lo que nos dicen al descifrarlas y convertirlas en imaginación propia es una operación que aprendemos desde la niñez. ¿Se está ya empezando a extinguir?

Mi amigo el escritor mexicano Gonzalo Celorio, me contaba hace poco que vio a su nieto de tres años acercarse a una pecera, y cómo con movimientos del pulgar y el índice puestos contra el vidrio trataba de agrandar la imagen del pececito que nadaba detrás, creyendo que se trataba de una imagen virtual.

¿O es que a esa edad tan temprana ya no hay distinción entre lo real y lo virtual? De alguna manera los genes han cambiado, y ya desde que se nace vienen listos los dispositivos mentales para entender el mundo de manera distinta, hasta que lo virtual termine un día tragándose a lo real.

Me llegó un video que muestra el plan de los maestros de primaria de una escuela de Ahuachapán en El Salvador, para resucitar los viejos juegos infantiles manuales, que no dependen ni de una pantalla ni de los pulgares: patinetas, chibolas de vidrio, trompos, carretillas a la hora del recreo. Es como entrar en el túnel del tiempo.

¿Puede un esfuerzo así derrotar el alud tecnológico que todo lo arrastra? En el video los niños, posesionados del patio de la escuela, interactúan riendo, se comunican con entusiasmo, disputan sobre vencedores y vencidos, compiten entre ellos de manera real, no en las pantallas.

Y esto del dilema la comunicación entre seres humanos capaces de reconocerse como personas de carne y hueso, disputar o reírse, va no sólo con los niños, sino también con los adultos. Hace poco, en un restaurante, fui testigo de una escena que me perturbó, aunque sea hoy tan común que suele pasar desapercibida:

Una pareja de jóvenes casados entró y ocupó una mesa para dos. Apenas se sentaron cada uno sacó su teléfono, e hipnotizados frente a las pantallas empezaron a chatear sin hablarse nunca ni mirarse nunca, como si fueran habitantes de otros planeta, o sólo les interesara relacionarse con gente de otro planeta.

Se me ocurrió que a lo mejor estaban comunicándose entre ellos mismos, enviándose mensajes en los que hablaban de sus problemas familiares, de sus recuerdos, de sus añoranzas, de sus aspiraciones como pareja, del futuro, de los hijos por venir. Y para eso, en lugar de las palabras frente a frente, empleaban los pulgares. Tan distraídos en su empeño que no se acordaron de pedir el menú, ni de que les trajeran alguna bebida.

Pero esta puede ser una fantasía mía muy benévola. La otra posibilidad, y quizás la más cierta, es que no se estaban comunicando entre ellos, y a lo mejor nunca lo hacen, dejaron de hacerlo hace tiempo. Son seres extraños entre sí que han creado entre ambos una barrera insalvable con el rápido movimiento de los pulgares, ciegos el uno para el otro, hipnotizados ante la luz de las pantallas de los teléfonos, ventanas brillantes que les dan acceso a mundo lejanos y ajenos -la palabra enajenado viene de ajeno-, viviendo en compartimentos cercanos pero herméticos, cajones vecinos pero sin fisuras.

Quizás este sea otro nombre para la soledad, la compañía sin palabras, la vida familiar de los pulgares, la pareja que ya no se mira a los ojos porque la pantalla es el sustituto de las miradas mutuas, de las palabras mutuas, de lo que pronto a lo mejor ya no tendrá remedio, que es el silencio.

 

Leer más
profile avatar
29 de octubre de 2018
Blogs de autor

El ojo que ve y que siente

Un cura de sotana blanca y baja estatura camina por en medio de una calle desnuda de pavimento que muestra las huellas de la pobreza en las paredes desconchadas de las casas, y las de la guerra, que entonces asola a Nicaragua. Al mirar esa foto, se siente el olor a pólvora. El curita luce un sombrero de fieltro negro, que si no fuera por el desastre que lo rodea, y su propia figura humilde, parecería un capelo cardenalicio. Puede ser que al final de esa calle haya una barricada.

Esa foto nos devuelve el drama que vive el país en 1979, hará pronto cuarenta años, cuando la dictadura de la familia Somoza va a derrumbarse. La ha tomado Pedro Valtierra, un fotógrafo callejero, como él mismo se define. El fotógrafo es lo que ve, y él mismo se convierte en los ojos de los demás. Plasmar lo extraordinario, atrapar la casualidad, convertir el instante inusual en memoria. La epifanía visual.

Nacido en 1955 en Zacatecas, Pedro proviene del vasto mundo rural mexicano donde el paisaje no termina nunca de cambiar igual que los rostros. A los 12 años ayudaba a su padre en las labores agrícolas. Y cuando la familia se trasladó a la ciudad de México en 1969, al año siguiente de la masacre de Tlatelolco, la necesidad lo hizo subir a los andamios de albañil, aún adolescente, fue vendedor callejero de discos y ropa de segunda mano en los mercados, y voceador de periódicos.

Tenía 24 años cuando vino a Nicaragua enviado por el diario Unomásuno. Al entrar en el paisaje de guerra, su edad era la misma de muchos de los guerrilleros. Un muchacho con una cámara entre miles de muchachos con fusiles.

Esa cámara nunca es neutral al registrar la realidad que, lejos de ser para él un objeto de contemplación, lo convierte en participante. Todo ocurre no ante sus ojos, sino en sus ojos. Agarrar a la historia por la cola es la tarea más difícil para un cazador de imágenes.

Cadáveres de combatientes, fosas abiertas con los ataúdes sobre los terrones esperando ser bajados por otros combatientes mientras terminan de excavar; barricadas de adoquines arrancados de las calles, o hechas con carcasas de automóviles, puertas, muebles; consignas en las paredes, cielos de lluvia, las primeras marchas de la victoria en los pueblos conquistados. Todo sucede en las imágenes.

¿Dónde no estuvo en aquellos días? Un testigo que sabe que la historia nunca es un todo total, sino que existe gracias a su multiplicidad, a la diversidad de las escenas, al drama individual. La historia en rollo tras rollo de película, las fotos que irán surgiendo a la luz fantasmagórica en las palanganas de ácido del cuarto oscuro, se convierten en un friso que librará la hazaña del olvido.

Y luego, la victoria registrada en el carrete que corre cuadro tras cuadro hasta el 19 de julio de 1979. Yo mismo me veo en ese friso, en el paraninfo de la universidad la mañana en que la Junta de Gobierno proclama a León como capital provisional de Nicaragua. La primera ciudad liberada por las columnas guerrilleras al mando de una muchacha que tiene la misma edad de Pedro, la comandante Dora María Téllez.

Y allí están los vencedores en la guarida del tirano en Managua, ahora desierta. Se acuestan a descansar, felices, en la mullida cama del dictador, se desnudan y se meten a refrescarse en la tina de su baño de mármoles.

La plaza en fiesta, el reloj de la catedral descalabrada por el terremoto de 1972, detenido a la hora exacta del sismo, las cornisas, en la altura, colmadas de gente.

Y otra foto de Pedro que me ha acompañado desde hace 20 años, porque es la portada de mi libro Adiós Muchachos: una tanqueta que entra a la plaza colmada de combatientes, la bandera de Sandino en lo alto, los fusiles en alto.

Hoy, otros jóvenes como ellos, nietos de aquella revolución ahora marchita, se han volcado a las calles por miles a reclamar lo que les ha sido confiscado, la esperanza que sus abuelos debieron haberles heredado.

Pedro no ha estado aquí esta vez, pero las imágenes de hoy se parecen mucho a las suyas de entonces. Pero si hubiera estado, y se asomara al visor de su cámara, vería la misma luz diáfana en los ojos de esos muchachos, la misma decisión y el mismo coraje para enfrentarse al pasado buscando convertirlo en futuro.

Leer más
profile avatar
29 de octubre de 2018
Blogs de autor

‘En tu estime el món’

Cuando Carmen Alborch se presentaba como candidata a la alcaldía de València, en el 2007, me contó que su exmarido, el sociólogo Damià Mollà, le había escrito una carta abierta en el diario Levante que la hizo llorar. Mollà recordaba que, a pesar del sambenito de su imagen frívola –etiqueta facilona para quien logró descorrer las cortinas de hierro del Ministerio de Cultura–, aquella mujer apasionada siempre ­había sido una estudiosa y trabajadora incansable. “Él me obligaba a cerrar los libros recordando aquella canción de Raimon: ‘Tancaré els llibres per abraçar-te’”, me contó. En aquellas pocas líneas asomaba el retrato de quien fue una feminista de primera hora, de las primeras políticas que utilizaron la palabra empoderamiento, buena gestora cultural, amiga de artistas y escritora que alcanzó un éxito de ventas colosal con el libro Solas, donde desplumaba los prejuicios de la soltería como opción de vida.
Cuando llegaba a algún acto público parecía encenderse un fusible apagado. Arrolladora, su seducción, lejos de abrir brechas, llevaba incorporado el pegamento para juntar los extremos. Eso sí, cuando se apartaba su melena bermellona, el rubor masculino caía a sus pies. De joven, las monjas le repetían que tenía buen corazón pero poca disciplina. Le gustaban las medias negras, y ya a los catorce años se las ponía en el portal de al lado de casa. Hacía compañía a los niños internados en hospitales psiquiátricos, de forma que el abandono emocional resultó una de las primeras revelaciones que no sólo la conmovió, sino que definió su sensibilidad ante el sufrimiento. Fue decana de la facultad de Derecho de la Universitat de València, senadora y diputada, la primera ministra que habló de impulsar el mecenazgo como fórmula de activación de la cultura. Y nunca neutralizó su feminidad, al contrario: en sus primeros años en el hemiciclo arrancaba silbidos de entre los escaños. “Sus señorías no estaban preparados para un Thierry Mugler”, recordaba su colaboradora Toni Picazo.
Luchó al lado de las mujeres, con la igualdad como brújula, desde los tiempos en que el adulterio estaba todavía penado. “Una de las formas más ingratas de la crítica que recibimos se muestra cuando esta surge de las propias mujeres”. Así introducía en Malas el mito de la rivalidad que ella sustituía por complicidad. Apostó por un feminismo “responsable, alegre y libre”, plural y colorido. Como Matisse, se afanó en buscar la forma más enérgica posible de color. Su pérdida acentúa la nostalgia por una política luminosa que levantó museos, ventiló la cultura y asumió como reto la igualdad. Sus ­últimas palabras públicas, cuando le concedieron la Alta Distinción de la Generalitat Valenciana, fueron: “El feminismo debería ser declarado patrimonio de la humanidad. Ahí lo dejo”. Siempre se valió por sí misma, hasta el último día. Carmen Alborch fue mucho más que la sonrisa de la política.
Leer más
profile avatar
29 de octubre de 2018
Blogs de autor

Más que una calle

De Concepción Arenal sólo quedaban un puñado de calles, esas que nombramos a menudo y no siempre sabiendo de quién hablamos. La memoria de la que está considerada, a tenor de su proyección internacional, la pensadora española más importante del siglo XIX había quedado sepultada por la ignorancia sin que a nadie le trajera en cuidado. Arenal no viajó al extranjero a pesar de las repetidas invitaciones que recibía; eso sí, escribió 23 volúmenes sobre ciencia penitenciaria que fueron sustanciales para el progreso. Permanecía su obra, pero de la persona, la mujer que fue, apenas existían dos fotografías. Ella quemó sus cartas más personales, y otras fogatas familiares se llevaron el resto. Y el magnífico pazo donde murió fue demolido ante el desinterés oficial. Ante este vacío biográfico se encontró la escritora Anna Caballé, autora de una soberbia investigación: Concepción Arenal. La caminante y su sombra. Se sabía que había impulsado importantes reformas, que había sido una mujer enérgica, viuda joven, y extremadamente bondadosa. Y poco más. Pero aquel encendido pensamiento acerca de la dignidad humana, tanta caridad cristiana, le impedía a la escritora hallar un punto de vista, más allá del tópico, desde el que abordar al personaje.
“Por fortuna, el trabajo intelectual se alimenta de muchas maneras y el mío recibió un empuje inesperado. Ocurrió cuando corregía el trabajo de una estudiante china sobre La fiesta del chivo de Vargas Llosa –escribe Caballé–. La alumna aseguraba no entender cómo Urania Cabral, pasados treinta y cinco años tras ser traicionada por su padre, no era capaz de perdonarlo”. “¿Cuál es el plazo de expiación entre los occidentales?”, se interrogaba la joven. Y ahí es donde la biógrafa halla el hilo, la emoción solidaria que estructura el carácter del personaje, una mujer de acción que quiso cambiar el mundo aunque eso sólo estuviera reservado a los hombres.
En este mundo alterado, la compasión cae estrepitosamente en la escala de valores. No hay espacio mental para la piedad. Y, encima, sus connotaciones cristianas han penalizado el sentimiento. Cuántas veces he oído decir a un jefe “esto es una empresa, no una oenegé”, y no se crean que se hablaba de donaciones, sino de algún corto perdón. Pero ¿acaso la empatía no incluye una dosis elevada de compasión, sentir que el dolor del otro no te importa un pito? Hoy, aquellos que se entregan a los otros en demasía nos incomodan. Sin querer, los juzgamos: pensamos que se distraen de su propia vida, cuando en verdad somos nosotros los distraídos, empeñados en compadecernos a nosotros mismos sin tolerar la desgracia ajena. Al revés funciona mejor, bien lo supo doña Concha.
Leer más
profile avatar
24 de octubre de 2018
Blogs de autor

La actitud ante las palabras

Para sintetizar la disposición de espíritu que hace posible la creación poética, José Hierro hablaba de renunciar a los sinónimos: explorando la metáfora , la poesía huiría sin embargo de la falsa equivalencia. La poesía es una admirable modalidad de rigor, tan diferente del rigor propio de la ciencia, pero sin embargo homologable al mismo en exigencia. Pues si la motivación última de todo esfuerzo en pos de la inteligibilidad (del que la ciencia es un paradigma) no es otra que la de enriquecer el lenguaje, ello es todavía más obvio cuando se trata de la poesía.
 

Cuando se piensa con el objetivo de alcanzar sea la fórmula que sintetiza toda una teoría, sea la metáfora que hace significativo una parcela del mundo, no se está usando el lenguaje, sino que se está contribuyendo a que el lenguaje eclosione, a que despliegue su potencia. Y la disposición de espíritu en pos de una u otra práctica, en pos de la ciencia o en pos de la poesía, sólo se alcanza (y casi en momentos que son un paréntesis) abandonando la usual relación con las palabras, es decir, la común instrumentalización de las mismas en la vida cotidiana y que tiene diferentes modalidades:

En el mejor de los casos sirviéndose de las palabras para comunicar algo que se cree ser exterior a las mismas (pero que, de hecho, sin el lenguaje que les otorga significación serían simplemente insignificantes). En ocasiones parapetándose tras las palabras, erigiendo delante de aquello a lo que deberíamos confrontarnos un fantasioso constructo hecho precisamente de palabras hueras, desvirtuadas de su función, que dan cobijo a los falsos problemas. Probablemente todo ser humano esta inevitablemente abocado a recurrir a una u otra modalidad de esta inversión de jerarquía entre las palabras y aquello que las palabras envuelven. Cabe incluso sospechar que la vida cotidiana se sustenta en esta inversión (aunque haya desde luego grados), por lo cual tampoco el científico o el poeta escapan a la misma. Sin embargo (aquí sí que es operativa la distinción de aspectos): no lo hacen en cuanto científico o en cuanto poeta, pues pensar cabalmente equivale precisamente a restaurar la jerarquía legítima, a poner la palabra en su sitio y la conveniencia de cada uno en el suyo.

Pero hay un tercer y abyecto caso de instrumentalización del lenguaje consistente en servirse de las palabras como puñal en marrulleros ajustes de cuentas, uso del lenguaje del que son emblema los trapaceros discursos a los que en el momento en el que escribo procede una gran cantidad de personajes públicos de nuestro país, con el exclusivo propósito de infligir una puñalada al adversario que encuentran en situación de debilidad, atemorizado o incluso ya inevitablemente reducido.

No se trata en general de los que verdaderamente tienen el mando en nuestras sociedades, los cuales no necesitan discursos. Para decirlo claro: el amo no vive de prostituir la palabra, para eso está el marrullero. 

Conservar a toda costa un poder subrogado (en ocasiones paupérrimo) es para este la exclusiva máxima de acción. Desde ese pedestal a veces puede influir en las condiciones que permiten al creador o al científico realizar su trabajo. En consecuencia este último soporta los discursos del primero, diría incluso que soporta su presencia, pero de vez en cuando le parecerá una cuestión de salud el recordarle que a nadie escapa su condición de usurpador, de ilegítimo ocupante de un dominio sobre los demás, obtenido al precio de la prostitución de esas palabras que los poetas tanto miman y las gentes de bien tanto respetan.

 

 

Leer más
profile avatar
24 de octubre de 2018
Blogs de autor

Sara Mesa: elogio de la anomalía

Cara de pan (Anagrama), la nueva novela de la escritora española Sara Mesa (1976), ha sido una de las atracciones de la feria de Frankfurt: hay unas siete traducciones en marcha. Este libro corto y potente se atreve a tocar sin complejos un tema controversial en la cultura contemporánea: la relación entre una niña y un hombre adulto. El narrador de la novela se coloca en una situación difícil: las opciones para el desarrollo de la trama parecen predeterminadas negativamente, hacia la transgresión o la cursilería. Lo fascinante es como logra encontrar el camino en medio del campo minado.

            Sonia, el personaje principal de Cicatriz, la brillante anterior novela de Sara Mesa, dice que le interesan "los anormales, excéntricos y marginales... los que tienen algo que ocultar". Esa frase podría aplicarse a toda la obra de Mesa: en Cara de pan asistimos de nuevo a la dinámica compleja que se desarrolla entre dos inadaptados. Por un lado, la niña desde cuya perspectiva se narra la novela, conocida por sus amigas como Cara de pan (Casi, para ella misma): cansada del colegio, ha decidido no acudir más y pasa los días escondida en un parque; por otro, un señor mayor al que la niña llama el Viejo, que interrumpe el retiro de Casi con relatos sobre pájaros y disquisiciones sobre Nina Simone. ¿Puede haber alguna relación entre los dos? "Los hombres no pueden ser amigos de las niñas, le han dicho siempre [a Cara de Pan], y aún más: es imposible que un viejo se haga amigo de una niña. El viejo engaña, tiene intenciones ocultas, intenciones sucias. Esto es lo natural, no lo contrario".

            Sara Mesa extrae todo el provecho posible de una situación cargada. Es obvio que algo ocurrirá entre los dos: la novela se tensa en la espera de ese momento y se carga de esos huecos de sentido por los que se cuela la fantasía. El Viejo es demasiado ingenuo, con su habla cargada de signos de admiración, y además no trabaja, ha estado internado en un psiquiátrico y lo han amonestado por acoso sexual: algo se esconde ahí (hay truculencia en la respuesta, pero no la esperada). La niña, por su parte, en su afán por madurar -tiene casi catorce, es casi adulta-, se pregunta por qué el Viejo tarda tanto en decidirse: "¿Es por que es fea, porque es gorda, por los granitos en los brazos, porque nunca ha vivido nada digno de contarse, porque no tiene la voz ronca y seductora que tienen otras chicas?" No solo los lectores esperan el próximo movimiento; también los personajes.

Cara de pan es un taller maestro sobre cómo escribir sobre situaciones y personajes a contrapelo del gesto normal y del momento histórico: los editores están buscando la gran novela del #metoo, pero Sara Mesa va por otro lado. Puede ser leída en relación con la actualidad pero a la vez no está pendiente de ella y es capaz de trascenderla. Es cierto que no todo cierra: ¿puede la niña faltar tanto tiempo a clases sin que nadie del colegio se interese por ella? Aunque la realidad logra igual inmiscuirse, en el espacio que crean el Viejo y la niña se suspende el tiempo y buena parte de lo que ocurre afuera. Eso aleja a la novela del realismo tradicional y le da trazas de fábula, al igual que su resistencia a que los personajes sean entendidos con armas clásicas: dice el Viejo que los doctores y otras autoridades intentan cocinarlos "al gusto de la psicología": "¡Como pollos rellenos!... Los abren y los vacían y después rellenan el hueco con lo que piensan que es mejor". Casi llega a una conclusión similar cuando la doctora la interroga: "esa mujer estaba enferma, pensó: enferma de psicología". A Sara Mesa no le interesa plantar una bandera en el descubrimiento de una verdad generalizadora sobre la condición humana o las relaciones sociales; prefiere enfocarse en aquello que escapa a la generalización. Esa es su gran virtud.    

 

(La Tercera, 21 de octubre 2018)

 

 

 

Leer más
profile avatar
22 de octubre de 2018
Blogs de autor

Réquiem por el mediano

Es el mayor”, o “la pequeña”, acostumbramos a decir, pero, ¿qué ha ocurrido con el hijo mediano? El que aparentemente tenía el papel fraternal menos definido, el que creció sin los privilegios del primogénito ni sin los consentimientos del último. Durante años, entre aquellos que formamos familias numerosas, el hijo bisagra acostumbraba a pasar más desapercibido, como si uno de sus papeles fuera el de observador.
En mi casa, el cuarto de cinco fue quien encarnó ese papel; le hacíamos perrerías e incluso le llamábamos mossèn, pues nos asombraba su rubia bondad. Hasta que creció, tuvo su época punki y leyó a Chomsky. Por supuesto, Eduard acabó ingeniero: es el único del clan dotado para los números, y su juicio sigue imprimiendo el sentido común que se esperaba del vástago de en medio.
Leo un retrato robot del mediano trazado por Adam Sternbergh en The cut: combina dotes de pacificador, una inevitable porción de envidia, cierta sobrecarga de sentimientos y la indiferencia paterna. Los psicólogos no terminan de ponerse de acuerdo acerca del determinismo del orden de nacimiento en la definición de la personalidad. Parece que reciben menos apoyo emocional y económico de sus progenitores, con quienes suelen tener una relación menos íntima en comparación con otros hermanos, por lo que tienden a desarrollar más sus habilidades sociales y tener más amigos.
Aquella postal del Seat 131 reventado por una prole que se iba de vacaciones apretujándose a codazos de cariño me produce una sensación de ingenua temeridad. Cuánta fe había en el futuro, en la promoción de la familia grande, con su nevera portátil y los bocadillos de tortilla que nos colmaban. Hoy, ahogados por la economía y la dificultad en conciliar –aunque no sé si más que nuestros padres– cuando tener un segundo retoño es un lujo, el tercero resulta exclusivo de gente pudiente. Por eso los intermedios son una especie en vías de extinción, que incluso tiene su día internacional, el 12 de agosto.
Los gobiernos han dimitido a la hora de implementar políticas a favor de la natalidad –todo lo contrario– y sus programas son disuasorios, sin escuelas infantiles universalizadas, para empezar. Cómo van las mujeres a parir más de una o dos veces en pleno “invierno demográfico”, como ha denominado el profesor de la Sorbona, Gérard-François Dumont –uno de los expertos en geografía humana más reputados del mundo– a la congelación de la natalidad y en consecuencia el avejentamiento una sociedad donde las residencias de ancianos superarán pronto a las discotecas. En España, sólo un 8% de las familias tienen tres o más hijos, siendo la media europea de un 13% según Eurostat. La ficción en cambio sigue alimentando fantasías de guion con arquetipos del hermano mediano, de Lisa Simpson a Malcolm. Dan mucho juego en las series, pero con el tiempo contemplaremos a esas familias numerosas como un mito inalcanzable, igual que en su día lo fue el príncipe azul.
Leer más
profile avatar
22 de octubre de 2018
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.