Basilio Baltasar
El ensayista, filósofo y director de la revista Critical Inquiry, Arnold I. Davidson, es presentado en La Vanguardia como la antiimagen del filósofo engolado. La entrevista que le hacen en París los enviados del periódico catalán lleva su fotografía: un rapero con barba, el cráneo rapado, sonriente y contemplativo.
La entrevista podría haber discurrido por cualquier derrotero –tan amplias son las referencias literarias, cinematográficas y musicales manejadas por el autor- pero en cualquier caso nos habría conducido a la misma proposición: la filosofía es una actividad académica sólo en la medida en que ha perdido su razón de ser.
En el sofisticado alarde conceptual de los actuales maestros de filosofía debemos identificar, además, algo que se parece mucho a la traición. Como si el prestigio administrado por el gremio profesoral de generación en generación no fuera más que un intento por ocultar el verdadero origen y sentido del pensar.
Davidson quiere subrayar el vínculo existencial que acuñó la actividad filosófica: no una opción intelectual separada de la vida, no una institución cultural del Estado, no el inventario histórico de la biblioteca universal. Se trata más bien de un infatigable diálogo entre el individuo y la palpitante y huidiza experiencia de sí mismo.
Dice Davidson que la filosofía es un ejercicio espiritual, una práctica tan recomendable, urgente y necesaria como lo fue hace 2.500 años. Que probablemente resulte hoy en día extraño el comportamiento de un filósofo dispuesto a forjar un estilo de vida y un arte personal, un íntimo y quizá secreto modo de entender el mundo, pero que ningún otro anhelo puede considerarse “amor a la sabiduría”.
Para distanciarse de los ejercicios de ampulosa erudición ensalzados por la tradición institucional europea, Davidson comenta dos ejemplos cercanos a la figura del verdadero filósofo: Francisco de Asís, con su sandalia gastada, rascándose la barba y frecuentando la compañía de los desgraciados y los perros, y John Coltrane, el músico de jazz que nos enseñó a improvisar con virtuosismo inspirado.
Los personajes citados por Davidson ayudan a imaginar cómo se puede sostener a salvo de tanta inclemencia social la sutilísima conciencia de un yo silente, un sí mismo que conoce pero no atrapa, sabe pero no asegura, sospecha pero no teme. Desde este punto de vista, estos dos hombres -el místico de este mundo y el jazzman del otro- son indicios de una habilidad posible.
La acertada expresión arte de vivir -pues no parece quedar en pie ninguna respuesta doctrinal a nuestras preocupaciones- alude a ese vivir con destreza, sorteando las trampas tendidas, practicado por los filósofos que, pese a todo, como dijo al final Wittgenstein, dicen poco y muestran mucho.
Davidson nos propone una filosofía entendida como un saber estar en el mundo, una ética atenta a los imperceptibles instantes que conforman la totalidad del ser, una estética de la nobleza, una cínica y muy aguda simpleza.
No sé dónde leí la sentencia pero se corresponde bien con lo que propone Davidson. Una norma sencilla a modo de manual de instrucciones sobre la vida y el mundo: estate atento, recuerda quién eres y sé agradecido.