Josep Maria tenía ocho años y un problema óptico. Pero a pesar de ello, leyó con claridad el nombre de la tienda, que parecía salida de un cuento de hadas, y auguraba misterios y secretos: EL REY DE LA MAGIA. Cuando empujó la puerta, sonaron unas campanillas, y de la trastienda emergió un caballero vestido con traje gris, corbata y sombrero.
-¿Puedo comprar algo? –dijo el pequeño con los ojos como dos platos detrás de las gafas.
-No.
El niño miró a su alrededor. Los escaparates rebosaban de varitas mágicas, chisteras y cartas marcadas. El hombre continuó, sin inmutarse:
-Tengo que atender a un cliente muy importante. No puedes estar aquí.
Nadie entró a la tienda. Pero el niño se tuvo que ir.
No se dio por vencido, y continuó visitando el local. Su primera compra fue un gran dado que cambiaba de cara en el interior de una caja, y no sería la última. Empezó a asistir a los espectáculos de ilusionistas que pasaban por Barcelona. A los quince años, sabía que su futuro tendría que ver con el arte del engaño. Se ofreció para trabajar en El Rey de la Magia, pero el propietario lo rechazó de nuevo. Dijo que ya tenía suficiente personal. Josep Maria nunca había visto a nadie en ese lugar. Sólo escuchaba el sonido de la gente trabajando en la trastienda, como si fuesen duendes o fantasmas.
Hoy en día, Josep Maria Martinez y su esposa Rosa son magos y dueños de la tienda, situada en el 11 de la calle Princesa. Fuera de eso, poco ha cambiado en ella. Aún hay que abrir la puerta de campanillas para entrar. A las maravillas de los escaparates se han sumado algunas bromas más modernas (sangre falsa, dedos amputados, mocos y cacas). Y el antiguo propietario, Carles Bucheli i Sabater, sigue presente, en las fotos que cuelgan de las paredes negras. Sólo que ya no lleva su traje gris, sino un turbante, un traje de prestidigitador hindú y un nombre artístico: Carlston.
Cerca de ahí, atravesando las enrevesadas callejuelas del Born, en un rincón oscuro de la calle de l’Oli, Josep Maria y Rosa mantienen un pequeño museo con libros, trucos, trajes y fotos que retratan los más de cien años de historia del Rey de la Magia.
El museo rinde homenaje al prócer Fructuoso Canonge, un lustrabotas de la plaza Real que consiguió fama internacional con su talento de ilusionista. Hasta la primera mitad del XIX, la magia era cosa de charlatanes y estafadores de baja estofa que actuaban en los mercados y ofrecían curas milagrosas. De hecho, hasta la abolición del Santo Oficio en 1834, estaba penada por ley. Pero a partir de entonces, algunos prestidigitadores comenzaron a sacarla de esa tiniebla para colocarla bajo los reflectores del espectáculo y llevarla a los grandes teatros. Canonge hizo giras por Europa y América, y fue el único mago que actuó en el Liceu.
En los afiches de esos años, los ilusionistas son elegantes caballeros de frac recién llegados del infierno. Uno de ellos, Raymond, aparece sonriente brindando con el demonio. La botella de champán la han abierto dos diablillos. Murciélagos sobrevuelan la escena y monstruos se arrastran por el suelo. Otro de esos magos, Von Arx, presenta el espectáculo El trono del misterio: sentaba a una mujer en ese trono y la desaparecía. En la publicidad, el asiento está decorado con huesos humanos y custodiado por dos esqueletos. Alrededor del mago –que como siempre va de frac- varios diablos le rinden pleitesía.
Todas esas figuras inspiraron a Joaquim Partagàs y Jaquet, que a finales del siglo fundó la tienda y escribió un libro: El prestidigitador optimus o magia espectral (secretos de ciencias ocultas). Entre los números de su salón mágico, junto a la mujer araña y la momia, se contaban las sombras chinescas o los dioramas. El ámbito de acción del diablo aún no se diferenciaba del espectáculo visual.
El heredero de Partagàs en la tienda fue Carlston, el del turbante. Y para entonces, la magia venía de Oriente. El mago chino Fu Man Chu –que en realidad era inglés- había combinado con éxito magia y exotismo, y sus visitas a España crearon escuela. Li Chang, “el demonio amarillo”, montó todo un espectáculo de variedades con bailarinas en minifalda, enmascarados y números dramáticos, y luego dirigió su propio circo. Carlston, por su parte, creó una variante arábigo-hindú. Sus decorados incluían imágenes de Shiva y asistentes vestidos como Aladino.
Pero en el museo también se exhibe el lado oscuro de la magia. Hay un afiche de los Hermanos Roca, magos itinerantes que montaron una casa del terror durante la primera mitad del siglo XX. Los Roca se presentaban en las ferias de los pueblos exhibiendo como atracciones a autómatas y fenómenos. Era famosa su mujer serpiente.
Quizá ese tipo de espectáculos desacreditó a los magos. Quizá el mundo se volvió más escéptico. O quizá, como opina Josep Maria, la administración comenzó a ocuparse de la cultura, y siempre despreció la magia como superchería. El caso es que, a partir de los años 60, los magos empezaron a desaparecer de los grandes teatros. Y sin embargo, aún son muchos. En un día, entran en el local de Princesa grandes y pequeños, hombres y mujeres, en diferentes grados de instrucción mágica.
La tarde que visito la tienda, un pequeño de ocho años con gafas entra y pide que le enseñen un truco. Josep Maria saca de una gaveta un pañuelo negro y murmura unas palabras mágicas. Yo me distraigo contemplando a Carlston, su severo maestro, que me observa desde la pared con aire de reprobación. Me parece que es sólo un instante.
Cuando vuelvo la vista, el niño ya no está.
Artículo publicado en: El País (edición Cataluña), 17 de julio de 2007.