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AUTORES DE PIGLIA I

¿Cuántos escritores cita Ricardo Piglia en su novela Respiración artificial? La repuesta es el título de una novela de Víctor Hugo: “Noventa y tres”. Releyendo el libro me dediqué a hacer lo que nunca había hecho: apuntar los apellidos de autores utilizado por el autor argentino. La presencia de Hitler no es una sorpresa pues Piglia lo utiliza como un verdadero autor, oponiéndole a nada menos que Descartes.

Unos nombres aparecen en cursiva en la lista: son autores cuya obra está presente a través del título de obras suyas sin que su apellido esté presente. Pero me pareció que hablar de Bouvard y Pecuchet era como nombrar a Flaubert.

Respiración artificial es una gran obra a pesar de cometer un crimen: es una novela que entrega una (y quizás dos) ideas mayores sobre la literatura. Claro que la abundancia de autores es un caso clásico de inversión de una regla: no hay que construir una novela sobre la erudición al menos que se utilice tanto la erudición que la ley pre-citada no valga más.

Alberdi Juan Bautista
Andréiev Leonid
Angelis Pedro de
Artl Roberto

Baudelaire Charles
Barthelme Donald
Bellow Saül
Bioy Casares Adolfo
Borges Jorge Luis
Benjamin Walter
Brecht Bertold
Brod Max

Cané Miguel
Coleridge Samuel Taylor
Chejov Anton
Cortazar Julio

Christie Agatha

Dante Aligheri
Defoe Daniel
Descartes René
Destutt de Tracy, Antoine Louis
Dick Philip
Dickens Charles
Diderot Denis
Dostoievski Feodor

Echeverria Esteban

Faulkner William
Fitzgerald Scott
Flaubert Gustave
Fourtol
Freud Sigmund

Gombrowicz Witold
Groussac Paul
Guiraldes Ricardo

Hawthorne Nathaniel
Hegel Friedrich
Heidegger Martin
Hemingway Ernest
Hippias
Hitler Adolf
Heraclita
Hernandez Jose
Homero
Hudson Guillermo Enrique
Huxley Aldous

Jakobson Roman
Joyce James

Kafka Frantz
Kant Emmanuel
Keats John
Keyserling Hermann
Kluge Joachim

Laclos Pierre Choderlos de
Larreta Enrique
Le Roy Ladurie Emmanuel
Lukacs George
Lugones Leopoldo
Lutero

Mann Thomas
Martinez Estrada Ezequiel
Melville Herman
Mercier Louis Sebastien
Michelet Jules
Mujica Lainez Manuel

Montesquieu Charles Louis

Nietzsche Friedrich

Ortega y Gasset José

Pascal Blaise
Paley Grace
Parmenides
Platon
Pushkhin Alexander

Rimbaud Arthur
Russell Bertrand

Sade François de
Sarmiento Domingo Faustino
Schopenhauer Arthur
Shakespeare William
Soussens Charles de
Stein Gertrude
Sterne Laurence
Swift Jonathan

Tolstoï Leon
Tretiakov Sergio,
Twain Mark

Vazick Oscar
Vico Giambattista
Valery Paul
Verlaine Paul
Volney Constantin de
Voltaire François Marie

Wast Hugo
Wittgenstein Ludwig

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17 de julio de 2007
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Descalzos hasta el cuello

No todos los chilangos toleran de buen grado que los llamen así, acaso porque el término suele ser pronunciado con el desprecio de quien escupe un improperio. Basta, de hecho, con cambiarle dos letras de lugar y plantarle un acento esdrújulo para que diga chíngalo. O sea jódelo, fastídialo, hazle pagar el karma que le acompaña. ¿Por qué? Pues por chilango. Lo que ya deberían saber nuestros malquerientes automáticos es que los habitantes de la ciudad de México somos totalmente autosuficientes en el cotidiano deber de jodernos la vida, y es gracias a ese estado de beligerancia pasiva, si bien nunca paciente, que ya muy pocas cosas nos sorprenden. De noche, por ejemplo, si venimos por Insurgentes Sur y en el camino vemos a un par de chicas malas junto a un poste de luz con los senos completamente al aire, nos sorprendería mucho que fueran mujeres.

  —¿No le saldría algo caro averiguarlo, colega? —Afrodita del Carmen vino al mundo justo esa vena chingativa que hace de los chilangos candidatos naturales al pogromo.

Casi nadie averigua nada en México, D.F., empezando por la policía. Traemos prisa, siempre, aunque ni eso nos sirve para ser puntuales. Va uno rebasando a quien se deja —el deporte local de aventar lámina— mientras rehace la cuenta de los minutos que llegará tarde. Diez, por ejemplo, son equivalentes a estar a tiempo; veinte se dejan disculpar con una excusa estándar; treinta o más suelen justificarse con una manifestación, al cabo que las hay día tras día, en horarios cómodamente escalonados. Encerrado en esos y otros urgentes cálculos, rara vez le queda a uno el tiempo para averiguar quién se manifestaba, qué quería y a dónde se dirigía. En balde los manifestantes se quiebran la cabeza por resultar vistosos, aunque igual se conforman con ser estorbosos. Y eso por cierto lapso, pues somos ya legión los chilangos que podríamos trazar nuestro propio atlas de atajos citadinos, que emprendemos quebrando cuadra tras cuadra el reglamento de tránsito. Los asaltantes lo saben de sobra: para hacer que un chilango se detenga en la calle, hay que ponerle una pistola enfrente.

Las pistolas tampoco nos sorprenden, pero nos quitan tiempo, que es lo más molesto. Al chilango le gusta derrochar el tiempo como un aristócrata, pero no que otro venga y se lo quite. Pocos placeres hay tan reconfortantes como tomarse tres horas para comer, y si me siguen molestando no voy. Eso sí, sale uno ya con prisa, listo para embestir al primer papanatas que no lo asuma. Y es entonces que vengo por Reforma, doy vuelta a la derecha en la calle de Niza, y de pronto la Zona Rosa me recibe con la figura de una mujer desnuda caminando hacia el coche, en contrasentido. No es una mujer guapa, ni esbelta, ni joven. Diríase que es radicalmente lo contrario, y a juzgar por la forma en que mira uno a uno a los automovilistas, se sabe poderosa en esa facha. Pero no es el poder de quien seduce, sino el de quien espanta.

En casos como éste, lo asombroso es que no haya un policía cerca. Avanzo al fin, dejo atrás a la mujer, que continúa avanzando hacia Reforma, y advierto que los policías están ya demasiado entretenidos cuidando a las decenas, tal vez un centenar de campesinos totalmente desnudos que bailan en la esquina de Niza y Hamburgo cada vez que el semáforo se los permite. ¿Qué es lo que nos sorprende, finalmente? Que nos dejen pasar con la luz verde. Lo común es que se queden ahí por horas —o semanas, o meses, no hay cómo predecirlo— con sus pancartas en alto, aunque nadie se tome el tiempo de leerlas.

  —Yo podría soportar que la gente ignorara mis pancartas, pero no que menospreciaran mi desnudez. Una musa se puede suicidar por eso. Y por supuesto dejaría fluir el tráfico, iría contando los hijos de vecino que me vieron en pelota. Imagínese, coleguita, lo que iría pensando la vieja guarra ésa, porn queen for a day.

  —No alcancé a verla bien, traía prisa. Además, era como pararme a ver a un accidentado. La mayoría de los que aún lo hacen van tras de la cartera o el reloj —trato tardíamente de cambiar de tema.

  —No finja, coleguita: será usted muy chilango, pero se asombró. Qué le cuesta reconocerlo, al fin.

  —¿Me creerías que lo que me asombró fue no asombrarme? Además, ya te dije que traía prisa —me esforcé todavía por sacar del costal el cool que me quedaba disponible.

  —Pura falosofía cosmopolitoide, colega. A ver, ¿qué recuerda de la primera vez que estuvo en el ex convento del Carmen?

  —Las momias, por supuesto. Tenía once años, no dormí en dos días. Pero luego volví diez, doce veces.

  —Lo que primero asusta, luego gusta. ¿Y ya volvió a la esquina de Niza y Hamburgo?

  —Pasé ayer en la tarde. Se veía rarísima, todo el mundo completamente vestido. Y esas cosas sorprenden a cualquiera.

  —No se aflija, colega. Ya ve que depravados nunca faltan.

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17 de julio de 2007
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TINTÍN EN EL CONGO

Los británicos no han sido muy “tintinófilos”. Ellos con su propia historia, sus propias historietas, sus propios escritores se sienten autosuficientes. Cierto es que algunas de las mejores invenciones narrativas del siglo vienen de esas islas. Pero en el mundo del cómic, en el mundo contado con dibujos y textos, ahí no han llegado a la eficacia, la vigencia, la universalidad de ese amigo, ese héroe tan cercano, llamado Tintín.

Hubo otros, pero algunos crecimos como personas, como lectores con ese chico que nunca cambió. No se hizo viejo, no hizo familia y no murió. Pero tampoco conoció placeres que la vida ofrece con sus contradicciones. Ahora una comisión británica, la Comisión para la Igualdad Racial (CRE) indica que una de las historias de Tintín es inaceptable por racista, incorrecta y no apta para los lectores menores.

Ciertamente esta historia, la segunda que creó Hergé de la serie de Tintín, es de las más “colonizadas” por las ideas y la política de la época. Ser belga, más o menos conservador -aunque eso sería otra larga cuestión- y publicar en los primeros años 30 una historia africana, no te libra de todas las miserias de una de las más vergonzantes historias de la colonización africana. No es excusa. También Billy Wilder se escapó de los nazis en aquellos excesivos años. Pero, ¿prohibir ahora una historia de Tintín por no ser políticamente correcta?... Yo creo que se difunden estos míseros comportamientos, estas estrechas miradas censoras en nombre de lo políticamente correcto, para despertar en nosotros la sorpresa. O quizá sea algo mucho más sibilinamente diseñado por los mercaderes de Tintín. Se dice que el aumento de ventas de la historieta Tintín en el Congo se ha disparado desde que suenan las voces críticas, las amenazas de prohibición. Ley seca contra un Tintín, ley mojada de ventas dentro o fuera de mercado.

El caso es que yo entro al trapo de la historia, al juego de publicitar Tintín contra los censores. Quizá lo haga porque me dieron ganas de volver a leer a Tintín en el Congo. Yo lo conservo, no de mi primera lectura que fue en la querida biblioteca pública de Alcalá de Henares, sino de cuando ya veinteañero pude comprarme la serie completa de mi mayor héroe de la infancia. Los conservo como las adolescentes que conservan sus peluches al lado de los posters de Sabina o de los preservativos. Los conservo como algo que me hace volver a ese mundo convulso de la adolescencia. Y me gusta. Me hace disfrutar ya con mis años y mis lecturas. Incluso alguno más endeble como este inicial del Congo, está lleno de información del pensamiento de la época y esa es una manera de leer consciente que no hicimos de adolescentes. Es posible que se instalaran en nosotros algunas maneras de ver a los “negritos” de África. Algo que, por cierto, también hacía el “TBO” con aquel explorador que no recuerdo el nombre. O lo hacía la canción del Cola Cao, pero esa es otra música.

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17 de julio de 2007
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Mi pasado me condena

¿Qué sería de mi vida si un extraño fenómeno me catapultase hacia atrás en el tiempo, dejándome varado en 1973? Esa es la premisa de Life On Mars, una miniserie de la BBC que la filial latina de HBO empezó a emitir este domingo. En el caso puntual de la serie, este salto hacia atrás le ocurre al policía Sam Tyler (John Simm), que en un momento desesperante de su vida –su novia acaba de ser secuestrada por el asesino serial cuya pista seguía- es atropellado por un auto y despierta 33 años atrás. (La serie transcurre en 2006, año de la producción original.) Cuando descendió de su Jeep Grand Cherokee, Tyler estaba escuchando la canción de David Bowie Life On Mars? en su iPod. Al despertar después del accidente, su Jeep ha dejado lugar a un Rover P6 dentro del cual suena la misma canción, sólo que ahora gracias a una cinta tan anticuada como el vehículo. Uno de los versos de la canción profetiza a Tyler lo que le ocurrirá en breve: “Miren al hombre de la ley, golpeando al tipo equivocado. / Me pregunto si sabrá alguna vez que forma parte del exitoso show ‘¿Hay vida en Marte?’” En efecto, Tyler deberá presentarse ante su nuevo superior en la policía, el DCI Gene Hunt (Philip Glenister), que conduce sus asuntos a la vieja usanza: es brutal, xenófobo y sexista. Al menos en su primer capítulo, la serie le saca jugo a las contradicciones entre el políticamente correcto Tyler y su impresentable jefe, creando deliciosos momentos de comedia que tan sólo parecen haber comenzado.

¿Cómo eran ustedes en 1973, en caso de que ya existiesen entonces? Déjenme ver: yo tenía once años, estaba terminando la escuela primaria, era miope, algo gordito y desesperadamente tímido. (Ahora también, pero cuando uno se vuelve adulto deja de parecer tímido para parecer antipático, nomás.) Regresar a esa época me resultaría tan angustiante como al pobre de Tyler, no sólo porque me vería obligado a usar pantalones con botamanga ancha y a padecer la insufrible música popular del momento –pienso en aquellos programas de TV como Música en libertad y Alta tensión-, sino porque además, sabiendo lo que hoy sé, tendría consciencia de la inminencia del golpe militar y del genocidio que también se aproximaba. Me imagino tratando de contarle a alguien que vengo del futuro, y describiéndole lo que va a ocurrir en 1976. Nadie me hubiese creído, lo cual resultaría más que comprensible: mi relato habría sonado demasiado terrible, demasiado delirante para ser considerado factible. 

Esa es una de las tantas diferencias que nos separan de la gente de buena parte de lo que suele llamarse Primer Mundo. Ellos pueden fantasear con viajar al pasado, lo cual sólo les genera un conflicto de modas, de estilos y a lo sumo se relaciona con un problema puntual, como el del asesino a quien Tyler persigue. Los que vivimos en el Otro Mundo tendríamos problemas bien distintos, en caso de regresar a 1973. No pensaríamos en prevenir un crimen, sino en evitar cientos de miles, en muchos casos ordenados y cometidos por representantes del Estado. Ya me imagino la película, con mi pobre protagonista tratando de convencer a alguna gente de que se vienen los campos de concentración y los vuelos de la muerte. Sería un relato apasionante, no me cabe duda. Aunque infinitamente más triste que Life On Mars.

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17 de julio de 2007
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PENSAMIENTO NEGATIVO

El pensamiento negativo es una patología tan absorbente como la de una tenia. Absorbe la felicidad para trasformarla en detritus y no cesa de sorber de las sustancias más ricas su extracto alegre. Este parásito actúa como un voraz  elemento que desde la clandestinidad, amparado en la invisibilidad, succiona para su cuerpo larguísimo aquello que es dulce, dorado, esférico, perlado, celeste, candeal, para convertirlo mediante un metabolismo raudo en un material de deshecho. Su acción es tan súbita que apenas permite un disfrute suficiente para bañar el sabor del confite, el olfato de perfume  y la vista con un bosque de color. Inmediatamente la tenia engulle el síntoma de contento para volcar sobre su aparición un vómito desahuciado. En ocasiones se llega a tal perfección del pensamiento negativo que sólo se ve la felicidad a contraluz como desde una estancia en que domina asiduamente el miedo, la decepción, un aire suavemente  podrido que termina abatiendo. En estas condiciones, sólo se ama ráfagas secas. ¿Cómo salir de ahí? Sólo si se piensa negativamente sobre lo negativo, una vez adiestrado en la negación, avanza su descrédito, sólo reconociendo el proceder de la tenia, su instinto torcido y  parasitario se recobran raciones de paz.

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17 de julio de 2007
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LENGUA NATAL, PAÍS NATAL

Parece que un lector me ha agarrado en falta por haber escrito en una entrega anterior, respecto del escritor Julien Green, “nacido en París… sin ser su lengua natal el francés”. ¿Puede ser posible semejante cosa, nacer en un lugar, y no tener por lengua natal la de ese lugar?

Quizás si recurrimos al párrafo completo, nos resulta una mejor explicación: “nacido en París, de padres virginianos, murió a los 98 años de edad en 1998 (había nacido con el siglo XX), y sin ser su lengua natal el francés…”. La lengua natal, con la que uno nace, puede ser diferente de aquella del sitio donde se nace, si, como en este caso, los padres tenían por lengua propia no el francés, sino el inglés. La lengua natal, de nacimiento, vendrá a ser no la del suelo, sino la que se mama con la leche materna.

Es lo que ocurre, por lo general, con los hijos de los inmigrantes que dentro de las paredes de su casa hablan su propia lengua de origen, hasta que el niño puede alcanzar por sus propios pies la calle, y empezar a nutrirse de la lengua ambiente, la del país donde deberá vivir como hijo de extranjeros.

Los nacidos como hijos de extranjeros pueden tener automáticamente la nacionalidad del país donde nacen, según cada legislación, de modo que se podría ser español o francés por nacimiento, pero no necesariamente por la lengua.

Es lo que quise expresar, en el caso de Julien Green.

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17 de julio de 2007
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LIBROS PRESCINDIBLES

Otra vez me veo ordenando la biblioteca. Las estanterías de la casa. Haciendo huecos donde ya no cabe nadie más. Intentando retirar, donar, prescindir o cambiar libros que crees que son prescindibles. Me cuenta prescindir de los libros, aunque sean manifiestamente prescindibles -y no hablo de los libros basura, ni de autoayuda, ni de tantos otros que ni siquiera hay que permitirles la entrada a casa-, aunque quizá nunca más los vuelva no ya a leer sino abrir, pasear rápidamente por ellos. Me cuesta. Algunos amigos se ríen porque conservo, por ejemplo, nueve libros dedicados de un autor menor. No entienden que no me decida a mandarlos al lugar del descanso que muchos se merecen. O que los mande a pasear a la cuesta de Moyano.

Una vez conté que un amigo crítico, uno de los más destacados críticos españoles, que recibía muchos libros y naturalmente tenía un serio problema de espacio en casa, cada semana hacía un ejercicio de desprendimiento. Un divertido juego de condenar o apartar de tu vida, de tu casa, lo que crees que no te debe interesar. Los cambiaba por otros en la cuesta de Moyano, arrancaba la página de dedicatoria y el libro salía casi intocado a los estantes de los libreros de segunda mano. Después le dijeron que con la firma los valoraban un poco más. Ahora se encuentran sus libros desechados con cariñosas y cercanas dedicatorias del autor. Es menos sentimental, menos cobarde o más sincero que yo.

Yo sé que hay muchos prescindibles. Que cuando haces el canon más sincero te sobran tantas novelas, tantos ensayos, incluso tantos libros de poesía -me cuesta más prescindir de los poetas- que siempre se podría hacer espacio en la biblioteca. Todo se puede reducir. ¿Cuántos libros serían suficientes para no perdernos lo fundamental? ¿Con cuántos libros se hace una biblioteca suficiente para un curioso y universal lector? Una vez me dijo Vargas Llosa que con dos mil libros un buen lector tendría cubiertos más que dignamente todas necesidades culturales. Hace mucho pasamos de esa cifra, hace mucho nos dimos cuenta que tenemos más de lo que podremos leer y, sin embargo, no paramos. Seguimos por acumulación. Por avidez. Por avaricia. Por posesión incontrolada. Por vanidad. Por entretenimiento. Juego. Decoración… No tengo ni idea. Pero seguimos.

No una vez, muchas veces, me han preguntado, ¿pero los has leído todos? Suelo dar una respuesta convencional, casi pidiendo perdón. Pero recuerdo la genial respuesta de Cabrera Infante a su amigo Andy García. El famoso actor se presentó en la casa londinense de Guillermo Cabrera Infante, ciertamente muy llena de libros. También de música y objetos de variada cubanidad, pero sin duda eran los libros de las altas estanterías los que dominaban la decoración de la casa. Andy se quedó mirando, y con sorpresa y admiración, volvió a repetir la tópica pregunta: ¿Los has leído todos?...No se esperaba Guillermo una pregunta tan manida de su admirado compatriota. Tardó unos segundos y con su serio y rápido humor, contestó: “Solamente una vez”…Y cambiaron de música.

Y yo, tantos de los que conservo, ni siquiera una vez. Me lo tengo que mirar.

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16 de julio de 2007
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DOS CARAS

Decir de alguien que tenía dos caras suponía tacharlo de falsedad. Hoy, por fin, todos tenemos al menos dos caras, dentro y fuera de la red, y con frecuencia advertimos que necesitaríamos algunas más. Como nadie se resigna actualmente a tener sólo una vida, una pareja, una vivienda o un reloj, nadie elige como el mejor destino el destino unívoco y polarizado.

Cada vez un mayor número de seres normales son usuarios regulares de las dos caras. Seres normales, seres aparentemente de una cara para todos y compuestos realmente por dos: una orientada hacia la cara de los demás y otra orientada hacia la pantalla, una preparada para las convenciones y los rasgos censados y otra desconocida, donde se inventan los gestos y los perfiles. Una cara para sobrevivir y otra para jugar, una cara para hacer frente a los demás y otra múltiple, sin dibujar, para sortear los demás y sortearse acaso a sí mismo en un malabarismo que cada vez ocupa un puesto más principal en sus existencias. El lugar que antes faltaba clamorosamente para completar la representación de la personalidad. Es decir, el lugar de la ilusión, la invención o la creación que permanecía sofocada.

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16 de julio de 2007
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Un buen par de alegrías

Uno tiende a reaccionar con reflejos impecables cuando se trata de compartir una queja o un motivo de enojo (por piedad, no me hagan hablar del partido de ayer ni mencionen nada que venga del Brasil), pero suele ser más lento cuando el asunto pasa por compartir una alegría. Esto es lo que me gustaría hacer hoy, de manera muy breve. La semana pasada se confirmó que por primera vez en la historia, las escuelas de nivel secundario de toda Francia incluirán dentro de su programa de cine la exhibición de un filme argentino. Y ese filme resultó ser, para mayor alegría, uno muy próximo a mi corazón: Kamchatka, que dirigió Marcelo Piñeyro, con Ricardo Darín y Cecilia Roth de protagonistas.

Me consta, por haberlo vivido en carne propia, que además de hablar sobre un momento particular y terrible de nuestra historia, Kamchatka es una narración que conmueve a públicos de todas partes, quizás porque el drama del que habla es, además de histórico, uno con resonancias universales. Todos hemos sido pequeños alguna vez, todos nos hemos sentido víctimas de una injusticia, todos perdimos la inocencia cuando advertimos que nuestros padres ya no podían protegernos de muchos de los males de este mundo. Ojalá los muchachos franceses lo entiendan de esta manera, como un relato que habla de los valores más profundos que puede transmitir una familia, y también de la manera en que la realidad suele avasallarlos –con la complicidad de aquellos que privilegian su interés por encima del bien común.

El jueves pasado hubo una conferencia de prensa aquí en Buenos Aires, durante la cual se anunció la buena nueva. Fue en el Ministerio de Educación, con presencia del ministro Daniel Filmus y de las autoridades francesas del área, lideradas por el embajador Frederic du Laurens. También estuvieron Piñeyro, Roth y Darín, como las caras más visibles de aquel proyecto que nos conmovió tanto. (Oyendo hablar a Ricardo recordé la tarde en que nos reunimos a leer el guión por primera vez, poco antes del inicio del rodaje. Nos costó llegar al final, dada la emoción que nos cerraba las gargantas.) Ojalá el año próximo las autoridades francesas opten también por Nueve Reinas, otra película argentina que aspira a ser exhibida en los cursos superiores del secundario. Sería un bonito homenaje para su director, el desaparecido Fabián Bielinsky, que aquí en la Argentina colaboró siempre con el programa equivalente al francés, llamado “La Escuela en el Cine”, con dirección de Roxana Morduchowicz.

Ha sido un mimo para todos nosotros. Yo ya venía contento, por el hecho de que La batalla del calentamiento haya quedado entre las finalistas del premio Rómulo Gallegos que ganó Elena Poniatowska. Comparto también este dato, en la esperanza de que aquellos que disfrutaron de la novela lo sientan también como un triunfo propio –que lo es, en la medida en que los lectores somos siempre co-creadores.

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16 de julio de 2007
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PROUST EN CATALÁN

La industria proustiana fue tan potente en los últimos años y tan seria, llena de una especie de soberbia erudita (comentarios sobre la obra, biografías, ensayos sobre lo bueno de leer a Proust, etc.) que es un alivio descubrir una reedición de Dos pastiches proustianos (Anagrama) de Llorenç Villalonga. Es el libro más inteligente y más improbable sobre el autor de la Búsqueda del tiempo perdido: la traducción al castellano de una obra en catalán que finge (y consigue) ser un texto en prosa de Proust en francés.

No hay duda al releer el libro casi 30 años después de mi primera lectura: el resultado es de primer orden, convincente, lleno de ironía y de guiños a la figura del escritor francés. Ambos textos podrían ser de Proust tanto por el movimiento de las frases como por la manera de ser y de no ser del narrador, de dar vueltas para conseguir una infinita precisión en la descripción de emociones.

El primer “pastiche” que se titula “Marcel Proust intenta vender un De Dedion-Bouton” es un retrato psicológico del escritor dedicando una energía considerable a explicar lo que él describe como una “solución casi imposible” a una pesadilla suya. “Charlus en Bearn”, el segundo texto, es un encuentro entre la obra de Proust, a través de uno de sus principales personajes, y Bearn la casa aristocrática que ha dado su nombre a la novela más conocida de Villalonga.

Comparar Bearn con El Gatopardo de Lampedusa es algo tan común que no vale la pena involucrarse en este tema. Villalonga era un aristócrata de Mallorca y no es difícil comparar su figura un poco austera con la del novelista siciliano. Ambos contaron desde una isla del mediterráneo la decadencia ineludible de las grandes familias cuando son “fin de raza”. En realidad, hay una dimensión histórica en Lampedusa y algo más íntimo, psicológico en Villalonga.

No importa reabrir el debate cuando tenemos de nuevo la oportunidad de descubrir el homenaje de Villalonga a Proust. Sus dos textos son excepcionales. Villalonga recuerda en su introducción la expresión utilizada por Proust para pedir excusa al conde de Montesquiou preocupado por su parecido con Charlus: una imitación es “un exceso de admiración”. Una imitación es también un conocimiento extremo. Podemos morir de risa al leer los dos textos de Villalonga, pero no podemos ignorar que el aristócrata mallorquino hizo lo más difícil: comportarse como un maestro en lo que parece ser un mero juego.

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16 de julio de 2007
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