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Fumar sin esperar

Hemos vuelto a fumar. Humaredas densas y cadáveres de cigarros flotan en los charcos y rellenan las rendijas de las alcantarillas, arrojando un solo diagnóstico: la vida es dura. Los cilindros perfectos con sus anillos dorados y sus filtros esponjosos se convierten en ceniza negra y maloliente. De la vida a la muerte en cinco minutos y diez inhalaciones. La nube de ansiedad generalizada se multiplica en las encuestas que presenta la ministra de Sanidad: un 34% de los españoles fuma a diario, casi igual que antes de la ley antitabaco del 2011, cuando se declararon espacios libres de humos los aviones, las oficinas y los restaurantes ante el pavor de los adictos.
Hay que distinguir entre el fumador compulsivo y el recreativo, entre el enganchado y el que coquetea, también entre el fumador público y el privado. Algunos defienden “fumar por placer”, aunque ya nadie se atreva a hacer apología de ello. De “morir un poco cada día”, invocando aquella pulsión de muerte con la que Freud explicaba el deseo inconsciente de regresar a un estado inorgánico de ­quietud y reposo, un jugar con nuestro propio destino con laxitud y cierta omnipotencia.
“Soy esa que no odia a nadie, y se equivoca y fuma. A imitación de sus padres y de un siglo en el que gabardinas y pitillos fabricaban refractarios: partisanos, actores, escritores. Todo aquello que me produce deseo”, escribe la académica francesa Florence Delay en Mis ceniceros (Demipage). El fumar hace compañía, para algunos es otro tic. Pero el deseo genera vicio y tos.
El ruido de la corrupción, del procés y de los tribunales ha silenciado el debate social, y el debate sobre los programas de salud pública se han ido cayendo de la agenda. La ministra Carcedo avisa de que tendrá que limitarse aún más el tabaco en el espacio público. En las playas quizás, o en los coches (cada vez hay más taxistas, en Madrid, que fuman cuando van solos a pesar de ser ilegal). Los avances se han revertido con los años. Al principio obedecimos, impactados por el relato agresivo del marketing anti. Pero dejamos de atender a las fotos de tumores faríngeos de las cajetillas de tabaco, imágenes gore elegidas sin demostrar su veracidad por creativos que ya no pueden rodar aquellos spots donde fumar parecía sexy. Sin publicidad, con elevados impuestos, y a pesar de las estadísticas tremendas en cuanto a su impacto en el cáncer, los ciudadanos de la Europa decadente vacían sus ceniceros sin parar. Y eso que fumar parecía cosa del siglo XX. En nuestra eterna paradoja, cuando vivimos instalados en la ideología del bienestar, el tabaco remonta su curva evidenciando nuestras contradicciones respecto a la salud y la enfermedad, y justificando que, de no fumar, tal vez haríamos cosas peores.
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19 de diciembre de 2018
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Recogerse

La reflexión, como la lectura, es la vitamina del ánimo y el ánimo es la vitamina del cuerpo
 

En Navidad celebran los cristianos que naciera un humano inocente, desvalido, arropado por sus padres en la más estricta pobreza, el cual acabaría sus días ejecutado por un crimen que no cometió. El dios de los cristianos pone de manifiesto la extensa maldad de los humanos, su sumisión al poder, la incoherencia y crueldad de las muchedumbres, pero también afirma rotundamente que seguirán naciendo hombres inocentes. El destino trágico de alguno de ellos no impedirá que muchos otros sigan luchando por la justicia.

Esta es para mí la gran diferencia entre cristianismo y paganismo. Los dioses antiguos son admirables, pero también imprevisibles, amorales, altivos y triviales. Las aventuras de los dioses griegos y romanos son fascinantes, sí, pero nos reducen a la desolación sin ni siquiera el derecho a una condena que no sea la muerte. Juguetes somos de su capricho, como una y otra vez dirán los grandes trágicos. No hay esperanza alguna, ni consuelo, ni dignidad para los mortales, ni escapatoria. Somos briznas de hierba efímera que no dura un estío.

De ahí que el cristianismo, a pesar de la infinidad de crímenes que se cometen en su nombre, siga siendo el consuelo de muchísima gente que quiere creer en la inocencia de todo recién nacido y en su capacidad para mantener ideas y principios en contra del déspota, del tirano, del totalitario, de la masa, a medida que vaya creciendo hasta alcanzar la edad de la razón. Actuar digna o indignamente es algo que él decide en libertad, más allá de la muerte. Y así la supera.

Amigos lectores, durante estas vacaciones aparten ustedes unos minutos para el silencio. La reflexión, como la lectura, es la vitamina del ánimo y el ánimo es la vitamina del cuerpo. Nos volveremos a ver el 8 de enero.

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19 de diciembre de 2018
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La balada de Laura Luelmo

 

La noche susurra una canción gélida.

¡Laura está muerta!

La peor consecuencia de que te quiten la vida

es todo lo que aniquilan al suprimir tu existencia:

te roban tus anhelos, los recuerdos

que poblaban tu mente cuando mirabas

la lluvia o la luna pálida, los deseos, los ensueños,

los proyectos, las preguntas que te hacías

en los días de angustia y en las tardes soleadas...

Toda existencia representa una línea ininterrumpida

desde el origen mismo de la vida.

Toda existencia es una cadena que se pierde

en la noche de los tiempos y en la noche del deseo.

Segar una vida no es una insignificancia,

es una inmensidad que sobrepasa

los límites del cielo.

La luna se tambalea. ¡Despierta, alma perdida,

y escucha lo que me cuentan las voces de la noche!:

“Entre rumores de alisos y de juncos y de fuentes

que discurren a lo lejos, Laura sintió una presencia

que arrastraba con ella

la enfermedad de la muerte...

Y ahora Laura ya no canta su canción

de todos los días;

el silencio la rodea y avanza a pasos quedos

por un campo de estrellas."

 

Los dioses del lugar perciben

una clamorosa ausencia:

¡Laura está muerta!

El alba susurra una canción gélida.

 

 

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18 de diciembre de 2018
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La expulsión de los sabios

Los mejores no siempre llegan al vértice de la pirámide. Al contrario. Lo comprobamos con nuestra experiencia diaria: quienes ocupan puestos de responsabilidad no son los más cualificados ni los más elocuentes. Y no me refiero únicamente a la política. Cuántos profesionales han abandonado su empeño de trascendencia tras una cadena de frustraciones, juicios e inseguridades que los han maleado hasta la renuncia. Todos conocemos a personas brillantes cuya erudición y talento nos deslumbran, y que, en cambio, no están hechas de la madera necesaria para ser estrategas. “Le falta garra”, se dice. Un mar de convenciones fagocita la inspiración mientras se expande el sentimiento gregario. El mismo adocenamiento que presenciamos en el consumo: tentáculos de holdings que se han convertido en gestores de ocio y mueven a las masas y el dinero a su antojo.
La paradoja se transforma en impostura: mientras se apela repetidamente al management de la excelencia, la cultura se convierte en ocio suntuario. Las dificultades de comprensión de lectura se multiplican. El PP expulsó la asignatura de filosofía del currículum, y el mensaje resultaba aterrador: la estructura mental que ayuda a pensar el mundo y la existencia, aquello que exalta el ánimo y provoca a los estudiantes, se erradica. En su lugar, se alimentan competitividad y beneficio económico como fórmulas de éxito, lo que excluye a la mayoría de los ciudadanos de a pie, que tan sólo puede contemplar la actualidad en forma de espectáculo, por supuesto como público.
“En un barco deberían decidir los que conocieran el camino junto con los que conozcan los métodos de navegación, por eso el conductor en un barco es el más sabio sobre el tema, el capitán”. Platón tomaba de Sócrates la metáfora marinera para afirmar en La república que ni los más fuertes, ni los más ricos, ni siquiera los más populares deberían ser nuestros líderes, sino los filósofos, los únicos capacitados para llevar el timón del Estado. Basando su criterio en el conocimiento y nunca en la opinión –aunque pueda haber opiniones que atraigan a muchos–, los más instruidos guiarían a la sociedad al éxito común.
Muy lejos nos hallamos de esta premisa: aquella clase de oro ha sido sustituida por un plantel de listos y oportunistas. En política, tecnocracia y populismo se amalgaman agrisando un panorama ante el cual parece más necesario que nunca acercarse de nuevo a las fuentes del conocimiento. Hay que regresar a los aforismos de Leonardo, a los pensares de Montaigne. “La velocidad de nuestro tiempo impide comprender el sentido original de la palabra: abrazar, ceñir, rodear por todas partes algo”, lo tomo prestado de Pablo Raphael. Huérfanos de ideales, debemos de aspirar de nuevo a que los mejores, los más sabios, no sean expulsados del sistema si queremos recuperar la virtud, o sea, la verdadera excelencia.
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17 de diciembre de 2018
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Una tarde me encontré con Ifigenia

 

Una vez, en un patio de Rodas,

me encontré con una chica

que parecía recién surgida de la antigua Grecia.

 

Me quedé paralizado;

era como estar ante Ifigenia. 

Bastaba con mirarla para irse muy lejos.

 

En otra ocasión, hallándome en Pekín,

vi una cara que parecía surgida

del mejor período de la dinastía Ming.

Son como cristalizaciones

de algo que se repite en el tiempo:

 

una misma flor de almendro oscilando levemente

en una rama negra,

que aparece cada cien primaveras

como surgida de un sueño.

 

Nunca pasan desapercibidas esas caras de leyenda.

Siempre hay alguien que les hace un poema.

Yo, por ejemplo, le estoy haciendo un poema

a aquellas dos epifanías

de una belleza tan antigua como moderna,

suspendida en la zona más cristalina del tiempo.

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14 de diciembre de 2018
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El jardín del polaco

En el tiempo de las demarcaciones territoriales y los pronunciamientos identitarios, pero también en el tiempo de la comunicación universal y el vuelco entre realidad y suceso, interesa ver su reflejo en el cine, que es el arte sin domicilio, sin lengua única, sin natalidad personificada. ¿Viaja el cine igual de mal de lo que, según los enólogos más expertos, viajan los mejores vinos? Un día después de saber que la entre nosotros tan ponderada ‘El reino' pasó muy desapercibida a los extranjeros presentes en el festival de San Sebastián y fue totalmente ignorada por la mayoría de miembros de su jurado, la vi en la primera sesión de los cines Verdi de Madrid, viendo cuatro horas más tarde, en el último pase de los Renoir Retiro, ‘Todos lo saben', la película española de Asghar Farhadi. Soy de la opinión que el trepidante ‘thriller' político de Rodrigo Sorogoyen ha de atraer principalmente a los que ya conocen lo que el film cuenta y buscan en la gran pantalla la confirmación dramática (muy bien resuelta por sus actores, en especial los secundarios) de lo que todos los ciudadanos hemos leído en la prensa y visto en los telediarios; se trata, pues, de un cine español de rabiosa actualidad destinado al desahogo moral (o visceral) de los espectadores españoles más enrabietados.

 

En esa tesitura me pregunto para quién y por qué el famoso y justamente premiado cineasta iraní -más allá del cumplimiento de un encargo que no sería el único sobre su mesa de trabajo- ha hecho este melodrama rústico con toques sociales y diálogos tan anodinos como prolijos, exquisitamente manufacturado por profesionales de primera categoría. Desubicado a menudo (la alargada secuencia de la boda se diría propia de un film nacional programable en ‘Cine de Barrio'), Farhadi da la impresión de tocar de oído una partitura pobre de trama y de melodía (aunque hay arias de lucimiento muy bien aprovechadas por Penélope Cruz y Bárbara Lennie) que el gran director no acierta a concertar. Con una duración de 132 minutos, la impresión que deja ‘Todos lo saben' es que hay poca película, consiguiendo la rara deficiencia de resultar sabida y postiza a la vez. En casos así uno piensa en Almodóvar, que siempre se ha negado con inteligencia a realizar los proyectos golosos que le ofrecían en Hollywood, o en Francia, o donde él quisiera.

Pawel Pawlikowski es un polaco nativo que en 1957, a los 14 años, acompañó a su madre bailarina en una huída a Inglaterra, donde estudió literatura y filosofía en Oxford antes de iniciar una carrera de documentalista prestigioso. ‘Last Resort' (2000), que no he visto, fue su primera incursión en un registro de la ficción que ya anunciaba su proclividad a los territorios mixtos de la actualidad política y el peso histórico, en los que el fanático sectarismo del contexto actúa como contrapunto de la voluntad necesaria para sus protagonistas de infringir normas, aun sabiendo el peligro que eso conlleva. Hablamos en estas páginas hace más de cuatro años (en el número 153) de la inolvidable ‘Ida', que significó en 2013 su retorno a Polonia, donde vuelve a situar la acción de ‘Cold War', manteniendo la imagen en blanco y negro y el cuadrado del I,33:I, el llamado formato académico, si bien en este caso aireando la claustrofobia comunista con un constante cruce de fronteras, clandestinas no pocas veces. Simultáneamente a la movilidad libertaria y el zarandeo policial de sus protagonistas, Pawlikowski plasma una Guerra Fría punteada por la música; un cuento dramático con bailables chispeantes y canciones tristes.

Las primeras, en 1949, son folklóricas. Las cantan campesinos rudos y ancianas de los pueblos de montaña para que una pareja de musicólogos ambulantes, Wiktor (Tomasz Kot) y su colega Irina (Agata Kulesza, en quien reencontramos a la extraordinaria actriz que encarnaba a la tía Wanda de ‘Ida'), las graben y conserven, aunque ellos realmente trabajan, pagados y vigilados por el gobierno, buscando intérpretes naturales, a ser posible jóvenes y rubios, con los que formar una agrupación de coros y danzas nacionalistas. En esa búsqueda se produce el encuentro de Wiktor, que es también pianista y director de orquesta, y Zula (Joanna Kulig), la muchacha recién salida de la cárcel por apuñalar gravemente a su padre ("me tomó por mi madre, así que tuve que usar el cuchillo para mostrarle la diferencia"), hermosa, díscola, grácil bailando y de bella voz, a través de quien, en una peripecia de desplazamientos constantes, persecuciones, rupturas sentimentales y reencuentros apasionados, Pawlikowski condensa en quince años, hasta 1964, el marco estalinista del más duro período vivido tras el Telón de Acero, y a la vez rescata, según él mismo ha confesado, la historia -libremente adaptada- del amor a trompicones ideológicos y artísticos de sus propios padres.

‘Cold War' no tiene la oscura poesía mística de ‘Ida', pero sí las virtudes formales de la astringencia, la elipsis fulgurante y la belleza que no necesita florituras, así como el libre albedrío de una narratividad que siempre persigue los diferentes lados de la verdad. Lo advertimos en los primeros minutos del film, cuando, mandando parar la camioneta en que viajan los musicólogos con Kaczmarek, el comisario político del partido, este se apresura a vaciar su vejiga en un descampado donde descubre los restos de una iglesia, las arquerías sin techo, los muros rotos, los ojos semi-borrados de una pintura sacra. Parecería que la escena y el paisaje elegido por el director tratan de señalar el fin de la religión impuesto por el nuevo régimen marxista en esa Polonia tradicional y tan acendradamente católica. Pero una vez que el esbirro acaba de orinar, continúa el trayecto y nos olvidamos de aquel lugar. Aunque la película es corta (80 minutos, más los títulos finales), todavía quedan muchas cosas por suceder: un largo periplo de vacilaciones y deseo por París, Berlín y otras capitales de la órbita soviética, donde la pareja se ama, se separa, se traiciona, con acompañamiento musical siempre: la lánguida canción francesa, los ritmos sincopados del jazz, el rock ‘n' roll de Bill Haley and His Comets, el pastiche mexicano de ‘Bongo' defendido deliciosamente por Joanna Kulig, que fue cantante revelación en su país a los 15 años, en 1998, todo ello en contraste con las piezas corales en loor del Partido y la colectivización agraria que Zula -aun indómita e impetuosa de carácter más amoldada al dogma comunista que Wiktor- se obliga a interpretar. La evolución de las músicas evoca el devenir de las emociones, si bien el director le revela a Jonathan Rommey en una reciente entrevista publicada en ‘Sight & Sound' que habiendo sido él un moderno desde la infancia, por influjo de la bohemia materno-paternal, y odiando la farfolla del folklore patriótico, hace poco, al asistir en su país natal a un concierto de canciones populares vernáculas, se sintió conmovido por la primaria autenticidad de esa música.

En el año que cierra la película, 1964, la pareja de enamorados parece dispuesta a abandonarlo todo, la felicidad incluso, a cambio de la libertad de moverse y amarse a su antojo, y su deambular les lleva al templo en ruinas del comienzo. ¿Qué hacen allí estos dos fugitivos? No queda claro, pero sí la postura de Zula, cuando, para sorpresa de Wiktor, se cambia de lugar en la carretera que bordea la iglesia derruida y lo explica así, animándole a seguirla: "Vamos al otro lado. La vista será mejor". Es difícil saber qué vieron esos dos personajes dichosos y atribulados en el resto de sus vidas, que el film no cuenta. Lo que sí sabemos los espectadores de dos obras maestras de la magnitud de ‘Ida' y ‘Cold War' es que el apátrida Pawlikowski, quien en el año 2007 decía que "[su] problema, en tanto que escritor y cineasta, ha sido desde siempre no poseer un jardín propio", lo encontró en Polonia y en el florecimiento y las ramificaciones de su memoria familiar.

 

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13 de diciembre de 2018
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Ánimo ‘Animalaute’

La vida de los grandes artistas es desprendida, como un andar con la suela algo despegada del zapato. No premeditan el futuro, meditan el presente desde la ambición y la pulsión, lo cabalgan entre el hallazgo y el fracaso. Dejan salir ángeles y demonios para que de ese baile se extraiga una moneda que no pesa ni cotiza, pero que te hace inmensamente rico cuando la recibes. Se llama sensibilidad, algunos la temen por sonar a cursi en tiempos de palabras peladas, aunque quien anda desposeído de ella padece un grave déficit, mucho peor que el de la vitamina D, y acusa una sordera que impide captar el llamado ruido rosa –así se denomina al sonido de la lluvia que adormece y, según afirman los científicos, mejora la memoria–.
El pasado lunes por la noche, quienes asistimos al homenaje a Aute: ¡Ánimo, animal! entendimos que la integridad poética del músico y pintor está fuera de toda duda. Un traficante de belleza que ha hecho juegos malabares entre la greguería y la metafísica, ha mantenido el compromiso por habitar un lugar más justo y ha ilustrado las contradicciones del “animal amortal”: “Por qué será / que cada vez que escucho la palabra / ”, decía en un poema dedicado a Ava Gardner: Waltzing maldita
Desde hace dos años, Luis Eduardo se recupera de un infarto que lo tuvo 48 días en coma. Su familia seguía creyendo en su vida cuando los médicos empezaban a descreer. Dos años sin trabajar, aprendiendo a andar de nuevo por el parque de la Fuente del Berro, dos años sin micrófono, guitarra ni banda. En el Palacio de Deportes: “Buenas noches, autistas” saludó Sabina, algunos confesaron que le deben la vocación, otros el éxito, también el pan. Cantaron por él en un homenaje que continuará en Barcelona y pretende reunir ánimos y medios. Ana Belén, José Mercé –“gracias siempre, maestro, por dejarme cantar Al alba”–, Silvio Rodríguez, Serrat, Víctor Manuel, Rozalén, el joven Ma­rwan soltando fibras epidérmicas al cantar Siento que te estoy perdiendoy el gigante Poveda aflamencando Prefiero amarlograron que cada canción pareciera recién despeinada. Cada tema que sonaba era un reencuentro con lo mejor de nosotros, también una crónica de la historia de la España ceniza y de la España fucsia.
Los artistas viven al día. Su patrimonio es su maleta de partituras y versos, igual que los viajantes de antaño, que engrosaban el muestrario cada temporada. Aute y su familia conforman un microcosmos único. Pocos ha habido tan geniales, y alados. Empedernido jugador de palabras y compositor generoso, es de justicia que regresen a él sus canciones de siempre ahora que no puede cantarlas, alimento para animales cultivados.
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12 de diciembre de 2018
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Desempacando historias. Prólogo del libro Sin maletas, de Margarita Solano (ed.)

Hace dos décadas cayó en mis manos un libro hermoso, punzante, que me introdujo en el fecundo campo de la historia oral. La historiadora argentina Dora Schwarzstein entrevistaba a 87 republicanos españoles que huyeron de la represión franquista y llegaron a Argentina. Eran sobrevivientes de una catástrofe. Habían perdido la guerra, habían huido a tierras desconocidas. Me llamó mucho la atención que todos insistieran todavía en considerarse exiliados, no inmigrantes.

En ese libro, Entre Franco y Perón: Memoria e identidad del exilio republicano español en Argentina, una mujer recordaba que sus padres nunca compraron muebles, porque querían creer que en cualquier momento volverían a España. Somos del Atlántico, decía otro de los entrevistados. Estamos a mitad de camino de la ida y de la vuelta.

Estos exiliados eternos vivían con las maletas hechas. 

 *          *          *

En ese momento me pareció dramático eso de vivir con las maletas siempre hechas. Pero escapar sin maletas, como resume el título de esta colección de relatos de exiliados del presente, es más duro, como metáfora y como realidad.

Setenta años después de la Guerra Civil Española, del holocausto nazi, de los millones de refugiados de la Segunda Guerra Mundial, el mundo se ha vuelto a llenar de exiliados, escapados, oprimidos, hambrientos de paz, pan y justicia. Cruzan fronteras, recorren desiertos y atraviesan océanos. Y los recibe mucho desconocimiento e incomprensión.

En este libro luminoso, brillan las ansias de estos héroes modernos de sobrevivir y construir, de no olvidar lo que dejaron atrás pero también de aprender y aportar en las sociedades donde los llevó el oleaje de sus tragedias.

Tal vez el principal drama para los sesenta millones de desplazados que viven en tierra ajena, de los cuales solo la tercera parte ha logrado el estatus de refugiado, es que el desarraigo es un mal que no tiene cura, dice la gran periodista de investigación colombiana Olga Behar en el prólogo de la edición latinoamericana de este libro. Es un gran honor ponerme en sus zapatos como encargado del prólogo de esta edición española. 

Un dato de Sin maletas: solo en América Latina, si los refugiados fueran un país sería el tercero más grande por número de habitantes, solo después de Brasil y México. Son más que las poblaciones enteras de Argentina o de Colombia. Otro dato: viene de países vecinos pero también del otro lado del planeta. Las voces de este libro vienen de Siria, de Afganistán, Palestina, El Congo, Eritrea, Ucrania, Iraq,  Rusia, Venezuela, Colombia, Guatemala y México.

Y vienen sin maletas.

Salieron con lo puesto. Cuando Essa Hassan sintió el estruendo de bombas y gritos desde su departamento de estudiante de la Universidad de Damasco, supo que tenía que correr. En Iraq, cinco mujeres yazidís consiguieron refugiarse en un centro de acogida tras ser violadas y vendidas por 50 dólares. En Eritrea, Filemón por poco logró escapar de su cárcel como esclavo del ejército.

El viaje es una tortura de la que con suerte salen vivos. Wali, un chico afgano, corrió por el campo para escapar de las balas de los militares. En Grecia, los refugiados sirios llegan con las últimas fuerzas o son vomitados en las playas por el mismo mar. Jamal, un refugiado palestino, está en manos de un funcionario de línea aérea que puede autorizarlo a volar o puede romper su sueño en pedazos.

Y cuando llegan, todavía falta mucho para que acabe la pesadilla. O peor aún: en la nueva tierra comienza otra. Martina consiguió salir del Congo con su esposo, amenazado de muerte, y dos de sus hijos; pero en un pueblo perdido en las afueras de Buenos Aires lucha cada día para traer a los siete hijos que le faltan y le duelen. Vera se alejó del daño inminente en Jimki, Rusia, pero en Argentina el mal que corroe a su familia sigue actuando en lo más profundo. Y la adolescente venezolana Raymar, que perdió a su marido en la vorágine de violencia de su país y huyó a Colombia con su bebé, sobrevive en lo que nunca hizo antes, dedicándose a la prostitución.

*          *          *

Me pongo en la piel de los autores. Se requiere valentía y temple para acercarse a estas historias. La primera reacción al escuchar esta colección de tristezas, es abrazarlos, llorar juntos. O apretar los puños y buscar a los causantes de tanto sufrimiento. O darles una mano, una ayuda, un consejo. Es difícil pedirle a los que han caído a un lugar más bajo de lo que imaginaban posible que vuelvan a recordar y cuenten su desgracia.

Pero hay que preguntar. Saber. Indagar. Y contar en estas crónicas precisas, duras y poéticas las historias de los sobrevivientes de un mundo en destrucción. Margarita Solano (el alma y compiladora de la colección y autora de uno de los textos más profundos), Agustina Grasso, Maddalena Liccione, Florencia Ángeles, Yabo Mora, Modesto Frías, Ximena Vélez, Luis Chaparro, Érika González, Leidy Campos, Luisa Ramírez, Eileen Truax, Yasna Mussa, Luis Chaparro, Javier Sinay y Gabriela Benazar Acosta lo hacen con respeto, con conocimiento de causa, con sabiduría narrativa.

No es fácil lo que ellas y ellos logran. Tras décadas de trabajo con víctimas, protagonistas y testigos del mal, me surge una y otra vez la pregunta: ¿Por qué querrían o deberían estos refugiados contarnos sus historias? ¿Qué puede llevarlos a abrirse a un extraño? ¿Qué puede ofrecerles una o un periodista, si nuestro gremio ha resultado en el mejor de los casos indiferente (y en el peor, nocivo) para sus pueblos, sus dramas, sus luchas?

Y si nos hablan, ¿qué esperan de nosotros? ¿Y cómo quedan después de abrir el horror que llevan dentro y ver cómo nos vamos con nuestras notas y grabaciones a cuestas? 

Los jóvenes autores de estas crónicas (la mayoría nacidos en los ochenta, al arrullo de las dictaduras, guerras y guerrillas del continente) han leído mucha crónica pero también se han empapado en la historia, la antropología, la geografía de sus personajes. Por eso en estas páginas laten las voces y los relatos que acercan, que desatan la identificación con estos refugiados; pero también el contexto para entender de dónde vienen y por qué pueden aportar tanto en las tierras que los han acogido.

*          *          *

Sorprende la variedad de recursos narrativos con los que se cuentan estas historias.

Algunas secciones, por ejemplo, están narradas en primera persona: son los mismos personajes los que toman la palabra a través de la atenta escucha y organización de los autores. Es el caso de El bibliotecario que rehusó matar, de Luis Chaparro. Los momentos más dramáticos de Essa Hassán los cuenta él mismo, en un monólogo teatral y efectivo. Son las dos de la mañana. Por la ventana entra un grito que me despierta los sentidos. Allahu Akbar!

En otros momentos, los autores les relatan a sus entrevistados sus propias historias, como hace con poesía quirúrgica Margarita Solano con el ex guerrillero del M-19 de Colombia Markos, exiliado en México. Ningún mexicano del común que te viera hoy con tu pantalón beige, cinturón café que hace juego con la chamarra, camisa amarilla perfectamente planchada y un bigote arreglado, pensaría que veinte años atrás eras un guerrillero alzado en armas.   

Pero la mayoría de estos bellos y dolorosos retratos están contados en un empática tercera persona: el narrador toma el lugar de un lector atento, que pregunta, indaga, escucha, se deja empapar por estas historias de sobrevivientes heroicos.

Escribo estas líneas en tiempos muy duros para los refugiados y para los inmigrantes en general. Manifestaciones xenófobas, ataques racistas, gobiernos que cierran fronteras y deportan a los desesperados. En muchos países de Latinoamérica se olvida fácilmente o se oculta con alevosía el recuerdo de cuando las tornas estaban del otro lado.

¿Quién no desciende de algún antepasado que se hizo a la mar o se ensució con el polvo de los caminos para huir del hambre, de la guerra, del sin futuro? En Chile, donde vivo, hay quienes se quejan de la llegada masiva de venezolanos, cuando hace apenas una generación eran los chilenos los que buscaban huir de la dictadura de Pinochet y encontraron cobijo en la entonces pujante y pacífica Venezuela.

Que Sin maletas, con su cargamento de reveladoras y emotivas historias por desempacar, encuentre muchos y atentos lectores. Sus personajes somos nosotros, o lo que hay de más valiente y generoso en nuestras castigadas comunidades. Y sus autores son algunos de los más exquisitos cronistas que están transformando el periodismo narrativo en la lira y el fuelle con los que esta América Latina en ebullición se cuenta a sí misma.

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11 de diciembre de 2018
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Palabros

En la Real Academia nos limitamos a recoger el estado de la lengua en un momento concreto, como el médico con un paciente. Nuestro paciente cambia cada minuto
 

Quienes trabajamos en la Real Academia pasamos horas discutiendo sobre palabras. Algunos somos de la casa en tanto que literatos o traductores, pero hay muchos profesionales: lexicógrafos, gramáticos, filólogos. Casi todas las palabras que entran en discusión son sugerencia de gente que consulta el uso y abuso de algún término, o propone cambios. El lenguaje es un organismo viviente, como los océanos y casi de igual tamaño. Cada día aparecen invenciones y equívocos. Recuerdo una sesión que se la llevó entera la palabra ‘peineta' cuando va acompañada por el anular enhiesto. Épico.

Es frecuente que nos escriban exigiendo cambios. Tendencia que ha tomado gran ímpetu desde que el agravio se ha convertido en el modo de vida de mucha gente. El agraviado no soporta que el diccionario lo defina: sólo él sabe cómo debe ser definido. Sin embargo, quienes trabajamos en esa tarea no somos dueños de alterar o inventar por antojo. Nos limitamos a recoger el estado de la lengua en un momento concreto, como el médico con un paciente. Sólo que nuestro paciente cambia cada minuto.

La disputa suele establecerse entre aquellos académicos que quieren registrar todas las palabras que aparecen, sin dejar una sola fuera (los descriptivistas), y aquellos otros que prefieren rechazar las palabras que abaratan o ensucian el lenguaje (los prescriptivistas). Lo más curioso de los últimos años es que una minoría poderosa y rica quiere imponer su léxico sobre toda la población. Cuando un alto cargo político exige que se use el lenguaje según a él le apetece está actuando como un déspota ilustrado. Lo cierto es que sólo si la gente usa esos términos con normalidad puede entonces la RAE aceptarlos. Los académicos somos demócratas del logos.

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11 de diciembre de 2018
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El novelista en la butaca

Siempre he imaginado al novelista como un director de cine, sólo que, lejos del ajetreo de los estudios y de los rodajes a cielo abierto, trabaja en soledad, y es él mismo, además, guionista, camarógrafo, escenógrafo, y, por fin, editor, porque hace el montaje y corrige y suprime hasta conseguir la versión final.

Tolstoi es el mejor ejemplo de lo que digo. En esa gran superproducción escrita que es Guerra y Paz, sube a la grúa para tener una visión completa del campo de batalla de Borodinó, y desde la altura contempla a las tropas de Napoleón Bonaparte de un lado, y del otro a las del general Kutuzov: formaciones de soldados de infantería en la lejanía, el humo de las descargas de los fusiles, el fogonazo de los cañones, el despliegue de la caballería. Pero también es capaz de quitar los techos de los palacios de Moscú para filmar los bailes de gala, y rebana las paredes a las alcobas para que la cámara no tenga estorbos en las tomas de primer plano de las escenas de amor.

Y, al revés, el director de cine como novelista. Es la sensación que he tenido al ver Roma de Alfonso Cuarón, una minuciosa exploración sentimental de la infancia, cada fotograma en blanco y negro una pieza infaltable de la obra de arte que es la película. Cuarón no ha querido correr riesgos con la fidelidad a su memoria, "que al fin y al cabo tampoco lo es porque es la única verdad que tenemos, y la memoria es lo que somos", dice; y por eso, como Tolstoi, además de director es el guionista, editor, camarógrafo, y no me cabe duda que también responsable de la escenografía, que es parte esencial del proceso de reconstrucción del pasado.

Una saga autobiográfica que tiene su punto de irradiación en la casa número 21 de la calle Tepeji en la colonia Roma, construida en 1902 bajo la dictadura de Porfirio Diaz, mansiones de estilo art noveau y neoclásico en el corazón del antiguo Distrito Federal, destinadas a las élites, y que luego pasaron a ser ocupadas por familias de clase media acomodada. 

Hay un doble relato en Roma: uno íntimo, que retrata la vida de una familia abandonada por el padre, médico de profesión, cuando la madre debe sacar adelante a sus cuatro hijos, aunque la historia se desliza hacia la figura de Cleo, la empleada doméstica mixteca que es el alter ego de la nana que marcó la vida de Cuarón, Libo Rodríguez, "su segunda madre" y quien se convierte en el eje sentimental, y dramático, de la película.

El otro relato corresponde a la vida pública, y lo que ocurre puertas adentro del hogar está conectado a los acontecimientos de la historia nacional. Se abre la década de los setenta con la ascensión al poder del presidente Luis Echeverría, a quien Gustavo Diaz Ordaz, responsable de la masacre de estudiantes de Tlatelolco en 1968, escoge como sucesor.

Habrá entonces otra masacre de estudiantes el jueves de corpus de 1971, ejecutada por "Los Halcones", un grupo paramilitar, con 120 asesinados. "El halconazo" entra en la vida de los protagonistas, y por tanto en la película. "Hay períodos en la historia que asustan a las sociedades y momentos en la vida que nos transforman como individuos", dice Cuarón.

El novelista explora en su propia memoria, y utiliza las palabras para recrearla. El director de cine busca también revivir el pasado a través de imágenes, sin pasar por las palabras. Es aquí donde los dos oficios se separan, pero el proceso de reconstrucción viene a ser el mismo.

La escritura cambia al novelista una vez culminada su exploración, y el cineasta que ha puesto el ojo en el visor de la cámara para filmar su propio pasado, cambia radicalmente también. "Es imposible seguir siendo la misma persona de antes después de hacer un experimento en el que te remites a tus recuerdos más lejanos", dice Cuarón. "Son como una grieta en la pared que tratas de tapar con capas y capas de pintura, pero no desaparece, continúa allí, aunque sientas que no existe".

Es el poder inconmensurable de la obra de arte, cambiar a quien la ejecuta, y cambiar a los demás en la oscuridad de la sala, o en el sillón de lectura. En la penumbra, cuando pasan al final los créditos, mi sensación es primero de asombro. He visto desplegarse ante mis ojos un pasado de relieves concretos, imágenes hiperrealistas cuidadosamente detalladas que puestas en sucesión vienen a ser el todo.

"Esto es imposible" me dice cuando al salir Gonzalo Celorio, quien vivió de niño en la misma colonia Roma. Cines, comercios, restaurantes, bares que ya no existen más, están en la película tal como él los conoció y los recuerda. Imposible porque se trata de un milagro. Roma es un verdadero milagro.

 

 

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10 de diciembre de 2018
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El Boomeran(g)
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