

No demos demasiada importancia a los codazos entre políticos sobre fraudes académicos, son zancadillas de gente sin mérito. ¡Como si hubiera un solo palmo en este país libre de enchufes, favores, sobornos o momios! En Alemania bastó la sospecha de una falsedad académica para que dimitiera su ministro de Defensa. Hay que tomarse en serio algunas cosas si no quiere uno morir idiota, pero estos no conceden el menor valor a los estudios que exigen talento y trabajo. Dicho en plata, la Universidad española, excepto algunas Facultades técnicas, no está para investigar, aprender, descubrir o ayudar a la población, sino para ir tirando.
Sin embargo, hay algo temible en el último circo de los empujones entre miembros de la así llamada "clase dirigente": su desprecio hacia una institución que, de haberla respetado con una mínima vergüenza, se habrían ahorrado el bochorno. Porque lo peor de esa institución no es el profesorado, aunque los hay modo majareta, como los jefes de Podemos, ni el alumnado, aunque sea famoso por sus botellones; lo peor son los responsables de defender, financiar y mejorar la Universidad. Las instituciones culturales, para nuestros dirigentes, son un capricho ornamental y solo sirven para ponerse extensiones. El actual presidente quiso asentar como ministro de Cultura a un locutor de la tele. Jorge Semprún se removió en su tumba al constatar cuánto ha mejorado el modelo intelectual socialista. Y el ex presidente Rajoy es un tipo que nunca ha leído nada que no sea prensa deportiva ayudado por un entrenador para frases difíciles. Todo esto es chocarrero, pero pone de manifiesto que sigue viva la herencia de Fernando VII, el que cerró las universidades y abrió las escuelas de tauromaquia. Aunque hoy, ni eso.
La Reserva río Indio-río Maíz es parte de la red mundial de áreas protegidas de la UNESCO. Son 300.000 hectáreas de selva virgen, y se extiende al sur de Nicaragua entre el río San Juan, que delimita la frontera con Costa Rica, y el Río Punta Gorda, hacia la costa del Caribe.
Aunque área protegida, se halla en la mira de los llamados colonos, partidas de campesinos a veces, y las más negociantes de tierras, que burlan a las autoridades forestales, o gozan de su protección, para derribar los árboles y convertir el suelo en pastizales. La quema del terreno suele provocar incendios.
Los negociantes se enfrentan a los indígenas que defienden la selva como su hábitat, no pocas veces arrasando sus comunidades y asesinándolos. Y los árboles tumbados representan otro jugoso negocio en las sombras.
El martes 3 de abril de este año comenzó un nuevo incendio, otra vez provocado por los depredadores, aunque el gobierno minimizó la catástrofe. Negar la magnitud de los incendios ha sido una forma de ocultar sus causas, el descuido y la corrupción, algo que no pasa desapercibido ni para los ecologistas ni para los jóvenes en las universidades.
En las fotografías aéreas y los videos, las inmensas columnas de humo se expanden como si se tratara de una poderosa erupción volcánica, visibles por kilómetros a la redonda, prueba de la magnitud del desastre.
La primera protesta se dio el miércoles 4 de abril en León, cuando los estudiantes encabezaron una marcha que fue atacada, como de costumbre, por las turbas del gobierno. Al día siguiente unos 300 estudiantes intentaron salir de la Universidad Centroamericana en Managua hacia la Asamblea Nacional, llevando pancartas donde se leía SOS INDIO MAÍZ, ORTEGA NEGLIGENTE, DESASTRE ECOLÓGICO. Pero la Juventud Sandinista organizó una "caminata ambiental" y les salió al paso; entonces cambiaron el rumbo, pero de todos modos se hallaron con un contingente de antimotines que los obligó a replegarse de regreso a la universidad.
El régimen dejaba en claro una vez más su intolerancia cerrada ante cualquier protesta, aunque fuera en defensa de la naturaleza: "las calles son del pueblo", había sido la consigna convertida en regla por años, y esto quería decir, las calles son de las organizaciones del partido en el poder. Un monopolio impuesto a la fuerza con el respaldo policial.
El miércoles 11 de abril, una leve lluvia empezó a caer sobre la selva, y ayudó a amainar el fuego, que terminó por extinguirse. Pero el daño a la reserva era irreversible. Y las tierras quemadas, quedaban otra vez listas para ser convertidas en fincas de ganado.
En el estado de felicidad perpetua que ofrece la filosofía del socialismo esotérico del régimen, las causas nobles, como defender la integridad de una reserva ecológica, venían a resultar causas prohibidas. O respaldar a los jubilados en sus reclamos. Eso quedó patente a los pocos días, cuando se reformó la ley de la seguridad social para gravar con un impuesto del 5% las pensiones.
El miércoles 18 de abril un grupo de ancianos salió a protestar en León contra el decreto que los esquilmaba, pero cuando llegaron al lugar acordado ya estaban allí las fuerzas de choque. Uno de los viejos, que porta una pancarta, fue derribado al pavimento, y en el video que se hizo viral entonces puede advertirse como uno de los esbirros lo aprisiona del cuello mientras otro lo empuja con violencia.
Sus compañeros de la marcha lo ayudan a levantarse, lo defienden, y los reclamos contra los agresores suben de tono. Si la intención era agredirlo en el suelo y arrebatarle la pancarta, ya no pudieron hacerlo. Se levantó con ella en las manos.
La escena de un anciano jubilado que cae al suelo agredido por agentes del régimen queda registrada en un teléfono celular, y de pronto está en miles de pantallas de teléfonos celulares en todo el país.
Es misma tarde, unas 300 personas, entre ellos decenas de universitarios que acompañan a más jubilados, se congregan a protestar en las afueras del centro comercial Camino de Oriente en Managua. Todos se han citado allí a través de las redes, con lo que surgirá una palabra desde entonces clave: autoconvocados.
Las fuerzas de choque, ahora multiplicadas, vuelven a aparecer agrediendo indiscriminadamente a los manifestantes. Ese 18 de abril se volverá una fecha histórica, porque es cuando estalla la rebelión desarmada que en los días siguientes tendrá un terrible saldo de muertos, porque la policía y las fuerzas de choque pasan a disparar indiscriminadamente con armas de fuego.
Pronto aparecerán los francotiradores, y los paramilitares encapuchados con fusiles de guerra, hasta que en los siguientes cien días el número de muertos alcanzará más de 400.
El incendio criminal de una selva. Un anciano derribado que a pesar de todo no suelta el cartelón donde reclama por su pensión cercenada. Puertas de escape a una larga acumulación de agravios.
Varios autores latinoamericanos están explorando la ecología mediática surgida a partir de las nuevas tecnologías e internet. Un repaso parcial debería mencionar a Mónica Ojeda en Nefando (2017), interesada en las posibilidades narrativas de la dark web; Martín Felipe Castagnet en Los cuerpos del verano (2012), novela de ciencia ficción en la que la posibilidad de la vida después de la muerte se convierte en realidad e internet es la ultratumba donde van a parar nuestros cerebros; Denis Fernandez en "Astronautas"-Monstruos geométricos (2016)-, cuento que convierte a internet en metáfora del ingreso a una realidad otra: visitar la dark web como un cuerpo transformado en bot puede ser una posibilidad real; Lucila Grossman en Mapas terminales (2017; Los Libros de la mujer rota, 2018): tecnología e internet son los puntos por los que pasa la comunicación e incomunicación de los personajes; en realidad son los puntos por los que todo pasa: ya no se trata de relacionarse con la red, sino de ser la red.
A esta lista hay que agregar al peruano Juan Manuel Robles -junto a Ojeda y Castagnet, uno de los autores seleccionados por Bogotá39 entre los más representativos de la nueva generación-, que en No somos cazafantasmas (Seix Barral, 2018) -en especial en cuentos como "Valentina en las nubes", "Maqueta a mano" y "No somos cazafantasmas"- crea una mitología perturbadora sobre la forma en que la memoria de los individuos puede manipularse gracias a las nuevas tecnologías.
Robles escribe sobre un futuro muy cercano -mejor, un presente con toques futuristas- en el que, ante la proliferación de fotografías con las que archivamos nuestras experiencias -"son muchas fotos... los recuerdos se confunden con las fotos"-, las grandes compañías se hacen cargo de la memoria de los individuos, para almacenarlas en la nube, ordenarlas y luego ofrecerlas en venta en "álbumes inteligentes". En "No somos cazafantasmas", Robles explora ese momento inquietante en el que uno ya no es dueño de su propia memoria y por lo tanto está a merced de quienes la manipulen y editen, borrando, por ejemplo, los momentos traumáticos e inventando una vida feliz, creando incluso proyecciones de imágenes de lo que pudo ser y no fue (pero lo será, gracias al peso de esas nuevas fotografías en la construcción de nuestro pasado); en "Valentina en las nubes", el tema se complejiza, porque para el ansioso narrador le es prácticamente imposible decidir qué recuerdos son verdaderos y cuáles inventados: la memoria es maleable por naturaleza pero lo es aun más en tiempos de manipulación digital.
Robles trabaja las subjetividades que se van formando a partir de los avances tecnológicos y la nueva ciencia del cerebro. En su mundo, los "astrónomos" son quienes ingresan a la nube a buscar imágenes de un individuo para reconstruir su pasado, pero reconstruirlas con exceso de información puede terminar en el colapso psíquico (como en "Máqueta a mano"). Gracias a la red y a las nuevas tecnologías somos otros, sugieren sus cuentos, y debemos narrar las implicaciones éticas de esta reconceptualización, tanto en lo individual como en lo social. Eso es lo que trata de hacer No somos cazafantasmas, al igual que los libros de Castagnet, Ojeda, Grossman y Fernández. Como dice el narrador de Los cuerpos del verano, "internet modificó la realidad al convertirse en objeto; la red tiene una existencia tan concreta como las ciudades de una civilización". Hay que seguir explorando esas nuevas ciudades.
(La Tercera, 9 de septiembre 2018)
En primera persona y desde incendios hasta delirios, un edificio emblemático de Santiago, el del Centro Cultural Gabriela Mistral, reconstruye su historia, que es la historia misma de Chile.
Me soñaron con la forma de una carpa de circo. Cuarenta y seis años después, cuadrado y metálico, albergo un centro cultural. Mis entrañas, de cemento y acero, dignas de comienzos de los setenta, fueron pensadas en tono de algarabía. El arquitecto Miguel Lawner y el presidente de entonces, Salvador Allende, querían un edificio abierto al pueblo, con risas y aplausos por terrazas y pasillos y salas de conciertos. Por eso estoy en el corazón de la ciudad, de cara a la gran avenida Alameda, pegado al tradicional y arbolado barrio de Lastarria, casi frente al edificio adusto de piedra con mesías y ángeles de la Universidad Católica.
Me construyeron en 275 días. En tres turnos que no paraban nunca para poder cumplir con la sede del Tercer Congreso de la Conferencia Mundial de Comercio y Desarrollo de Naciones Unidas (Unctad, por su sigla en inglés), en 1972.
El presidente Allende comió en estos patios mientras seguía la construcción, a punta de martillazos y silbidos de obreros que acompañaban cenas y almuerzos de ingenieros, técnicos y albañiles. Terminando el año, la bandera chilena se alzó en mi torre más alta con el sueño de que, terminado el evento, me convertiría en un centro cultural con el nombre de Gabriela Mistral.
El arte popular de medio centenar de vanguardistas chilenos cubrió mi desnudez. Hoy, Cristian Prinea, coordinador de públicos, aún muestra la puerta del Museo de Arte Popular (Mapa), un diseño abstracto de Juan Egenau, o la escultura giratoria de metal Tercer Mundo, de Sergio Castillo. Es arte para tocar, para agarrar y apropiarse. Al final del pasillo en la planta baja, él también muestra los tiradores para abrir y cerrar las puertas, diseñados por Ricardo Mesa con la forma de puños vueltos hacia arriba en señal de celebración o rebeldía.
Desde mis torres más altas vi los aviones que bombardearon el palacio presidencial de La Moneda el 11 de septiembre de 1973. Todavía no se disipaba el humo de las bombas y aún no recogían el cadáver del suicidado Salvador Allende, cuando las tropas me tomaron. Los primeros años los pasé cerrado, con órdenes de mando y habitado por uniformes: durante 17 años de dictadura fui el lugar elegido para los discursos televisivos del general Augusto Pinochet y mi nombre dejó de ser el de una Nobel de Literatura para ser el de un político conservador y autoritario llamado Diego Portales.
Los nuevos tiempos, los del dinero y el mercadeo, llegaron en 1990, ya en democracia. Mucho del arte popular había desaparecido por destrucción, robo, venta o simplemente porque sí. Un telar enorme bordado por campesinas de Isla Negra, que me abrigó en mi primer invierno, el de 1973, no dejó rastros. Lo extraño. Los puños de Ricardo Mesa estaban hacia abajo.
Hasta que el fuego se desató. Ocurrió el 5 de marzo de 2006 cuando la madrugada llegó con el humo y me consumí en un 40 por ciento. Cuatro años después, Michelle Bachelet me reinauguró y rebautizó con el nombre de la poetisa de siempre, de Mistral. Ella, la presidenta, jugaba de niña en mis patios y quería volver a verme lleno de gente. Hoy vienen cerca de 1,6 millones de personas cada año, en buena parte gracias a los espectáculos artísticos en cuatro salas.
El año pasado nos asomamos a las obras que homenajearon el centenario del nacimiento de Violeta Parra.Algunas eran para adultos, como En fuga no hay despedida. Otras para niños, como Ayudándola a sentir. Hubo clásicos chilenos como la tragedia rural La viuda de Apablaza y dramas actuales provenientes de las regiones alejadas, como El pájaro de Chile. Una performer australiana se encaramó en las butacas de la sala más grande para representar un unipersonal desopilante, y una pareja de grandes actores chilenos se despeñó por los abismos de la soledad y la locura en Locutorio. Y en una de las salas pequeñas del segundo piso, hace poco un grupo aficionado de la tercera edad montó una obra llena de dolor y empatía hacia los migrantes haitianos: La despedida de Benito Lalane.
Hace tres años, en la biblioteca, con una vista panorámica a la Alameda, la actriz Íseda Sepúlveda me regaló un monólogo con poesías, prosas y cartas de Gabriela Mistral. Fue bonito: el público se entregó a la arenga por el voto femenino, a su poema doloroso sobre la no maternidad y a un hondo decálogo del artista. Al final de su espectáculo, Íseda miraba a un almendro que solo existía en el poema de Mistral, desde mi piso más alto por el ventanal, donde se colaban los rayos del crepúsculo y el ruido del tráfico por la Alameda.
Muchas tardes, cuando baja el sol, una enorme cantidad de jóvenes practican coreografías de danza moderna, de ritmos latinos y de break dance. El director, Felipe Mella, les pregunta si no quieren venir a ver las obras del GAM. Y le contestan que no quieren ver sino hacer, vivir su propio arte. Mucho ha pasado en 46 años. Ha sido un largo viaje.
Publicado en el número de Setiembre 2018 de la Revista Avianca.
La soberbia posmillennial se alimenta en la cama, el lugar preferido de los adolescentes. Viven más de la tercera parte del día en ella, tumbados en posición de estrella marina o de ravioli, y no se creen vagos, todo lo contrario. Sobre el colchón, las sábanas abatidas a los pies, comen, beben, se entretienen y comandan sus sentimientos desde una pantalla. En Francia, nueve de cada diez chavales no van al catre sólo para dormir. En Le Monde, le preguntaban sobre el fenómeno a un psicoterapeuta afamado, Pierre Lassus, que aseguraba que no hay que alarmarse, que este hábito consiste en un ejercicio de libertad, un rito de pasaje en su formación.
Es su territorio inviolable, atesoran la sensación mullida, la penumbra que todo lo retrasa. Hay tantas cosas que no pueden sucederte en la cama, deben pensar, sintiéndose a riesgo de casi todo, excepto de la propia mente que se ha habituado a la indolencia. Los de la Generación Y o Z deberían leer Oblómov (Alba); disfrutarían con el encantador personaje de Goncharov, un radical la vida echada cuya desafección del mundo únicamente halla acomodo en su lecho. Porque ellos han sustituido la verticalidad por la horizontalidad. Aseguran pensar mejor postrados, y así, estudian, escriben, cabecean y socializan en redes desde ella, con su bol de cereales o su lata de refresco.
La viuda del escritor Juan Carlos Onetti, la violinista Doris Muhr, comentaba recientemente algunos aspectos cotidianos de su vida en común. “Juan dormía, comía, leía y hacía el amor, todo en la cama, porque consideraba que era donde pasaba todo lo importante, pero en realidad era pereza”, confesó. Ahora, una cosa es ser Onetti y permitirte creer que en el lecho ocurre todo lo importante, y otra empeñarse en vivir echado. Al extremo de que a tal patología se le denomina clinomanía, una enorme desgana, además de una impotencia atroz para despegarse de la sábanas. Los expertos lo diferencian de la pereza, y aluden a una glorificación exagerada de la intimidad. Y a una negación a la vida activa.
Las madres recogemos latas vacías cuando los hijos no están en su cueva. Les llamamos vagos. No abren un periódico. No comen conejo, y si se lo recriminas te dicen que lamentablemente fueron socializados para no comerlo. En su determinación se refugia el malestar, un freudiano matar al padre o a la madre azuzado por el cambio de paradigma que tiene a sus viejos tarumbas. Más que nunca, la cama ocupa el centro de su vida, libres y a salvo, sin necesidad de añorarla como los adultos, que nos mantenemos de pie pero desearíamos dimitir de la bronca nacional y hallar solaz sobre el colchón y la almohada, en ese pequeño templo de la condición humana.
El poeta Carlos Aganzo publicó a comienzos de este verano de sed y de fuego una peculiar y memorable antología de sus poemas, buscando dentro de sus obras las composiciones más vinculadas a una cierta esencia colectiva, a una cierta conciencia del Otro en sus diferentes manifestaciones. Alejándome un poco de los abordajes usuales a la hora de acercarse a un poemario, he querido mostrarle al lector los momentos en los que el poeta se acerca a la noche. He aquí pues una pequeña antología de versos sobre la noche, extraídos de las moradas donde Arde el tiempo:
¡Noche cálida y sonora,
surcada por un millón de incertidumbres!
*
Hay noches en que duele la conciencia
por los asesinatos, las torturas
que cometieron otros
tal vez en nuestro nombre,
en el de la belleza o de la muerte;
ofensas sin posible redención.
*
En la voz de la noche
se oyen todas las voces
que callan durante el día.
*
Sabía que esos ojos encendían
pedacitos de lava
en la frontera misma de los labios,
devorando la carne y la inocencia
del corazón bilingüe de la noche.
*
Porque existe la noche con sus dedos
puedo afrontar aún la madrugada...
*
Esta música negra es bella e inquietante
como una rosa negra.
Esta música negra late al ritmo secreto
del corazón más negro de la noche.
*
El jazz es una zeta como un grito
que rasga las cortinas de la noche.
*
Con vosotros me quedo.
Con vosotros espero despertarme
mil y una noches después de la hecatombe.
*
Mas heme aquí tendida,
viendo el río de Heráclito
dudar de la corriente
y perderse en un valle misterioso
donde vagan sin sus caparazones
las perezosas tortugas de la noche...
*
En una noche oscura
no se debe mirar de frente a las estrellas
pues su luz fácilmente nos confunde
y nos lleva hacia extrañas geografías...