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Paralelos

Con odio, mentiras e ignorancia, así se borró una cultura. Hoy también

"Los destructores surgieron del desierto" es la primera frase del escalofriante estudio de Catherine Nixey sobre la aniquilación del mundo antiguo por obra de los cristianos, los cuales, en el siglo IV, habían pasado de acosados a acosadores (La edad de la penumbra,Taurus). Es una historia terrible, pero que tiende a repetirse. Aquellos que sufrieron la persecución, la prisión y el martirio, imitan luego a sus verdugos en cuanto tienen poder para hacerlo. Nosotros vivimos, a escala mucho más modesta, algo similar.

Que "surgieron del desierto" se refiere a la devastación de la ciudad de Palmira por hordas de fanáticos cristianos, analfabetos y violentos. En todos los casos, como el arrasamiento de Alejandría, el asesinato de Hipatia o la sistemática ruina de todos los templos paganos, siempre están presentes los grupos fanáticos y brutales, las falanges conducidas por un obispo. Tal fue el caso de Cirilo y su ejército de matones, los asesinos de Hipatia. El odio a los paganos y no otra pasión fue lo que unió a los cristianos de lugares tan apartados como Roma, Alejandría o Libia en una sola maza, una mera arma de ataque. Odio es la palabra, pero también estupidez.

Los cientos de miles de estatuas desnudas, una vez la figura perdía su simbolismo y ya no representaba más que un cuerpo, eran insoportables para aquellas gentes crecidas en el campo y la ignorancia. El cuerpo era el gran enemigo del cristiano, pero también la sabiduría: la reunida en la biblioteca de Alejandría era un ataque contra la fe. El fanático creía que la ignorancia y la mentira llevaban a la salvación. En cien años había desaparecido todo vestigio de la inmensa civilización clásica. Con odio, mentiras e ignorancia, así se borró una cultura. Hoy también.

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16 de octubre de 2018
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Peligros reales y virtuales de la novela

En el ensayo "El mundo impreso en peligro (la edad del homo virtualis está sobre nosotros)", publicado en el último número de la revista Harper's, el escritor británico Will Self advierte, con nostalgia anticipada, que igual que las sinfonías y la pintura de caballete, que son ya ajenas al mundo contemporáneo, la novela, pieza central de la civilización, tiende a convertirse en un "tema de conservatorio", relegada a los talleres de creación literaria.

La novela, que ha dependido de la relación íntima entre el lector y el autor, vendrá a ser sustituida por la experiencia de alguien que, con un casco en la cabeza y provisto de un taje sensorial, entra en calidad de protagonista virtual en un universo de imágenes, percepciones y sensaciones, en el que ya no tiene que descifrar palabras. El papel de lector que imagina queda abolido.

Atrapados en la formidable maquinaria de la BDDM (medios digitales bidireccionales), seremos engullidos dentro de una matriz operativa alimentada por mega computadoras, codificadores y cables de fibra óptica. La disolución de la imaginación en un miasma cibernético, las aguas del oscuro río Leteo donde en lugar de la memoria de lo leído nos aguarda la desmemoria de la olvidoteca.

Pero antes de eso, temo una amenaza más palpable y cercana contra la novela, y contra la imaginación que la alimenta, y es la obediencia temerosa a la implacable censura de quienes exigen corrección política, o corrección social, que es lo mismo. Es cuando, quienes ejercemos este oficio libérrimo, debemos recordar que la escritura es transgresora por su naturaleza y que toda compostura la vuelve neutra y por tanto la anula. Quienes dictan los cánones de la nueva decencia pública exigen el silencio o el subterfugio.

El temor de quedar mal con los censores sociales conduce por un camino de perdición, que es la autocensura. Las mentalidades cerradas que buscan conjurar los demonios de la libertad creadora han existido en cada época y lo que varían son los temas; recordemos que no pocas obras literarias capitales se han enfrentado a la intolerancia: Las flores del mal, Madame Bovary, Ulises, El amante de Lady Chatterley. Antes el blanco era prohibir o censurar la incitación al pecado de la infidelidad, el erotismo, la impudicia. En México una dama de no sé qué asociación exigió que no se proyectara la película basada en Memoria de mis putas tristes de García Márquez.

Los demonios necesitados de agua bendita hoy son el machismo, la homofobia, violentar la proclama de igualdad de géneros, como si se tratara de bandos en los que sólo se puede estar a favor o en contra. Pero la literatura es mucho más compleja y desafía las alineaciones. Convertir la escritura creativa en un campo de propaganda siempre va en su detrimento y liquidación, no sólo respecto a esos temas, sino en lo que hace a la política y las ideologías.

Una literatura social o políticamente correcta es la muerte de la invención. Contar historias felices es siempre aburrido y rompe con la regla de la contradicción, del conflicto, que está en la esencia dramática de la construcción narrativa. Es un absurdo convertir al autor en responsable moral de las acciones y palabras de sus personajes. Si todos los maridos en las novelas son ecuánimes, cambian los pañales a los niños, comparten las tareas domésticas, y eliminamos los triángulos amorosos, por ejemplo, volveríamos todo gris y quitaríamos verdor al árbol de la vida.

La ficción no es educativa, es por principio incorrecta, disruptiva. La pedagogía moral es ajena a la novela y se vuelve una aberración. Tratar de quedar bien con los censores, es quedar mal con los lectores. Si no se está dispuesto a ser transgresor, hay que abandonar el oficio y dejárselo a otros que no se cuiden del canon. La literatura está contaminada sin remedio. La vida es oscura y sucia, y lo que hace el escritor es buscar como entrar en sus honduras que nunca son asépticas.

Flaubert fue llevado a juicio acusado de que Madame Bovary era "una afrenta a la conducta decente y la moralidad religiosa". Pierre Pinard, el fiscal de la causa, se permitió elaborar una tesis sobre el papel del arte: "imponer las reglas de decencia pública en el arte no es subyugarlo sino honrarlo". Peligrosa concepción. ¿Y Lolita? Todavía se sigue acusando a Nabokov de perversión. Si ambos hubieran honrado al arte de la manera que quería Pinard, habría dos obras maestras menos en el mundo.

 

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16 de octubre de 2018
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Miembros censurados

Que los penes sigan siendo censurados fuera del ámbito gay o el cine independiente es un síntoma del mal acomodo de la masculinidad en los cánones establecidos. Si bien se ha sobreexcitado la anatomía femenina, redondeando senos y sombreando pubis desde la mirada del hombre, resulta de un recato absurdo que en tiempos de fluidez sexual exista tan escasa normalización del desnudo masculino frontal. Como si el sexo del hombre fuera sucio, antiestético o cómico. Un tabú. Disturba la mirada, sube grados de contenido sexual y pone de manifiesto la contradicción: hemos vivido inmersos en una falocracia, pero la visión de un pene hace levantar los hociquillos de unos y otros.
El revuelo causado en la última edición del Festival de Toronto por las secuencias de El rey proscrito en las que el actor Chris Pine muestra su miembro, o la reciente eliminación por parte de Facebook del mítico desnudo de Burt Reynolds sobre una alfombra de piel de oso, dan fe de lo infantil que resulta ese repudio pertinaz de la virilidad expuesta. Hace un par de años, en San Petersburgo colocaron una réplica del David de Miguel Ángel en la vía pública, y una vecina, Inna Lvovna, montó un pollo descomunal. “¿Cómo han podido poner a este tipo sin pantalones en el centro de la ciudad, cerca de un colegio y una iglesia? Este gigante afecta negativamente a las almas de los niños”, se quejó la mujer. Las autoridades, incluido el director del colegio, trataron de convencerla de que no era denigrante ni peligroso, no confundía a los chavales –al contrario– y que se trataba de un desnudo artístico. Pero ella siguió empeñada en vestir al David. El episodio recordaba a lo que pasó con aquel Cristo de la Minerva, esculpido por un maduro y abiertamente gay Miguel Ángel, al que se le acabaría cubriendo el sexo con un pequeño lienzo de bronce. ¿Cómo íbamos a enfrentarnos al pene de Dios, hecho hombre?
Nuestra mirada es hoy mucho más recatada que en tiempos del Renacimiento, cuando el arte europeo abrazó la tradición visual grecolatina del desnudo para ampliarla sin pudor. La Royal Academy de Londres acaba de anunciar para la próxima primavera la exposición The Renaissance Nude, donde podrá admirarse la libertad con la que Rafael, Tiziano, Durero o el propio Miguel Ángel se enfrentaron al cuerpo, idealizado y también envejecido, a veces amanerado, otras cristalino, voluptuoso o sin distinción de sexo y sin rubor. La posición moral, y estética, del desnudo es paradójica. Unos lo utilizan para protestar, y ya aburre, otros para escandalizar, que casi es peor, y así falos y pezones están vedados por las compañías de Silicon Valley con el fin de mantener blanco el mantel, pero en sus propias redes se producen multitud de confusiones y aberraciones respecto a la relación con el cuerpo.
Acaso el día en que no censuremos más penes, la percepción de nuestros cuerpos, y nuestra manera de relacionarnos, sea más sana y nosotros algo más renacentistas.
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15 de octubre de 2018
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La catedral y el niño

Creo obligado advertir que si bien La catedral y el niño es una gran novela no resulta fácil entrar en ella, primero porque Blanco Amor poseía un léxico extraordinariamente rico y, por desgracia, gran parte del mismo se ha perdido en la actualidad. Y si el lector quiere hacerse una idea de a qué me refiero al hablar de riqueza le invito a leer en la página 32 de la presente edición la descripción que se hace de la indumentaria de la tía Pepita, una solterona de clase media pero sin apenas ingresos, por lo que se supone que vestía “como todo el mundo” y que mo era precisamente una marquesa pese a la complicada indumentaria que se pone encima para salir a la calle.

                En segundo lugar cuesta de entrar en esta novela porque  Blanco posee un lenguaje que además de rico e informativo, narra, reflexiona, crea imágenes y metáforas pero también juzga y arriesga porque en todo momento trata de ir más allá de la apariencia. O dicho de otro modo: Blanco narra de una forma que obliga a tomar partido porque construye un universo moral y el lector actual está demasiado acostumbrado a permanecer en una zona de confort que le permite desentenderse con toda facilidad si algo de lo que se cuenta le inquieta o incomoda porque le basta con cambiar de canal. Aun así, quien decida hacer frente a las mencionadas dificultades iniciales verá recompensado con creces su esfuerzo porque, como digo, es una gran novela en la que se narra la historia de Luis Torralba, un niño que a la edad de ocho años se encuentra en la injusta tesitura de tener que elegir entre su padre, un tarambana sin escrúpulos que está dilapidando la fortuna heredada por su esposa, y ésta, la madre, mujer abnegada que por amor defiende a su hijos y acepta las disposiciones de su entorno para impedir que el marido dilapidador tenga acceso a la fortuna familiar, pero que también por amor se sigue viendo a escondidas con él (“Solo para hablar”, puntualiza en algún momento) y le facilita los medios para que siga derrochando hasta provocar la ruina de todos.

                Paralelamente asistimos a la complicada entrada en el siglo XX de la ciudad de Auria (aunque puede llamarla Ourense quien lo prefiera) dominada por una casta clerical más atenta a defender sus privilegios que a predicar la doctrina de Cristo con el ejemplo; unas clases dirigentes regidas por unos principios éticos y sociales que van a ser muy cuestionados con la llegada del nuevo siglo y unas clases populares analfabetas, rijosas, supersticiosas y serviles pero tratadas con la simpatía de quien, en el fondo, sabe que forma parte de ellas. Los hechos narrados son en gran parte autobiográficos (el propio Blanco Amor fue abandonado por su padre a una edad parecida a la del protagonista), aunque para disipar cualquier duda antes de empezar hay una oportuna cita de Lope de Vega que dice: “…y esta no es una historia sino cierta mezcla de cosas que pudieron suceder”. Pero ahí está la llegada del ferrocarril, el automóvil y la electricidad, la progresiva aceptación de las ideas liberales y las primeras reivindicaciones de los derechos civiles de las clases trabajadoras.

A todas estas la catedral, “un inmenso navío entre pequeñas embarcaciones movedizas”, es “la soberbia terca y permanente de una conciencia inmortal y sus campanas, las voces admonitorias que arrojaban, hora tras hora, sus palabras de muerte sobre el gárrulo bracear de los humanos que se agitaban, allá abajo, aparentemente desentendidos, por sus sendas de hormiguero”. Sin embargo, el desacompasado desarrollo del niño y la ciudad llega a ser tan determinante que hace obligada la huida del primero, ya convertido en un joven dueño de su destino. Y elige la emigración, un recurso tan de la tierra que por ejemplo en Argentina, el destino final tanto de Luis Torralba como del propio Blanco Amor, “gallego” ha terminado siendo equivalente a “español”. La última imagen desde el tren que le lleva al puerto camino de América, es la “torre grande de la catedral, enhiesta, poderosa, feudal casi […] Al final brillaron en la atmósfera los hierros de su cruz casi como un pectoral puesto sobre el pecho del cielo”.

                Blanco Amor maneja con gran eficacia otro recurso literario que choca un poco al principio, porque consiste en hacer coindcir la voz narrativa del niño con la del adulto que años después revive los sucesos de su infancia.- A la vista de los desmanes cometidos desde Joyce en adelante contra al arte de escribir novelas tal como lo entendían Dickens, Balzac y compañía, esta superposición de voces puede parecer irrelevante. Pero de entrada, cuando se está describiendo la ciudad de Auria desde la mentalidad de un niño de ocho años, resulta chocante que después de un simple punto y aparte se diga:”Pero Auria no era un pueblo religioso, al menos en el sentido en que el inocente jacobinismo indígena lo denominaba cubil del fanatismo, y a la catedral, en el verso de un poeta excomulgado, monstruo hidrópico”. Por fortuna la editorial ha tenido el acierto de encargar a Andrés Trapiello un prólogo  en el que el lector queda cumplidamente informado acerca de las circunstancias que rodearon el nacimiento y posterior andadura de esta notable novela.

 

La catedral y el niño

Eduardo Blanco Amor

Prólogo de Andrés Trapiello

Libros del Asteroide

   

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12 de octubre de 2018
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Reservado

Ocurrió cuando ya acababan los aplausos. La mujer de la fila de delante se levantó con un cartel adherido al trasero. “Reservado”, se leía. Se escucharon algunas risitas mientras ella miraba confusa a su alrededor, sin entender nada. En unos minutos se había convertido en una especie de intocable, una pantomima de sí misma al haberse sentado en un sitio vedado. Pensé en la multitud de personas que se van de esta vida sin que sus posaderas conozcan el confort de un silla exclusiva, gente de buen conformar que se sienta donde puede, que incluso permanece de pie cuando los vips impuntuales atraviesan la sala para ocupar su puesto; ellas de puntillas para no taconear en exceso, ellos cabizbajos aunque ufanos por pertenecer a esa élite que les garantiza simbólicamente un lugar mejor que el del resto en el mundo.
Hubo un tiempo en que los reservados de los restaurantes tuvieron ascendencia. Pudientes o caprichosos que querían evitar la exposición pública le conferían un aire de privacidad a sus comidas, en las que se suponía que hablarían de cosas importantes. Daba igual que fueran agujeros de madera oscura, sin ventanas, tapizados con estilo masculino, porque lo habitual era que allí conspiraran bigotes y corbatas. Su aire rancio presagiaba el ocaso. Y se impuso lo diáfano. Las élites, cada vez más cuestionadas y radiografiadas, han empezado a despeinarse. A veces veo a ministros viajando en clase turista como acto político en sí mismo. No están cómodos, los escoltas al lado, apretados en el sándwich aéreo, pero no cejan en su intento de ser ejemplares y simular vaciarse de privilegios.
Ríos de tinta se han vertido para advertirnos de los muchos peligros que el populismo esconde, y, en cambio, qué poco se ha glosado ese renovado elitismo –presentado más neutramente como “tecnocracia”– que reacciona contra la culpabilización de las élites de todos y cada uno de nuestros males y ansía alcaldías y gobiernos. En verdad son dos caras de una misma moneda: ambos insisten en que las ideologías han caducado para presentarse como opciones prácticas, convencidos de que las ideas no importan, sólo los resultados. El populismo organiza el Estado como una casa en la que todos deben sentirse cómodos y activos, mientras los tecnócratas sueñan con gobernar como se dirige una empresa de trabajadores eficientes y motivados. El punto en el que chocan es, precisamente, el que atañe al trato de favor: los primeros, partidarios del igualitario “de todos o de nadie”, consideran que es extractivo y antidemocrático, negando incluso la venia a quien lo merece, mientras que los segundos, más que acostumbrados al protagonismo, se benefician de él sin cuestionarlo, creyendo que llevan pegado en el culo el cartel de reservado.
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10 de octubre de 2018
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Sonoro


Lo mismo le sucedía a Proust, para quien la música era un espejo sideral, ultramundano, de lo que él quería escribir
 

Hace unos días tuve ocasión de hablar sobre Schubert en un programa de Radio Nacional y la Fundación March. Me preguntaron sobre la afición a la música seria entre los escritores españoles. Es una pregunta clásica y todos sabemos la respuesta. Ha habido pocos escritores españoles aficionados a la música seria. Yo conocí a uno de ellos, Juan Benet, que fue quien me descubrió la música para piano de Schubert, repertorio que entonces, hacia 1970, era casi desconocido en nuestro país. Benet escribió un libro entero, Viaje de invierno, bajo el influjo del Winterreise y de una pieza tristísima de Schubert, el Vals K., cuya partitura suele incluirse en las sucesivas ediciones de la novela. ¿Cómo había llegado esa rareza a sus manos? Es un misterio. A Benet la música, como a Bernhard, le servía de espejo para la escritura. Recuerdo un día que se reía a carcajadas en uno de los movimientos rápidos de un cuarteto de Mendelssohn. "Esto lo tengo que escribir", me dijo, pero nunca he localizado el reflejo de esa música en su prosa.

Lo mismo le sucedía a Proust, para quien la música era un espejo sideral, ultramundano, de lo que él quería escribir. Oía a Saint-Saëns, a Fauré o a Wagner y de inmediato veía en su cerebro aquellos sonidos traducidos en soberbias frases literarias. De hecho, algunos de sus personajes son verdaderos fragmentos musicales, como la célebre Sonata de Vinteuil. En uno de los momentos más hermosos de la promiscuidad entre literatura y música, Proust pagó de su bolsillo al conjunto de Gaston Poulet para que tocaran en su dormitorio (un horno forrado de corcho) cuartetos de Beethoven, Fauré y Franck que escuchó sepultado bajo los edredones. Le costó una fortuna y los músicos nunca habían sudado tanto. Pero valió la pena.

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9 de octubre de 2018
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Niña Valeria

Hay un cuadro, un óleo sobre lienzo de 208 cm de altura por 264 cm de largo, pintado por Édouard Manet en 1863, cuyo título en español fluctúa entre "Desayuno sobre la hierba" y "Almuerzo en la hierba", pasando por "Desayuno en la hierba" y "Almuerzo sobre la hierba", un lienzo que nunca ha dejado a nadie indiferente, ya entonces, y tampoco ahora cuando se contempla en París en el Museo de Orsay. Es un cuadro de carácter realista, aunque pueda anunciar los comienzos del impresionismo, en el que cuatro figuras humanas disfrutan de las delicias del campo en las cercanías de París, en concreto en las orillas del Sena y en el mismo río.

 

¿Qué figuras son esas? En segundo plano una mujer vestida con una ropa ligera, una especie de camisón, está metida en el río con el agua hasta las rodillas. ¿Qué hace, lavarse?; quizá sería mejor apuntar que se está refrescando. En primer plano dos hombres elegantemente vestidos, dos dandis, sentados sobre la hierba, podríamos decir que recostados, conversando pausadamente e ignorando a la persona que se encuentra entre ellos, también sentada sobre la hierba, una persona que es una mujer... que está (va) desnuda.

 

La situación, socialmente inaceptable, no sólo en 1863 sino en la actualidad, tiene un componente de gran interés, que es la causa por la que traigo a colación el cuadro, y es el de su condición psicológicamente imposible; no existe en esta representación una lógica social pero tampoco psicológica que permita la actitud, de normalidad, cotidianidad, desinterés de los dos hombres ante la presencia apabullante, contigua, inmediata, de un ser humano desnudo; algo chirría ahí.

 

El protagonista, el narrador de Solenoide, la novela central, para mí, de la obra de Cartarescu, conoce a una niña de nueve años, Valeria, en la escuela en que trabaja de profesor, y establece con ella una relación especial. Cartarescu es un autor volcado en las peripecias de sus héroes, en este caso, un profesor y su alumna, en una secuela del episodio de los reciclajes en la escuela, la invasión de material reciclado en las aulas hasta aproximarse a la asfixia, narrado con la misma pasión aritmética de El Ruletista, el relato en que el protagonista agota la probabilidad de seguir vivo cada vez que aprieta el gatillo y gira el tambor del revólver. 

 

En esta secuela pues, con la que disfrutamos como locos, Cartarescu desgrana párrafos, frases perfectamente elaboradas para conformar una historia autónoma con apariencia de narración maravillosa, un cuento de hadas, La Niña Valeria y su Jarrón Resplandeciente, que como otras muchas en Solenoide, está extraña pero hábilmente ligada al texto general, una historia que disfruta de una peculiar característica: carece totalmente de atmósfera sexual; un hombre adulto, tras escuchar la crónica feérica de una niña que hace equilibrios sobre las vías del tren y es poseedora de un jarrón mágico, se encierra, en el cuarto de la niña, con la niña, una noche en que casualmente sus padres están ausentes (y se supone que por ahora no van a volver), y despierta en el lector, quizá más en el lector educado en el nuevo puritanismo, en lo políticamente correcto y en el Me Too (el Yo También), algunas dudas acerca de si el hombre adulto experimentará ciertas reticencias ante el riesgo de que alguien corra a avisar a la policía. Esta secuencia, la de la reclusión en el cuarto de la niña de un profesor y su alumna, carece, como ya hemos dicho, del más mínimo ápice de sexualidad y, si tenemos en cuenta que sexualidad y suciedad han ido siempre de la mano, al menos hasta el descubrimiento de la ducha y en especial del bidé, esto crea un violento contraste, dentro del mismo libro Solenoide, entre este episodio de la Niña Valeria, que calificaré gozosamente de inverosímil, con la prolija descripción de las anomalías físicas del protagonista en el primer capítulo; descripciones sólidamente embadurnadas por un hálito pegajoso, sucio, de miseria física, que podrían encuadrarse sin ningún problema en la categoría de chismes de lavabo a la que son tan aficionadas las capas rurales y menestrales. Esta forma de sexualidad primitiva, este repaso a las partes íntimas más repugnantes de su cuerpo, o, peor aún, a las excrecencias que, quizá por suciedad, le crecen en esas partes, tiene una interesante coda tras tanto realismo: la secuencia fantástica, siniestramente humorística, en la que nuestro héroe se desprende de la mugre acumulada durante el servicio militar, despojándose de una segunda piel hecha de suciedad, como quien se quita un traje de neopreno, colgándolo luego en un perchero al modo de un abrigo.

 

Ya digo, Cartarescu, además de un genio de voz exuberante, alucinada, es un genio del regate, del desconcierto, de la creación de espacios socialmente inaceptables, psicológicamente imposibles, como el del cuarto de la niña, tan próximo al lienzo de Édouard Manet.

 

 

 

 

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8 de octubre de 2018
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‘Formentor- sur-mer’

Qué hacen más de ochenta escritores y periodistas concentrados en un hotel de lujo con leyenda literaria y glamur cos­mopolita debatiendo sobre vírgenes, diosas y hechiceras? Sucedía el pasado fin de semana en Formentor, entre cortinas verde pino y azules mansos. Los convocados no se entregaron al sexo libre –y si lo hicieron, habrá que aplaudir su fina discreción–, a diferencia de sus antecesores mucho más libertinos y alcohólicos. No estaban llamados a arreglar el mundo ni a resolver los constructos que han maniatado durante siglos a las mujeres. Pero con ingenio y solvencia mostraron cuán deformes han sido las interpretaciones sobre arquetipos fe­meninos y construyeron un relato conversacional que exaltaba la verdad poética de ­Safo o Virginia Woolf, asumía la ­androginia de la voz creativa, resucitaba a Molly Bloom, Cleopatra, Casandra o Las tres hermanas de Chéjov con lecturas refrescadas.
Qué contar y qué callar; escribir sobre la realidad o desde la fantasía, escapar o enfangarse. Así arrancó la introducción a la obra del ganador del premio Formentor 2018, Mircea Cartarescu, de quien aprendimos algunas palabras de su rumano. “Suena a pura teología”, ­comentaba el editor Jorge Herralde, y así es como el autor de Solenoide (Im­pedimenta/Periscopi), una de las novelas más sorprendentes del año, siente la escritura: una religión. Durante su infancia gris metálico en la periferia de Bucarest guardaba el dinero que su madre le daba para comprar bocadillos y lo convertía en libros. Apenas comía, o mejor dicho, sólo comía libros. “¿Por qué escribo? ¿Porque sí?”, citó de Samuel Beckett.
Emmanuel Carrère también expresó con determinación de qué forma las letras le redimieron: “Escribir en primera persona me salvó la vida, o al menos mi vida de escritor”. “Exponerse y arriesgar”, fueron sus palabras más repetidas, y en verdad sentías el temible fondo de miseria que ha desbrozado el escritor. El director de la Fundación Santillana, ­Basilio Baltasar, alma de les Converses de Formentor, hizo una lectura del Eurípides feminista que acabó por aterrorizar a los atenienses, advirtiéndoles acerca de la tragedia que podía caerles encima si se casaban con otra mujer que no fuera la suya. Y recordó la frase de Jasón a Medea –que hoy en día sigue siendo la frase–: “Si lo hago es por tu bien”. Esa terrible displicencia. Pierre Assouline evocó, a propósito de Marguerite Duras, la escritura desnuda y salvaje, y confesó que se enamoró de su voz: “La voz de un escritor es su escritura”. Mientras que Cartarescu, con su porte aflamencado y otras palabras, venía a decir lo mismo: “Escribir es no decir nada, escribir es escuchar”. Y entonces se dio paso a un bufet de palabras libres.
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3 de octubre de 2018
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Dioses y acróbatas

 

En 1996, cuando inició con ‘Misión: imposible' lo que iba a ser una extensa serie cinematográfica, Brian De Palma hizo una exhibición de ‘hubris' respecto a la divinidad que siempre ha estado en lo más alto de su olimpo: Alfred Hitchcock. Las citas y remedos hitchcockianos, llevados a cabo sin la menor angustia de las influencias, abundan en su filmografía (especialmente en ‘Fascinación', ‘Vestida para matar' y ‘Los intocables de Eliot Ness'), pero en la citada primera entrega fílmica de la serie televisiva creada en 1966 por Bruce Geller De Palma aplicaba con suprema inteligencia y gran despliegue de medios técnicos el molde de los ‘set pieces' del maestro británico, con un peculiar añadido que sellaría el espíritu de las misiones imposibles posteriores: la destreza saltarina del siempre protagonista, Tom Cruise, encarnando a un héroe poco flemático y valiente hasta la extenuación de sus dotes gimnásticas. La larga peripecia final desarrollada en el tren de alta velocidad Londres-París era así una filigrana de montaje vertiginoso y un alarde de malabarismos rayanos en lo milagroso.

Han pasado más de veinte años desde aquel comienzo brillantísimo, en el que las exigencias de lo cosmopolita (el espectador viaja mucho en cada una de las películas acompañando al agente Ethan Hunt) y lo aparatoso (pantallas sabias, armas parlantes, transmisores de alta gama) tenían un complemento artístico de primera magnitud; la constante inventiva visual del narrador De Palma estaba jalonada por los contrapicados de la cámara, creando el efecto metafórico de unas órbitas superiores cernidas sobre los humanos que pululan debajo mientras les amenazan peligros sin cuento.

El estreno del sexto episodio, ‘Misión: Imposible-Fallout', permite repasar un conjunto que, sin haber dado ninguna otra obra del calibre magistral de la firmada por el autor de ‘Carrie', ha mantenido una coherencia temática y estética que no se encuentra, a mi juicio, en películas seriales como las de James Bond, Mad Max o ‘El planeta de los simios'. Esa impronta de las seis misiones consecutivas del agente del FMI (que no responde, hay que aclararlo para los suspicaces, a las iniciales del Fondo Monetario Internacional, sino a una unidad especial del espionaje norteamericano, Fuerzas de Misiones Imposibles) yo la achaco a la personalidad de Tom Cruise, coproductor de todos los títulos, más que a una astucia de los estudios que los financian, Paramount Pictures. Cruise atrae a las mujeres y ellas se sienten -en la ficción al menos, y cuando ya el actor se va aproximando a los sesenta años- poderosamente atraídas por él, pero el rasgo definitorio de Ethan Hunt es su falta de coquetería; se trata de un anti-donjuán, y por ello es la antítesis de James Bond, lo que evita, en las más de trece horas de metraje que acumulan las seis entregas de ‘Misión: Imposible', la reiterada promiscuidad y las picardías de cama del agente creado por Ian Fleming, cansinas a fuerza de ser no solo inevitables sino tan cuantiosas. Cruise/Hunt, fibroso y bien parecido aunque reducido de estatura, gusta de inmediato, y las bellezas femeninas, no pocas de rasgos mestizos, le gustan a él, pero algo se interpone y aplaza el conocimiento carnal del chico y la chica: el deber moral y la falta de tiempo, haciendo así solo imposible -en una saga que posibilita volar sin alas, trepar al Himalaya, sobrevivir a la explosión del Kremlin y a las ‘mascletàs' de las Fallas- la sencilla mecánica erótica. ¿Primacía del amor de verdad o cienciología?

 Si mi memoria libidinal no me traiciona, únicamente en ‘Misión: Imposible II', dirigida en 2000 por John Woo, y famosa por su fusión de procesiones de Semana Santa sevillana y falleras valencianas en un mismo sacrificio ritual, había una escena explícita de sexo. En el resto de las películas hay amores tenues y más bien fieles entre el agente Hunt y unas mujeres caracterizadas no tanto por su hermosura como por su fuerza, su tesón, su pegada y un repertorio acrobático nada desdeñable, llamando la atención asimismo sus apariciones cuando se las creía muertas (Julia, la única esposa llevada al altar, interpretada por Michelle Monaghan) o desaparecidas en la maraña de las dobles y triples identidades, caso de Ilsa Faust (Rebecca Ferguson).

 Escrita y dirigida por Christopher McQuarrie, el único que ha repetido en la puesta en escena, la reciente ‘Misión: Imposible-Fallout' es una película tan previsible como impecable, con dos grandes momentos de bravura. El de mayor tirón comercial es el duelo de los helicópteros en las montañas escarpadas de Cachemira (rodado en unos picos del norte de Europa), trepidante y asombroso en la truca, no toda digital. Más memorable me resulta, sin embargo, un breve lance de la parte que trascurre en París, cuando Hunt ayuda a la mujer-policía francesa herida en la estación de metro de Passy y una mirada les une en el deseo y les abre la promesa de un romance o una cita. Pero ella tiene que ser evacuada en una ambulancia, él ha de seguir salvando el mundo allí donde le necesiten, y está además la traba del francés, que él como buen americano no habla.

McQuarrie, oscuro cineasta nacido en New Jersey, tenía para mí una nota alta en su curriculum en tanto que seguidor deliberado de la cadena de ‘hubris post-hitchcockianas' en su anterior ‘Misión: Imposible: Nación secreta' de 2015. Sin el talento de Brian De Palma, pero con gran determinación y algún guiño de buena factura cómica, McQuarrie introducía en ese film una variante o trasunto de uno de los más geniales ‘set pieces' del autor de ‘Vértigo', el atentado político durante el concierto en ‘El hombre que sabía demasiado' (1955). El escenario de Hitchcock era el Royal Albert Hall, la música, dirigida desde el podio por el propio ‘compositor de la casa' Bernard Herrmann, una pomposa cantata del inglés Arthur Benjamin, siendo como se recordará responsables de que el magnicidio fracase Doris Day y James Stewart. McQuarrie filma en la Ópera de Viena durante una representación de la póstuma obra maestra de Puccini ‘Turandot', y prolonga los prolegómenos, teniendo él a tres presuntos asesinos, una vistosa escenografía oriental, un teatro mayor y un gran dispositivo de armas, algunas muy ingeniosas. Hitchcock creaba ansiedad con un cortinaje, el cañón de una pistola antigua, el rostro enjuto del asesino en potencia y dos timbales; McQuarrie disfruta como un niño subiéndose, con Cruise y toda su parafernalia, a las altas tramoyas del coliseo, donde se traslada la acción y la resolución feliz. Comparar a cualquier cineasta vivo con Hitchcock es temerario e injusto, pero ser respondón a los dioses constituye un gesto noble digno de reconocimiento.

 

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2 de octubre de 2018
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Rey de tablas

No puedo entender por qué no figura en nuestros teatros, de modo institucional, una semana de Valle Inclán cada temporada
 

En mi ya larga vida he visto bastantes obras de Valle-Inclán sobre los escenarios, pero no todas, ni siempre presentadas con acierto. Esto es una extravagancia. En Inglaterra puede uno ver obras de Shakespeare todos los meses del año y todas ellas. ¿Que no cabe la comparación? Pues no sé si habrán observado que Inglaterra se ha ido pareciendo cada vez más al teatro de Shakespeare y España sigue sin tener otro espejo que las obras de Valle. Es nuestro Shakespeare porque nosotros estamos hechos a imagen y semejanza de los personajes de su teatro.

En Inglaterra ya no se matan mediante veneno, puñaladas o espada, pero es porque ahora los asesinatos son inmateriales. La primera ministra recibe todos los días 11 muertes digitales, muchas de ellas enviadas por sus amigos y parientes. Nosotros ya no vemos por las calles a los nómadas mostrando en un carro al niño hidrocéfalo con el que ganan unas monedas limosneras. Ahora el niño hidrocéfalo suele ocupar un puesto en la Administración desde donde hace rodar los dineros hasta las cloacas del comisario. No puedo entender por qué no figura en nuestros teatros, de modo institucional, una semana de Valle-Inclán cada temporada en la que podamos ver reflejado (y quizás corregir) algún vicio nacional o por lo menos avergonzarnos de él. Se acaba de publicar el quinto y último volumen de la obra completa de Valle en la gran Biblioteca Castro. En esta espléndida conclusión, además de un extenso ensayo de Margarita Santos Zas, vienen las 11 piezas de teatro más asombrosas de aquel escritor asombroso. Las 11 deberían figurar en cartel todas las temporadas. Su potencia crece con los años porque cada día nos describen mejor. Constátelo: se estrena ahora, en octubre, Luces de bohemia.

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2 de octubre de 2018
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El Boomeran(g)
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