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Viaje al presente químicamente puro

Es una voz de mujer. Llega a mí atravesando regiones de inconcebible oscuridad. No llega intacta, pero casi, como si las tinieblas tan solo mellasen un poco algunas notas. Como si la materia oscura apenas la tocase.

Es una voz de mujer que dice: “NO HAS CRUZADO UNA PUERTA, HAS DADO UN SALTO EN UN ACANTILADO. NO PUEDES MIRAR HACIA TRAS, TE DA MIEDO. EL OTRO LADO DEL PRECIPICIO QUEDA LEJOS, Y ENTRE UNO Y OTRO PEÑASCO SURGE UN ESPACIO VACÍO, UNA ZONA DE SILENCIO”.

No entendía muy bien lo que quería decirme la mujer, pero intenté mirar hacia atrás y sentí un ataque de pánico. De pronto, no había tiempo pasado, no existía. La sensación era la misma que mirarse en un espejo que no devuelve tu imagen.

La voz prosiguió diciendo: NO HAS CRUZADO UNA PUERTA, HAS CRUZADO UNA FRONTERA.

Empecé a temblar. Todo en mí era indeterminación. Al desaparecer el pasado desaparecía también el futuro, y me quedaba solo con el presente. Y el presente era una cuerda muy fina, que emitía una sorda vibración que poco a poco se iba convirtiendo en una voz que murmuraba: “Nunca más la muerte antes de la muerte. Nevermore, nevermore”.

Como si la materia oscura apenas la tocase, la voz se fue alejando por las praderas más húmedas de la noche, iluminadas por la luna: “Nunca más la muerte antes de la muerte, nunca más la ansiedad, nunca más la culpa, porque la ansiedad es el miedo al futuro, y la culpa es el miedo al pasado. Nunca más, nunca más. Nevermore, nevermore.”

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8 de noviembre de 2018
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A micrófono cerrado

La periodista olfatea al entre­vistado nada más saludarle. No le mira, escruta sus pupilas y sus pestañas, interpreta sus manos cuando se enlazan y retuercen,­ ­inclina la cabeza cuando él lo hace. Busca la ­verdad, y bien sabe que no bastan ni la pericia interrogadora ni el intercambio de información. Ni siquiera su capacidad de seducción. La periodista se siente a ­ratos soldado, a ratos cortesana: adula, asiente, acompaña y hace largos silencios. Hasta que por fin el entrevistado cuenta algo interesante, pero dice: “Esto no lo pongas”. Los papeles se han difuminado. Podría parecer una conversación íntima, aunque en verdad se trata de un formato periodístico. La ilusión se ha adueñado de quien ya no sólo responde, sino que amplía el relato haciéndose el importante. Descerrajada la cautela, la confianza se ha derramado de tal forma que apostilla: “Cuando apagues eso, te lo cuento todo”.
¿Qué podemos hacer los periodistas con los off the record que hemos acumulado a lo largo del tiempo aparte de amenizar, pasados los años, alguna reunión familiar? Puede que nuestra precarizada profesión se ganara cuatro cuartos extras revelando algunas confesiones hechas “a micrófono cerrado” –que es como la RAE propone evitar el anglicismo–, un recurso periodístico cuya utilización siempre ha sido esquiva. El lector se ­preguntará cómo un periodista puede llegar a compartir confidencias con su interrogado: este quiere lucir sus plumas y sorprender al plumilla, que tendrá que lidiar con la ética del llamado “secreto profesional”.
El lunes dimitía de sus cargos en la ejecutiva popular María Dolores de Cospedal, que, en cambio, se aferra al escaño que le da condición de aforada. Por lo que pueda pasar. Sus conversaciones y las de su marido, Ignacio López del Hierro, con el ubicuo comisario Villarejo contribuyen al glosario de la corrupción con expresiones del tipo “tocarse los mondongos” o “limpiar papeles”, pero este ya recogía perlas del calibre de “información vaginal” –esto es, “ponerle” a alguien “una chorbita”, que se la “tire... y muerto”–, “maricón”, adjetivación elegida para definir a un compañero y el consabido “todo lo que puedas averiguar”. Es tan grave lo que se dice, como la forma en que se expresa, soez y maloliente. Cierto es que la corrección política ha llegado a ser asfixiante en nuestros días, pero debemos manejar con sumo cuidado la máxima de que “lo privado es político”. Por fortuna, la barrera entre ambas esferas está más desdibujada que nunca en los tiempos de la Gürtel, los papeles de Panamá o el #MeToo. Pero, tan importante resulta limpiar nuestras bocas cuando nos creemos off the record, como acercar posiciones entre lo que pensamos de verdad y lo que decimos de mentira.
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7 de noviembre de 2018
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Dentro y fuera


Molino nos da una visión terrible del centro peninsular y ahora otra disparatada de la frontera y de lo que no tiene lugar
 

Lo más asombroso de Manuel Chaves Nogales es que podamos leer sus crónicas de hace casi cien años como si fueran actuales. Los dos gruesos volúmenes de su obra periodística, editados por la Diputación de Sevilla a cargo de María Isabel Cintas, son un tesoro. Seguramente también lo serán, dentro de muchos años, los reportajes de Sergio del Molino, su digno heredero y uno de los mejores prosistas actuales. Después del magnífico La España vacía de hace dos años, publica ahora Lugares fuera de sitio (Espasa) y logra algo inaudito, una perspectiva que, como la anterior, nadie había antes imaginado. El mapa de España que está escribiendo es radicalmente nuevo y original.

En el volumen anterior nos guiaba por los espacios desérticos del país, algunos de ellos con menos densidad habitada que Groenlandia. Es un panorama desolador por lo que tiene de irrevocable, de fatal: el desierto español ya no se puede enmendar. En el nuevo trabajo recorre lugares que no ocupan un sitio evidente dentro de la geografía. Son enclaves que o bien nunca han sido enteramente "nuestros" (Ceuta y Melilla), que no lo son desde hace siglos (Gibraltar), que solo lo son a medias (Andorra, Llivia, Olivenza) o cuya situación, dado el histérico nacionalismo regional, es excéntrica (Treviño, Villaverde, Ademuz, Petilla). Molino nos da una visión terrible del centro peninsular y ahora otra disparatada de la frontera y de lo que no tiene lugar.

Su prosa es eficaz y amena. La documentación, impecable. Pero sobre todo se agradece que no sea un antiespañol al modo infantil de la izquierda reaccionaria, aunque no escatime críticas a la política española que durante siglos ha ido creando desiertos y lugares sin sitio, o sitios sin lugares.

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6 de noviembre de 2018
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Hápax oral

Sólo he pronunciado la palabra “chorra" (con el significado de “pene") en una ocasión, y no pienso pronunciarla más. Entraba en los lujosos lavabos del Casino Principal de la ciudad de Jaca y sorprendía a Víctor Senén, padre, secándose el pene con la toalla tras haber orinado. En un flagrante acto de cobardía no dije nada, hice como si no le hubiera visto, pero comenté en voz alta, al reintegrarme a la partida de póquer, que había sorprendido a Víctor Senén, padre, secándose la chorra con la toalla. 

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5 de noviembre de 2018
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Vida sentimental de los colores

Fíjense, si aún no lo han hecho, en el predominio creciente del azul en la vestimenta de los políticos, y escribo políticos en este caso sin miedo a verme tildado de masculinismo excluyente, pues mi azul es el de los varones; del color de la ropa de las mujeres que están en política hablamos más adelante. Tomo como referencia las páginas de este periódico de un día cualquiera, que resulta ser el pasado miércoles 17 de octubre, aunque mi fijación en el azul preponderante es muy anterior a esta fecha y la he podido ver en otros periódicos y en las televisiones. El 17 de octubre, en la página 2 de El País, el presidente Macron espera en las puertas del Elíseo al primer ministro croata, y lo hace con una sonrisa tal vez malévola y un conjunto de pantalón y chaqueta azul eléctrico, color que también llevan por cierto en sus uniformes quienes le acompañan, dos militares de distinta graduación. En la página 3, Michel Barnier, jerifalte francés y en la actualidad negociador jefe europeo con Gran Bretaña del merdé bréxico, se mesa los cabellos portando lo que parece una chaqueta azulona de trama gruesa. En la 4, el presidente de Ucrania, Poroshenko, con traje azul marino, le da la mano en Kiev al arzobispo ortodoxo Daniel, de riguroso negro de la cabeza a los pies, mientras que en la 5 Jean-Claude Juncker habla en Bruselas con Donald Tusk, quizá sobre Italia, pero sin duda ambos de americana azul. No les quiero agobiar con más azules detectables aunque menos vistosos en la misma edición del 17, pero sí señalar que en el primer telediario de la 1, ese mismo día, los señores Casado, Rivera y Sánchez también iban de traje azul en las Cortes, el del presidente de muy buen corte (quizá la percha ayude).
 

Ya engolfado en el juego de los colores, seguí buscando dentro del periódico, hasta llegar a la sección de España: Elsa Artadi, en la primera fila de una manifestación callejera, llevaba una blusa o camisola gris, y la vicepresidenta Carmen Calvo, avanzando por un pasillo del Congreso, una chaquetilla violeta. La mujeres siempre tienen matices para el color, y los mezclan más, algo que no sólo se permiten por cierto quienes pueden pagar ropa cara sino, como es posible ver ‘in situ' o en fotos, también las más pobres campesinas de África o de la India.

Me hice adulto odiando el azul, un sentimiento seguramente compartido por una buena parte de mi generación, y eso que no nacimos a tiempo de ver partir a los voluntarios de la División Azul, casi todos vencedores de la Guerra Civil, que iban a luchar contra el comunismo en Rusia, ni yo tuve profesores vestidos de Falange, aunque se decía que Adolfo Muñoz Alonso, el titular de la cátedra de historia de la filosofía en la Complutense, había dado clases, dos cursos antes de mi llegada a la facultad de Letras, con camisa azul y correaje; una chica de 5º juraba haberle visto el bulto de la pistola junto al sobaco derecho. Pero los colores cumplen años, como las personas, y cambian de aspecto, de humor y de tono. Y si no que se lo digan al azul, que antes de ser falangista fue el distintivo de un impulso de libertad anterior y posiblemente superior al del rojo. Rafael Alberti abrió el mejor apartado de su libro de poemas ‘A la pintura' con una plegaria al ‘Azul' que contiene su memorable verso "Me enveneno de azules Tintoretto", y cuando el gran poeta aún no había nacido en el Puerto de Santa María, Rimbaud hizo de ese color, asociado a la vocal O, el "supremo clarín de raras estridencias" (en la traducción de Antonio Martínez Sarrión), en un tiempo no muy distante de aquel en que Rubén Darío alzase con su libro primordial ‘Azul...' el estandarte del cambio modernista. Después, Georges Bataille plasmó en ‘Le Bleu du ciel' la extrema sexualidad gozosa y doliente, mientras el ‘blue', asociado en el inglés a la melancolía, dio pie y nombre a esa parte esencial de la música vocal del siglo XX que son los ‘blues'. "Temo al azul porque me pone verde", escribiría Alberti.

La política siempre ha necesitado un color, del mismo modo que los países requieren una bandera. El siglo XX transcurrió bajo el ondear de muchas, y marcada por cuatro campos cromáticos que desbordaban patrias y fronteras: el rojo comunista, el azul del fascismo nacional sindicalista, el negro anarquista, y el blanco de la paz, cuando la había o se trataba de que la hubiera. Alguna de esas enseñas tenía su símbolo incorporado, la hoz y el martillo, la cruz esvástica, el aguilucho imperial en la española antigua. Llevamos ahora un tiempo en que, limpio el azul de su pecado de posguerra y recobradas tal vez sus esencias soñadoras y reveladoras, nuestros ediles lo favorecen, o encuentran ellos que les favorece, aunque sigue habiendo clases, también en esto; no es lo mismo el azul liberal y centrista de los políticos que mencionamos al principio que el cobalto del impecable terno del primer ministro austriaco Sebastian Kurz, tan ribeteado de extrema derecha. Por eso sospecho que Pablo Iglesias y la mayoría de hombres de Podemos evitan ponerse traje para evitar las connotaciones. Su azul se limita al de los pantalones vaqueros, que son no podemos decir que obreristas (ahora está el chándal) pero sí holgadamente socialdemócratas.

Hay un verso muy bello en el citado poema de Alberti: "Explosiones de azul en las alegorías". En su libro, el poeta gaditano dedica otro al amarillo, ese color que ahora se ve tanto en Cataluña y por el que tanta palabrería se derrocha. Es un bonito color que la gente de teatro en España aborrece, por una leyenda o superstición que se remonta a Molière. Alberti traza en sus 33 breves versículos su evolución: desde su ser "un activo / cómplice de la luz contra la sombra", pasando por el privilegio de ser verde y desnudarse, cuando llega el otoño, en amarillo, ser delicado y feliz, "-Goethe-, en estado puro", hasta su ensombrecimiento, su lividez, "el tenso / amarillo febril de la demencia", la "amarilla descarga".

Los colores no tienen culpa de que los conviertan en alegorías, en consignas obligatorias, en elemento constitutivo de los más aciagos uniformes. Su historial es también glorioso, liberador, acompañando ideas de igualdad y sostenibilidad, del rosa al verde, del rojo al negro, del azul mar al azul celeste. ¿Cómo se verá en cuarenta años la proliferación actual del lazo amarillo? ¿Como el símbolo de una protesta legítima, como el falso envoltorio de una ilusión, o como un hechizo que apela a la confrontación? Estas palabras últimas fueron escritas en 1935 por Bataille en su extraordinaria novela ‘El Azul del cielo', en que el protagonista Henri viaja por una Europa descoyuntada y obscena, viviendo en la Barcelona de entonces un "sueño de revolución" que contiene el presagio de los desastres que pronto iban a producirse.

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5 de noviembre de 2018
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Paternidad cabizbaja

Era un jefe que necesitaba disfrazar su ineptitud con impostura. Por ello, en su despacho exhibía grandes tomos de las obras de Freud y Nietzsche, él, que no creía en el lenguaje de los sueños ni en los lapsus, y mucho menos en la rueda del eterno retorno. Fanfarrón y temperamental, combinaba rachas iracundas con tandas de guasa. Parecía poderoso, tanto como su barriga, equivalente a una gestación de siete meses aunque carente de latido; en ella había ido depositando la grasa de los años. Su secretaria repetía sin parar la palabra “tentativa” para medio acordar reuniones que él se encargaba de cancelar, de forma que su equipo de altos ejecutivos tenía que estar siempre en modo alerta, o mejor dicho, “de guardia”.
Un viernes en que debía de haber bebido demasiado en la comida, y ni las varitas perfumadas lograban enmascarar el tufo que deja la ceniza fría del habano, improvisó una reunión a las ocho de la tarde. Algunos estaban ya en la carretera, el coche cargado de fin de semana, y tuvieron que dar media vuelta a pesar de la llantina familiar. Otros desoyeron el teléfono. “¿Dónde está Pepe?”, preguntó nada más sentarse y arrellanarse, sacudiéndose de migas la corbata. “Está con su hijo, que mañana hace la primera comunión. Tenían una reunión con el cura”. El jefe inepto se reviró a medida que la sangre, o el alcohol, le subían hasta el flequillo. “¡Pero será cretino ese meapilas! ¿Por qué no manda a su mujer a estas vainas?”. Todos callaron. Sabían que cuando utilizaba la palabra vaina les esperaba una sesión de adoctrinamiento acerca de la masculinidad alfa. En aquella empresa, como en tantas, no estaba permitido que un hombre saliera raudo hacia la escuela porque su hijo se había caído. Es cierto que no estaba escrito en ninguna normativa, pero ay de aquel que se preocupara por una fiebre alta, una varicela o una frustración infantil de esas que nos hacen enmudecer. No sólo sus galones se les caerían, también su virilidad quedaría disminuida.
Un reciente estudio sobre Estereotipos de género en el trabajo, de la Universitat Oberta de Catalunya, de­termina que “las madres se perciben como menos competentes y comprometidas con el trabajo que las no madres y que los hombres con o sin hijos”. Y que los progenitores que cogen permisos largos están muy mal vistos.
Antes se les llamaba calzonazos, y a pesar del enorme progreso social, de la fluidez sexual y la lucha por la igualdad, los padres responsables son todavía unos incomprendidos en el ámbito laboral. Tener un hijo, y mucho más dos, expulsa a las madres de la vida profesional activa, mientras ellos no restan un ­ápice en su entrega al jefecillo de turno que se cree dios. Afirman que es un asunto cultural, pero más bien se trata del histórico miedo del peón al man­damás, incapaz de irse a su hora para disfrutar de sus derechos y cumplir sus responsabilidades paternales. Pero la conciliación ya no sólo es cosa de mujeres.
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5 de noviembre de 2018
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Fuego en la montaña

Reconozco que siento una enorme debilidad por los personajes de Edward Abbey, unos frikis irredentos  y extrañamente  empecinados en salvar a sus semejantes de los peligros que trae consigo el tan denostado Progreso, léase Contaminación y Destrucción de espacios vírgenes, Dilapidación de los recursos naturales, Diseminación de la fealdad y el mal gusto hortera y tantas otras desgracias similares. Lo curioso es que todos ellos están tan absortos con sus ataques incendiarios y volando cosas con cargas de dinamita que ni siquiera parecen enterarse de que los propios contemporáneos a los que pretenden salvar no les apoyan ni les siguen porque no confían en la eficacia de los métodos que emplean lo que para ellos son sólo  cuatro locos. Y lo de cuatro, aquí, viene al pelo porque cuatro son los integrantes de la impagable Banda de la Tenaza  que protagonizan la novela del mismo nombre (Berenice, 2012). El  lector entusiasta tiene ocasión de volver a verlos en acción en ¡Hayduke vive! (Berenice, 2014), en la que la banda vuelve a reunirse para destruir la Super G.E.M.A  4240 W, una aplanadora popularmente conocida como Goliat y que haciendo uso de su fabulosa potencia está a punto de arrasar Nuevo México y el resto de los desérticos estados del  sureste americano en los que Abbey sitúa sus novelas, todas ellas plagadas de especímenes similares.    

                El protagonista de Fuego en la montaña (1962) es un anciano ranchero llamado  John Vogelin y que demuestra ser un digno precursor de tan  altruistas como fracasados compañeros de fatigas. La desmesura de Vogelin es idéntica a la de aquellos, ya que en esta ocasión planta cara  él solo y sin más ayuda que su arma favorita (la palabra NO esgrimida con granítica contumacia)  en respuesta a los requerimientos de desalojo que recibe nada menos que del Ejército de los Estados Obtusos de América, como él los llama..

 En esta novela el problema, resumiéndolo mucho,  es que la Fuerza Aérea dispone por allí cerca de un campo de tiro inmenso pero que se ha quedado pequeño debido al significativo aumento del alcance y la potencia destructiva  de los modernos missiles lanzados desde los aviones. Por una simple medida de prudencia el Alto Mando cree necesario expropiar los ranchos cercanos para crear un anillo de seguridad en torno al campo de tiro. Sin embargo, cuando los militares creen haber reunido la firma de todos los propietarios de tierras en los alrededores resulta que uno de ellos, el dueño de un insignificante racho llamado Box V, se niega rotundamente a vender. Es un pedazo de tierra tan árido y dejado de la mano d Dios que el mismo John Vogelin lo  describe diciendo que en él “una vaca tiene que caminar un kilómetro para conseguir un bocado de hierba y ocho kilómetros más para echar un trago de agua”. Para animar a los propietarios a que vendan sus ranchos el gobierno les ofrece unas cantidades que nadie más les pagaría nunca por ellas. Pero ante la negativa a vender del último resistente, la presión sobre él es cada vez más agobiante: requerimientos oficiales, sentencias de desalojo, amenazas de evicción forzosa, visitas de diversas autoridades y acoso físico parte de los soldados de servicio en la base y que rompen de continuo con los jeeps las vallas para el ganado bajo la excusa de entrar a cazar liebres. Pero la respuesta del anciano a todo ello es su inamovible NO. El ha nacido y vivido allí y allí quiere morir. O sea que NO vende.

Pero no es del todo cierto que luche él sólo contra el Ejército y la razón suprema de la defensa nacional. Incondicionalmente de su parte está su nieto  Billy Vogelin, un niño de doce años que vive con sus padres en Pittsburgh y que todos los veranos  atraviesa él solo el país de punta a punta para cabalgar con su abuelo. Y lo tiene clarísimo: si le dejaran no dudaría en abandonar a sus padres y amigos y  la carrera que le obligarán a estudiar a cambio de un caballo. Y si no fuera porque se lo han requisado, dormiría con el revólver del abuelo bajo la almohada para hacer frente a los soldados.

La otra fuerza con la que cuenta el abuelo se llama Lee Mackie, el otro ídolo indiscutido de Billy porque era el sempiterno compañero del abuelo en las cabalgadas que hacía ellos dos y el propio Billy por el desierto. Por desgracia Lee acaba de casarse y se ha sacado una licencia de agente inmobiliario, razones ambas que no permiten confiar en que vaya a empuñar las armas cuando vengan las fuerzas enemigas para consumar el desahucio. Además, cada vez que el abuelo le exige que diga de parte de quién está, a Lee le cuesta sudores declarar su fidelidad al amigo para resaltar a continuación la locura que implica hacer frente al Ejército, la Constitución, la Ley, la Defensa Nacional y la opinión general: “¿Estás loco? Con el dinero que te dan podrías vivir tranquilamente en El Paso o donde prefieras”. Pero no. Como la misma inquebrantable terquedad del incombustible Bartleby el escribiente, de Melville, el anciano ranchero prefiere NO.

Dada la inconmensurable disparidad de las fuerzas enfrentadas las cosa no podía  terminar bien, por descontado, pero Abbey es un experto en el manejo de situaciones imposibles y mantiene al lector enganchado al relato hasta la última línea.

 

Fuego en la montaña 

Edward Abbey

Traducción de Alba Montes Sánchez

errata naturae

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2 de noviembre de 2018
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Elogio del encanto

Abro con gula el último libro de Lucia Berlin que me manda Eugènia Broggi, Un vespre al paradís (L’Altra Editorial) –en castellano la edita Alfaguara–, y encuentro dentro dos postales con el retrato de la escritora de vida novelesca, que ha sido recuperada más de una década después de su muerte. Su mirada de eye liner arroja curiosidad y simpatía, pero una condición se impone sobre las demás y explica por qué nos gusta tanto rescatar sus fotos: su encanto, tanto el personal como el que proyectan sus personajes. A modo de prólogo, su hijo Mark subraya esa cualidad tan genuina: “Lucia, bendita sea, era una persona rebelde y una artista extraordinaria, y en sus tiempos bailaba”.
El charme es un valor a la baja. Se alude al carisma, a la empatía, a la credibilidad o al rigor, pero las personas encantadoras parecen no tener cabida en un código ­relacional donde la audacia prima sobre la dulzura, o mejor dicho el cinismo ­ocupa el lugar de la comprensión. En cambio, cuánto reconforta el encanto: una luz en la mirada, un oído fino, un ­movimiento sinuoso y lento, y, sobre todo, una manera de estar en el mundo con los seis sentidos. Benjamin Schwarz, que publicó un certero ensayo sobre el auge y la caída de este don, argumentaba que “sólo los conscientes de sí mismos pueden tener encanto; está ligado a una ­sensibilidad que, en el mejor de los casos, se acerca a la sabiduría, o al menos a la mundanidad”.
El encanto es como un lugar del que no quieres irte, la película que te atrapa o la canción que regresa una y otra vez, no por pegadiza sino porque expande el ánimo. Es un microclima cálido el que ofrecen las personas encantadoras, las que abrazan mundos sutiles lejos de la sinceridad hiriente. Encantadores son los poemas de Leopardi, y los de Lucrecio, el poeta de la luna; los personajes de Henry James, como aquella Pandora grácil que encarna la nueva clase naciente en la América: las self-made women. También la sonrisa abierta de Louis Armstrong –su satchmo–, la levedad de Audrey Hepburn, y el regocijo con el que Nabokov se contemplaba en los espejos del palacio Montreux, hacía muecas y felicitaba a las limpiadoras por haberles sacado un brillo irreal. O nuestra Ariadna Gil, que se mueve igual que un pincel sobre las tablas pintando la escena de Jane Eyre.
Si hay algo de sofisticación en el encanto es precisamente su excepcionalidad. Porque nada tiene que ver con la etiqueta que se puso de moda entre hoteles y casas rurales “con encanto”, sinónimo de cursi y postizo. El encanto no entiende de empachos ni barroquismos, tampoco caduca. Es la conjunción de suavidad, atractivo y originalidad. Y lejos de imponer superioridad moral, se reconoce en todo lo humano aunque a menudo parezca un hechizo divino.
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31 de octubre de 2018
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Industrias del dolor

Los seres desgraciados dieron siempre argumentos al arte, y el cine, que por razones obvias enfoca con preferencia las caras más extremas del espectáculo, nunca ha dejado de reparar en el dolor; de ahí la leyenda, con visos de ser cierta, de que en los premios de Hollywood si compite un film con minusvalías los restantes rivales, sean del género que sean, salen con handicap. Aunque hay obras maestras en tal registro (sigue inolvidable en muchas memorias de cinéfilos ‘El milagro de Ana Sullivan', ‘The Miracle Worker', 1962, de Arthur Penn, la historia verídica de la niña sordomuda y ciega y su maestra), confieso aquí sin pudor que ese tipo de relatos de superación de las malformaciones y los defectos físicos que tan popular se está haciendo me da desconfianza, y no por falta de piedad o simpatía, sino por mero rechazo de su beatitud a ultranza, que está reñida con el signo de lo real y la verdad del arte. Cuando el himno optimista se alía con la comicidad más basta, la buenas intenciones y la mala sombra caen en un mismo saco, como sucede en dos grandes triunfos recientes, la francesa ‘Intocable" a escala mundial, y ‘Campeones', de momento ceñido a la taquilla española (más de tres millones de espectadores y una recaudación cercana a los veinte millones de euros a fecha de hoy). Al disgusto estético de su sensiblería se suma, en mi valoración, la falacia de su objetivo, indefectiblemente basado en la única moraleja que el cine-espectáculo entiende: la del éxito. Así es en 'Campeones' de Javier Fesser, en ‘No te preocupes, no llegarás lejos a pie' de Gus Van Sant, y así en ‘La música del silencio' de Michael Radford, las dos últimas inspiradas en las vidas reales del parapléjico John Callahan y el cantante ciego Andrea Bocelli.

Al juntar estos tres ejemplos hay que poner muy por encima de los otros el film de Van Sant, que tiene un título inglés, ‘Don´t Worry, He Won´t Get Far On Foot', casi enteramente compuesto de monosílabos, a modo de exégesis de la historia contada, elocuente juego que se pierde en el tan fiel como lerdo título castellano. La película arranca estupendamente con un trepidante retrato de época, los primeros años 1970, poblado de ‘dropouts' y una variada gama de adictos a los productos dañinos; una época que casa bien con el mundo prioritario de este director, al que el exceso, el desmán y las psicosis estimulan. Lamentablemente, el film sufre un quiebro pasados 45 minutos, para someterse, aun sin perder solvencia narrativa, a esa norma benefactora y simplista tan en auge: el espectro de la autoayuda y la regeneración edificante, aunque en esta ocasión quepa al menos el consuelo de que John Callahan, el alcohólico tetrapléjico tras su accidente, logra la fama y una feliz recompensa personal dibujando graciosas caricaturas soeces e insolentes.

Algo similar intenta Javier Fesser en 'Campeones'. Los diez minusválidos que forman el equipo de baloncesto no son ejemplos de mansedumbre ni están edulcorados: feos en su gran mayoría, malamente vestidos, abruptos y poco correctos en sus respuestas, que es difícil saber si han sido instigadas por el director o recogidas por él en el improviso. La fealdad ya sabemos que no es un óbice, ni siquiera dentro del campo de la voluptuosidad, que afortunadamente no tiene límites ni códigos; para curarse en salud, y sabiendo muy bien que ‘Campeones' no es una balada gótica y medio fantástica como ‘Freaks' de Tod Browning, Fesser declaró con motivo del estreno de su film "me gustan esos rostros [...] Puede que para la publicidad no sean bellos [...] ¿Quién decide dónde está la belleza?". Las palabras son muy loables, así como la intención inclusiva respecto a estas personas orilladas; ahora bien, el gusto por lo anómalo, que Fesser comparte con el cineasta francés Jean-Pierre Jeunet, no le impide sacar provecho espurio de esas anomalías. Lo digo sin ánimo de insultar a Fesser, pues no creo que él quiera insultarles a ellos, pero la conversión de esta fábula integradora en comedia bufa está basada en algo tan inveterado como execrable: la risa ante lo deforme, ante el andar torpe, el habla gangosa y las simplezas de carácter. Sólo hay un personaje entre los discapacitados que el director eligió en un casting de más de seiscientos candidatos, la muchacha que interpreta a la jugadora Collantes, que elude el constante patrón de la broma chusca, y eso se logra porque la chica, Gloria Ramos, está dotada de un humor propio, fresco y ocurrente, que desborda la línea más bien plana del guión de Fesser.

Bocelli por el contrario tiene algo de ángel y de santo, por lo menos en esta metaficción cinematográfica, ‘La música del silencio', en la que el propio tenor italiano, que se deja ver hacia el final, cuenta la historia de un alter ego al que llama Amos Bardi. Se trata de un biopic en el sentido menos excitante de la palabra, desde la cuna hasta la corona de laurel, aunque Bardi contado por Bocelli y trasmutado -con un convencionalismo exasperante por el director Radford- también tiene algún rasgo audaz y desviado; mal estudiante, tarambana, noctámbulo, fumador, y sólo enderezado al bien por la música y el amor de una muchacha entregada, que adquiere en la película cierta densidad gracias a la brillante interpretación de Nadir Caselli.

La historia de Andrea Bocelli, que yo apenas conocía antes de ver la película, pasa por las fases de lo previsible: nacimiento en este caso acomodado, tragedia inesperada, accidente grave, voluntad de superación, rechazo, aprendizaje, concurso, premio, incertidumbre. Y el final feliz que amortiza la producción, la desdicha borrada por la justicia, no muy poética: en Bocelli/Bardi el reconocimiento supremo es ir al Festival de San Remo, que siempre nos parecía tan hortera, bajo la cobertura de un cantautor más bien cursi, Zucchero, quien en su nombre de azúcar lleva su penitencia. La ceguera propia compensada por la de los otros, que tardaron en distinguir la bella voz de Bocelli, tanto cantando a Puccini como en el repertorio popular napolitano.

El epílogo de ‘La música del silencio' es de los más embarazosos que se han visto en el cine. Terminada la trama, se nos regala, colofón o floripondio, el álbum de fotos en que el Bocelli auténtico posa al lado de los poderosos del mundo, Isabel II, Zubin Mehta, Luciano Pavarotti, Barack Obama, Plácido Domingo, tres papas (¡estamos en Italia!), como corolario de que cualquier síndrome o deficiencia que produzca ganancia obtendrá el beneplácito de los que mandan.

 

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30 de octubre de 2018
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Socios

Sería conveniente que los simpatizantes del actual Gobierno socialista conocieran con alguna precisión cuáles son los apoyos belgas de "Puigdemont & Torra" 
 
Sería conveniente que los simpatizantes del actual Gobierno socialista conocieran con alguna precisión cuáles son los apoyos belgas de "Puigdemont & Torra". Pueden consultarlos en el blog In Defence of Marxism del 18 de octubre en un artículo titulado The strange friends of Carles Puigdemont. Estos "raros amigos" no son otros que los del actual Partido de la Nueva Alianza Flamenca (N-VA). Este curioso grupo es el heredero de los nacionalistas flamencos que en los años treinta colaboraron con el régimen nazi y sometieron a su país a la dictadura del terror. De hecho, su actual presidente, Bart De Wever, está emparentado con las ricas familias filonazis de entonces.

No existe una internacional nazi, pero sí un tejido de simpatías fascistas entre grupos europeos, incluidos, claro está, los italianos. Es lógico que así sea. Los actuales partidos neofascistas saben que su enemigo verdadero es el conjunto de naciones europeas, incluidas las propias, es decir, Italia, Bélgica o España. Y saben que solo creando una red internacional fascista podrán llegar a imponer sus exigencias.

Creo que fue Hannah Arendt la primera en llamar la atención sobre esta paradoja. En 1945, en un artículo titulado Las semillas de una internacional fascista (Ensayos de comprensión, Página Indómita), ponía de relieve que los nazis alemanes habían provocado la ruina de Alemania con perfecta sangre fría. "Solo entiendo el fascismo como un movimiento internacional de carácter antinacional". La supuesta nación en la que se instalan los movimientos fascistas son las cabezas de puente de una red que solo puede sobrevivir en un tejido internacional. Por eso la ruina de Cataluña les importa una higa a sus dirigentes. Mientras cobren.

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30 de octubre de 2018
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El Boomeran(g)
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