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‘Voxeros’ del odio

Extranjeros y mujeres. O mujeres y extranjeros. Da igual. Van en el mismo saco porque ambos colectivos encarnan la diferencia para la extrema derecha dura, misó­gina y xenófoba. Hay que poner cara a los enemigos, o, mejor dicho, hay que ­inventárselos. Ir a por ellos cargados de sinrazón. Cabalga la emoción, machote, y alarma a los que desean vivir permanentemente alarmados, se jalean unos a otros. Porque a Abascal y su cuadrilla de jinetes apocalípticos –“odiadores profesionales”, les llama con acierto Irene Montero– les inviste una autoridad de cartón piedra, pero suficiente para ­sentirse guardianes de la moral. Una moral oscura y casposa, que reprimen porque no les interesa comprender, ­henchidos por su docena de escaños ­voxeros, claves para que la derecha gobierne Andalucía.
Con qué labios mantecosos denuncian a “esas pelandruscas” que quieren anular a los hombres. Que dedican las mejores horas de su vida a poner falsas denuncias de malos tratos, ellas que han roto todos los platos. No les importan los datos oficiales, como que tan sólo un 0,8% de las denuncias por violencia de género son falsas. Cifras manipuladas, dirán, sólo hay que anotar los datos a favor. Y en su contrapoética, el propio Abascal ha anhelado que su hijo varón esté protegido en el futuro igual que una chica, que no le echen ningún muerto encima, vaya. Qué pensamientos tan torturados.
Alarman acerca de la cruzada feminista, una nueva conspiración judeo-masónica-comunista que atenta contra la dignidad de los varones. Saben que eso tiene tirón. Y hasta algunos colegas demócratas bromean sobre los incon­venientes que pueden surgir hoy al subir con una mujer en el ascensor, solos los dos; no vaya a ser que te denuncie. “Los chistes de feminismo salen más ­caros que los chistes sobre la monarquía”, afirma el tan comentado anuncio. Aquí están ellos para arreglar tal de­saguisado.
Su discurso conecta con las bajas pasiones de una España cuestionada, desigual, cabreada y que vive a golpe de titular. Su percepción de la realidad está hiperventilada, alimentada por ritos tribales que hacen retroceder 40 años nuestro grado de civilización. El sabio Teodor Todorov, tras recoger el premio Príncipe de Asturias, recordó que ser civilizado no tiene nada que ver con tener estudios superiores o con tener un alto cociente. “Ser civilizado significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los otros, aunque tengan rostros y hábitos distintos a los nuestros; saber ponerse en su lugar y mirarnos a nosotros mismos desde fuera”.
Vivimos una regresión intelectual, una peligrosa antipedagogía que involuciona a valores y contextos que parecían superados. Pero los voxeros se agarran a las hinchadas velas de Trump, Bolsonaro, Salvini, Le Pen y compañía, por no ir más atrás. Y juntos y unidos, ansían que mujeres y extranjeros, extranjeros y mujeres, regresen allí de donde nunca hubieran tenido que salir: sus casas.
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8 de enero de 2019
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Propios y extraños

El pasado 25 de diciembre por la tarde el paseo de Gràcia estaba razonablemente vacío, a excepción de la esquina de la Pedrera, donde tres guías explicaban a sus respectivos grupos, uno japonés, otro anglosajón –en Bicing– y un tercero que parecía chino, los pormenores y las fatigas de Gaudí, ajenos a las migas de turrón que se desparramaban por las mesas de los comedores del Eixample. A aquella hora muerta de la tarde, cuando todos se habían cansado ya de comer y beber y la luz vespertina parecía de bombilla, las expediciones de turistas hacían suya la ciudad a pesar de esos letreros que intentan ahuyentarlos como el de “Gaudí hates you”.
El ideal de ciudad cosmopolita y afrancesada se despeñó a causa de la avaricia de los empresarios que salieron a despachar Barcelona al mundo. Hicieron tan bien su trabajo que es ya la cuarta ciudad más admirada y visitada del Viejo Continente, por detrás de París, Londres y Roma. No olvido aquellos viajes que organizaba Pujol a Tokio o Nueva York a primeros de los noventa para vender el “Catalonian design” con el espaldarazo de los Juegos Olímpicos. Se hacía acompañar de un muestrario de diseñadores y jóvenes modernos, y agasajaba a los invitados con tapas de pan con tomate y jamón. Hoy, los hijos y nietos de aquellos primeros japoneses que aprendieron a beber del porrón atienden pacientes para entrar en Vuitton, Hermès o Chanel. Hacer cola en el paseo de Gràcia para gastarse un mínimo de trescientos euros –lo que vale un pañuelo de seda– y departir con un dependiente que te invita a champán resulta encantador para los visitantes, que puntúan con un 8,4 sobre 10 la oferta comercial de la ciudad, según datos de Turisme Barcelona.
El dinero de argentinos, rusos, coreanos o israelíes engrosa diariamente las arcas mientras la ciudad barrunta impuestos antiavalanchas. “Barcelona empieza a ser más de los otros que nuestra. Esto nos provoca dosis de orgullo e histeria”, escribe Màrius Carol en Els barcelonins (i les barcelonines) (Elba). Los visitantes educados quieren asombrarse con las fantasías de Gaudí y comprar hasta reventar. Y he ahí una fortaleza –que para los turismofóbicos es debilidad–: los barceloneses son unos estupendos vendedores. Y me refiero a quienes no anteponen su espíritu de botiguer y venden experiencias. Los comerciantes genuinos estimulan los cinco sentidos con un relato atractivo y proyectan la vocación necesaria para vender emociones, en lugar de encumbrar el valor material de un enser que acabará arrinconado en un almacén de objetos perdidos. Piénsenlo: la propia palabra, turista, cada vez nos suena peor, más sucia y barata, por ello hay que desconectarla del espíritu depredador que se carga, y se caga, en la belleza del adoquín modernista, o sea, de los bárbaros.
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8 de enero de 2019
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365 narices

El home dels nassos fue un personaje mitológico en nuestra infancia. Acababa el año, y los abuelos nos hablaban de ese individuo que se paseaba por las calles con tantas narices como días. Nos horrorizaba la idea de un ser monstruoso, recauchutado de fosas nasales, y aún más la de encontrárnoslo al doblar la esquina. Pero Nochevieja parecía una fecha excepcional en la que hasta la decadencia era bienvenida, y así se nos quedó grabada, con un poso de excentricidad y otro de temor, aunque la más simple matemática nos enseñara a enderezar el equívoco de la nariz. Entonces aún creíamos que todo era posible, que Fin de Año era una fecha importante, que nos traería fortuna, hasta que comprobamos que empezaba enero y seguía haciendo frío. Los propósitos continuaban envueltos en papel de regalo, y la voluntad se mostraba mala com­pañera, infiel, voluble; dicho a la manera del ingenioso Jules Renard: “Más de una vez he intentado estar triste todo un día. No lo he logrado. ¡Ni siquiera eso!”.
La escasez de certezas es una de las mayores luchas del ser humano. Proyectamos, y a la vez nos fustigamos. Queremos ser algo y nos autoboicoteamos, o aplazamos metas, o abandonamos. Vivir instalados en la duda –¿me mantendré o perderé el trabajo, la pareja, la habilidad, el prestigio?, ¿me curaré o no?– resulta insoportable, y no sólo para los obsesivos que protegen sus días con una agenda milimetrada. La ilusión de control impide vivir; se parece a fotografiar lo que ves en lugar de disfrutarlo al momento, quizás porque en ambos casos uno no sabe muy bien cómo hacerlo. Por ello es preferible tenerle simpatía al estado de confusión, en vez de blindarnos ante aquellas circunstancias en las que la estabilidad se difumina.
El pensamiento rápido no discurre, decide, pasando de forma superficial por los conflictos a fin de obtener una respuesta inmediata. Al contrario, los hay que defienden la ambigüedad como un aguijón de lo más positivo, que “mejora nuestras decisiones, promueve la empatía y dispara la creatividad”. Lo afirma Jamie Holmes, investigador de la Universidad de Harvard y autor de Nonsense: The power of not knowing (Crown). Hay irresoluciones que abruman y encogen. Pero convivir con la incertidumbre, captar la belleza que posee todo lo que escapa a nuestra voluntad, es un ejercicio saludable, en las antípodas de aquellos que se jactan de no cambiar de opinión, de tenerlo todo claro clarito y de tomar decisiones ipso facto. A mí me producen desconfianza los que no admiten grises, quienes desconfían de la equidistancia o no te permiten militar tan sólo en el asombro diario. Quienes se acostumbran a la fealdad, a tanto logo de partido en las fotos, a tanta cortina de cretona de fondo, mientras firman pactos de gobierno asumiendo una posición moral de mil narices sin esfuerzo, mal avenidos con la bella incertidumbre. Pobres homes dels nassos.
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8 de enero de 2019
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El inquietante Brian Evenson

En la contratapa de los libros del norteamericano Brian Evenson (1966) se encuentran frases elogiosas de Jonathan Lethem y Peter Straub, autores que dan claves para la recepción de este escritor: escribe ficción literaria pero le interesan los géneros populares, sobre todo el horror. Los adictivos cuentos de Evenson -en Fugue State (2009), Windeye (2012) y A Collapse of Horses (2016), todos con la prestigiosa editorial independente Coffee House Press- atrapan como pocos la sensación de lo inquietante, de lo siniestro, sin tanta necesidad de la parafernalia tradicional del género. Su obra puede entenderse como uno de los mejores ejemplos de esa cosa tan escurridiza llamada ficción extraña (weird): trabaja con la disonancia cognitiva, con juegos especulativos en los que sus protagonistas van revelando de a poco su deterioro mental. El nuevo libro de cuentos, Songs for the Unraveling of the World, sale este año y es de los más esperados.   

            En su versión más básica, un cuento de Evenson puede leerse como un capítulo perdido de La dimensión desconocida: en "The Sladen Suit", unos marinos en un barco en problemas necesitan reparar las averías, y descubren un traje de buzo que puede permitirles explorar los problemas. Dos de ellos se ponen el traje y desaparecen. Cuando le toca al tercero, este descubre que el traje es un portal a otra dimensión. En "Windeye", un niño está fascinado porque una de las ventanas de su casa puede verse desde afuera pero adentro no existe; en "Discrepancy", una mujer se descubre fuera de sincronía con el mundo: las palabras que escucha llegan minutos después de que estas se pronuncian.  

            Los mejores cuentos narran una experiencia de disolución mental. En "A Collapse of Horses", el narrador se golpea la cabeza en el trabajo y comienza a ver cosas raras en su casa, desajustes que lo sumen en el desasosiego (no está seguro si tiene tres o cuatro hijos), y trata de hacérselas saber a su esposa, que le responde con evasivas. Todo se sume en la incertidumbre: dudamos de dónde realmente se está narrando -¿desde la casa? ¿desde un psiquiátrico?-, y si el incendio que menciona el narrador y se ha llevado a su familia ha ocurrido en verdad o no.

            Evenson es capaz de captar lo sublime de una experiencia terrorífica, a través de cuentos que se muerden la cola, a la manera de un grabado de Escher ("Past Reno", "In the Greenhouse"). En "Black Bark", un kafkiano cuento de cowboys, Rawley y Sugg están buscando una cabaña y no la encuentran; Sugg está herido y sale a explorar y reaparece misteriosamente, contando un cuento que Rawley tarda en descifrar (ese relato dentro de un cuento, enigmático como un koan, es el corazón de "Black Bark").

Evenson puede situar sus cuentos tanto en espacios salvajes que remiten al mundo medieval ("The Adjudicator") como en fábricas polvorientas del futuro ("Dust"). Hay toques fantásticos y también de ciencia ficción; por ahí asoman Lovecraft y Poe, y también maestros contemporáneos del género (Laird Barron, el mismo Straub). Evenson señala el camino del horror contemporáneo: aquel en el que experimentamos durante un instante un desajuste de la realidad (unos caballos de los cuales no podemos concluir si están vivos o muertos; un pedazo de carne que un padre le muestra a su hijo en un sótano, sin que el niño pueda decidir si ese pedazo es de un animal o un ser humano), y a partir de ahí ya no podemos cerrar la fisura que se abre entre el mundo y nosotros.

(La Tercera, 6 de enero 2019)

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6 de enero de 2019
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Destinos errantes de Andrea Jeftantovic en seis cruces de palabras

 

 

Se nota en la prosa de Andrea Jeftanovic “la lectura atenta de los clásicos de su tierra, Chile, y sobre todo la voz de los poetas, que brinca y serpentea en su prosa. Esto dije de su colección de crónicas viajeras Destinos errantes en la presentación en la Furia del Libro el mes pasado. Y en la revista de libros Ojo en Tinta, donde salió publicada ayer mi presentación transformada en reseña.

 1.      Mujer y viajera – Novelista, cuentista, académica de la Universidad de Santiago, estudiosa de la literatura, experta en Damiela Eltit… y viajera. Andrea Jeftanovic pertenece a esa cofradía que mujeres que viajan para contarlo, acompañadas o solas. Y muchos de esos viajes hacia el conocimiento del mundo y de la complejidad de las sociedades actuales están contados y reflexionados en su relato de no ficciónDestinos errantes. No es un manifiesto feminista, pero es un valioso autorretrato de la viajera que no pide perdón ni permiso, que se anima en esquinas peligrosas, en países en conflicto, y se encara con los machistas. Los viajeros por muchísimos años eran los hombres: los Ulises. Sus Penélopes los esperaban tejiendo y destejiendo sueños. Esta Penélope viajera se adentra en la Cuba de la postrevolución (Sin embargo, Cuba), por ejemplo, y se acuesta oronda en la cama donde, dicen, durmió Fidel su sueño de la revolución de los barbudos.  

 2.      Centrípeto y centrífugo – Andrea Jeftanovic lo explica bellamente: viajar es otra forma de leer: leer para mirar el mundo y entenderse a uno mismo. Viajar para cambiar y para encontrarse. Movimiento hacia adentro y afuera. Por eso usa la metáfora de los movimientos con los ojos para afuera, como queriendo salirse de su órbita, y hacia adentro, mirando cada vez con más atención el propio centro. Así viaja al Rio de Janeiro de Clarice Lispector (Los Ríos de Clarice Lispector), a los paisajes y calles y parques de sus novelas y a la forma de mirarse como mujer después de leer a la gran escritora brasileña. Este capítulo de búsqueda del mundo interior de la buceadora de lo íntimo para encontarse en calles ajenas es bello y profundo.   

 3.      On campus y Off campus – en California, la estudiante Andrea desmelena su cabellera leonina en noches de juerga y música y en clases con famosos académicos. Vivir la juventud y leer hasta desgañitarse las lagañas. Es muy original su relato de la experiencia de alumna universitaria pasando párrafo a párrafo de la vida en las aulas y en las noches (California al desnudo). El lado A y lado B de la vida. La experiencia de estudiar y de vivir como estudiante en su seria y salvaje variante norteamericana.  

 4.      Palestino-israelí y serbo-croata – En Tel Aviv y Jerusalén hablando con ciudadanos de ambos bandos del miedo en el conflicto eterno de Medio Oriente (El círculo íntimo palestino-israelí). Y en el túnel de Sarajevo, donde transita en el viejo camino para soportar el asedio serbio, obtener comida y medicina y tratar de mantener viva una ciudad que fue encuentro de culturas (Sarajevo underground). Lo hace usando otra estructura original: sumergiéndose en círculos del infierno dantesco. En estas dos zonas dolidas esta descendiente de judíos y de serbios se busca en los orígenes. Su relato se entreteje con visitas a la biblioteca de su barrio, al mundo de judíos y palestinos y serbios y croatas en Chile. Y a un recuerdo de infancia: En el antiguo Club Yugoeslavo, que expulsa a su familia serbia cuando se convierte en Club Croata. Los antiguos amigos de la piscina hoy son enemigos. En vez de lamentarse o insultar, la cronista viaja para entender el origen de esos odios que llegan tan lejos.

 5.      Memoria y relato – Dos hermanos ciclistas. Uno detenido desaparecido que alucina con reparar bicicletas tras la tortura: algo tan prosaico y pequeño hace más terrible el horror. Y la escena del hermano, que en la tele de la dictadura aparece entrevistado tras ganar la vuelta ciclística a Chile. Dice que se lo dedica a su hermano desaparecido. La pantalla se va a negro. Como tantas historias mínimas que cuentan las tragedias de países lejanos, esta acerca el silencio escalofriante de la dictadura a los lectores actuales (Pájaros de acero). Es un viaje desde su propio recuerdo de niña de tres años el 11 de setiembre de 1973 para entender el pasado y entendernos en él.

 6.      Errante y chilena.  En el título del libro se puede intuir una de las identidades de la autora. Aunque se asiente y se asimile y enriquezca la tierra a la que llega, el judío es un ser errante, en constante búsqueda. El viajero en el fondo es un sin patria. Pero Andrea Jeftanovic es siempre y muy cariñosamente chilena. Se nota en su prosa la lectura atenta de los clásicos de su tierra, y sobre todo la voz de los poetas que brinca y serpentea en su prosa. Es desde este fin del mundo, desde este rincón curioso abierto al mar y a la montaña Por eso estas historias de cuatro continentes son historias de una mirada, de una tierra, de una generación, de una identidad que se construye viajando. En Destinos errantes viaja lejos teniendo siempre el terruño propio como faro.  

 

 

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3 de enero de 2019
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El sentido de la vida

El sentido de la vida es algo parecido al horizonte. No le decimos a nadie que lo “oteamos”, ni siquiera a nosotros mismos, aunque a veces lo hagamos; es un verbo marginal, grandilocuente. Observamos la línea perfecta donde parece juntarse el universo que nunca alcanzaremos. Tan sólo es un efecto óptico, a pesar de su nitidez. ¿Qué cantidad de postales cursis con atardecer rosado se habrán vendido a lo largo de la historia? Cuánta complacencia se habrá derramado ante esa conjunción de cielo y mar brochada de colores, puestas de sol ­azucaradas que traen una ilusión de finitud, de que existe un destino. Únicamente los niños pueden tocarlo en sus dibujos, capaces de humanizar la idea de lejanía que nos acompañará cada vez que nos quedemos sumidos en un mar de extrañeza y digamos “¡qué absurdo es todo!”.
En el pensamiento racional, el sen­tido de la vida está en nacer, crecer y ­morir con cuatro certezas porque el resto son preguntas sin respuesta. Claro que hemos experimentado, incluso nos arriesgamos por carreteras secundarias. Y nos desmelenamos alguna noche para comprobar que, al fin y al cabo, ­nada se mueve excepto el páncreas ­resacoso.
Nos preguntamos por el sentido de la vida practicando asanas de yoga, matriculándonos en cursos disruptivos, probando buenos vinos, viajando a la Conchinchina cuando tan sólo basta con esperar a que llegue Navidad –un poderoso imán capaz de rejuntar a la ­familia más díscola– para que el sentido de la vida se siente a la mesa dispuesto a celebrar el vínculo que nos mantiene
en pie.
Familia: nido, aliento, confianza en pijama y zapatillas, odio transitorio y secreto, manías incorregibles, colchón para caídas, placidez, rutinas, fantasmas, también ratonera. Un ente complejo y a la vez doméstico alimentado por la crianza común, un mapa compartido de nombres, costumbres y pucheros que cartografía nuestra existencia, aunque a veces lo olvidemos.
El Pew Research Center desvela estos días el resultado de una doble encuesta realizada a escala nacional en Estados Unidos en la que más de ocho mil ciudadanos buceaban en las cosas que aportaban sentido a su existencia. Y siete de cada diez, sin importar diferencias sociodemográficas, respondieron que la familia era la mayor fuente de satisfacción y realización personal, por delante de la religión, la carrera profesional, las causas sociales, las aficiones o los viajes.
Chesterton definía a la familia como “el lugar donde nacen los niños y mueren los mayores, donde la libertad y el amor florecen, ni una oficina ni un comercio ni una fábrica”. Libertad y amor. Porque sean biológicas o de elección, numerosas o monomarentales, tradicionales, extravagantes, recosidas, inmaduras, gais o trans, esta noche un grupo de personas que se quieren colmarán esa especie de ausencia que se queda en la noche de los días más cortos del año. Y darán sentido a su vida.
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26 de diciembre de 2018
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El delito de ser ciudadano

Frente a la resistencia ciudadana en Nicaragua, el régimen ha insistido en crear una verdad alternativa paralela a la de los hechos reales: la invención de un golpe de estado organizado por terroristas de profesión que actúan "movidos por el odio". Esa es la historia que repiten los medios fieles al gobierno, y que los fiscales y jueces utilizan para acusar y procesar a los ciudadanos. Cerca de seiscientos "golpistas" están en las cárceles.
 

El demoledor informe presentado por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), viene a desmentir de manera rotunda esta verdad alternativa, al concluir que no existe ninguna evidencia que sustente el golpe de estado.

Por el contrario, "para el GIEI, el estado de Nicaragua ha llevado a cabo conductas que de acuerdo con el derecho internacional deben considerarse crímenes de lesa humanidad, particularmente asesinatos, privación arbitraria de la libertad y el crimen de persecución".

La insistente propaganda alrededor del golpe de estado no va dirigida a la ciudadanía en general, sino a la clientela partidaria que rodea a la pareja presidencial, a fin de crear justificaciones y motivos "legítimos" a la represión que el informe desnuda y condena.

El Grupo de Expertos de la OEA desmonta claramente la falacia. A partir del 18 de abril de este año lo que se creó en Nicaragua fue un movimiento espontáneo, que creció y se multiplicó sin la dirección de nadie en particular, menos que tuviera una línea estratégica conspirativa.

Los golpes de estado no se urden en las calles, entre estudiantes y pobladores de barrios, sino en la sombra; se preparan en los cuarteles, y se planean en secreto. No los ejecuta tampoco gente desarmada, muchachos que pelean con piedras y morteros caseros, y hasta con tiradoras de hule.

A estas alturas, queda claro que la verdad alternativa del golpe de estado fue creada directamente en contra del concepto de ciudadanía. Hay una tachadura negra sobre la palabra ciudadano para oscurecerla, o borrarla.

Es un castigo impuesto desde el poder: si quienes salieron a protestar de manera masiva fueron los ciudadanos, en uso de las libertades públicas inherentes a su soberanía individual, libertad de movilización y libertad de expresión, para empezar, y fueron reprimidos por eso, los presos políticos han perdido también el derecho al debido proceso: detención dentro del término de ley, derecho a la defensa, a un juicio público, a jueces imparciales. El poder dicta que los golpistas y terroristas no tienen ningún derecho, lo que puede leer como: los ciudadanos no tienen ningún derecho.

Las garantías constitucionales se encuentran suspendidas de hecho, y está prohibido manifestarse. Aún para las procesiones religiosas se exige permiso policial. Es obligatorio entregar los teléfonos móviles sin son requeridos, y los mensajes en redes sociales que guardan son examinados o copiados, con lo que el derecho a la privacidad de la correspondencia ha quedado abolido.

Debido a la que bandera de Nicaragua se volvió un símbolo subversivo, porque el azul y el blanco son los colores de la resistencia ciudadana, está prohibido exhibirla o portarla, lo mismo que elevar globos con esos colores.

Está suspendido el derecho ciudadano de informar libremente, y recibir información. Por eso fue asaltada la redacción del periódico Confidencial y la de los programas de televisión Esta Semana y Esta Noche de Carlos Fernando Chamorro, y sus bienes y equipos confiscados. Por eso fueron asaltadas también las instalaciones de la televisora 100% Noticias, y su director Miguel Mora apresado y puesto a la orden de los tribunales, por cometer "delitos impulsados por el odio como consecuencia de la provocación, apología e inducción al terrorismo": El terrorismo de informar.

En las aduanas se retiene el papel y los insumos para los periódicos escritos, al estilo Venezuela, y los dos diarios del país, La Prensa y El Nuevo Diario, apenas tiene mes y medio de existencias para imprimir. Luego, les tocará desaparecer.

De las organizaciones de la sociedad civil que promueven la libertad de expresión, los derechos humanos, la democracia, las encuestas de opinión, y hasta la defensa de la naturaleza, nueve han sido ilegalizadas, obligadas a cerrar por decreto y sus bienes también confiscados.

Entonces, el verdadero golpe de estado se ha dado contra los ciudadanos, contra su condición de personas libres. Sus derechos han sido suprimidos. Se les discrimina, y se les anula. Esos derechos sólo existen para quienes están en las filas del régimen y son parte del aparato de poder, y disfrutan, además, de un derecho exclusivo: el de la impunidad.

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26 de diciembre de 2018
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Artistas en peligro

Es bueno no tener miedo al exceso, a la exploración de lo nunca trillado, incluso al ridículo, y esos asomos al abismo le convienen más al cine español (y no digamos a la novela española) que a otras cinematografías europeas, donde el ‘mainstream' industrial convive holgadamente con la búsqueda y el empeño formal de sus marginales. Coinciden este otoño en la cartelera tres atrevidos de distinta edad: Julio Medem, de larga y desigual filmografía a sus sesenta años, un sólido valor menos prolífico, Jaime Rosales, nacido en 1970, y el comparativamente recién llegado Carlos Vermut, que realiza con treinta y ocho años su tercer largometraje.

Rosales es un formalista muy estudiado, y su programa teórico sólo le traicionó completamente, a mi modo de ver, en ‘Tiro en la cabeza', una aporía sobre el asesinato por ETA de dos guardias civiles de paisano en que el despojamiento (diálogos inaudibles, superfluas voces callejeras de fondo, hechos encriptados) sustraía todo interés del acto fílmico, empujando de modo estéril a los espectadores a la frustración o el abandono. ‘Petra' tiene un registro menos radical en su composición y también menos llamativo que la "polivisión" o pantalla partida con diferentes ejes visuales que en su mejor película hasta la fecha, ‘La soledad', enriquecía a la vez que refrenaba el patetismo subyacente en la historia contada. Los personajes de ‘Petra' son antihéroes de una tragedia griega en la que el director aspira -de un modo sutil que intriga e interesa desde que el espectador lo advierte en una de las primeras secuencias -a aislar lo figurativo de lo paisajístico, como si, sugiere Rosales, toda esencia dramática hubiera de valerse por sí, sin el añadido de un templo, una columnata, un altar votivo o unos campos elíseos. La cámara, que es aquí estilográfica, según lo deseaba Alexandre Astruc y otros franceses de la Nueva Ola que le hicieron caso, avanza en planos panorámicos de gran rigor, buscando su emplazamiento en el decorado, y una vez hallado se queda quieta, sin regodearse en la descripción material, fomentando al actor y subrayándose solo a sí misma en tanto que máquina del relato. 

También desde muy pronto sabemos que este cineasta-artista no va a seguir una cronología convencional; la película se desarrolla en capítulos, y el de arranque es el 2º; más tarde llega el 1º, y el desorden continúa, jugando a lo novelesco con un toque de arbitrariedad juguetona que indica que Rosales quizá ha leído a los ‘oulipianos' como Georges Perec o Raymond Queneau. A ‘Petra' sin embargo le sobra el larvado discurso sobre la creación artística que tanto pregona el director; la familia protagonista podría ser la de un vinatero o un empresario de ganadería, y que el patriarca Jaume sea pintor emborrona la trama y nada aporta cuando se le quiere dar un trasluz pictórico al antagonismo de Jaume y la alumna o tal vez hija suya Petra. Tampoco ayuda el excesivo peso que recae en un intérprete no-profesional tan limitado como Joan Botey, un hecho que se hace más palmario cuando a su lado están Bárbara Lennie, Petra Martínez en su breve cometido y, sobre todo, Marisa Paredes, quien en sus tres memorables escenas da la temperatura de los grandes trágicos: gravedad, máscara facial, hiriente ironía, dicción alta y rotunda. El hermoso final de ‘Petra' tiene en ella su cenit. Después de habernos enseñado siempre con parquedad los bellos lugares donde transcurre la acción, la arboleda, el viñedo, el acantilado, la roca veteada donde se sientan Petra y Lucas en su primera salida al campo, el lago famoso que se muestra deliberadamente desenfocado, Rosales corona su ascesis en el momento de la reconciliación femenina a la entrada de la masía: las mujeres se entienden y se perdonan, quedando como último plano el portón abierto al paisaje, una masa vegetal distante y obliterada donde resuena el latido superior de las pasiones carnales que animan esta parábola de muerte, de traición y de perdón. (Post Scriptum. Resulta pasmoso que la película, una de las mejores del año, no haya tenido ninguna nominación en los premios Goya).

Los fracasos de Vermut y Medem en sus saltos de riesgo son de otro signo. A ‘Quién te cantará', artefacto esmerado y a menudo precioso, le afea su banalidad preponderante, sobre todo en los diálogos. Y en un apólogo sobre una legendaria cantante sin voz desconcierta que algunas de las ilustraciones musicales, Eva Amaral, Mocedades, sean tan rudimentarias, así como sorprende que la esfinge de perfiles egipcios que interpreta con el debido hieratismo Najwa Nimri diga en una escena de confesión que su comida preferida es el tartare de aguacate con nueces, su país ideal Islandia, añadiendo de modo incongruente que su libro de cabecera es ‘Mortal y rosa', la más bien cursi memoria elegíaca de Francisco Umbral. Lo que Vermut hace muy bien es plasmar un universo reconcentrado de mujeres, prescindiendo de los hombres, sombras apenas sin enjundia ni cuerpo, lo que crea un efecto de espejismo cautivador. Las actrices defienden todas con garra y talento su territorio, destacando la Blanca interpretada por Carme Elías.

Lo masculino y lo femenino llenan a partes iguales ‘El árbol de la sangre', que curiosamente coincide en darle a Najwa Nimri un papel de cantante en crisis. Lo que el propio Medem ha llamado "atmósfera visual", con encuadres amplios, airosos, que dejan vacíos alrededor de los dos narradores, es exquisita; siempre ha destacado en la composición del espacio y los movimientos de cámara, que aquí, con buenos medios de producción, alcanza momentos de mucha brillantez, sobre todo en los exteriores, que él no esconde ni amortigua. Al contrario: como es marca de este director, el campo abierto, los árboles y los animales, los vacunos especialmente, le inspiran, y esas naturalezas estáticas y animadas le corresponden adquiriendo la condición de tótems en varias de sus películas. El problema de ‘El árbol de la sangre' está en su amalgama y su amontonamiento, pues es multi-lingual (castellano, euskera, catalán, andaluz, chino, ruso), multi-local (Cataluña, Madrid, País Vasco, Alicante), multi-sexual, multicultural, y no sé si me dejo alguna de sus pluralidades. El árbol genealógico del argumento (el otro, el que se alza frente al casón, es muy bello) resulta confuso y profuso, en un relato que necesita casi dos horas y media para llegar al final. Y el fin es lo peor, pues la tendencia pomposa y redicha de los últimos ‘medems' (‘Caótica Ana', ‘Habitación en Roma') tampoco falta aquí cuando, en el apogeo multi-accidental se apelmazan las ramas familiares, las alusiones políticas, las mafias eslavas, los disparos, los acentos, toros y vacas sueltos, prados, rompientes, playas, y un coito subacuático en Denia que resulta tan solemne como inverosímil. El mejor Medem, el de ‘La ardilla roja', ‘Tierra' o ‘Lucía y el sexo', se distinguía justamente por su saber sortear con gracia metafórica la incredulidad suspendida de la que hablaba el poeta romántico, haciendo verosímiles las hipérboles líricas y los cataclismos telúricos. Bordeaba abismos y los salvaba con una invención narrativa y una ingenua pureza que ahora ya no le dan emotividad ni sentido a sus fábulas.

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21 de diciembre de 2018
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Rigor, firmeza, prudencia y entereza

Los filósofos no han gozado en exceso de cargos públicos, y cuando los han ejercido fueron a veces depuestos de los mismos por la violencia. Algunos filósofos han merecido honor en el sentido etimológico de honestas, reconocimiento consistente en la atribución de un cargo con responsabilidad social, ya sea indirecta. Tal el caso del nombramiento de Leibniz como consejero de la casa de Hannover o de Tomás Moro como miembro del Consejo Real de Enrique VIII. Para ambos vale ciertamente la expresión cursus honorum; cursus sin embargo interrumpido, pues el primero fue abandonado por su protector y el segundo encerrado en la Torre de Londres y decapitado. 

Incluso en el sentido más usual del término honor, contemplado desde el ángulo de los valores compatibles con la jerarquía imperante la caída en desgracia puede ser vista como un deshonor. Pues la desafección por parte del poderoso suele ir acompañada de acusaciones que cuando menos sirven de coartada: acusación de impostura ( Leibniz reivindicando la paternidad del cálculo infinitesimal, que los newtonianos atribuían en exclusiva al maestro); acusación de infidelidad ( Tomás Moro subordinando los intereses de su monarca y protector a la causa del Papado); acusación de llana traición (Condorcet, aliado con objetivos adversarios de Robespierre vendría a ser enemigo de la Revolución francesa). A veces la deshonra viene por haber puesto en tela de juicio dogmas teológicos (negación por Servet del carácter trinitario de Dios) o postulados científicos (Copérnico o Bruno negando el geocentrismo) considerados unos y otros como garantía de la ordenación social, de la coherencia de una explicación global del mundo y de hecho también como soporte de la salvación individual. Cuando Olympe de Gouges es llevada al patíbulo o Servet y Bruno son conducidos a la hoguera, el carácter público de los actos quiere ser muestra de pública des-honra, anatema moral y no sólo político o intelectual. Y sin embargo...

Esa deshonra para unos es precisamente lo que hace la honra para otros. Honra como término con el que hoy designamos un abanico de virtudes de la que en mayor o menor medida dieron muestra muchos de los grandes nombres del pensamiento: rigor del propio discernir, para que la palabra de la autoridad no haga tambalear la convicción; firmeza para mantener esta convicción pese a las previsibles consecuencias; prudencia para sortear los inevitables momentos de flaqueza; autoestima para intentar no derrumbarse ante la exclusión, marginación o anatema; y en el caso extremo andreia (esa virtud de la hombría patrimonio de todo ser hablante) para sentir lo inmediato del fin y mantener la entereza. Personas que simplemente nos ayudaron a pensar, pero quizás algo más (retomo de nuevo la expresión de Georges Canghillem relativa a una de ellas) personas que nos brindaron "una lección de moral sin necesidad de redactarla".

 

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21 de diciembre de 2018
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La RAE en el siglo XXI

 

Acabo de pasar una semana entre Madrid y Barcelona, y mis colegas de unas y otras universidades, al azar de los coloquios y las terrazas, me preguntan si yo, como miembro de la Real Academia de la Lengua tengo ya los resultados de las elecciones de su nuevo director. Soy sólo remoto miembro correspondiente, y puedo asistir a las sesiones; pero no estoy obligado a votar, aunque tengo derecho a voz.  Claro que la RAE es un monumento al siglo XVIII, esto es, a las simetrías más austeras que floridas, y no es casual que sus pausadas ceremonias obliguen a prolongadas sentadas. No en vano fue ese un siglo que encontró en la filología no sólo el amor por las palabras sino su fe en el lenguaje. Y lo ilustra mejor la magnífica Catalina la Grande que resolvió sostener su imperio sobre la universalidad de la lengua rusa. Para demostrarlo redujo el lenguaje a dos puñados de palabras rusas que entendió estaban en todas las lenguas.  Y comisionó recoger ese vocabulario en las lenguas indigenas de América. Pudo, así, probar su deportiva hipótesis.

            Por lo demás, los filólogos siempre han logrado probar lo que quieren demostrar. Por ello, somos herederos de una literatura fantástica nacida de la filología como otra rama de la imaginación. Lo demostró el venezolano Andrés Bello, cuando desde la British Library descubrió que España no podia ser un estado moderno mientras no contara con un texto fundador. Inglaterra lo tenía en Chaucer y Shakespeare, Francia en Rabelais, Alemania en las sagas, y hasta Italia en Dante. España, propuso Bello, lo tenía en el  Cantar del Mio Cid, que aunque era considerado por los filólogos como un texto bárbaro, en verdad nos venía del  Romance, y era un producto refinado de la mezcla. Bello creía que mientras España no tuviese un texto fundacional, los países hispanoamericanos no podrían ser del todo emancipados y modernos. La filología, nos enseñó Bello, es el arte de tramar con el lenguaje un relato de la nacionalidad. 

            Es verdad, la Academia de la Lengua ha sido cada vez más alerta a los “sucesos que acontecen en la rúa,”  y al menos mi generación, que empezó la Universidad a comienzos de los años 60, tuvo la extraordinaria suerte de que sus maestros vinieran del Instituto de Lengua y Literatura de Buenos Aires, donde tuvo su cátedra Amado Alonso, a quien la linguística no le fue lastre sino fuente. Uno de mis maestros en la Universidad Católica, en Lima, fue Luis Jaime Cisneros,  quien vino de esa escuela y nos descubrió a Borges y a Raimundo Lida. El otro, Armando Zubizarreta, vino  de Salamanca, donde fue discípulo de Alonso Zamora Vicente, y nos trajo el comentario de textos y la biografía intelectual. Tanto Amado Alonso como Zamora Vicente venían, a su vez, de Ramón Menéndez Pidal; y cada uno de ellos exploró la historia de la literatura como un milagro (que quiere decir ver más) del uso de la lengua. No en vano la lengua española tiene una larga y fecunda biografía. Pero tiene también una historia intelectual. ¿Qué sería de nosotros sin el debate que asumió, contra los anacronismos de todo orden, el pensamiento liberal, desde la prensa agonista y el folletín encendido? A esa pasión nos debemos,  al relato mayor del español que se multiplicó en las otras orillas de esta lengua. Los diccionarios del español en cada país americano son catálogos ligeramente celebratorios que esta lengua favorece. En el siglo XIX la necesidad de una literatura nacional, que traduzca el espíritu de los pueblos, se funda en el Diccionario que en cada país suma sus registros.  La RAE ya no es una corte que sanciona e impone políticas de tribunal del uso. Grandes forjadores del camino hablado han sido Víctor García de la Concha y Darío Villanueva. 

            A un colega de la RAE le decía yo que necesitamos, en este siglo de luces a medias, como piloto de la nave a un intelectual capaz de avizorar un nuevo espacio del español en este mundo, que hoy miente en inglés.  Necesitamos, creo, alguien que abra las puertas al campo. Filólogo, escritor, hombre o mujer, de Castilla o de Ricote, un director que convierta a la RAE en un espacio de concurrencia. Lo que pasa, arguía yo, es que uno visita el edifcio de la RAE y no tiene nada que llevarse. Ni siquiera una réplica del edificio como pisapapeles, que sí tiene la British Library, muy capaz de venderte una subscripción a la Biblia sajona,  que te llevas a casa como un altar del inglés. Nosotros tenemos muchos recursos que ofrecer, empezando por  facsímiles de nuestros orígenes en San Millán y en las Antillas. Yo propondría unos talleres de lectura para deletrear el Mio Cid y María Zambrano, Sor Juana y Vallejo…

            La RAE de hoy requiere un relato para mañana.  
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19 de diciembre de 2018
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El Boomeran(g)
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