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LA BANALIDAD

En la banalidad está la magia. Nada comparable a lo grave, serio o profundo que son cuestiones apegadas a lo más graso y sórdido de la especie humana. La trivialidad es cosa de los ángeles proscritos.

Su liviandad, su ligereza, la hacen inaprehensible  y en consecuencia muestra la pertenencia a otro mundo. Lo inmaterial, lo poético, lo espiritual rozan con la banalidad pero no son legítimamente banales. La diferencia a favor de lo banal radica en que mientras lo espiritual sigue formando parte del sistema  humano, lo banal lo traspasa, lo desdeña y lo  supera. Actúa como una fuerza del mal  que nunca se deja atrapar por los códigos de la virtud o del vicio. La banalidad sobrevuela ambas cimas establecidas por el pensamiento humano. Todo ello puede ser vulgar pero no lo trivial que se preserva de clasificaciones y de antagonismos simétricos. Lo trivial no es lo contrario a lo serio ni a lo importante. La incapacidad de ambas categorías para anular lo trivial contrasta con el poder de lo trivial para arrasar con la estatura de lo importante, lo campanudo o lo severo. La trivialidad derrama su risa corrosiva sobre las grandes figuraciones y las grandes figuraciones no podrán incapacitar a la trivialidad que sale indemne de los acosos y tanto más cuanto más campanudos o aparatosos se pretendan.

Porque tampoco habrá de confundirse la ignorancia o la insuficiencia con la trivialidad que conlleva una suerte de saber y potencia decisivos. Su extrema categoría no es sólo de un orden diferente a las grandes categorías de la historia sino que en comparación con ellas posee la diferencia atemporal de lo encantador. Es así como resulta irreductible, inmensurable, y ucrónica. El arte de lo banal se parece al arte del flirt y el flirt se hace auténticamente un juego indecible cuando obtiene el jugo de lo banal. Siendo la banalidad, en fin, lo contrario de lo vano; siendo la banalidad lo opuesto a la vanidad. La vanidad se encuentra entre la serie de los artículos corrientes  mientras la banalidad se caracteriza por su esplendor. La vanidad muere en su materia, es opaca y estática,  mientras la banalidad sobrevuela lo material, es brillante y veloz. Irreductiblemente veloz y jovial puesto que su clase de alegría pertenece a un universo tan distante como  maléfico y gestiona los ánimos con un soplo tan perfecto como delicado, tan ligero como invisible. En la banalidad se halla el secreto de la seducción. En la banalidad se halla la exquisita magia de la conquista y de paso el primer indicio de un mundo alternativo donde reside lo increíblemente feliz. Siendo entonces lo feliz la banalidad misma, tan primigenia, única y genuina que ni siquiera se encuentra al alcance de Dios y sus tremendas manos de oro.

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4 de julio de 2007
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La música del desprecio

Esta historia, que escribo en el mítico bar El Cairo, me la refirió Silvina Ross, de la igualmente mítica Librería Ross de la ciudad de Rosario.

Corre 1978, y la Argentina está en vilo en plena realización del Mundial de Fútbol. La posibilidad de seguir en carrera depende de que nuestra selección golee a la peruana en Rosario. Con el tiempo circularán historias que dirán que el partido fue comprado, pero por entonces ignoramos esos tejes y manejes y nos limitamos a sufrir, en anticipación del partido fatídico.

Pero hay gente a quien le preocupa algo más que nuestro destino futbolístico. Por Rosario y sus inmediaciones circula un rumor: hay que ir al estadio, pero no para ver el partido –no sólo para eso, al menos-, sino para aprovechar la presencia de Jorge Rafael Videla, el dictador, que acudirá también con la intención de darse un baño de masas.

La escena ocurre al fin. El estadio está repleto. La voz que resuena en los parlantes anuncia la presencia de Videla, en su carácter de Presidente de facto de la República Argentina. Y en ese preciso instante, aquellos que habían participado del rumor y también aquellos que vieron aparecer la oportunidad y no dudaron, unieron sus gargantas en una única, monumental, inolvidable rechifla.

El mundo nunca se enteró, como tampoco el resto de los argentinos. Algún obsecuente habrá bajado el sonido de la transmisión oficial, privándonos del conocimiento de lo que ocurría. Aun así, casi 30 años después, al oír la historia siento regocijo. Me imagino que al menos por un instante, el cruel y engreído Videla dejó de oír las loas de genuflexos y temerosos a las que estaba habituado, para enfrentarse con el sentimiento que millones albergaban en su pecho, aun cuando no tuviesen voz: la música del desprecio debido a los genocidas.

En aquel momento, sin siquiera saberlo, fuimos todos rosarinos.

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4 de julio de 2007
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MEJORAR EL FUEGO DEL INFIERNO

En el encuentro literario de Santilla del Mar, del que hablé en ocasión anterior, José Saramago trajo a cuento el “cuaderno de encargos” en el que los albañiles llevan la cuenta de lo que deben hacer en una obra. Lo mencionaba en vista de “los encargos” que se espera que un escritor cumpla en relación a su compromiso con la sociedad, viejo tema éste de discusión, que se halla lejos de ser resuelto.

Me ha venido a mente al leer el diario del último año de vida de Julien Green, Le grand large du soir (1997-1998), cuando se refiere a la cuenta presentada por un restaurador suizo en 1873, comisionado para reparar un fresco en el techo de una iglesia de Boswil, en Aargau:

Modificar y barnizar el séptimo mandamiento: 3.45 francos.

Ensanchar el cielo y ajustar algunas estrellas; mejorar el fuego del infierno y darle al diablo un aspecto razonable: 3.86 francos.

Retroceder el fin del mundo, ya que se halla demasiado próximo: 4.48 francos.

Green observa que esta última tarea, viene a resultar la más cara de todas las que figuran en el presupuesto del maestro restaurador. Pero tareas más difíciles que las anteriores se espera que deben cumplir los escritores en un mundo como el que vivimos, en el que el diablo se viste cada vez con mejores galas.

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4 de julio de 2007
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La ciudad inconclusa

Borat no vive aquí. De hecho, la película que catapultó a la fama al humorista Sacha Baron Cohen está oficialmente prohibida en Kazajistán. No obstante, en la capital Astana la ha visto todo el mundo. En el bazar de la ciudad, entre imitaciones de perfumes Chanel y excedentes militares soviéticos, las copias piratas del filme son un éxito de ventas sin precedentes.

Y es que, aunque Borat nunca estuvo realmente en este país, algunas cosas parecen salidas de su febril imaginación. Entrar al país es ya una odisea. El visado kazajo sólo se puede tramitar en Madrid y toma una semana, de modo que si no vives ahí debes hacer dos viajes. Entre las preguntas del formulario consular hay algunas tan sorprendentes como: “¿reside usted en su país de origen?” y la siguiente: “¿le permiten regresar a su país de origen?” y la siguiente: “¿tiene algún documento que acredite que se lo permiten?”.

El vuelo desde Frankfurt –uno de los cuatro únicos destinos europeos de Air Astana- aterriza a las cuatro de la mañana. Al cruzar la caseta de migración, recibo un papel que me conmina a registrar mi ingreso en la comisaría de mi distrito cuanto antes, trámite que aparentemente deberé realizar en ruso. Y finalmente, las maletas tardan una hora en salir del avión. Los extranjeros que hablan inglés comentan: “ya está, las han vuelto a perder. Cada vez que vengo a Kazajistán me pierden las maletas.” En pocos aeropuertos siente uno tan claramente que entra en un mundo que no comprende.    

A pesar de ello –o quizá debido a ello- los kazajos son las personas más hospitalarias que he conocido. La mayoría de ellos se sorprenden al ver un extranjero. Dicto un seminario para estudiantes de cuarto año de relaciones internacionales. Les hablo de literatura, cine, América Latina y España. Al final de cada charla, las preguntas más sofisticadas son: “¿Le gusta Kazajistán?” “¿Es la primera vez que viene?” “¿Qué le parece la comida?” “¿Lo estamos tratando bien?”.

Un día, una estudiante me invita a su casa a tomar el té con su madre. La señora me regala un perrito de peluche y un libro en ruso. Le explico que no leo ruso, pero no le importa. Considera una obligación hacerme regalos.

La ciudadela del futuro

La principal atracción turística de Astana es el presidente Nursultan Nazarbayev. Su fotografía rodeado de niños de todas las etnias kazajas adorna varias paredes de la ciudad. Su mano y su firma están registrados en los billetes de todas las denominaciones. En su honor hay no uno sino dos museos.

Nazarbayev gobierna desde 1989. Tras la caída del comunismo, ganó las elecciones con el 95% de los votos (Quizá lo favoreció el hecho de no tener oponentes). Volvió a ganarlas en 1999 y 2005. En mayo de este año, el parlamento aprobó la reelección indefinida.

Astana es una creación de Nazarbayev, que hace diez años decidió trasladar la capital a lo que era una pequeña ciudad en medio de la estepa. Hoy, aquí se construye a marchas forzadas la futura capital de Asia Central. Encabeza las edificaciones la residencia del presidente. A sus espaldas se eleva una pirámide de 150 metros de altura diseñada por el arquitecto británico Norman Foster. Frente al palacio, el Baiterek, un mirador esférico de 300 toneladas y 105 metros de altura construido en un cristal que cambia de color según la luz del sol. El Baiterek es el símbolo de Astana, y su parte superior tiene un relieve en bronce de la mano del presidente.   

En sus 3x3 km., la ciudadela del Baiterek pretende encarnar la nueva e imponente imagen de Kazajistán. Ahí se concentran los principales edificios públicos, la mezquita Nur Astana -con capacidad para cinco mil fieles y minaretes de 62 metros de altura- y un costoso complejo de residencias de lujo. Pero la mayor parte de los edificios está aún en construcción. Se espera que el país comience a refinar su propio petróleo en cuatro años, y que la ciudadela esté terminada en diez. De momento, durante el día, las grúas y camiones erigen la moderna capital de un país próspero. Y de noche, los gigantescos edificios yacen vacíos en la oscuridad. 

La ciudad del pasado

Cruzando el río Ishim se llega al mundo real. Durante el invierno, cuando la temperatura baja hasta los -40 ºC, el río se convierte en una pista de patinaje gigante, y los pescadores abren agujeros en el hielo para lanzar sus anzuelos. Pero en el verano, es un lugar para pasear y comer shashliks, que es como se llaman las brochetas de carne. En algunos restaurantes se consiguen de caballo.
En una plaza de la calle República hay un ajedrez gigante. Los casilleros están pintados en los mosaicos del suelo y las piezas miden un metro. Los kazajos que se reúnen a jugar parecen generales dirigiendo a sus ejércitos. Al lado del tablero hay una caseta policial para el guardia que cuida las piezas. Está autorizado a detenerte si te pilla robando una.    

La vieja ciudad de Astana discurre a lo largo del margen derecho del Ishim. El centro, en las cercanías del río, es la parte más moderna. Sus edificios combinan cristales ahumados con cúpulas de estilo turco, y sus centros comerciales están decorados con pantallas gigantes y luces de colores. Algunos edificios, como el de la televisión pública en la calle Kenesari, tienen luces intermitentes en la fachada, como gigantescos árboles de Navidad.

Pero conforme uno se acerca al barrio de Órbita, la parte vieja, la ciudad se oscurece. Los complejos residenciales llamados jruschovskas, en honor del sucesor de Stalin, son grandes edificios homogéneos, sin adornos ni lucecitas. En esta zona, la crudeza del invierno está marcada sutilmente sobre el terreno. No hay mendigos ni perros callejeros, ni nada que se muera por debajo de los -10 ºC. Por las calles serpentean las tuberías de la calefacción, de un metro de diámetro. Enterrar esas instalaciones es demasiado caro. Así que, cuando se topan con un cruce de avenidas, las tuberías se elevan para dejar pasar los coches, como grandes arcos de aluminio en las esquinas. 

Los contrastes de Astana se aprecian especialmente desde el vuelo de regreso. Desde el Baiterek hasta Órbita, la ciudad se va volviendo más baja y uniforme, menos luminosa. Alrededor de ella se extiende la estepa, una llanura infinita, sin árboles ni montañas, ni nada que interrumpa el vacío. Conforme el avión se aleja, Astana parece cada vez más una pequeña isla de la estepa, una lucecita de Navidad emergiendo de la nieve.

Artículo publicado en: El País, 23 de junio de 2007

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4 de julio de 2007
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La pereza viaja en diligencia

A Zapatero le ha perdido su falta de fe en el esfuerzo, el tesón, la autoridad y el trabajo: es un vago

Los siniestros comunicados del diario Gara ponen de manifiesto cuántas facilidades se daba José Luis Rodríguez Zapatero. Tras el asesinato de los ecuatorianos en el aeropuerto de Madrid, aún andaban los funcionarios del Gobierno regateando con los terroristas sobre Navarra. Ahora ya no importa. Toda esa basura moral no es sino la constatación de que Zapatero no sabe trabajar con seriedad. Se guía por la ley del menor esfuerzo: creyó poder negociar contra la oposición, es decir, contra diez millones de españoles, y con una mano a la espalda.

La ingenuidad de Zapatero, o su frivolidad, tanto en este asunto como en la Alianza de Civilizaciones, la Memoria Histórica o el Estatuto catalán, obedece a una escasa preparación para el sacrificio, unida a la pereza intelectual que le impide analizar asuntos que exigen esfuerzo, trabajo, tesón, unidad y sacrificio. Zapatero comparte un peculiar defecto con muchos de sus coetáneos: no admite que haya problemas irresolubles, o que solo los resuelven el tiempo, el estudio, la fatiga, la obstinación.

Cuando de niños leemos cuentos y novelas, o vemos películas y series televisivas, construimos nuestra capacidad de intelección con las herramientas que nos ponen a mano. Hasta mucho más tarde no accederemos a otros útiles más críticos que nos permitan calificar todo lo anterior de fantasía. Muchos niños ya no vuelven a leer ni a estudiar en su vida, su intelecto permanece anclado en un mundo donde lo más difícil parece posible. Los niños antiguos escuchaban las hazañas de los héroes y sus sacrificios, los modernos nos educamos con relatos de esfuerzo y tenacidad como los de Dickens o los de Julio Verne, pero a partir del dominio del espectáculo sobre la realidad, los relatos para inmaduros detestan el esfuerzo y el sacrificio. Incluso las mejores lecturas, como las del joven Potter, dan por sentado que los problemas se arreglan mágicamente. Es un delirio que los psiquiatras infantiles diagnostican cada vez con mayor frecuencia en niños y muchachos que se creen omnipotentes, superhéroes.

El paso de la pereza de vicio a virtud tiene una historia corta. El valor de la pereza es un invento posterior a Marx: fue su yerno el primero en escribir un tratado sobre El derecho a la pereza, pero todavía no se apartaba de la sensatez de la clase media europea. La conquista de las vacaciones y finalmente la imposición de una inactividad muy rentable para el sistema económico, han hecho de aquel derecho a la pereza una verdadera caricatura. Desaparecida la pereza que podía reivindicar un marxista del ochocientos, convertida en una obligación anual llamada ocio que casi arruina a las familias y da beneficios gigantescos a las empresas, la pereza que se reinventa en los años setenta es de otro calado. Los movimientos libertarios odiaban el trabajo, y basta repasar los cómics de la época para constatar hasta qué punto se insultaba, se humillaba y se hacía befa de cualquier trabajador, físico o intelectual. Los okupas siguen en esa estela de ridiculización del trabajo.

No es extraño que tanto Tony Blair como Nicolas Sarkozy, (los primeros políticos europeos en asumir que la guerra fría ha terminado) se esfuercen por dignificar el trabajo y, naturalmente, remunerarlo. Para los okupas, para los hippies de los setenta, para los mafiosos de barrio, para algunos grupos libertarios, los que trabajan son idiotas. La figura del pobre hombre que va al trabajo con su cartera o su maletín, o el empollón de la clase, son figuras grotescas en casi todas las series de la televisión española. En nuestro país, al descrédito del trabajo se le une un señoritismo ancestral: la vagancia del hidalgo muerto de hambre.

La recuperación del trabajo como actividad moralmente encomiable es una novedad. También lo es el intento de restaurar la autoridad, otra víctima de Mayo del 68, sobre todo en colegios e institutos, aunque en ese terreno ultraconservador va a ser mucho más difícil avanzar. A la nefasta influencia televisiva se une la envilecedora y machacona presión de la publicidad, la peor de las manipulaciones a la que están sometidos los niños. Proponer la recuperación del trabajo como un derecho a la dignidad y de la autoridad de los maestros como un valor moral es una tarea casi suicida. A los beocios les parecerá una propuesta de derechas, pero lo triste es que desde el siglo XIX había sido una reivindicación de la izquierda. Se la dejó arrebatar por los aristócratas del 68, como tantos otros valores que han ido desapareciendo por el sumidero relativista de la posmodernidad.

Ahora podemos volver al comienzo, al delirio del superhéroe como síntoma de pereza. Algunos problemas, como el del fascismo en el País Vasco, no tienen más solución que la resistencia colectiva. Sus antecedentes, las guerras carlistas, nos persuaden de que es algo endémico, como los conflictos cainitas de los árabes o de las tribus balcánicas. Eso no quiere decir que no deba intentarse encontrar una salida, pero quien lo intente ha de saber que solo mediante el esfuerzo, el tesón, la autoridad, el trabajo, muchísimos años y otros valores detestados por la progresía se podrá vencer a los terroristas. A Zapatero le ha perdido su falta de fe en tales valores: cree ser omnipotente, pero es un vago.

Artículo publicado en: El Periódico, 2 de julio de 2007.

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4 de julio de 2007
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ANGÉLICAS LOCURAS

“Si mis amigos no son una legión de ángeles clandestinos, qué será de mí”, un poema de Raúl Gómez Jattin que también sirve al autor del libro de miradas, voces, recuerdos, en fin una mirada oral para recordar al poeta tan loco, tan excesivo y tan lleno de gracias como fue Gómez Jattin. El libro lo firma un español apasionado de Colombia, un curioso diplomático, uno más, que es un apasionado de la poesía. Y de la vida. Se llama José Antonio de Ory, lo cuál ya nos da muchas pistas de por dónde van sus gustos literarios. Un sobrino de Ory, tiene que ser poéticamente interesante y humanamente también. Otro día hablaremos de Ory. Y otro día de Panero, mejor dicho, de los Panero. Del padre, del que encontré una hermosa y perdida edición en Bogotá. De los hijos. Y, por supuesto, del espíritu non santo del hijo más loco, del querido, vivo, lúcido y complejo Leopoldo María Panero… Pero hoy, así lo comprometimos, le toca al excesivo, recordado y recuperado Raúl Gómez Jattin.

Primero un poema autobiográfico, Íntimas preguntas, todos lo son: “¿De profesión? Loco. ¿De vocación? Lerdo. ¿De ambición? Terco. ¿De formación? Ángel. Y ni aún así pudo contrarrestar el cabrilleo de los ojos de Jorge.

¿De fornicación? Lento”

No estaba tan loco. Ni era tan angelical. Era de un pueblo, hijo del siglo xx y colombiano. Hubiera querido ser griego, presocrático, poeta, aristocrático y amante de jóvenes. Era, fue, marihuanero, drogota, bebedor, homosexual, bisexual y amante de quién pudo. Su vida terminó, después de muchos ingresos, de muchas caídas y abandonos, en una carretera bajo las ruedas de un bus. No se sabe si toreando a los coches como el torero que borracho de peligro se acerca a los pitones. El caso es que murió en la calle este poeta tan loco, tan callejero, tan feo y tan hermoso. Navegó como en un ebrio navío. Se quedó solo, como los hijos de la mar. Solo como no se merecen algunos hombres. Le gustaron las canciones, la compañía de Serrat. Le gustaron otros poetas, casi siempre los iluminados, malditos, locos y algunos tranquilos machadianos para confundirnos. O para dejarnos consumidos en la pura contradicción que tantas veces es la vida, que es la poesía.

Poeta erótico, atrevido, imaginativo -él y otros locos, conocen muy bien a esa “loca de la casa”-  que entre nosotros se puede encontrar en una edición de Pre-Textos. Yo agradezco mucho al Ory de aquellas orillas su acercamiento a este poeta que también amó a otro suicida, a uno que siempre recordamos cuando llega Agosto, y muchas veces sin que haya llegado, Cesare Pavese.

“A Cesare Pavese lo han calumniado. /Él no ha muerto/ Vive en un a pequeña casa/ en la mitad de mi corazón/ alegre y hermoso/ festejando un perpetuo Agosto/ con un amante juvenil y tierno”

Hoy Gómez Jattín, mañana, Panero o esos no candidatos al Premio Cervantes. “Más allá de este verso que me mata en secreto/ está la vejez -la muerte- el tiempo inacabable/ cuando los dos recuerdos: el de mi madre y el mío/ sean sólo un recuerdo solo: este verso.”

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3 de julio de 2007
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ESCRITORES MAL VESTIDOS

Hay escritores que escriben vestidos de cualquier forma. No quiero decir mal vestidos, que obviamente también, sino que se disponen a escribir sin poner atención a sus ropas. La escritura no es un oficio sagrado y no requiere por tanto la liturgia en sus vestimentas, tampoco se realiza incorporando a su quehacer una categoría simbólica y, en consecuencia, a diferencia de los jueces que con su saber imparten La Justicia, el autor no imparte mediante sus habilidades y conocimientos nada socialmente  decisivo.

Si embargo, ¿cómo soslayar que el acto de escribir forma parte de la exposición y comunicación en público? ¿Cómo mutilar la obra del proceso creativo y sus diferentes circunstancias? No existe escritor que al crear el texto olvide el destino de lo que se propone escribir o está escribiendo. Nadie escribe para sí mismo sin mirada alguna, aun siendo la propia. Ni siquiera los suicidas cometen el suicidio para ellos solos. El suicidio, justamente alcanza su valor basándose en el contenido de la comunicación que el cuerpo (vestido o desvestido, siempre en el ámbito del vestido) trasmite a los seres que lo reciben como muerto. El muerto habla de sí enfáticamente a través de las concretas ropas definitivas que muestra. Con ellas se autodefine en cuanto rastros de su carácter y su desesperación, en cuanto pistas de su última estancia aquí tanto sometido al peso de su vida personal como sujeto que experimenta ese peso personalizado y, en consecuencia, irradia la condición de su pesar.

Las ropas, todas las ropas, son excrecencias táctiles, sonoras y pictóricas de nosotros mismos. Ropas que cantan o musitan, que invitan a ser abrazadas o que separan y limitan. ¿Pintar desnudo? La elección de apartar las ropas es el síntoma directo de su importante presencia. Deshacerse de las ropas no es prescindir de ellas. Desprenderse de las prendas es un acto explícito  que enfatiza su potencia y su influencia.  Lo incomprensible de no tenerlas en cuenta, de creer que será lo mismo escribir de esta guisa o de la otra, con una pinta o cualquiera, delata un lamentable déficit de sensibilidad en el creador. Este creador, frecuentemente lelo igualmente en varios aspectos relacionales, supone que crea con la mente o con el cuerpo exentos pero tanto la mente como el cuerpo se materializan a través de una representación física de la que parte la acción creativa y sus peripecias. El sujeto que crea palpa y mira a la vez que necesariamente se ve, respira a la vez que transpira, se abalanza sobre el lienzo o el papel como una figura concreta, un personaje con vestuario determinado para cumplir la partitura o los matices de una función.

No es lo mismo la mujer o el hombre atractivos sin la correspondencia de sus apropiados vestidos. La belleza de una mujer o de un hombre son altamente vulnerables a llevar una birria de ropas. A través de ellas se realzan o se descalifican, mediante la acción de sus prendas se llega a la prestancia o al desastre.

El ser humano es un ser vestido. ¿Cómo puede crearse desdeñando ese atributo? Efectivamente se sufre a menudo el caso de artistas, actrices, cantantes y poetas,  incapaces de vestirse bien. Nunca son lo mismo sus versos o sus interpretaciones que si acertaran a elegir bien sus ropas. El error que tan conspicuamente exhiben les convierte en ejemplares  erráticos puesto que la carencia de criterio en el vestido denota ofuscaciones en el  criterio general y no en su periferia sino en su centro.

De esta característica desorientación pueden esperarse estragos en otros aspectos importantes de la elección estética.  Quien no viste bien siempre será justificado objeto de recelo. Quien no atiende a su propia composición al colocarse frente al cuadro o el teclado descuida, de antemano, un indispensable rigor inicial y presencial. La forma es la esencia del producto y tanto más cuanto más se afirme en ella.  El ejercicio de la creación, en todas sus modalidades, requiere por ello la máxima atención a las formas, la atención integral de las formas porque en definitiva toda obra maestra lo es formalmente o no nunca lo será.

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3 de julio de 2007
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V. DEMOCRACIA CON APELLIDOS

El Santo Tribunal que me condena no cree en las opciones libres, por lo visto, y la libertad de opciones es para mí irrenunciable, lo mismo que me niego a delegar en nadie la elaboración de mi pensamiento.  Y en esa sentencia percibo un gemido de nostalgia por el viejo socialismo destronado de los tiempos soviéticos, que entre sus muchas desventuras es responsable de haber dado a toda la izquierda la mala fama de ser enemiga de la libertad y de la democracia.

Tal como una vez escuché al presidente Lula decir en Managua, que uno de los pecados capitales de la izquierda militante había sido ponerle apellidos a la democracia: una democracia burguesa, vituperable, y una democracia proletaria, la única legítima y digna de alabanza.

El maestro Bobbio cita en su libro a Noam Chomsky, el singular pensador estadounidense,  diciendo que el derrumbe del mundo soviético, y del llamado socialismo real, tenía la ventaja de que permitiría a la izquierda verdadera demostrar que nada tenía que ver con estalinismo ni con la muerte de la libertad. Y cierro hablando de Chomsky porque el presidente Chávez es un buen lector suyo, al punto de recomendar sus libros en su tan famoso programa “Aló, Presidente”. Es bueno seguir sus consejos.

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3 de julio de 2007
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Tatuajes en el alma

El otro día, en el auto, mi hija menor solicitó el correspondiente permiso para cambiar de CD. (En el diminuto país dictatorial que es mi vehículo, la elección de la música suele ser un privilegio del Supremo al Volante.) Entre las opciones que había a mano, eligió el último de Lloyd Cole, Antidepressant. Corrieron algunas canciones y se me ocurrió contarle lo mismo que conté aquí hace algún tiempo sobre Cole: que además de la admiración por su música me une a él una corriente afectiva que deriva del hecho de haber crecido en sincronía. Recuerdo que cuando empecé a oírlo, tenía la misma edad de Cole y de su canción 29. Todavía sigo oyendo su música, sólo que ahora Cole habla de un cuerpo que recién le empieza a funcionar los martes, con algunas partes que ya merecerían reemplazo, al punto que ni siquiera le hace efecto Scarlett Johanson.

Mientras seguía manejando, recordé que la primera canción de Cole que me llamó la atención fue Jennifer, She Said, cuyo protagonista lamenta haberse tatuado el nombre en cuestión sobre la piel, sucumbiendo a la pasión de un romance que terminó durando lo que un suspiro. Sonreí, pensando que grabarse en el cuerpo un nombre que termina convirtiéndose en una llaga era algo muy propio del joven que Cole era –que éramos- por entonces. Satisfecho conmigo mismo, pensé que por fortuna no había cometido semejante desatino en su momento. Y de inmediato entendí que no era necesario entender el tatuaje de manera literal. Ser joven hace inevitable tomar una larga serie de decisiones, muchas de las cuales pueden llegar a ser tan equivocadas como irreversibles –al igual un tatuaje.

Y yo, para qué engañarse, tomé decisiones de esa clase a manos llenas. Mi alma está llena de tatuajes a medio borrar. Marcas que me quedaron de tantas relaciones truncas, de tantas omisiones, de tantos fracasos. Algunas resultan casi ilegibles, pero otras permanecen, constituyendo un texto fragmentado que me encantaría expurgar de mi historia, pero que de lograrlo la dejaría incompleta y sin explicación.

Me fui quedando callado, sumido en el recuento de tanto garabato. Mi hija registró el silencio pero no dijo nada. Aunque los adultos pretendemos que nuestra piel no dice nada, los hijos conocen de memoria todos nuestros tatuajes. Por fortuna algunos de ellos tienen la delicadeza de fingir que no los ven, hacen de cuenta de que no pueden leerlos, de que la ropa con que intentamos cubrirlos ha cumplido con su cometido. Esa, según entiendo, es una de las formas más perfectas de su amor.

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3 de julio de 2007
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POETAS, ESOS LOCOS

Tienen su locura. Aunque tantas veces sólo está en los poemas. Conozco muchos poetas de vida muy tranquila, incluso de vida familiar más o menos convencional. La locura se escapa por los poemas. No deben engañarnos las formas en los poetas, incluso son gentes, muchos de ellos, que pagan los impuestos, conducen sin beber y programan sus vacaciones de verano.

Vuelvo de Colombia cargado de poetas, también de muchas prosas. No tengo información de la vida de algunos de sus mejores poetas. No sé casi nada de la vida de Gaitán Durán, Hernando Valencia, Gómez Valderrama o de León de Greiff. Tampoco demasiado de Eduardo Cote Lamus, tan admirable, tan admirado también por Caballero Bonald. Su hijo Eduardo, otro querido poeta, me regala la obra completa de su padre y me enseña la casa dónde ya nunca vivió el poeta, la casa de la madre viuda que, naturalmente, conservaba los libros del marido. Ahora que los dos murieron, los libros del padre, los cuadros, los objetos hay que repartirlos entre los hijos. Estuve en una casa donde, por últimos días, todavía seguían como testigos de vidas los libros dedicados por Juan Ramón, Aleixandre, Guillén, Dámaso, Alberti, Goytisolo… y otros amigos del poeta que murió, demasiado pronto, demasiado estúpidamente en un accidente de coche.

También en accidente de coche, imprevista e injustamente encontró la muerte otro de los grandes escritores europeos, George Sebald.

Los buenos poetas mueren menos que el resto de los mortales. Van quedando sus vidas, sus amores, sus excesos y sus pasiones contadas en sus poemas. Se quedan sus versos como descendientes, como testigos, como guías de nuestras imperfecciones en la vida. Al poeta Cote Lamus lo miramos en la foto del libro, sonriente controlado, con su traje de elegancia diplomática y lleno -como un niño travieso- de pajaritas de papel, de todo un zoo infantil que recorre su traje, se sube por su cabeza y nos devuelve la imagen menos seria, más cercana del poeta. También los poetas serios son unos locos, aunque saben tener miedo a los ángeles, “un ángel es un ángel pero cae/ y sigue siendo un ángel. Mas, temedle”.

Vivió deprisa, bebió despacio, murió pronto, nosotros somos capaces ahora de darle vida leyéndolo. No sé si es fácil encontrar aquí su poesía, le preguntaré al amigo Chus Visor, si lo hacen, no es mala parada para eso que llamamos vida cotidiana. Los poetas se nos pueden parecer en muchas cosas, se diferencias cuando escriben. Sobre todo si escriben en la hoja de una espada: “Destino es trazar paz adonde gima el pecho. / Crucé la vida hasta la empuñadura: me emparedaron por reliquia, por estar escrita: la estirpe ha muerto y yo me conmemoro.”

Mañana escribiré del más loco de los poetas colombianos, el también buscador de ángeles, de ángeles clandestinos, Raúl Gómez Jattin. Me encantaría regalar poetas, como no lo puedo hacer, regalo algunos poemas.

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2 de julio de 2007
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