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Seres de planetas distantes

¿Todavía se les cuentan cuentos a los niños, o sólo llegan a su memoria las historias que ven en las pantallas de los teléfonos y de las tabletas, y en la televisión? ¿Cómo se mueve hoy en día la imaginación de un niño? ¿De qué dependen sus propias invenciones?

¿La palabra escrita dejará pronto de tener algún papel en la formación de las imágenes que pasan por una cabeza infantil? Imaginar las palabras, lo que nos dicen al descifrarlas y convertirlas en imaginación propia es una operación que aprendemos desde la niñez. ¿Se está ya empezando a extinguir?

Mi amigo el escritor mexicano Gonzalo Celorio, me contaba hace poco que vio a su nieto de tres años acercarse a una pecera, y cómo con movimientos del pulgar y el índice puestos contra el vidrio trataba de agrandar la imagen del pececito que nadaba detrás, creyendo que se trataba de una imagen virtual.

¿O es que a esa edad tan temprana ya no hay distinción entre lo real y lo virtual? De alguna manera los genes han cambiado, y ya desde que se nace vienen listos los dispositivos mentales para entender el mundo de manera distinta, hasta que lo virtual termine un día tragándose a lo real.

Me llegó un video que muestra el plan de los maestros de primaria de una escuela de Ahuachapán en El Salvador, para resucitar los viejos juegos infantiles manuales, que no dependen ni de una pantalla ni de los pulgares: patinetas, chibolas de vidrio, trompos, carretillas a la hora del recreo. Es como entrar en el túnel del tiempo.

¿Puede un esfuerzo así derrotar el alud tecnológico que todo lo arrastra? En el video los niños, posesionados del patio de la escuela, interactúan riendo, se comunican con entusiasmo, disputan sobre vencedores y vencidos, compiten entre ellos de manera real, no en las pantallas.

Y esto del dilema la comunicación entre seres humanos capaces de reconocerse como personas de carne y hueso, disputar o reírse, va no sólo con los niños, sino también con los adultos. Hace poco, en un restaurante, fui testigo de una escena que me perturbó, aunque sea hoy tan común que suele pasar desapercibida:

Una pareja de jóvenes casados entró y ocupó una mesa para dos. Apenas se sentaron cada uno sacó su teléfono, e hipnotizados frente a las pantallas empezaron a chatear sin hablarse nunca ni mirarse nunca, como si fueran habitantes de otros planeta, o sólo les interesara relacionarse con gente de otro planeta.

Se me ocurrió que a lo mejor estaban comunicándose entre ellos mismos, enviándose mensajes en los que hablaban de sus problemas familiares, de sus recuerdos, de sus añoranzas, de sus aspiraciones como pareja, del futuro, de los hijos por venir. Y para eso, en lugar de las palabras frente a frente, empleaban los pulgares. Tan distraídos en su empeño que no se acordaron de pedir el menú, ni de que les trajeran alguna bebida.

Pero esta puede ser una fantasía mía muy benévola. La otra posibilidad, y quizás la más cierta, es que no se estaban comunicando entre ellos, y a lo mejor nunca lo hacen, dejaron de hacerlo hace tiempo. Son seres extraños entre sí que han creado entre ambos una barrera insalvable con el rápido movimiento de los pulgares, ciegos el uno para el otro, hipnotizados ante la luz de las pantallas de los teléfonos, ventanas brillantes que les dan acceso a mundo lejanos y ajenos -la palabra enajenado viene de ajeno-, viviendo en compartimentos cercanos pero herméticos, cajones vecinos pero sin fisuras.

Quizás este sea otro nombre para la soledad, la compañía sin palabras, la vida familiar de los pulgares, la pareja que ya no se mira a los ojos porque la pantalla es el sustituto de las miradas mutuas, de las palabras mutuas, de lo que pronto a lo mejor ya no tendrá remedio, que es el silencio.

 

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29 de octubre de 2018
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El ojo que ve y que siente

Un cura de sotana blanca y baja estatura camina por en medio de una calle desnuda de pavimento que muestra las huellas de la pobreza en las paredes desconchadas de las casas, y las de la guerra, que entonces asola a Nicaragua. Al mirar esa foto, se siente el olor a pólvora. El curita luce un sombrero de fieltro negro, que si no fuera por el desastre que lo rodea, y su propia figura humilde, parecería un capelo cardenalicio. Puede ser que al final de esa calle haya una barricada.

Esa foto nos devuelve el drama que vive el país en 1979, hará pronto cuarenta años, cuando la dictadura de la familia Somoza va a derrumbarse. La ha tomado Pedro Valtierra, un fotógrafo callejero, como él mismo se define. El fotógrafo es lo que ve, y él mismo se convierte en los ojos de los demás. Plasmar lo extraordinario, atrapar la casualidad, convertir el instante inusual en memoria. La epifanía visual.

Nacido en 1955 en Zacatecas, Pedro proviene del vasto mundo rural mexicano donde el paisaje no termina nunca de cambiar igual que los rostros. A los 12 años ayudaba a su padre en las labores agrícolas. Y cuando la familia se trasladó a la ciudad de México en 1969, al año siguiente de la masacre de Tlatelolco, la necesidad lo hizo subir a los andamios de albañil, aún adolescente, fue vendedor callejero de discos y ropa de segunda mano en los mercados, y voceador de periódicos.

Tenía 24 años cuando vino a Nicaragua enviado por el diario Unomásuno. Al entrar en el paisaje de guerra, su edad era la misma de muchos de los guerrilleros. Un muchacho con una cámara entre miles de muchachos con fusiles.

Esa cámara nunca es neutral al registrar la realidad que, lejos de ser para él un objeto de contemplación, lo convierte en participante. Todo ocurre no ante sus ojos, sino en sus ojos. Agarrar a la historia por la cola es la tarea más difícil para un cazador de imágenes.

Cadáveres de combatientes, fosas abiertas con los ataúdes sobre los terrones esperando ser bajados por otros combatientes mientras terminan de excavar; barricadas de adoquines arrancados de las calles, o hechas con carcasas de automóviles, puertas, muebles; consignas en las paredes, cielos de lluvia, las primeras marchas de la victoria en los pueblos conquistados. Todo sucede en las imágenes.

¿Dónde no estuvo en aquellos días? Un testigo que sabe que la historia nunca es un todo total, sino que existe gracias a su multiplicidad, a la diversidad de las escenas, al drama individual. La historia en rollo tras rollo de película, las fotos que irán surgiendo a la luz fantasmagórica en las palanganas de ácido del cuarto oscuro, se convierten en un friso que librará la hazaña del olvido.

Y luego, la victoria registrada en el carrete que corre cuadro tras cuadro hasta el 19 de julio de 1979. Yo mismo me veo en ese friso, en el paraninfo de la universidad la mañana en que la Junta de Gobierno proclama a León como capital provisional de Nicaragua. La primera ciudad liberada por las columnas guerrilleras al mando de una muchacha que tiene la misma edad de Pedro, la comandante Dora María Téllez.

Y allí están los vencedores en la guarida del tirano en Managua, ahora desierta. Se acuestan a descansar, felices, en la mullida cama del dictador, se desnudan y se meten a refrescarse en la tina de su baño de mármoles.

La plaza en fiesta, el reloj de la catedral descalabrada por el terremoto de 1972, detenido a la hora exacta del sismo, las cornisas, en la altura, colmadas de gente.

Y otra foto de Pedro que me ha acompañado desde hace 20 años, porque es la portada de mi libro Adiós Muchachos: una tanqueta que entra a la plaza colmada de combatientes, la bandera de Sandino en lo alto, los fusiles en alto.

Hoy, otros jóvenes como ellos, nietos de aquella revolución ahora marchita, se han volcado a las calles por miles a reclamar lo que les ha sido confiscado, la esperanza que sus abuelos debieron haberles heredado.

Pedro no ha estado aquí esta vez, pero las imágenes de hoy se parecen mucho a las suyas de entonces. Pero si hubiera estado, y se asomara al visor de su cámara, vería la misma luz diáfana en los ojos de esos muchachos, la misma decisión y el mismo coraje para enfrentarse al pasado buscando convertirlo en futuro.

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29 de octubre de 2018
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‘En tu estime el món’

Cuando Carmen Alborch se presentaba como candidata a la alcaldía de València, en el 2007, me contó que su exmarido, el sociólogo Damià Mollà, le había escrito una carta abierta en el diario Levante que la hizo llorar. Mollà recordaba que, a pesar del sambenito de su imagen frívola –etiqueta facilona para quien logró descorrer las cortinas de hierro del Ministerio de Cultura–, aquella mujer apasionada siempre ­había sido una estudiosa y trabajadora incansable. “Él me obligaba a cerrar los libros recordando aquella canción de Raimon: ‘Tancaré els llibres per abraçar-te’”, me contó. En aquellas pocas líneas asomaba el retrato de quien fue una feminista de primera hora, de las primeras políticas que utilizaron la palabra empoderamiento, buena gestora cultural, amiga de artistas y escritora que alcanzó un éxito de ventas colosal con el libro Solas, donde desplumaba los prejuicios de la soltería como opción de vida.
Cuando llegaba a algún acto público parecía encenderse un fusible apagado. Arrolladora, su seducción, lejos de abrir brechas, llevaba incorporado el pegamento para juntar los extremos. Eso sí, cuando se apartaba su melena bermellona, el rubor masculino caía a sus pies. De joven, las monjas le repetían que tenía buen corazón pero poca disciplina. Le gustaban las medias negras, y ya a los catorce años se las ponía en el portal de al lado de casa. Hacía compañía a los niños internados en hospitales psiquiátricos, de forma que el abandono emocional resultó una de las primeras revelaciones que no sólo la conmovió, sino que definió su sensibilidad ante el sufrimiento. Fue decana de la facultad de Derecho de la Universitat de València, senadora y diputada, la primera ministra que habló de impulsar el mecenazgo como fórmula de activación de la cultura. Y nunca neutralizó su feminidad, al contrario: en sus primeros años en el hemiciclo arrancaba silbidos de entre los escaños. “Sus señorías no estaban preparados para un Thierry Mugler”, recordaba su colaboradora Toni Picazo.
Luchó al lado de las mujeres, con la igualdad como brújula, desde los tiempos en que el adulterio estaba todavía penado. “Una de las formas más ingratas de la crítica que recibimos se muestra cuando esta surge de las propias mujeres”. Así introducía en Malas el mito de la rivalidad que ella sustituía por complicidad. Apostó por un feminismo “responsable, alegre y libre”, plural y colorido. Como Matisse, se afanó en buscar la forma más enérgica posible de color. Su pérdida acentúa la nostalgia por una política luminosa que levantó museos, ventiló la cultura y asumió como reto la igualdad. Sus ­últimas palabras públicas, cuando le concedieron la Alta Distinción de la Generalitat Valenciana, fueron: “El feminismo debería ser declarado patrimonio de la humanidad. Ahí lo dejo”. Siempre se valió por sí misma, hasta el último día. Carmen Alborch fue mucho más que la sonrisa de la política.
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29 de octubre de 2018
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Más que una calle

De Concepción Arenal sólo quedaban un puñado de calles, esas que nombramos a menudo y no siempre sabiendo de quién hablamos. La memoria de la que está considerada, a tenor de su proyección internacional, la pensadora española más importante del siglo XIX había quedado sepultada por la ignorancia sin que a nadie le trajera en cuidado. Arenal no viajó al extranjero a pesar de las repetidas invitaciones que recibía; eso sí, escribió 23 volúmenes sobre ciencia penitenciaria que fueron sustanciales para el progreso. Permanecía su obra, pero de la persona, la mujer que fue, apenas existían dos fotografías. Ella quemó sus cartas más personales, y otras fogatas familiares se llevaron el resto. Y el magnífico pazo donde murió fue demolido ante el desinterés oficial. Ante este vacío biográfico se encontró la escritora Anna Caballé, autora de una soberbia investigación: Concepción Arenal. La caminante y su sombra. Se sabía que había impulsado importantes reformas, que había sido una mujer enérgica, viuda joven, y extremadamente bondadosa. Y poco más. Pero aquel encendido pensamiento acerca de la dignidad humana, tanta caridad cristiana, le impedía a la escritora hallar un punto de vista, más allá del tópico, desde el que abordar al personaje.
“Por fortuna, el trabajo intelectual se alimenta de muchas maneras y el mío recibió un empuje inesperado. Ocurrió cuando corregía el trabajo de una estudiante china sobre La fiesta del chivo de Vargas Llosa –escribe Caballé–. La alumna aseguraba no entender cómo Urania Cabral, pasados treinta y cinco años tras ser traicionada por su padre, no era capaz de perdonarlo”. “¿Cuál es el plazo de expiación entre los occidentales?”, se interrogaba la joven. Y ahí es donde la biógrafa halla el hilo, la emoción solidaria que estructura el carácter del personaje, una mujer de acción que quiso cambiar el mundo aunque eso sólo estuviera reservado a los hombres.
En este mundo alterado, la compasión cae estrepitosamente en la escala de valores. No hay espacio mental para la piedad. Y, encima, sus connotaciones cristianas han penalizado el sentimiento. Cuántas veces he oído decir a un jefe “esto es una empresa, no una oenegé”, y no se crean que se hablaba de donaciones, sino de algún corto perdón. Pero ¿acaso la empatía no incluye una dosis elevada de compasión, sentir que el dolor del otro no te importa un pito? Hoy, aquellos que se entregan a los otros en demasía nos incomodan. Sin querer, los juzgamos: pensamos que se distraen de su propia vida, cuando en verdad somos nosotros los distraídos, empeñados en compadecernos a nosotros mismos sin tolerar la desgracia ajena. Al revés funciona mejor, bien lo supo doña Concha.
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24 de octubre de 2018
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La actitud ante las palabras

Para sintetizar la disposición de espíritu que hace posible la creación poética, José Hierro hablaba de renunciar a los sinónimos: explorando la metáfora , la poesía huiría sin embargo de la falsa equivalencia. La poesía es una admirable modalidad de rigor, tan diferente del rigor propio de la ciencia, pero sin embargo homologable al mismo en exigencia. Pues si la motivación última de todo esfuerzo en pos de la inteligibilidad (del que la ciencia es un paradigma) no es otra que la de enriquecer el lenguaje, ello es todavía más obvio cuando se trata de la poesía.
 

Cuando se piensa con el objetivo de alcanzar sea la fórmula que sintetiza toda una teoría, sea la metáfora que hace significativo una parcela del mundo, no se está usando el lenguaje, sino que se está contribuyendo a que el lenguaje eclosione, a que despliegue su potencia. Y la disposición de espíritu en pos de una u otra práctica, en pos de la ciencia o en pos de la poesía, sólo se alcanza (y casi en momentos que son un paréntesis) abandonando la usual relación con las palabras, es decir, la común instrumentalización de las mismas en la vida cotidiana y que tiene diferentes modalidades:

En el mejor de los casos sirviéndose de las palabras para comunicar algo que se cree ser exterior a las mismas (pero que, de hecho, sin el lenguaje que les otorga significación serían simplemente insignificantes). En ocasiones parapetándose tras las palabras, erigiendo delante de aquello a lo que deberíamos confrontarnos un fantasioso constructo hecho precisamente de palabras hueras, desvirtuadas de su función, que dan cobijo a los falsos problemas. Probablemente todo ser humano esta inevitablemente abocado a recurrir a una u otra modalidad de esta inversión de jerarquía entre las palabras y aquello que las palabras envuelven. Cabe incluso sospechar que la vida cotidiana se sustenta en esta inversión (aunque haya desde luego grados), por lo cual tampoco el científico o el poeta escapan a la misma. Sin embargo (aquí sí que es operativa la distinción de aspectos): no lo hacen en cuanto científico o en cuanto poeta, pues pensar cabalmente equivale precisamente a restaurar la jerarquía legítima, a poner la palabra en su sitio y la conveniencia de cada uno en el suyo.

Pero hay un tercer y abyecto caso de instrumentalización del lenguaje consistente en servirse de las palabras como puñal en marrulleros ajustes de cuentas, uso del lenguaje del que son emblema los trapaceros discursos a los que en el momento en el que escribo procede una gran cantidad de personajes públicos de nuestro país, con el exclusivo propósito de infligir una puñalada al adversario que encuentran en situación de debilidad, atemorizado o incluso ya inevitablemente reducido.

No se trata en general de los que verdaderamente tienen el mando en nuestras sociedades, los cuales no necesitan discursos. Para decirlo claro: el amo no vive de prostituir la palabra, para eso está el marrullero. 

Conservar a toda costa un poder subrogado (en ocasiones paupérrimo) es para este la exclusiva máxima de acción. Desde ese pedestal a veces puede influir en las condiciones que permiten al creador o al científico realizar su trabajo. En consecuencia este último soporta los discursos del primero, diría incluso que soporta su presencia, pero de vez en cuando le parecerá una cuestión de salud el recordarle que a nadie escapa su condición de usurpador, de ilegítimo ocupante de un dominio sobre los demás, obtenido al precio de la prostitución de esas palabras que los poetas tanto miman y las gentes de bien tanto respetan.

 

 

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24 de octubre de 2018
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Sara Mesa: elogio de la anomalía

Cara de pan (Anagrama), la nueva novela de la escritora española Sara Mesa (1976), ha sido una de las atracciones de la feria de Frankfurt: hay unas siete traducciones en marcha. Este libro corto y potente se atreve a tocar sin complejos un tema controversial en la cultura contemporánea: la relación entre una niña y un hombre adulto. El narrador de la novela se coloca en una situación difícil: las opciones para el desarrollo de la trama parecen predeterminadas negativamente, hacia la transgresión o la cursilería. Lo fascinante es como logra encontrar el camino en medio del campo minado.

            Sonia, el personaje principal de Cicatriz, la brillante anterior novela de Sara Mesa, dice que le interesan "los anormales, excéntricos y marginales... los que tienen algo que ocultar". Esa frase podría aplicarse a toda la obra de Mesa: en Cara de pan asistimos de nuevo a la dinámica compleja que se desarrolla entre dos inadaptados. Por un lado, la niña desde cuya perspectiva se narra la novela, conocida por sus amigas como Cara de pan (Casi, para ella misma): cansada del colegio, ha decidido no acudir más y pasa los días escondida en un parque; por otro, un señor mayor al que la niña llama el Viejo, que interrumpe el retiro de Casi con relatos sobre pájaros y disquisiciones sobre Nina Simone. ¿Puede haber alguna relación entre los dos? "Los hombres no pueden ser amigos de las niñas, le han dicho siempre [a Cara de Pan], y aún más: es imposible que un viejo se haga amigo de una niña. El viejo engaña, tiene intenciones ocultas, intenciones sucias. Esto es lo natural, no lo contrario".

            Sara Mesa extrae todo el provecho posible de una situación cargada. Es obvio que algo ocurrirá entre los dos: la novela se tensa en la espera de ese momento y se carga de esos huecos de sentido por los que se cuela la fantasía. El Viejo es demasiado ingenuo, con su habla cargada de signos de admiración, y además no trabaja, ha estado internado en un psiquiátrico y lo han amonestado por acoso sexual: algo se esconde ahí (hay truculencia en la respuesta, pero no la esperada). La niña, por su parte, en su afán por madurar -tiene casi catorce, es casi adulta-, se pregunta por qué el Viejo tarda tanto en decidirse: "¿Es por que es fea, porque es gorda, por los granitos en los brazos, porque nunca ha vivido nada digno de contarse, porque no tiene la voz ronca y seductora que tienen otras chicas?" No solo los lectores esperan el próximo movimiento; también los personajes.

Cara de pan es un taller maestro sobre cómo escribir sobre situaciones y personajes a contrapelo del gesto normal y del momento histórico: los editores están buscando la gran novela del #metoo, pero Sara Mesa va por otro lado. Puede ser leída en relación con la actualidad pero a la vez no está pendiente de ella y es capaz de trascenderla. Es cierto que no todo cierra: ¿puede la niña faltar tanto tiempo a clases sin que nadie del colegio se interese por ella? Aunque la realidad logra igual inmiscuirse, en el espacio que crean el Viejo y la niña se suspende el tiempo y buena parte de lo que ocurre afuera. Eso aleja a la novela del realismo tradicional y le da trazas de fábula, al igual que su resistencia a que los personajes sean entendidos con armas clásicas: dice el Viejo que los doctores y otras autoridades intentan cocinarlos "al gusto de la psicología": "¡Como pollos rellenos!... Los abren y los vacían y después rellenan el hueco con lo que piensan que es mejor". Casi llega a una conclusión similar cuando la doctora la interroga: "esa mujer estaba enferma, pensó: enferma de psicología". A Sara Mesa no le interesa plantar una bandera en el descubrimiento de una verdad generalizadora sobre la condición humana o las relaciones sociales; prefiere enfocarse en aquello que escapa a la generalización. Esa es su gran virtud.    

 

(La Tercera, 21 de octubre 2018)

 

 

 

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22 de octubre de 2018
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Réquiem por el mediano

Es el mayor”, o “la pequeña”, acostumbramos a decir, pero, ¿qué ha ocurrido con el hijo mediano? El que aparentemente tenía el papel fraternal menos definido, el que creció sin los privilegios del primogénito ni sin los consentimientos del último. Durante años, entre aquellos que formamos familias numerosas, el hijo bisagra acostumbraba a pasar más desapercibido, como si uno de sus papeles fuera el de observador.
En mi casa, el cuarto de cinco fue quien encarnó ese papel; le hacíamos perrerías e incluso le llamábamos mossèn, pues nos asombraba su rubia bondad. Hasta que creció, tuvo su época punki y leyó a Chomsky. Por supuesto, Eduard acabó ingeniero: es el único del clan dotado para los números, y su juicio sigue imprimiendo el sentido común que se esperaba del vástago de en medio.
Leo un retrato robot del mediano trazado por Adam Sternbergh en The cut: combina dotes de pacificador, una inevitable porción de envidia, cierta sobrecarga de sentimientos y la indiferencia paterna. Los psicólogos no terminan de ponerse de acuerdo acerca del determinismo del orden de nacimiento en la definición de la personalidad. Parece que reciben menos apoyo emocional y económico de sus progenitores, con quienes suelen tener una relación menos íntima en comparación con otros hermanos, por lo que tienden a desarrollar más sus habilidades sociales y tener más amigos.
Aquella postal del Seat 131 reventado por una prole que se iba de vacaciones apretujándose a codazos de cariño me produce una sensación de ingenua temeridad. Cuánta fe había en el futuro, en la promoción de la familia grande, con su nevera portátil y los bocadillos de tortilla que nos colmaban. Hoy, ahogados por la economía y la dificultad en conciliar –aunque no sé si más que nuestros padres– cuando tener un segundo retoño es un lujo, el tercero resulta exclusivo de gente pudiente. Por eso los intermedios son una especie en vías de extinción, que incluso tiene su día internacional, el 12 de agosto.
Los gobiernos han dimitido a la hora de implementar políticas a favor de la natalidad –todo lo contrario– y sus programas son disuasorios, sin escuelas infantiles universalizadas, para empezar. Cómo van las mujeres a parir más de una o dos veces en pleno “invierno demográfico”, como ha denominado el profesor de la Sorbona, Gérard-François Dumont –uno de los expertos en geografía humana más reputados del mundo– a la congelación de la natalidad y en consecuencia el avejentamiento una sociedad donde las residencias de ancianos superarán pronto a las discotecas. En España, sólo un 8% de las familias tienen tres o más hijos, siendo la media europea de un 13% según Eurostat. La ficción en cambio sigue alimentando fantasías de guion con arquetipos del hermano mediano, de Lisa Simpson a Malcolm. Dan mucho juego en las series, pero con el tiempo contemplaremos a esas familias numerosas como un mito inalcanzable, igual que en su día lo fue el príncipe azul.
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22 de octubre de 2018
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La mirada del inmigrante: más Eneas que Ulises

Este mes salió a la venta en Chile un libro hermoso e inclasificable: Sudamerican dream, del jóven cronista peruano Eduardo Andrade, es un relato en primera persona de su inmigración, un reportaje con muchos datos y mucha vida y voz de personas sobre los peruanos en Chile, desde los cocineros a las nanas y los que organizan sus fiestas, y es también un ensayo sobre el desarraigo, la identidad, el encuentro y la soledad. Me alegró mucho que Eduardo me pidiera que escriba el prólogo. Es este. 

 Le pregunto a Eduardo Andrade qué le parece importante resaltar sobre su experiencia como inmigrante. Estoy pensando en qué poner en este prólogo.

“Sería bueno decir que, aunque Perú esté tan cerca y barato a veces, suelo viajar menos de lo que quisiera”, me dice. “Hasta ahora solo viajé dos veces en cuatro años y siempre tengo problemas en los aeropuertos”.

Me intriga, no sé cuáles pueden ser los problemas para alguien con papeles en regla. Pienso en mis propios viajes por los aeropuertos de América latina. Claro, yo soy rubio y de ojos celestes, y m pasaporte argentino no causa inquietud. Andrade tiene pinta de peruano típico, lo que allí llaman “cholo”.

“Incluso en la primera vez me detuvieron y me llevaron a una habitación donde desempacaron todas mis cosas”, dice Eduardo. “Pensaron que llevaba drogas. Fueron como dos horas terroríficas”.

¿Qué le pasa a un inmigrante de una nación habituada a expulsar jóvenes por falta de horizontes en otro país como Chile, que en los últimos años está viviendo un aumento rápido y diversificado de inmigrantes económicos y solicitantes de asilo?

Parte de este libro mesurado y sabio en su comprensión de las grandezas y debilidades humanas responde a esta pregunta. Es el relato de un chico peruano que se descubre como extraído de su tierra natal y se reinventa como trasplantado a la tierra fértil de su propia madurez personal y profesional.

Pero Sudamerican Dream es mucho más: es el reportaje de periodista que despliega sus alas, y recorre los territorios donde sus compatriotas inventan una nueva vida y enriquecen las de sus vecinos chilenos: en la cocina y el restorán, en las fiestas y celebraciones de su orgullosa identidad, en la dolida vida de las nanas que dejan atrás a sus niños y cuidan vástagos ajenos.

Y es la crónica, a través de colores, olores, músicas y asperezas, de un camino personal, desde el momento en que el casi adolescente Eduardo se sube a un bus con rumbo a unas “vacaciones” que se convertirían en migración, hasta la maraña burocrática de la obtención de la visa definitiva, como si fuera el santo grial de la tranquilidad y el haber llegado finalmente a buen puerto.

Porque la mayoría de los inmigrantes de hoy no son, pese a las teorías que les endilgan el “síndrome de Ulises”, como el héroe de La Odisea que busca volver a casa. Son más como Eneas, que abandona una Troya saqueada o una Cartago de amores quebrados para iniciar su propia Roma, construir su vida y sus sueños en un lugar nuevo. 

Conocí a Eduardo Andrade hace casi dos años, cuando era ayudante de la revista digital Puroperiodismo que dirige Patricio Contreras en la Escuela de Periodismo de la Universidad Alberto Hurtado. Estaba como pez en el agua, lo recuerdo viniendo cada día a zambullirse en las tareas de organización, edición, búsqueda de datos, entrevistar a figuras emergentes y consagradas del periodismo, proponer temas nuevos, encontrar ángulos distintos.

Desde el comienzo me recordó a esa escena de Todos los hombres del presidente, donde uno de los editores de los jovencísimos Bob Woodward y Carl Bernstein le dice al jefe quisquilloso que se queja de pesados que son los muchachos: “Estos chicos tienen hambre” – hambre de hacerse un lugar en el periodismo, hambre de probarse, de hacer algo creativo, de descubrir verdades, hambre de conocer y comerse el mundo.

Y a continuación, el editor veterano le dice al otro: “¿Recuerdas cuando tú y yo éramos así?”

Una tarde, cumplida ya su jornada laboral, Eduardo quiso venir a escribir una relatoría de un taller que yo daba en la Feria del Libro de Santiago. Se sentó en un rincón y pronto estaba participando como los que más, mencionando libros y autores, anotando con dichosa furia en una libreta. Unos días más tarde publicó su relato de ese taller. Había entendido mejor que yo mismo lo que quise hacer con dos gorras de mi pasado remoto y el arte de preguntarle a los objetos.

Desde que en 2017 estoy encargado de enseñar Introducción al Periodismo a jóvenes con talento, hambre y ojos abiertos, me pareció adecuado proponerles como examen que entrevisten y escriban sobre inmigrantes. Es uno de los más grandes cambios que está experimentando Chile, y detrás de cada uno hay historias potentes, sorpresivas y desconocidas para muchos lectores.

Como preparación para ese ejercicio, ya van tres veces que traigo a Eduardo Andrade a la clase. Me encanta ver cómo explica su propia historia y las historias de otros que ha entrelazado en este libro, y cómo los estudiantes chilenos apenas algo más jóvenes que él se emocionan y entusiasman no solo con los recuerdos de su proceso migratorio sino con la forma ecuánime, empática con la que analiza y evalúa las acciones y reacciones de los chilenos y peruanos que ha ido encontrando en el camino. Hasta es capaz de comprender, aunque le duela mucho, el porqué del miedo y el apego al pasado de los xenófobos.

En este libro brillan estos valores: la pluma certera, la mirada empática, la mente analítica de un joven cronista que mira el fenómeno de la inmigración desde la experiencia, las lecturas y el análisis.     

Así termina el primer capítulo de esta flor valiosa y humilde:  

Me pasa a menudo. Cuando camino por centro o por cualquier lado. El acento, el rostro, siempre hay algo que termina delatándome cuando por en medio de la multitud me encuentro con algún peruano y casi siempre esquivamos la mirada. No hay flashbacks, no hay recuerdos compartidos, y la verdad, no hacen falta. Sobra el placer y la condena de sentirnos inmigrantes, esa vida a la que solemos llamar “allá” y que creemos dejar en pausa como si se tratase de una película que observamos para hacer tiempo en la carretera. Sobra el corazón dividido y desparramado a través de los kilómetros y las ganas inmensas por saber de qué lado de la frontera pesan más esos fragmentos. Sobran las palabras como rezos y los motivos que parecen añorar la calma, la estabilidad y el éxito. “Cuando estés del otro lado”, me dijo Manuel como un juramento inquebrantable, “no vas a querer volver”.

 Al llegar al otro lado de este relato híbrido, complejo e inclasificable, muy propio de esta generación de cronistas latinoamericanos, uno no quiere volver atrás. Recomiendo este encuentro entre crónica, reportaje, memoria y ensayo a lectores chilenos y peruanos, a gentes de cualquier región que emigraron, o que quieren entender a los inmigrantes, o simplemente a los que buscan conocer cómo enriquece el encuentro de culturas.

Y también, por supuesto, a los que busquen una historia bien contada que caliente el alma en una noche de invierno. 

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17 de octubre de 2018
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“No puedo gol”

Cuando Isabel Gemio decidió adoptar un niño, su madre le dijo que vaya manera de complicarse la vida, con lo bien que estaba: enamorada, en la cima de su éxito televisivo –entrevistando en prime time a Jerry Lewis o David Copperfield– y además le daban mesa en cualquier restaurante. No tenía aún 40 años y ya era “la Gemio”, que así se articula a las celebridades capaces de mover filias y fobias. Pero ella había dispuesto las cartas, y se había entregado al azar con la convicción y fortaleza propias de quienes inician un proceso de adopción. Asegura en su libro Mi hijo, mi maestro que sólo albergó un miedo al que no se veía capaz de plantar cara: que el niño tuviera alguna una enfermedad. “No digas en voz alta lo que temes”, le dictaba su voz interior. Al cabo de un año de haber recogido a Gustavo en Guatemala, los médicos le ofrecieron un diagnóstico: distrofia muscular de Duchenne. Asegura que hubiera preferido recibir la información en pequeñas dosis: incurable, operaciones y quirófanos, gravedad. Esperanza era una palabra milagrera. Hubo depresión, un intenso peregrinar médico y asistencial, y la invisible incomprensión de nuestras ciudades, que excluyen a las personas con capacidades diferentes a las nuestras.
Para Gemio, la infancia del pequeño se acabó el día en que le dijo: “No puedo gol”. Gustavo no era capaz de seguir el balón, se caía, su cuerpo empezó a convertirse en cárcel a pesar de que su cabeza se hacía cada vez más libre. Y la madre, esa mujer para quien de nada servían triunfo, agenda, ni dinero, aquella que había pensado en la maternidad como un chute de vida y amor, la endorfina de la ternura, una infancia de lino y lavanda idealizada como tantas primerizas, tuvo que aceptar que no podría correr detrás de su hijo, ni enseñarle a ir en bicicleta. He conocido a padres, madres y abuelos de chavales que padecen alguna de las 7.000 enfermedades raras catalogadas. Su lección de amor me conmueve: cada día es una victoria y cada semana una derrota: dejar de andar, de jugar al escondite, de comer, de abrazar… Los que tienen la mente lúcida, prodigiosa como Tony Judt –afectado de ELA–, comparan su experiencia con “una prisión progresiva sin fianza”.
Un paciente con una enfermedad rara espera de media cinco años hasta obtener un diagnóstico, y cuatro de cada diez no reciben el tratamiento adecuado. Desde fundaciones privadas, como la de Gemio, se recaudan fondos para investigar. Pero la inclusión social de estos enfermos raros resulta aún más urgente, porque no se entiende el progreso sin calidad de vida para los más vulnerables, pero sobre todo, porque nos hacen mejores personas.
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17 de octubre de 2018
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El Boomeran(g)
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