

El demoledor informe presentado por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), viene a desmentir de manera rotunda esta verdad alternativa, al concluir que no existe ninguna evidencia que sustente el golpe de estado.
Por el contrario, "para el GIEI, el estado de Nicaragua ha llevado a cabo conductas que de acuerdo con el derecho internacional deben considerarse crímenes de lesa humanidad, particularmente asesinatos, privación arbitraria de la libertad y el crimen de persecución".
La insistente propaganda alrededor del golpe de estado no va dirigida a la ciudadanía en general, sino a la clientela partidaria que rodea a la pareja presidencial, a fin de crear justificaciones y motivos "legítimos" a la represión que el informe desnuda y condena.
El Grupo de Expertos de la OEA desmonta claramente la falacia. A partir del 18 de abril de este año lo que se creó en Nicaragua fue un movimiento espontáneo, que creció y se multiplicó sin la dirección de nadie en particular, menos que tuviera una línea estratégica conspirativa.
Los golpes de estado no se urden en las calles, entre estudiantes y pobladores de barrios, sino en la sombra; se preparan en los cuarteles, y se planean en secreto. No los ejecuta tampoco gente desarmada, muchachos que pelean con piedras y morteros caseros, y hasta con tiradoras de hule.
A estas alturas, queda claro que la verdad alternativa del golpe de estado fue creada directamente en contra del concepto de ciudadanía. Hay una tachadura negra sobre la palabra ciudadano para oscurecerla, o borrarla.
Es un castigo impuesto desde el poder: si quienes salieron a protestar de manera masiva fueron los ciudadanos, en uso de las libertades públicas inherentes a su soberanía individual, libertad de movilización y libertad de expresión, para empezar, y fueron reprimidos por eso, los presos políticos han perdido también el derecho al debido proceso: detención dentro del término de ley, derecho a la defensa, a un juicio público, a jueces imparciales. El poder dicta que los golpistas y terroristas no tienen ningún derecho, lo que puede leer como: los ciudadanos no tienen ningún derecho.
Las garantías constitucionales se encuentran suspendidas de hecho, y está prohibido manifestarse. Aún para las procesiones religiosas se exige permiso policial. Es obligatorio entregar los teléfonos móviles sin son requeridos, y los mensajes en redes sociales que guardan son examinados o copiados, con lo que el derecho a la privacidad de la correspondencia ha quedado abolido.
Debido a la que bandera de Nicaragua se volvió un símbolo subversivo, porque el azul y el blanco son los colores de la resistencia ciudadana, está prohibido exhibirla o portarla, lo mismo que elevar globos con esos colores.
Está suspendido el derecho ciudadano de informar libremente, y recibir información. Por eso fue asaltada la redacción del periódico Confidencial y la de los programas de televisión Esta Semana y Esta Noche de Carlos Fernando Chamorro, y sus bienes y equipos confiscados. Por eso fueron asaltadas también las instalaciones de la televisora 100% Noticias, y su director Miguel Mora apresado y puesto a la orden de los tribunales, por cometer "delitos impulsados por el odio como consecuencia de la provocación, apología e inducción al terrorismo": El terrorismo de informar.
En las aduanas se retiene el papel y los insumos para los periódicos escritos, al estilo Venezuela, y los dos diarios del país, La Prensa y El Nuevo Diario, apenas tiene mes y medio de existencias para imprimir. Luego, les tocará desaparecer.
De las organizaciones de la sociedad civil que promueven la libertad de expresión, los derechos humanos, la democracia, las encuestas de opinión, y hasta la defensa de la naturaleza, nueve han sido ilegalizadas, obligadas a cerrar por decreto y sus bienes también confiscados.
Entonces, el verdadero golpe de estado se ha dado contra los ciudadanos, contra su condición de personas libres. Sus derechos han sido suprimidos. Se les discrimina, y se les anula. Esos derechos sólo existen para quienes están en las filas del régimen y son parte del aparato de poder, y disfrutan, además, de un derecho exclusivo: el de la impunidad.
Rosales es un formalista muy estudiado, y su programa teórico sólo le traicionó completamente, a mi modo de ver, en ‘Tiro en la cabeza', una aporía sobre el asesinato por ETA de dos guardias civiles de paisano en que el despojamiento (diálogos inaudibles, superfluas voces callejeras de fondo, hechos encriptados) sustraía todo interés del acto fílmico, empujando de modo estéril a los espectadores a la frustración o el abandono. ‘Petra' tiene un registro menos radical en su composición y también menos llamativo que la "polivisión" o pantalla partida con diferentes ejes visuales que en su mejor película hasta la fecha, ‘La soledad', enriquecía a la vez que refrenaba el patetismo subyacente en la historia contada. Los personajes de ‘Petra' son antihéroes de una tragedia griega en la que el director aspira -de un modo sutil que intriga e interesa desde que el espectador lo advierte en una de las primeras secuencias -a aislar lo figurativo de lo paisajístico, como si, sugiere Rosales, toda esencia dramática hubiera de valerse por sí, sin el añadido de un templo, una columnata, un altar votivo o unos campos elíseos. La cámara, que es aquí estilográfica, según lo deseaba Alexandre Astruc y otros franceses de la Nueva Ola que le hicieron caso, avanza en planos panorámicos de gran rigor, buscando su emplazamiento en el decorado, y una vez hallado se queda quieta, sin regodearse en la descripción material, fomentando al actor y subrayándose solo a sí misma en tanto que máquina del relato.
También desde muy pronto sabemos que este cineasta-artista no va a seguir una cronología convencional; la película se desarrolla en capítulos, y el de arranque es el 2º; más tarde llega el 1º, y el desorden continúa, jugando a lo novelesco con un toque de arbitrariedad juguetona que indica que Rosales quizá ha leído a los ‘oulipianos' como Georges Perec o Raymond Queneau. A ‘Petra' sin embargo le sobra el larvado discurso sobre la creación artística que tanto pregona el director; la familia protagonista podría ser la de un vinatero o un empresario de ganadería, y que el patriarca Jaume sea pintor emborrona la trama y nada aporta cuando se le quiere dar un trasluz pictórico al antagonismo de Jaume y la alumna o tal vez hija suya Petra. Tampoco ayuda el excesivo peso que recae en un intérprete no-profesional tan limitado como Joan Botey, un hecho que se hace más palmario cuando a su lado están Bárbara Lennie, Petra Martínez en su breve cometido y, sobre todo, Marisa Paredes, quien en sus tres memorables escenas da la temperatura de los grandes trágicos: gravedad, máscara facial, hiriente ironía, dicción alta y rotunda. El hermoso final de ‘Petra' tiene en ella su cenit. Después de habernos enseñado siempre con parquedad los bellos lugares donde transcurre la acción, la arboleda, el viñedo, el acantilado, la roca veteada donde se sientan Petra y Lucas en su primera salida al campo, el lago famoso que se muestra deliberadamente desenfocado, Rosales corona su ascesis en el momento de la reconciliación femenina a la entrada de la masía: las mujeres se entienden y se perdonan, quedando como último plano el portón abierto al paisaje, una masa vegetal distante y obliterada donde resuena el latido superior de las pasiones carnales que animan esta parábola de muerte, de traición y de perdón. (Post Scriptum. Resulta pasmoso que la película, una de las mejores del año, no haya tenido ninguna nominación en los premios Goya).
Los fracasos de Vermut y Medem en sus saltos de riesgo son de otro signo. A ‘Quién te cantará', artefacto esmerado y a menudo precioso, le afea su banalidad preponderante, sobre todo en los diálogos. Y en un apólogo sobre una legendaria cantante sin voz desconcierta que algunas de las ilustraciones musicales, Eva Amaral, Mocedades, sean tan rudimentarias, así como sorprende que la esfinge de perfiles egipcios que interpreta con el debido hieratismo Najwa Nimri diga en una escena de confesión que su comida preferida es el tartare de aguacate con nueces, su país ideal Islandia, añadiendo de modo incongruente que su libro de cabecera es ‘Mortal y rosa', la más bien cursi memoria elegíaca de Francisco Umbral. Lo que Vermut hace muy bien es plasmar un universo reconcentrado de mujeres, prescindiendo de los hombres, sombras apenas sin enjundia ni cuerpo, lo que crea un efecto de espejismo cautivador. Las actrices defienden todas con garra y talento su territorio, destacando la Blanca interpretada por Carme Elías.
Lo masculino y lo femenino llenan a partes iguales ‘El árbol de la sangre', que curiosamente coincide en darle a Najwa Nimri un papel de cantante en crisis. Lo que el propio Medem ha llamado "atmósfera visual", con encuadres amplios, airosos, que dejan vacíos alrededor de los dos narradores, es exquisita; siempre ha destacado en la composición del espacio y los movimientos de cámara, que aquí, con buenos medios de producción, alcanza momentos de mucha brillantez, sobre todo en los exteriores, que él no esconde ni amortigua. Al contrario: como es marca de este director, el campo abierto, los árboles y los animales, los vacunos especialmente, le inspiran, y esas naturalezas estáticas y animadas le corresponden adquiriendo la condición de tótems en varias de sus películas. El problema de ‘El árbol de la sangre' está en su amalgama y su amontonamiento, pues es multi-lingual (castellano, euskera, catalán, andaluz, chino, ruso), multi-local (Cataluña, Madrid, País Vasco, Alicante), multi-sexual, multicultural, y no sé si me dejo alguna de sus pluralidades. El árbol genealógico del argumento (el otro, el que se alza frente al casón, es muy bello) resulta confuso y profuso, en un relato que necesita casi dos horas y media para llegar al final. Y el fin es lo peor, pues la tendencia pomposa y redicha de los últimos ‘medems' (‘Caótica Ana', ‘Habitación en Roma') tampoco falta aquí cuando, en el apogeo multi-accidental se apelmazan las ramas familiares, las alusiones políticas, las mafias eslavas, los disparos, los acentos, toros y vacas sueltos, prados, rompientes, playas, y un coito subacuático en Denia que resulta tan solemne como inverosímil. El mejor Medem, el de ‘La ardilla roja', ‘Tierra' o ‘Lucía y el sexo', se distinguía justamente por su saber sortear con gracia metafórica la incredulidad suspendida de la que hablaba el poeta romántico, haciendo verosímiles las hipérboles líricas y los cataclismos telúricos. Bordeaba abismos y los salvaba con una invención narrativa y una ingenua pureza que ahora ya no le dan emotividad ni sentido a sus fábulas.
Los filósofos no han gozado en exceso de cargos públicos, y cuando los han ejercido fueron a veces depuestos de los mismos por la violencia. Algunos filósofos han merecido honor en el sentido etimológico de honestas, reconocimiento consistente en la atribución de un cargo con responsabilidad social, ya sea indirecta. Tal el caso del nombramiento de Leibniz como consejero de la casa de Hannover o de Tomás Moro como miembro del Consejo Real de Enrique VIII. Para ambos vale ciertamente la expresión cursus honorum; cursus sin embargo interrumpido, pues el primero fue abandonado por su protector y el segundo encerrado en la Torre de Londres y decapitado.
Incluso en el sentido más usual del término honor, contemplado desde el ángulo de los valores compatibles con la jerarquía imperante la caída en desgracia puede ser vista como un deshonor. Pues la desafección por parte del poderoso suele ir acompañada de acusaciones que cuando menos sirven de coartada: acusación de impostura ( Leibniz reivindicando la paternidad del cálculo infinitesimal, que los newtonianos atribuían en exclusiva al maestro); acusación de infidelidad ( Tomás Moro subordinando los intereses de su monarca y protector a la causa del Papado); acusación de llana traición (Condorcet, aliado con objetivos adversarios de Robespierre vendría a ser enemigo de la Revolución francesa). A veces la deshonra viene por haber puesto en tela de juicio dogmas teológicos (negación por Servet del carácter trinitario de Dios) o postulados científicos (Copérnico o Bruno negando el geocentrismo) considerados unos y otros como garantía de la ordenación social, de la coherencia de una explicación global del mundo y de hecho también como soporte de la salvación individual. Cuando Olympe de Gouges es llevada al patíbulo o Servet y Bruno son conducidos a la hoguera, el carácter público de los actos quiere ser muestra de pública des-honra, anatema moral y no sólo político o intelectual. Y sin embargo...
Esa deshonra para unos es precisamente lo que hace la honra para otros. Honra como término con el que hoy designamos un abanico de virtudes de la que en mayor o menor medida dieron muestra muchos de los grandes nombres del pensamiento: rigor del propio discernir, para que la palabra de la autoridad no haga tambalear la convicción; firmeza para mantener esta convicción pese a las previsibles consecuencias; prudencia para sortear los inevitables momentos de flaqueza; autoestima para intentar no derrumbarse ante la exclusión, marginación o anatema; y en el caso extremo andreia (esa virtud de la hombría patrimonio de todo ser hablante) para sentir lo inmediato del fin y mantener la entereza. Personas que simplemente nos ayudaron a pensar, pero quizás algo más (retomo de nuevo la expresión de Georges Canghillem relativa a una de ellas) personas que nos brindaron "una lección de moral sin necesidad de redactarla".
Acabo de pasar una semana entre Madrid y Barcelona, y mis colegas de unas y otras universidades, al azar de los coloquios y las terrazas, me preguntan si yo, como miembro de la Real Academia de la Lengua tengo ya los resultados de las elecciones de su nuevo director. Soy sólo remoto miembro correspondiente, y puedo asistir a las sesiones; pero no estoy obligado a votar, aunque tengo derecho a voz. Claro que la RAE es un monumento al siglo XVIII, esto es, a las simetrías más austeras que floridas, y no es casual que sus pausadas ceremonias obliguen a prolongadas sentadas. No en vano fue ese un siglo que encontró en la filología no sólo el amor por las palabras sino su fe en el lenguaje. Y lo ilustra mejor la magnífica Catalina la Grande que resolvió sostener su imperio sobre la universalidad de la lengua rusa. Para demostrarlo redujo el lenguaje a dos puñados de palabras rusas que entendió estaban en todas las lenguas. Y comisionó recoger ese vocabulario en las lenguas indigenas de América. Pudo, así, probar su deportiva hipótesis.
Por lo demás, los filólogos siempre han logrado probar lo que quieren demostrar. Por ello, somos herederos de una literatura fantástica nacida de la filología como otra rama de la imaginación. Lo demostró el venezolano Andrés Bello, cuando desde la British Library descubrió que España no podia ser un estado moderno mientras no contara con un texto fundador. Inglaterra lo tenía en Chaucer y Shakespeare, Francia en Rabelais, Alemania en las sagas, y hasta Italia en Dante. España, propuso Bello, lo tenía en el Cantar del Mio Cid, que aunque era considerado por los filólogos como un texto bárbaro, en verdad nos venía del Romance, y era un producto refinado de la mezcla. Bello creía que mientras España no tuviese un texto fundacional, los países hispanoamericanos no podrían ser del todo emancipados y modernos. La filología, nos enseñó Bello, es el arte de tramar con el lenguaje un relato de la nacionalidad.
Es verdad, la Academia de la Lengua ha sido cada vez más alerta a los “sucesos que acontecen en la rúa,” y al menos mi generación, que empezó la Universidad a comienzos de los años 60, tuvo la extraordinaria suerte de que sus maestros vinieran del Instituto de Lengua y Literatura de Buenos Aires, donde tuvo su cátedra Amado Alonso, a quien la linguística no le fue lastre sino fuente. Uno de mis maestros en la Universidad Católica, en Lima, fue Luis Jaime Cisneros, quien vino de esa escuela y nos descubrió a Borges y a Raimundo Lida. El otro, Armando Zubizarreta, vino de Salamanca, donde fue discípulo de Alonso Zamora Vicente, y nos trajo el comentario de textos y la biografía intelectual. Tanto Amado Alonso como Zamora Vicente venían, a su vez, de Ramón Menéndez Pidal; y cada uno de ellos exploró la historia de la literatura como un milagro (que quiere decir ver más) del uso de la lengua. No en vano la lengua española tiene una larga y fecunda biografía. Pero tiene también una historia intelectual. ¿Qué sería de nosotros sin el debate que asumió, contra los anacronismos de todo orden, el pensamiento liberal, desde la prensa agonista y el folletín encendido? A esa pasión nos debemos, al relato mayor del español que se multiplicó en las otras orillas de esta lengua. Los diccionarios del español en cada país americano son catálogos ligeramente celebratorios que esta lengua favorece. En el siglo XIX la necesidad de una literatura nacional, que traduzca el espíritu de los pueblos, se funda en el Diccionario que en cada país suma sus registros. La RAE ya no es una corte que sanciona e impone políticas de tribunal del uso. Grandes forjadores del camino hablado han sido Víctor García de la Concha y Darío Villanueva.
A un colega de la RAE le decía yo que necesitamos, en este siglo de luces a medias, como piloto de la nave a un intelectual capaz de avizorar un nuevo espacio del español en este mundo, que hoy miente en inglés. Necesitamos, creo, alguien que abra las puertas al campo. Filólogo, escritor, hombre o mujer, de Castilla o de Ricote, un director que convierta a la RAE en un espacio de concurrencia. Lo que pasa, arguía yo, es que uno visita el edifcio de la RAE y no tiene nada que llevarse. Ni siquiera una réplica del edificio como pisapapeles, que sí tiene la British Library, muy capaz de venderte una subscripción a la Biblia sajona, que te llevas a casa como un altar del inglés. Nosotros tenemos muchos recursos que ofrecer, empezando por facsímiles de nuestros orígenes en San Millán y en las Antillas. Yo propondría unos talleres de lectura para deletrear el Mio Cid y María Zambrano, Sor Juana y Vallejo…
En Navidad celebran los cristianos que naciera un humano inocente, desvalido, arropado por sus padres en la más estricta pobreza, el cual acabaría sus días ejecutado por un crimen que no cometió. El dios de los cristianos pone de manifiesto la extensa maldad de los humanos, su sumisión al poder, la incoherencia y crueldad de las muchedumbres, pero también afirma rotundamente que seguirán naciendo hombres inocentes. El destino trágico de alguno de ellos no impedirá que muchos otros sigan luchando por la justicia.
Esta es para mí la gran diferencia entre cristianismo y paganismo. Los dioses antiguos son admirables, pero también imprevisibles, amorales, altivos y triviales. Las aventuras de los dioses griegos y romanos son fascinantes, sí, pero nos reducen a la desolación sin ni siquiera el derecho a una condena que no sea la muerte. Juguetes somos de su capricho, como una y otra vez dirán los grandes trágicos. No hay esperanza alguna, ni consuelo, ni dignidad para los mortales, ni escapatoria. Somos briznas de hierba efímera que no dura un estío.
De ahí que el cristianismo, a pesar de la infinidad de crímenes que se cometen en su nombre, siga siendo el consuelo de muchísima gente que quiere creer en la inocencia de todo recién nacido y en su capacidad para mantener ideas y principios en contra del déspota, del tirano, del totalitario, de la masa, a medida que vaya creciendo hasta alcanzar la edad de la razón. Actuar digna o indignamente es algo que él decide en libertad, más allá de la muerte. Y así la supera.
Amigos lectores, durante estas vacaciones aparten ustedes unos minutos para el silencio. La reflexión, como la lectura, es la vitamina del ánimo y el ánimo es la vitamina del cuerpo. Nos volveremos a ver el 8 de enero.
La noche susurra una canción gélida.
¡Laura está muerta!
La peor consecuencia de que te quiten la vida
es todo lo que aniquilan al suprimir tu existencia:
te roban tus anhelos, los recuerdos
que poblaban tu mente cuando mirabas
la lluvia o la luna pálida, los deseos, los ensueños,
los proyectos, las preguntas que te hacías
en los días de angustia y en las tardes soleadas...
Toda existencia representa una línea ininterrumpida
desde el origen mismo de la vida.
Toda existencia es una cadena que se pierde
en la noche de los tiempos y en la noche del deseo.
Segar una vida no es una insignificancia,
es una inmensidad que sobrepasa
los límites del cielo.
La luna se tambalea. ¡Despierta, alma perdida,
y escucha lo que me cuentan las voces de la noche!:
“Entre rumores de alisos y de juncos y de fuentes
que discurren a lo lejos, Laura sintió una presencia
que arrastraba con ella
la enfermedad de la muerte...
Y ahora Laura ya no canta su canción
de todos los días;
el silencio la rodea y avanza a pasos quedos
por un campo de estrellas."
Los dioses del lugar perciben
una clamorosa ausencia:
¡Laura está muerta!
El alba susurra una canción gélida.
Una vez, en un patio de Rodas,
me encontré con una chica
que parecía recién surgida de la antigua Grecia.
Me quedé paralizado;
era como estar ante Ifigenia.
Bastaba con mirarla para irse muy lejos.
En otra ocasión, hallándome en Pekín,
vi una cara que parecía surgida
del mejor período de la dinastía Ming.
Son como cristalizaciones
de algo que se repite en el tiempo:
una misma flor de almendro oscilando levemente
en una rama negra,
que aparece cada cien primaveras
como surgida de un sueño.
Nunca pasan desapercibidas esas caras de leyenda.
Siempre hay alguien que les hace un poema.
Yo, por ejemplo, le estoy haciendo un poema
a aquellas dos epifanías
de una belleza tan antigua como moderna,
suspendida en la zona más cristalina del tiempo.