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IV. CERTIFICADO DE VIRTUDES

¿Pero qué es al fin y al cabo hoy en día la izquierda? ¿Es una congregación cuyos fieles deben tener en la mano un certificado de virtudes ideológicas expedido en base a alineamientos ciegos con determinados gobiernos y formas de poder? ¿O ser de izquierda es pertenecer a una comunidad de personas libres que creen en la equidad y la compasión por los más débiles, y son capaces de sentir “en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo”, como escribió el Ché Guevara a sus hijos en su carta de despedida?

Norberto Bobbio, el pensador italiano, explica en su muy sabio libro Derecha e izquierda, que la idea de libertad debe ser irrenunciable para la izquierda en su proyecto de convertir en más iguales a los desiguales: los derechos sociales puestos al lado de la libertad, con lo que el espacio de la democracia es necesariamente el espacio de la izquierda.

Es la izquierda en la que yo creo desde mis tiempos en la revolución sandinista de Nicaragua, cuando tenía los mismos años de quienes han salido a las calles de Caracas a protestar por el cierre de una emisora. El tiempo me ha dado más años, pero no menos convicciones.

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2 de julio de 2007
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DÓLARES FALSOS

Un amigo me dice que ha comprado un millón de dólares falsos por 1.000 euros. ¿Una majadería? De una parte parece la operación propia de un tonto o un loco pero si se piensa un poco más allá es incuestionable la feliz poesía del desatino. Una simple inepcia nunca podrá llevar a un efecto tan brillante y complejo.

Ciertamente el millón de dólares falsos no vale pecuniariamente nada. ¿Pero puede decirse que sean sólo papel? ¿Puede asegurarse incluso que sólo sean papeles impresos? A los dólares falsos no les pertenece el único y reductor significado de meras papeletas. Los dólares falsos son mucho menos que los dólares auténticos pero nunca igual a nada. Valen indudablemente algo. Y algo más que su tasación material. ¿Valen mil euros? Esta sería otra cuestión pero ¿cómo no aceptar que la conversión exacta y áurea es de un millón del paquete de dólares falsos (10.000 billetes de 100) por mil de euros  auténticos?

Ciertamente no existe otro precio posible. Ni conveniente de acuerdo a las leyes inscritas en el inconsciente. Cualquier rebaja de los mil euros o cualquier aumento de esa cifra desharía la deslumbradora magia de la operación. En las cristalizaciones poéticas no se puede intervenir sin extremo cuidado y precisión. Un millón de dólares falsos hace de su pila  un objeto encantador. Encantador en el sentido literal: suscita encantamiento.

Las películas de ganster o de cuatreros, las historias periodísticas, las novelas policíacas y de buscadores de tesoros, la cultura pop norteamericana en general, se halla encerrada en 1 millón de dólares.  Y tanto o más  en 1 millón de dólares falsos que verdaderos. La atracción de lo verdadero nunca podrá igualar al encanto de lo falso. Lo falso hace volar la imaginación, produce imaginación. ¿Cómo no reconocer, por tanto, valor a esa resma productiva? ¿Cómo podría sostenerse que un millón de dólares falsos no debe valer nada? Su valor, como poco, sería invariablemente, firmemente, un exacto millar de euros.

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2 de julio de 2007
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El final del final

Me encantó el CD nuevo de Paul McCartney, Memory Almost Full. Su música, por supuesto, pero también el lugar del alma desde el que está concebido. Desde que ocurrió lo de la niña africana me rondan obras que de una u otra forma se plantean la cuestión de la muerte. La otra semana fueron The End of the Affair y The Fountain. Esta semana fue Muerte en Venecia, tristísima, maravillosa película de Visconti inspirada por Thomas Mann. Cuando se aproximaba el Día del Padre, mis hijas me preguntaron qué cosas quería y yo mencioné el disco de McCartney. Que ya desde el concepto del título, esa memoria casi llena, remite a ese trecho final de la vida en que McCartney se sabe parado.

Por supuesto, tratándose de McCartney no puede sino tener momentos soleados aun cuando hable de cosas que cualquier otro encontraría truculentas. El disco funciona entre los paréntesis que representan Dance Tonight, una simple e infecciosa invitación a la alegría, y Nod Your Head, un rock duro al estilo de Why Don’t We Do It In The Road que haría las delicias de los hoy desaparecidos Beavis & Butthead. A partir del track 2, Ever Present Past, el tema queda establecido: “Espero que no sea demasiado tarde / Ando detrás del tiempo que se ha ido tan rápido / El tiempo que pensé que duraría / Mi siempre presente pasado”. En la balada You Tell Me, se trata del recuerdo de un verano tan bello y tan distante en el tiempo que ya ha comenzado a parecer irreal. Mr. Bellamy pertenece al registro beatlesco que inauguró Eleanor Rigby, y que en el disco anterior de McCartney revisitó la maravillosa Jenny Wren, canciones sin tiempo que cuentan historias, en este caso la de un anciano que chochea y que se ha encerrado en el ático de lo que bien puede ser un asilo.

Vintage Clothes plantea una actitud que comparto desde hace mucho, tanto en lo vital como en lo estético: “No vivas en el pasado / No te aferres a nada que esté cambiando rápido”. A fin de cuentas, “lo que pasó de moda siempre está volviendo”. That Was Me es un un rock como los de antes, que Paul aprovecha para revisar las postales de su vida entera. “Ese era yo / Transpirando telas de araña / Bajo contrato / En el sótano / En la TV / Ese era yo”. El estribillo redondea el asombro de la vida pasada ‘en un flash’: “Y cuando pienso que todas estas cosas / Pueden constituir una vida / (Encuentro que) Es muy difícil asumirlo”. House of Wax es grandiosa y está llena de imágenes apocalípticas, infrecuentes en McCartney; me encanta el verso con que se abre, caen relámpagos sobre el museo de cera, y la invocación a “encender los restos incompletos del futuro”. El punto de cierre a la cuestión lo pone The End of the End, donde McCartney habla de lo que desearía que ocurriese cuando llegue, precisamente, al final del final: “El día en que muera / Me gustaría que se contasen bromas / Y que se desenrollasen las viejas historias / Como alfombras en las que jugaron los niños”. Siempre les envidié a los yanquis y a los ingleses su forma de velar a los muertos, esto de reunirse a comer y a beber y a recordar inevitablemente. Cuando me toque The End of the End me gustaría que las cosas fuesen así, también, como en el final de la película Philadelphia: gente que ve fotos y filmaciones, que oye la música que a uno le gustaba, que se ríe recordando las viejas anécdotas. ¡Qué bonita manera de despedirse!

Hace poco Dylan dijo que McCartney le producía un asombro propio de la admiración. Entonces no entendí del todo a qué se refería, pero ahora sí.

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2 de julio de 2007
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TRAICIÓN

Interesante la nota en el diario argentino Página 12 sobre una conferencia de la autora Liliana Heker: «Las formas de la traición en la literatura argentina». Cita casos, ejemplos, hasta modelos de traición. Es excelente. Y como voy releyendo a Respiración artificial, la novela de Ricardo Piglia, me atrevo a añadir un personaje: Enrique Ossorio, secretario de Juan Manuel de Rosas, el principal dirigente de la Confederación argentina. Ossorio habría podido ser un héroe, pero se sospecha que fue un traidor. Su exilio nutre gran parte de la novela de Piglia.

También falta La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig. Una vez oí a Guillermo Cabrera Infante contar cómo hacia parte de un jurado que premió la novela. «No había que leer el libro, explicaba el autor cubano con su impasible rostro chino, el título era tan bueno: bastaba para entregar el premio. Puig habría podido prescindir de escribir la novela».

Lo único equivocado en la conferencia que cuenta Página 12 es el adjetivo en el título: «argentina». La traición es el plato más común de la cocina humana internacional. Odette traiciona a Swann, en Proust, no por acostarse con otros amantes sino por salir de su condición de Odette y llegar a ser Mme. Verdurin y aun más al final de la Búsqueda del tiempo perdido. Traicionar es liberarse de sí mismo para asumir su futuro. Sarkozy traicionó a Chirac, recordaron los periodistas antes de su elección a la presidencia francesa. Sí, lo traicionó, tal como Chira traicionó a Giscard d’Estaing. Se trata del movimiento de la vida: estar a favor y estar en contra. La nota de Página 12 es excelente pero su ámbito es limitado. Lo que necesitamos es una «Introducción a la historia mundial de la traición» (lo escribo para traicionar a Borges).

(Otra traición, amplia, para los que leen el inglés: el pésame de la revista Rolling Stone a la muerte de la industria del disco: parece que el público, enamorado de la tecnología digital, traiciona a los artistas robando placer musical sin entregar plata).

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2 de julio de 2007
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¿Cuál es la vida perfecta?

Había ya escrito mi columna cuando ayer el país se vio conmovido por una noticia inesperada. Esta mañana todas las radios (en el breve tiempo que les deja la publicidad), las televisiones (que no estaban ocupadas con anuncios para niños), las portadas de todos los diarios, eran unánimes: el regreso de Rodrigo Rato es un suceso histórico.

Primero pensé que lo más chocante y quizás lo que llamaba la atención de los profesionales era que, por retirarse antes de hora, Rato renunciaba a un sueldo monumental, una de esas facturas que pagamos los contribuyentes la mar de contentos para que los empleados de purpurina puedan vivir como potentados. A mi me alegra que vivan bien, la verdad, pero no niego que verles renunciar a sus privilegios me conmueve.

Sin embargo, tras leer las informaciones me percaté de que ese asunto no importaba a nadie. El nerviosismo universal obedecía a dos sospechas. La primera, que el buen hombre volvía para casarse, que estaba harto de que le pasearan como a un Santo Padre por el globo, y que más le apetecía jugar al parchís con sus hijos. Pronto entendí que esta hipótesis solo se respetaba porque la había adelantado el propio Rato, pero se descartaba de inmediato: ¿Quién puede creer que casarse a los sesenta años y pasar más tiempo con tus hijos sea comparable a ganar una pasta cósmica y viajar en primera con Iberia? Eso no podía ser.

No obstante, me desconcertó que la segunda hipótesis, la verdadera, fuera que Rato abandonaba el oro y el moro y volvía a España para incrustarse en las filas de la oposición. Me desconcertó porque, aunque yo sigo creyendo a Rato cuando dijo que volvía para casarse y estar con sus hijos y le admiro por haber renunciado a un espejismo bien pagado, a lo mejor mentía, a lo mejor tienen razón los profesionales y Rato nos engaña y lo que quiere es ser el segundo del PP, o candidato a las Cortes o cualquiera de esas trivialidades que a toda persona sensata le parecen un consuelo, un placebo, lo que se hace en esta vida cuando te ha fallado lo más importante. Pero anda que como sea verdad...

Artículo publicado en: El Periódico, 30 de junio de 2007.

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2 de julio de 2007
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III. MÁS CAPAS TIENE LA CEBOLLA

Y la cebolla tiene aún más capas: Ortega mandó a votar a sus diputados en la Asamblea Nacional para reformar el Código Penal y establecer una condena de ocho años a quien practique, o se deje practicar, el aborto terapéutico, una ley a consecuencia de la cual han muerto ya muchas mujeres con embarazos riesgosos en Nicaragua, pues son rechazadas en los hospitales. Daniel Ortega pertenece a la fraternidad de gobernantes de la izquierda oficial, a prueba de veleidades imperialistas.

  ¿Tengo, entonces, que estar a favor de la pena al aborto terapéutico para ser de izquierda? ¿O a favor de cualquier acto de corrupción, de cualquier abuso de poder, de cualquier violación de las libertades ciudadanas, sólo porque viene de un régimen certificado como de izquierda por el Santo Tribunal? Ortega, se ha vuelto católico de misa y comunión diaria, y se comporta como los más derechistas de la iglesia. ¿Para ser de izquierda debo entonces ser también de derecha, como Ortega?

¡Extraño paraíso donde moran los que cierran medios de comunicación y aplican leyes medievales contra las mujeres, y aún más extraño infierno donde somos enviados quienes no nos conformamos con los asaltos a la libertad de expresión y los abusos de poder, y adversamos el autoritarismo!

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29 de junio de 2007
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EL MIEDO, LA DICHA Y DIOS

Como en el vestido o en el maquillaje, hay modas en el mundo de las ideas. Temas de moda en la voluble vida intelectual.

El Miedo es uno de esos temas y Dios el otro. El Miedo y Dios han venido a sustituir, en parte, al tema de la Felicidad que sigue presente en las novedades de libros desde comienzos del siglo XXI.

Unos temas más que otros, todos se hallan relacionados con el estilo mismo de la época. La Felicidad, el Miedo y Dios forman una tríada que reproduce la idea el bien y la de su antagonista con el infierno o el paraíso terrenal al fondo.

La obsesión por la felicidad brotó y se desarrolló en Occidente cuando tras decenios de prosperidad material los sondeos registraban el estado de una población que se declaraba más infeliz o no más feliz que antes. En verdad, no hay asunto que consiga mayor audiencia en un momento dado que el que coincide con una demanda latente y sustantiva.

Así le pasó al tema de la Felicidad, que desencadenó una oleada de títulos, tanto más apreciada (la oleada) cuanto más sequía se venía sufriendo. Ocurre en estos casos como en los de la Ecología: nunca la Naturaleza se hace más importante e interesante y necesaria que cuando está desapareciendo. El caso de la Felicidad reproducía la misma ecuación: nunca se había producido tanta masiva demanda de felicidad que cuando se tuvo constancia de que la abundancia de bienes no contribuía a hacernos más felices. 

Ahora, el tema de Dios, de la vida eterna, de la fe, etcétera, cunde al amparo de la ausencia de fe, de la desaparición de Dios y del ateísmo, del auge de incredulidad, el escepticismo y la ironía.

¿El Miedo? El miedo es acaso el corolario de todo ello. Con miedo en el cuerpo puede recibirse con gusto no importa qué protección o promesa de amparo. El miedo se ha difundido ya socialmente como una epidemia y si antes nos abrazábamos en la esperanza del porvenir, ahora nos estrechamos ante la amenaza del presente. Los dos factores –el entusiasmo revolucionario y el pavor conservador- contribuyen a crear colectividad. Somos algo importante y conjuntamente aspiramos a lo mejor o somos algo vulnerable y juntos contribuimos a evitar lo pésimo.

El miedo es tan empalogoso como pegadizo. Opera como una sustancia mucilaginosa que impide la protesta airada, la creación desenfadada, la experimentación atrevida y tantos otros aspectos relacionados con la libertad. El miedo secuestra desde el interior y es así la fórmula idónea para el control. Cuanto más miedosos más infantilizados, cuanto más aterrorizados más arrasados.

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29 de junio de 2007
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Encuentros cercanos con escritores notables

A partir de lo de Cortázar de ayer, me quedé pensando con qué otros escritores de los que ya no están vivos me habría gustado conversar, café o bebida espirituosa de por medio. Me habría encantado compartir una de las caminatas que Dickens emprendía a diario por Londres, en la tarde temprana, después de haber dado fin a su jornada de escritura: ver lo que veía, oírlo contar anécdotas y terminar en un pub, intercambiando historias de la infancia o charlando sobre el teatro que más nos gusta. También me habría encantado conversar con Hammett, porque lo aprecio como escritor y porque tuvo la más interesante de las vidas; aunque lo más probable es que en ese caso terminase yo tumbado debajo de alguna mesa, o cantándole canciones irlandesas a la luna. (Hay que tener aguante para seguir el tren etílico a los Hammett, los O’Neill, los Hemingway.)

Habría sido feliz encontrándome con Rodolfo Walsh, aun cuando me temo que me habría considerado un tonto o poco menos. Tal vez habríamos encontrado un territorio común intercambiando anécdotas de Palestina. Arlt también me da un poco de miedo, me lo imagino demasiado intenso, pero de todas formas haría el intento: el hombre era todo un personaje. Como Hugo Pratt, a quien seguramente no había que darle mucha cuerda para que empezase a desgranar historias sin fin, tan ciertas como apócrifas y ocurridas –o no- aquí, allá y en todas partes, de Venecia a Moscú y del Sahara al Congo. Oesterheld debe haber sido más parco, pero no menos interesante. Me gustaría que me hablase de sus hijas, y saber además qué historias se quedó con ganas de contar por culpa de la intromisión de los asesinos.

Me habría encantado beber con Graham Greene: intercambiar historias de viajes y mostrarnos las cicatrices que la religión y su bisturí, o sea la culpa, dejaron sobre nuestros cuerpos. Por supuesto, cuanto más atrás escarba uno, más fantástica suena la ocasión. Debe haber sido interesantísimo conversar con T. H. Lawrence, con Herodoto, con Marco Polo, con Richard Burton el traductor de Las mil y una noches y del Kama Sutra.

El que me resulta un misterio tan completo como insoslayable es el Gran Dios Shakespeare. ¿Qué clase de hombre habrá sido? Tengo leídas unas cuantas de las biografías que le han consagrado, ninguna de las cuales me ayudó demasiado a hacerme una pintura precisa de su humanidad. ¿Sería más bien callado, como se presume de un creador con tal capacidad de observación? ¿Se permitiría la frivolidad, como resulta probable en un hombre que encontraba lo excelso tanto en Hamlet como en Falstaff? Lo único que sé es que en ese caso haría de tripas corazón, y me desembarazaría de mi proverbial timidez para invitarlo a una cerveza a la salida del Globo. Aunque no me dijese otra cosa que no, estoy seguro de que el monosílabo pasaría a formar parte central de mi vida bajo el título ‘Mi Anécdota con Shakespeare’.

Se me deben estar escapando un montón de candidatos. Mientras tanto, piensen ustedes. ¿Con qué escritores del panteón de dilectos y difuntos se tomarían una copita?

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29 de junio de 2007
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ARMAS Y LETRAS

Estoy en Bogotá, dentro de unos minutos se debatirá sobre los desafíos de la Industria Editorial, se están celebrando el II Acta Internacional de la Lengua Española. Hasta hace un rato todos estábamos matizadamente contentos, optimistas y esperanzados con la gran transformación que ha vivido, que sigue viviendo el país colombiano. Con el cambio vital y cultural en una de las más complicadas capitales del mundo.

Es Bogotá una ciudad fascinante por su crecimiento, por su transformación, también por su peligro, su manera de crecer bajo volcanes que no se ven, pero que ahí están. En la Capital Mundial del Libro de 2007, como así lo decidió la UNESCO, después de haber escuchado un discurso inaugural, también matizadamente optimista del escritor William Ospina sobre el futuro del libro, sobre el futuro de la lectura y sobre el comienzo de la modernidad de la mano del crecimiento del libro como un bien común para la mayoría.

Yo, como Ospina, soy de la tendencia optimista. Después viene la realidad y te muestra sus garras, sus miserias y su brutalidad. Mientras nosotros nos disponemos a debatir sobre las bondades de la cultura y su difusión,  en las sierras de Colombia acaban de asesinar a once diputados secuestrados por la guerrilla. Es muy difícil hablar con normalidad de las letras cuando las armas hablan de esa manera.

Ya ayer, antes de escuchar a Ospina, guardamos un minuto de silencio por la muerte de los soldados españoles y colombianos en lugar del mundo donde las armas están por encima de las letras. Ahora comenzamos con la sombra de esos otros muertos.

Hubo un tiempo que muchos intelectuales miraron con simpatía esos movimientos de “liberación” que se daban en muchos países de dictaduras en América, en otros lugares del mundo. Hoy ya no podemos justificar, por más torpes y vendidos que sean algunos gobiernos, por más desacertadas que sean algunas medidas y por más injusticia y desigualdad que exista en la sociedad. No podemos usar las armas. No se puede creer en el fundamentalismo del arma, la fuerza, el secuestro. No tengo solución. No tengo idea qué se debe hacer para terminar con las guerrillas secuestradoras y antidemocráticas. Tampoco sabemos cómo liberarnos de malos gobernantes. Cómo terminar con tantas desigualdades o injusticias. Hoy tampoco nuestra pluma vale lo que sus pistolas.

Y poco, no estoy seguro si nada, tiene que ver aquella pistola que cantaba Antonio Machado, con estas pistolas de las guerrillas colombianas. Poco vale nuestra pluma, pero no queremos cambiarla por sus pistolas.

Quería hablar de la hermosa y literaria ciudad. Lo haré en otro momento.

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29 de junio de 2007
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Vomitando conejitos por TV

El otro día pesqué en el canal Encuentro una vieja entrevista con Julio Cortázar. La agarré empezada, se trataba de algo hecho para la televisión española, el señor que lo entrevistaba era un caballero llamado Joaquín cuyo aspecto conservador contrastaba con el bueno de Julio, tan desmelenado, tan apegado a su cigarrillo, demasiado largo para las medidas convencionales de cualquier sillón. Me quedé enganchado por muchas razones. En primer lugar por lo insólito del placer: ¿cuántas veces pudieron escuchar a un gran escritor durante casi dos horas de TV, sin apuros ni interrupciones comerciales? En segundo lugar, porque más allá de la ocasional frase en algún noticiero –por lo general cuando se cumple algún aniversario, en caso de que alguien se acuerde-, nunca había oído hablar a Cortázar largo y tendido. Me gustó su voz, naturalmente grave y todavía más virada hacia los bajos por obra del tabaco. Me produjo ternura su ‘erre’ arrastrada por defecto de dicción, que lo aproximó a París antes que cualquier viaje. Pero lo que más me gustó fue él mismo: su postura nada engolada, sus reverencias de alumno ante los maestros Borges y Arlt, la historia de su padre ausente y de su madre tan culta como frustrada, la revelación obtenida cuando niño de que para él lo fantástico –encarnado, en este caso, en uno de los libros menos conocidos de Verne, El secreto de Wilhelm Storitz- era menos fantástico que para los demás, al punto de resultar indistinguible de lo real.

Yo recuerdo la lectura del cuento Los venenos como si fuese hoy. Estaba en uno de los últimos años de la escuela primaria, cuando la señorita Barbeito abrió su ejemplar de Final del juego y se puso a leer en voz alta. No voló una mosca en todo el rato. Me gustó desde el arranque: ‘El sábado tío Carlos llegó a mediodía con la máquina de matar hormigas’. Contundente como un puñetazo y a la vez misterioso: ¿qué clase de máquina era esa de la que hablaba? Enseguida me atrapó el lenguaje, era casi como oír hablar a un chico como yo, además al pibe le gustaban cosas que yo reconocía: jugar a Buffalo Bill y Sitting Bull, hojear la revista Billiken, leer las novelas de Salgari. El chico éste se entusiasmaba además con una vecina llamada Lila, a mí me había pasado lo mismo con una Lila que conocí en Catamarca y que resultó tan taimada como la de cuento. ¡Parecía algo que podía haber escrito yo, tranquilamente!
Después encontré en mi casa otros libros de Cortázar, mi vieja tenía un montón, tenía hasta novelas como El libro de Manuel que yo sólo husmeaba buscando guarangadas (me acuerdo de una parte en que ponía: LONSTEIN ON MASTURBATION!, así con mayúsculas, nunca supe quién era el dichoso Lonstein), pero yo me quedé con los cuentos, me los leí todos una y otra vez. Descubrir a Cortázar me hizo entender que yo también podía hacerlo, que además de imitar a Salgari y a Verne yo podía escribir de gente como mis amigos, o incluso mi madre, que se comunicaba mejor conmigo pasándome libros que a la hora del diálogo. Entendí entonces que ya no necesitaba llenar mis historias de expresiones como pardiez, enjaezar, voto a bríos o algazara, que se me habían pegado de tanto leer traducciones de Dumas. Podía escribir casi como si estuviese hablando, eso tenía sus ventajas, cuando escribís de esa manera parece que la historia estuviese ocurriendo en ese momento, al tiempo que leés, y eso produce un efecto buenísimo. Quiero decir: hace que todo suene real, hasta el hecho de abrir la boca y vomitar conejitos.

Lo que me gustó de la entrevista, a fin de cuentas, fue descubrir que Cortázar era un señor con el que me habría gustado tomar un whisky y charlar de cualquier cosa. Y eso no es algo que me pase con muchos de los escritores que conozco, se los puedo jurar.

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28 de junio de 2007
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