

Es instructivo observar que el fanatismo tiene como primera víctima al fanático. Todas sus acciones y su vida entera están dominadas por el odio y no se percata de que el primer objeto de su odio es él mismo y lo que cree defender.
Baste un ejemplo. Hay unos patriotas que van dando conferencias por Cataluña y publicando artículos en los que afirman que Santa Teresa era, en realidad, de Banyoles, que el Quijote se escribió primero en catalán o que Colón era mallorquín. Con semejantes majaderías lo único que consiguen es dejar claro como el agua que se avergüenzan de su cultura, de su historia y de Cataluña. Humillados por lo que ellos consideran una cultura inferior frente a la gran cultura hispánica, tratan de adueñarse de lo que codician y de ese modo manifiestan una admiración obsesiva por la cultura española y un gran desprecio por la catalana. Eso es el supremacismo.
Por fortuna son pocos y solo les creen los más faltos de cerebro y quienes comercian con el odio. Hay también, sin embargo, ciertos momentos en que ese desprecio de lo propio alcanza a las más altas instituciones del país.
Así, por ejemplo, uno de los mejores escritores españoles, Josep Pla, no puede en puridad denominarse catalán porque los máximos tribunales literarios del nacionalismo catalán lo repudiaron. El Premi d'Honor de les Lletres Catalanes, el más alto al que puede aspirar un escritor en catalán, le fue denegado una y otra vez hasta su muerte porque no cumplía las bases de la convocatoria. Estas son: defender y difundir la cultura catalana. Alça Manela! Los franceses respetan a Céline, pero los supremacistas catalanes no pueden ni con Pla.
Lo digo porque la Biblioteca Castro acaba de publicar un magnífico volumen de escritos de Pla. Honrémosle.
El uso de determinadas palabras caracteriza a los individuos. La palabra “jicarilla”, como diminutivo de “jícara” y no designando a los indios apaches que hoy viven en Nuevo Méjico, constituye el recuerdo más ilustre y simpático que tengo del jugador de póquer, variante denominada “chiribito", Julio Martínez Escobedo, recientemente fallecido; un sinvergüenza redomado que utilizaba la palabra "jicarilla" en algunas ocasiones, marcando así una gran diferencia, no sólo con el resto de los participantes en la timba, sino con su propia catadura moral y con su aspecto tosco, deplorable, cercano a la imagen de boxeador duramente castigado. Sin duda "jicarilla", término no común, pertenecía al acervo familiar o, mejor, a una minúscula parte del mismo, al particular y muy valorado léxico de algún pariente, probablemente femenino, desaparecido mucho tiempo atrás pero que, de algún modo, marcó la infancia de Julio, quizá impresionándole por su delicadeza.
Contra la infección fascista y sus sacristanes, contra el mito de nación e identidad, la única medicina es administrar inteligencia ilustrada
No conozco ningún estudio que explique o cuando menos examine los periodos en que las sociedades europeas enloquecieron de odio y estupidez. El arte y la literatura, en cambio, los han tratado con altura. Recuerdo cómo me impresionaron aquellos pastores calvinistas o presbiterianos o vaya usted a saber qué, de las películas de Dreyer y de Bergman. Cómo se hacía evidente que el deseo de castigar y torturar a sus semejantes era mucho mayor que el de ayudarles a alcanzar el sosiego y la lucidez. Esa pulsión sádica ataviada de bondad religiosa era, finalmente, un método perverso para mantener el poder como tiranos legales de las almas y los cuerpos de aquellos infelices que creían en la Reforma luterana.
No es preciso hablar de otras sectas cristianas que han practicado la abducción y opresión de las almas pías, tanto en tiempos antiguos como modernos. El Tercer Reich no fue sino un momento extremo de esa perversión del poder religioso, en este caso con la nación y la raza como divinidades. Es un poder retorcido, pero vestido de blanco, que aún tortura entre nosotros y cuyo auge en la Europa parafascista (que sigue creciendo) es la mayor amenaza contra la libertad y la razón que dejamos a nuestros herederos.
Pero hay otras formas sutiles de aspirar al poder. Son esos fanáticos codiciosos que se esconden tras decenas de grupos que exigen unos privilegios a los que las personas así llamadas "normales" no tienen derecho. De nuevo es el perverso proceso que hace de las supuestas víctimas unos verdugos cubiertos con el ropaje de la santidad y el pastoreo. Contra la infección fascista y sus sacristanes, contra el mito de nación e identidad, la única medicina es administrar inteligencia ilustrada. Pero sólo a los individuos.
Por obvias razones, el subgénero de la historia alternativa -la ucronía- tiene una predilección por Israel: si el estado se hubiera creado en otra región o los judíos relocalizados o otro continente, quizás se habría evitado el holocausto. En El sindicato de policía Yiddish (2007), Michael Chabon imagina su trama a partir de un plan real de Roosevelt de permitir el asentamiento de cincuenta mil judíos en Alaska; el escritor israelí Lavie Tidhar construye su nueva novela, Unholy Land (2018), a partir del plan Uganda de Chamberlain de ceder, a principios del siglo pasado, casi quince mil kilómetros cuadrados en lo que hoy conocemos como Kenia, como forma de evitar los pogroms rusos.
Tidhar es un destacado escritor de ciencia ficción, con muchas posibilidades de llegar a lectores más allá del género; Estación Central (2016), su anterior novela -una de las mejores del género en esta década-, imaginaba la vida de un grupo exótico de desplazados que se establecen a los pies de una estación central, mezclando con libertad identidades reales y virtuales. Unholy Land también va de desplazados, aunque esta vez con un mayor asidero en el presente: Lior Tirosh, un escritor de novelas de acción -muy serio para ser comercial, muy entretenido para ser tomado en serio por la crítica respetable-, vive en Alemania y un día decide visitar su ciudad natal, Aratat, capital de Palestina, en el Africa. Gracias a su gran ojo para la creación de atmósferas Tidhar nos sumerge de lleno en este nuevo estado judío: en las calles de Ararat hay baobabs enanos, zumban los mosquitos, en un semáforo uno puede encontrarse con una jirafa, mientras que "lejos de su casa, una leona se sienta hipnotizada frente a la vitrina de una carnicería, relamiéndose los labios".
Lo que Tirosh no sabe, y lo que Tidhar va develando a través de una trama pulp, un nebuloso juego de espías, es que la Palestina a la que regresa es solo parte de uno de múltiples mundos paralelos. Las fronteras entre esos mundos se van desvaneciendo, Tirosh de hecho las atraviesa y viaja en el tiempo sin darse cuenta: Bloom, un policía fronterizo, parte de una organización encargada de mantener la estabilidad de los mundos -con reglas que podrían derivar tanto de la física cuántica como de la Cábala-, está tras sus huellas y su misión es eliminarlo.
Lo más subversivo de esta historia alternativa es que, según Tidhar, podría cambiar la geografía del estado israelí pero, tal como están las cosas, el resultado sería el mismo: la Palestina africana vive abroquelada, en lucha constante con la tribu nandi a la que ha desplazado para ocupar su espacio, en medio de ataques hombres-bomba y embarcada en la construcción de una muralla que pueda separarla del resto de Africa. No hay escape ni consuelo en la fantasía. ¿Para qué, entonces, escribir una historia alternativa? Porque, como dice el policía Blum, "el mundo es la suma de lo que podría ser, lo que pudo haber sido y cómo pudo haber sido". En esa posibilidad de imaginar alternativas ya no están las chances de que Israel haya podido evitar el Holocausto, pero sí la de romper la dinámica perversa en la que se encuentra en su relación con los palestinos.
Unholy Land es ambiciosa y evocativa, pero en muchas cosas se queda a medias -la trama es confusa, el funcionamiento de los mundos alternativos no se aclara, los personajes no son complejos-. Para conocer al mejor Tidhar hay que leer Estación central.
(La Tercera, 11 de noviembre 2018)
Alguien construye a Dios en la penumbra.
Un hombre engendra a Dios. Es un judío
de tristes ojos y de piel cetrina;
lo lleva el tiempo como lleva el río
una hoja en el agua que declina.
No importa, el hechicero insiste y labra
a Dios con geometría delicada;
desde su enfermedad, desde su nada,
sigue erigiendo a Dios con la palabra.
La comunidad judía de Holanda en el arranque del siglo XVII se hallaba esencialmente constituida por personas de ascendencia "marrana", forzadas a salir de la península ibérica como consecuencia de las persecuciones agudizadas desde 1492, pero con precedentes muy anteriores. Si se tiene en cuenta que en España se habían dado muchos casos de conversión más o menos sincera, cabe imaginar que la fe religiosa de esta comunidad hebraica holandesa se caracterizara por cierto eclecticismo, con aspectos heredados del cristianismo y (en los medios culturales) influencia de las grandes polémicas filosófico- teológicas del momento.
Varios son los judíos en quienes se encarna este espíritu abierto y esencialmente contrario a los dogmas establecidos. Un caso particularmente emblemático es el de Uriel da Costa, nacido en Oporto hacia 1580 en una familia de conversos que acabó emigrando a Holanda y retornando al judaísmo. En 1626 da Costa niega en un escrito la inmortalidad del alma. Expulsado de la sinagoga y proscrito de la comunidad, se exila a Hamburgo dónde chocará de nuevo frontalmente con el judaísmo oficial local. Tras una tentativa de reconciliación, al precio de una penitencia que supuso pena de azote, sintiéndose fracasado y humillado, se suicida con su propia arma no sin antes escribir una Exemplar Humanae Vita, de la cual hay edición crítica en castellano realizada por Gabriel Albiac (Uriel da Costa, Espejo de una vida humana Libros Hiperión).
Los estudiosos de la obra de Spinoza ponen el acento en el peso directo que tuvo sobre él un tercer hebreo de origen ibérico, el médico de familia de conversos Juan de Pardo, nacido en Lopera (actual provincia de Jaén) en 1614, condenado por el catolicismo y exiliado a Amsterdam hacia 1650, donde se reintegraría a la comunidad hebraica. Si la inquisición española barruntaba en Juan de Prado relentes judaizantes, los rabinos de Amsterdam ven en él a un descreído naturalista, además de un liberal en costumbres. Como Uriel da Costa, Juan de Pardo tuvo que bregar con los rabinos, aunque su final no fue tan trágico como el del primero, pues sobrevivió a las humillaciones y tuvo ocasión de intercambiar pareceres en diálogos con Spinoza.
***
"De pequeña talla; los rasgos de su rostro eran armoniosos, piel muy morena, cabellos negros y rizados, cejas del mismo color; ojos pequeños, negros y vivaces, fisionomía agradable y aspecto de portugués".
Así describe a Spinoza Luca, un médico holandés amigo del pensador. Nacido en 1632, Spinoza pertenece a una familia económicamente solvente y prestigiada en la comunidad sefardita, que había encontrado cobijo en Holanda tras los años negros que arrancan en 1536 con la instauración formal de la Inquisición en Portugal. Spinoza es educado en la Talmud-Torah, institución de enseñanza fundada en 1638, muchos de cuyos profesores eran conversos retornados a su fe. Se supone que allí fue iniciado no sólo en la lengua hebraica, sino también en la obra de grandes pensadores judíos como Maimónides.
¿Mueren pues las almas con los cuerpos? Si la respuesta afirmativa de Juan de Pardo a esta pregunta hace que la corte rabínica le condene en 1656 a purga y penitencia, poco después Spinoza es directamente excomulgado, y condenado a un exilio cercano en Ouwekerk, hasta 1660, año en el que se traslada a Rijnsburg cerca de Leyden. Habría pesado en la gravedad del veredicto el hecho de haberse negado a la menor enmienda.
El espíritu inconformista de Spinoza no se manifiesta sólo en el plano filosófico -teológico. En 1654, dos años antes de su excomunión, tras el fallecimiento de su padre, Spinoza renuncia a luchar por su parte de la herencia, que reciben sus hermanas. Para ganarse la vida, practica el oficio de cortar y pulimentar cristales para lentes y microscopios. Esta faceta artesanal se vinculaba a su interés por la ciencia óptica, de la que llegó a ser un gran conocedor. En 1663 deja Rijnsburg por Voorsburg, para luego, en 1770, instalarse en su destino final, La Haya donde prosigue una vida solitaria, distribuyendo su tiempo entre sus menesteres de tallador de cristal y la reflexión filosófica.
Si gracias a su austeridad la situación económica personal no preocupa a Spinoza, la situación política de la Holanda de la época le inquieta profundamente. En plena guerra franco-neerlandesa (1672-1678), alentada por el espíritu conquistador de Luis XIV, el país se haya internamente escindido entre el partido nacionalista y belicista de Guillermo II de Orange (más adelante rey de Inglaterra bajo el nombre de Guillermo III), y el partido republicano, cuya cabeza era Jan de Witt, partidario entre otras causas de la separación del poder religioso y el poder civil.
Para estupor de Spinoza la población muestra empatía más bien con los orangistas; Jan de Witt y su hermano Cornelius son asesinados por una turba furiosa bajo la pasividad cómplice de los monárquicos orangistas. Todo ello conduce al pensador a una pregunta abisal: ¿por qué en ocasiones las personas prefieren lo que lleva a la sumisión que lo que lleva a la emancipación?; ¿por qué resulta tan difícil estar a la altura de la libertad, hasta el punto de parecer no llegar a soportarla?
En este contexto redacta su Tratado Teológico-Político, publicado bajo anonimato. Surge sin embargo rápidamente la sospecha sobre la autoría. La fe hebraica está enfrentada a la fe calvinista y ambos a la católica, pero sin embargo el anatema sobre el Tratado es lanzado desde todos los bandos, acompañado de los más graves insultos y amenazas contra su hipotético autor, que propugnaba emancipar al pensamiento filosófico de la tutela religiosa, liberar al espíritu humano de supersticiones y ofrecer una exégesis de la biblia que no diera lugar a intolerancia.
En razón de los dogmatismos de diverso cuño a los que tenía razones para temer, en vida Spinoza sólo publica con su nombre los Principios de la filosofía de Descartes, y ello a cuenta no exactamente de autor sino de la generosidad de sus amigos. Contrariamente a lo que en ocasiones se afirma, Spinoza más que negar a Descartes despliega críticamente la potencia del cartesianismo, como hizo Anaximandro respecto a Tales o Aristóteles respecto a Platón. En relación a Descartes, Spinoza es un ejemplo de lo que significa fidelidad en filosofía: exploración del pensamiento del otro, manteniendo sin embargo el criterio propio, o sea, enriqueciendo aquello que se explora. Incluso el vocabulario esencial de la filosofía propiamente spinozista (substancia, atributo, modo, etcétera) tiene substrato cartesiano, y sin embargo el holandés es un acerbo crítico del dualismo entre la res cogitans y la res extensa, reivindicando una concepción unitaria que desarrollaría particularmente en su Ética.
"Grande es el señor, y digno de suprema alabanza; inescrutable es su grandeza", canta David (Salmos 145). Los "libros sapienciales" del judaísmo invitan a celebrar la magnitud de Dios; bastaría entonces con considerar que no hay magnitud sin extensión para que esta nota intrínseca de la naturaleza sea atribuida a Dios, y con ella todos los modos en los que la extensión se manifiesta. Extensión y pensamiento son simplemente los dos modos de la substancia única, designada por Spinoza con la palabra Dios, que en tal contexto poco tiene ya que ver con el Dios de la ortodoxia escolástica, creador entre otras cosas de toda substancia, mientras que Spinoza utiliza la expresión Deus sive Natura (Dios o sea la naturaleza, digamos). Un fragmento de la crítica del biógrafo Colerus tiene la ventaja de resumir en términos meridianos donde estaba el problema, y por qué Spinoza era un peligro para la ortodoxia:
"He aquí dónde reside la disputa entre nosotros que somos cristianos y él , a saber: si el verdadero Dios es una substancia eterna, diferente y distinta de universo y de la naturaleza por entero que por un acto de voluntad enteramente libre extrajo de la nada el mundo y todas las creaturas; o si el universo y todos los seres que encierra pertenecen esencialmente a la naturaleza de Dios, considerado como una substancia cuyo pensamiento y extensión son infinitas. Es esta segunda proposición lo que Spinoza sostiene".
Característica esencial de la substancia única es que escapa a toda individualidad y limitación (a la vez que es soporte de las mismas), luego escapa a toda finitud,. De ahí que al sumergirse en el problema del Dios-naturaleza de Spinoza, uno se encuentre inmerso en el problema del infinito, vinculado a otra cuestión que aquí no puedo soslayar: ¿por qué esta interrogación esencialmente ontológica se inserta en una reflexión que recibe globalmente el título de Ética?
Evocando el conflicto entre orangistas y republicanos me refería antes a la desolación de Spinoza ante el hecho de que los hombres no prioricen la libertad. Esto puede chocar en boca de un autor que escribe lo siguiente: "Los hombres se equivocan cuando se estiman libres. Esta opinión reposa tan sólo en el hecho de que no son conscientes de sus acciones, ignorando las causa por las cuales se hallan determinados" (Ética Libro II).
Spinoza denuncia así lo que podríamos llamar espejismo del libre arbitrio; pero si también en los hombres impera el determinismo, ¿qué sentido tiene quejarse de que no luchen por su libertad? Esbozo una respuesta en una frase: la libertad efectiva consiste en no hallarse sometido a tiranías contingentes, en modo alguno en escapar al determinismo natural; pues no esclaviza la necesidad, sino la arbitrariedad,
El buen ethos, el buen comportamiento, no consiste en liberarse del orden natural sino por el contrario en liberarse de las ideologías, religiosas en primer lugar, que impiden la asunción plena del mismo. Y hacer propia la sentencia Deus sive natura, es hacer propia la causa de la liberación; luchar por sustraerse a leyes que son resultado de una sustitución de lo que es por una voluntad separada y arbitraria.
Se entiende ahora que las masas orangistas aparecieran a los ojos de Spinoza como esclavos dispuestos a sacrificarse en defensa de aquello precisamente que les hace esclavos. Se entiende también que Spinoza piense lo mismo de quienes defienden las diferentes ortodoxias religiosas. Pues calvinistas, católicos y exégetas de la Torah, sostenían entre otras cosas la conveniencia, más bien obligación, de fundamentar el orden social en la trascendencia; obligación de subordinar el impulso de nuestra razón, a lo que las tablas de una pretendida voluntad creadora de la naturaleza y el pensamiento imponen.
La Ética de Spinoza es así un tratado sobre el comportamiento humano y un análisis de los presupuestos en los que cabe hablar de una libertad efectiva, a la vez que (indisociablemente) una meditación teológica, una reflexión sobre el orden natural y una inserción en el problema de la infinitud. Me atrevo a decir más: es una invitación a reencontrar la infinitud de la sustancia única, a ir más allá de nuestro modo de ser, no negándolo, sino enriqueciendo los atributos que le dan soporte, es decir, enriqueciendo el pensamiento y asumiendo (afirmativa y no resignadamente) lo que la extensión revela.
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Las noticias de su Ética circulan por toda la Europa ilustrada; recibe visitas de intelectuales que le preguntan por la obra (así en 1976 la del propio Leibniz), pero sabe que los beneplácitos en privado se convertirían inmediatamente en críticas acérrimas si la obra llegara a hacerse pública. El reconocimiento (al que arriba me refería) por Spinoza de la gran talla intelectual de Descartes, no es óbice para que, cuando el partido orangista se impone, cartesianos de segunda fila tomen la precaución de criticarle para no verse contaminados. Su prestigio en los círculos intelectuales perdura de forma más o menos subyacente, pero socialmente Baruch de Spinoza está sólo y sabe de su soledad.
La Haya se convierte para Spinoza en un lugar irrespirable. Carente de medios, se halla en la imposibilidad de trasladarse a otro país, a menos de buscar trabajo como docente. Un puesto de profesor en Heidelberg le había sido efectivamente ofrecido en 1973 por el elector palatino Carlos Luís, pero la pedagogía oficial (constreñida por las reglas más o menos cambiantes de la moral ambiente) no es la vocación de Spinoza. Al ofrecerle la cátedra, el elector habla de total libertad de pensamiento (Cum amplissima philosophandi libértate ), precisando no obstante que de ninguna manera esta libertad podría interferir con los postulados de la religión. Demasiado para la disposición de Spinoza, por tentado que se hubiera sentido por la oferta. De hecho cuando después, forzado por la situación, rememora tal propuesta (que llega a calificar de "ocasión magnífica") es ya tarde.
Perdida la ocasión de Heidelberg, Spinoza permanece en La Haya, canalizando su trabajo con el cristal más hacia la investigación óptica que a la producción, viviendo de una exigua pensión legada por su amigo De Vries y reflexionando sobre temas que van desde un ensayo sobre el fenómeno del arco iris hasta una traducción de la biblia a lengua holandesa, que nunca vería la luz.
Sustentándose en frases del propio Nietzsche, se ha hablado de la filosofía de este como arma que barrena una sociedad erigida a la vez sobre el cristianismo y sobre una metafísica que le serviría de coartada. Pero cabe decir algo análogo de Spinoza: golpea Spinoza la actitud filosófica conformista, a la vez que labra un nuevo material: esa sustancia que, en sus propios modos y atributos manifiesta en la acotado o finito, la verdad de su propia infinitud. Que a la par estimara que su dignidad pasaba por ganarse la vida tallando con mimo cristales que sirven a la ciencia (la cual a su vez iluminaba el valor de los mismos), muestra simplemente la enorme envergadura de este ser humano.
Spinoza muere el 6 de febrero 1677. Hay divergencia sobre cómo habrían transcurrido sus últimas horas y algunas versiones han sido consideradas totalmente fantasiosas. Mayor consenso hay respecto de la escasez de bienes que legó. Jean Colerus indica que la hermana del filósofo, residente en Amsterdam se postuló como heredera, El propietario de la pensión que alojaba a Spinoza, Van der Spyck, le exigió satisfacer algunos gastos que habían sido avanzados por los amigos. Apercibiéndose de que con tal reducción nada quedaría, la hermana renunció a la herencia.
Colerus habla de las causas de la muerte con el nombre genérico de tisis. En todo caso se trata de una afección pulmonar, secuela de la inhalación de polvo de vidrio durante años de trabajo con este material. Tallador del cristal... y forjador conceptual del infinito. Jorge Luís Borges vincula ambas tareas en un segundo soneto:
Las traslúcidas manos del judío
labran en la penumbra los cristales
y la tarde que muere es miedo y frío.
Las manos y el espacio de Jacinto
que palidece en el confín del Ghetto
casi no existen para el hombre quieto
que está soñando un claro laberinto
No lo turba la fama ese reflejo
de sueños en el sueño de otro espejo
ni el temeroso amor de las doncellas.
Libre de la metáfora y del mito
labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquel que es todas sus estrellas.
Las mejores
ideas
llegan
en momentos
insignificantes.
Lo grande
habita
en la pequeñez
del instante.