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III. OSCAR, VIEJO AMIGO

Este gato agorero, que ha merecido artículos científicos en el New England Journal od Medicine, se llama Oscar. Para empezar, ya se ve que tiene un nombre familiar, desprovisto de toda malicia. Se le podría llamar con toda confianza Oscarito, y seguramente no tiene aspecto de asustar a nadie. Son especulaciones mías esto de que tiene aspecto inocente, porque deseo de verle la cara no tengo ninguno.

Se sabe a lo que llega, pero no de dónde viene, ni donde vive. Así de sorpresivas son sus apariciones frente a los pacientes del asilo, todos ellos dementes, dato que creo había olvidado en consignar. Es un gato ajeno, por tanto, que si tiene hogar pacífico será en algún otro lado, o a lo mejor sobrevive en la calle, y robará su comida en los tachos de basura, en las cocinas de los restaurantes, o en la misma cocina del asilo de ancianos que ha elegido para hacer sus anuncios.

Aparece, entrando por la ventana, o colándose por algún pasadizo que sólo él conoce. Va directo a una cama, salta sobre ella, extiende la pata en señal de elección, dilata sus pupilas de cara al elegido, y se lame los bigotes de manera golosa. Y por donde vino se va.

Quién quiere a su lado a un gato semejante por meloso que sea.  ¡Zape!

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16 de agosto de 2007
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AIRE ACONDICIONADO

Gracias al aire acondicionado han podido habitarse, explotarse, comercializarse y destruirse ecológicamente impensables zonas del planeta. El aire acondicionado actúa como un poderoso vehículo de la civilización a lomos del cual cabalgan millones de seres humanos y sus planes en este mundo, los aeropuertos, los hoteles, las alcobas, los hospitales y los centros comerciales. También los negocios y toda suerte de ocios.

Y, sin embargo, el mundo entero que se ha encerrado dentro de él abomina asiduamente de su presencia. Acaso no hay invención que junte tanto el deseo y la aversión, su atracción y su rechazo, su condición de bien contra el malestar del calor insalubre y su incuestionable carácter de nocivo  para la salud. Entramos en el aire acondicionado, conectamos el aparato y nos abandonamos a su influjo con la convicción de que nos perjudicará pero ¿cómo no enchufarlo?

El establecimiento sin aire acondicionado delata su penuria o su atraso. En cualquier lugar, casi en cualquier latitud y en todo espacio interior el aire llega acondicionado. Acondicionado para librarnos del calor pero acondicionado, a la vez, para empujarnos al catarro, la neumonía, la faringitis o las fiebres sin definición exacta.

¿Tampoco se les ocurre nada al sector tecnológico para evitar que el mundo entero, globalizado, refrigerado, se encuentre bajo la sevicia de este invento a medias, con tantos años de experiencia interhumana y sin haber logrado todavía acondicionarse? Ser efectivamente acondicionado a nuestra condición.

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16 de agosto de 2007
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La insoportable levedad del cine

Cuando vi por primera vez La insoportable levedad del ser, la película de Philip Kaufman, no había leído aun la novela original de Kundera. Si mal no recuerdo, por aquel entonces estaba harto de que todo el mundo hablase de Kundera como si fuese la Octava Maravilla, y yo, que siempre me tuve por rebelde (prohibido reírse), no estaba dispuesto a sumarme al rebaño. Pasaron unos cuantos años antes de que me permitiese abrir la novela. Fue amor a primera, aunque tardía, lectura. Creo que es un gran libro, que alterna ligereza y gravedad con la sabiduría de la vida misma, que recrea de manera indeleble el mundo del que habla (Praga durante y después de su Primavera) y que nos regala un trío de personajes inolvidables: todos hemos sido Tomás, Teresa o Sabina en algún momento de nuestras vidas.

Ahora volví a ver la película y me gustó todavía menos. Es verdad que Kaufman trató de pisar sobre seguro: contaba con un productor acostumbrado a respetar las grandes novelas, como Saul Zaentz, con un guionista laureado como Jean-Claude Carriere y con un trío de actores soberbios como Daniel Day Lewis, Juliette Binoche y Lena Olin, que de verdad están muy bien. (Hasta los animales brillan, tanto los chanchos que hacen de Mefisto como los perros que intepretan a Karenin.) Pero algo se ha perdido en la traducción, ese algo que tan a menudo extrañamos en las traslaciones de grandes relatos a la pantalla. La historia es la misma y los personajes no han sido cambiados, pero…

Lo que yo extraño es la voz del relator, ese Dios tan sabio como arbitrario que es parte esencial de La insoportable levedad del ser, al punto de cortar el relato por la mitad y recordarnos que Tomás, Teresa y Sabina no existen más que en su cabeza. Supongo que Kaufman y Carriere habrán creído que esa voz tan idiosincrática no podía ser honrada por el mecanismo habitual del relato en off, cosa con la que concuerdo. Pero al quitarla por completo y quedarse tan sólo con los hechos que la historia hila, perdemos –al menos yo lo siento como una pérdida- las razones por las cuales esa gente y esos hechos se conviertieron para el autor en algo que no podía dejar de contar. Kaufman habrá aspirado a que sus propias elecciones como narrador (secuencias, encuadres, edición, la marcación de los actores) equivaliesen dentro del relato fílmico a las que Kundera toma en el libro delante de nuestros ojos, pero en todo caso el experimento no funcionó.

Todo lo cual remite al viejo tema de la dificultad de las adaptaciones literarias en el cine. Ahí están, para desconcertarnos, las grandes películas salidas de novelas convencionales –desde Vértigo hasta El bebé de Rosemary- y los bodrios en que el cine convirtió tantas novelas que nos resultaban inolvidables. (El mundo según Garp, por mencionar tan sólo un caso de los que lamento personalmente.) También están las películas que parecen haber obtenido un triunfo mediante el recurso de la traición exitosa, recreando la historia casi desde cero para que el cine se engañe y la viva como cosa suya: por ejemplo Blade Runner, que reinventa una novela de Philip K. Dick, o El paciente inglés, que deconstruye la novela de Ondaatje para quedarse tan sólo con los elementos que en ella remiten al cine de David Lean.

Imagino que ustedes se acordarán de muchos otros casos. En el fondo, cada lector de una novela la está dirigiendo en su cabeza mientras la lee, y juzgará a la adaptación cinematográfica ulterior de acuerdo al modo en que coincida o no con ‘su’ versión.

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16 de agosto de 2007
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AMORES INGLESES

Hay que leer esto: la lista de las 20 mejores historias de amor según los ingleses. Es el resultado de un sondeo (tamaño de la muestra: dos mil personas) y el resultado tal como lo publica el sitio de The Guardian sorprende (aun más sabiendo que el ano que viene después del título es la de la publicación de la obra):

1 Wuthering Heights, Emily Brontë, 1847
2 Pride and Prejudice, Jane Austen, 1813
3 Romeo and Juliet, William Shakespeare, 1597
4 Jane Eyre, Charlotte Brontë, 1847
5 Gone with the Wind, Margaret Mitchell, 1936
6 The English Patient, Michael Ondaatje, 1992
7 Rebecca, Daphne du Maurier, 1938
8 Doctor Zhivago, Boris Pasternak, 1957
9 Lady Chatterley's Lover, DH Lawrence, 1928
10 Far from The Madding Crowd, Thomas Hardy, 1874
11 My Fair Lady, Alan Jay Lerner, 1956
y The African Queen, CS Forester, 1935
13 The Great Gatsby, Francis Scott Fitzgerald, 1925
14 Sense and Sensibility, Jane Austen, 1811
15  The Way We Were, Arthur Laurents, 1972
y War and Peace, Leo Tolstoy, 1865
17 Frenchman's Creek, Daphne du Maurier, 1942
18 Persuasion, Jane Austen, 1818
19 Take a Girl Like You, Kingsley Amis, 1960
20 Daniel Deronda, George Eliot, 1876

No sé si es necesario añadir un comentario, pero lo hago con unas ideas:

A. Se trata de literatura, de literatura dura, aunque el sondeo fue hecho por un canal de televisión que buscaba promover sus series de «amor de verano» 

B. La victoria de Cumbres borrascosas de Emily Bronte dice mucho sobre el estado de las pasiones en el Reino Unido: entre Cathy Earnshaw y Heathcliff, lo único que podemos notar es la potencia de un fracaso amoroso.

C. Aunque la mitad de los amores son del siglo XX vemos que gana, de manera muy cómoda, el siglo XIX.

D. Muchas proposiciones tienen que ver la existencia de películas de cine o adaptaciones para la televisión.

E. Síntesis: hay amor entre los ingleses, sí, pero con poca renovación.

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16 de agosto de 2007
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Etérea remitente / y II

Colega de mis desvelos,

No te voy a decir desde cuándo empecé a merodearte, pero tú sí sabrás desde cuándo te dio por invocarme. No llegué pronto, claro. Quería estar segura de que estabas seguro de lo que pedías. Un trámite enfadoso hasta para nosotras, las etéreas. Siempre que una mujer pregunta "¿estás seguro?" sabe que pierde el tiempo, porque el que obtendrá no es de seguridad, sino de calentura. Ya sé que hay otros más diligentes que yo. Los demonios, digamos, se tardan mucho menos en llegar que una pizza de un solo ingrediente. No los profesionales, ¿verdad? Con esos haces cita y firmas un contrato. Pero también llegan más pronto que yo. Pensarás de seguro que me he dado a desear por estrategia, método respetable y eficaz para quien busca seducir al contrario, pero ése no es mi caso. O en fin, nuestro caso. Lo que yo me he propuesto no es seducirte, aunque sí conquistarte. Y hasta donde yo sé, toda conquista consta de dos pasos: aislar e intoxicar. En orden, o al revés, o a la vez, pero había que hacerlo.

Tú lo has dicho, los vicios son celosos, y yo no prometí ser la excepción. Puedes ir y contarle a quien te quiera que aquello que nos une no es sino un compromiso profesional, pero bien sabes que esto, lo nuestrito, peca de personal, emocional, ideológico, erótico y teocrático, todo en un mismo producto. Cualquier noción menos comprometida de profesionalismo, Queridísimo, me parece un desliz de aficionados, y sábete que a una como yo no le basta con que uno como tú venga y se le aficione. Guarda esa vena de hincha para el próximo estadio. Como ya te lo he dicho, el inicio, desarrollo y mantenimiento de la bonita relación que nos une han dependido sólo de mi capacidad de aislarte e intoxicarte, igual que haría una obsesión invencible. Es decir expansiva, controladora, despótica. ¿Vas a decir ahora que no era así la musa por la que tanto aullaste, como niño que escribe su carta a Santa Claus?

Voy a ahorrarte el bochorno de enlistar a las advenedizas a quienes en mi ausencia habilitaste como seudomusas; tú has visto ya, Cariño, los resultados de tanta temeridad. Me es preciso, eso sí, subrayar que ni tres entre ellas supieron como aislarte e intoxicarte, y eso es gracias a mi arduo trabajo en la penumbra. Pero igual lo sabías, y bien que cooperabas. Años antes de deslumbrarte con mi presencia súbita en tu vida diaria, ya me habías olido el rastro etéreo. Era una obsesión sexy, la nuestra. Lo suficiente cuando menos para sacarte de las mejores fiestas y echar abajo tus romances más sólidos en el nombre del vicio que a muy temprana hora nos hizo cómplices.

He visto por ahí que hay quienes se interesan por mi edad y mi ascendencia, insinuando que tengo los venerables años de Sharon Stone o soy acaso la sobrina perdida del tío Joseph. Si hiciéramos las cuentas escrupulosamente, descubriríamos que la oveja hocicona de la familia viene a ser mi sobrino, o sobrino-nieto, pero considerando el impecable proceso de autorreencarnación de los seres etéreos como yo, sujetos además a la voluntad lúbrica de quien los invoca, habría que ser un depravado total para pensar que paso de los veintiuno. Dime tú quién sería lo bastante observador, o siquiera se tomaría el tiempo necesario para distinguir entre una musa jubilada y una bruja. Y como no se trata de preparar pócimas, sino de ser una misma el veneno, ni de levantar diques, sino de hacerme agua para hacerte isla, necesito ponerme pecaminosa, y a ratos un poquito ilegal. Soy tu ponzoña, Dear. Soy tu almena, tu dique y tus cocodrilos. Tu gran muralla y tu opio. No vine de turista, ni de negocios. Considera a esta carta vanguardia de un ejército enemigo y a tu nombre en la punta de todas mis lanzas.

En cuanto a mi opinión personal, coincide plenamente con la profesional: a partir de esta raya en nuestra historia, el Oriente comienza en tus fronteras. Estarás en mis sueños, Bebé. Y viceversita.

Tuya como una obsesión nocturna,

Afrodita del Carmen M-G

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16 de agosto de 2007
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AUSENCIA (II)

La ausencia es la forma suprema de la elegancia, siendo la elegancia el efecto esencial que nunca se pronuncia, se oye o se apresa. La ausencia llega aún más lejos con su impacto, no se ve, no se toca pero, además no se hace por sí misma ilocalizable. Es lo ilocalizable hasta la extenuación.

La fuerza de la ausencia deriva precisamente de esta imposibilidad para calcular su ubicación y atribuir alguna medida a su encuentro y penetración. Impenetrable, niquelada, la ausencia se hace resistente a toda herramienta, a cualquier ley y su fuga de toda esperanza incluye la fuga de la racionalidad y el orden. Como en los solares devastados la ausencia crea un cosmos sin posibles confines y, además, manifiesta sin darse a conocer, una fuerza superior que abate con su desesperación la imaginación misma de sus límites.

El cuerpo amado que se ausenta deja tras de sí primero un melancólico rastro de memoria dolorida pero, gradualmente, agranda su vacío incoloro y todo él se transforma en un inmenso gigante transparente donde los sentidos se extravían, la primera búsqueda aumenta su desconcierto y ya cualquier intento de reconstrucción sentimental topa con la extrema demolición que la ausencia día tras día extiende sobre el más ínfimo vestigio del  recuerdo.

Nunca seremos capaces de convivir con la ausencia que en su progreso revela la naturaleza de un orden superior, no ético sino desolador, no físico sino progresivamente abstracto, no alcanzable sino tan huidizo e indefinido como la sutileza invisible de la elegancia, esa forma de atributo sin formalización, ese sistema sin clave, ese ámbito, donde se despereza la danza de lo elegante y el bostezo de la ausencia como transparentes categorías de Dios.

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14 de agosto de 2007
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Pobre niña rica

Cayó en mis manos Factory Girl, la película de George Hickenlooper que se estrenó a fines del año pasado con tanta mala suerte como la de Edie Sedgwick, el personaje real cuya historia narra. Factory Girl fue víctima de uno de esos típicos estrenos de apuro para colar una semana en cartel, que se hacen para calificar a las nominaciones de los Oscar. (No obtuvo ni una.) A esa altura, si hay que creerle al artículo que publicó The New York Times el mes pasado, la película ya estaba condenada de antemano: el rodaje con demoras y múltiples retomas, más la presión que Harvey Manostijeras Weinstein, dueño de derechos de distribución, suele ejercer en la sala de edición, hicieron que todo el mundo empezase a bajarle el pulgar a Factory Girl aun antes de ver un solo fotograma.

Es verdad que la película que vi no vale gran cosa. Factory Girl habla de Edith Minturn “Edie’ Sedgwick, aquella chica rica de familia americana patricia que se convirtió en musa de Andy Warhol, la primera de sus superstars. Según parece –disto de ser un experto en este tema, todo el universo Warhol me deja frío a excepción de The Velvet Underground-, Edie le prestó al plebeyo Warhol la pátina de glamour que estaba necesitando para terminar de colar en el microuniverso de los fashionistas. Más allá de la actuación de Sienna Miller en el papel de Edie, la única forma en que vale la pena ‘leer’ el filme es como una historia de vampiros, con Warhol (Guy Pearce) en el papel de Drácula y la pobre Edie como una Mina sin Jonathan Harker que la rescate. En realidad sí aparece un Harker fallido, a quien la película llama ‘Bobby’. El nombre remite a Bobby Neuwirth, con quien Edie tuvo un romance, pero el hecho de que este ‘Bobby’ sea un músico famoso que canta folk y toca la armónica y anda en moto remite más bien a quien por entonces era el mejor amigo de Neuwirth, a saber Bob Dylan. ¿Y quién interpreta a este ‘Bobby” en el filme? Hayden Christensen. O sea el jovencito blando y carente de todo carisma que interpreta a Annakin Skywalker, también conocido como Darth Vader, en las últimas películas de George Lucas. Desde que Christensen entra en cuadro intentando hablar como Dylan, la única oportunidad de que alguien rescate a Edie de su muerte anunciada desaparece en el acto y la película se convierte en una autoparodia.

Lo cual no impide que el destino de esa pobre niña rica me conmueva de todas maneras. Había, imagino, una gran película latente en la vida de Edie Sedgwick, lo que va del rancho familiar en California y la prosapia que remite al Mayflower al Chelsea Hotel, las internaciones en neuropsiquiátricos y la muerte por sobredosis: una (otra) tragedia americana, parafraseando a Dreiser. Factory Girl no lo es, al menos en esta encarnación. (Parece que ahora saldrá a luz una versión más completa: habrá que darle otra oportunidad a Hickenlooper, que hasta hoy era un interesante autor de documentales.) Pero aun en su estado actual tiene momentos escalofriantes. Si Hickenlooper fue fiel a su ética de documentalista y la escena que recrea del filme de Warhol Beauty No. 2 es cierta (allí vemos a un viejo amigo de Edie que la azuza ante cámara para ver cómo reacciona ante la exposición de sus miserias), creo que mi broma sobre Warhol como Drácula debería empezar a ser tomada seriamente.

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14 de agosto de 2007
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El factor tiempo/páginas

Se me escapó la columna de Alberto Fuguet en el suplemento de libros del diario chileno El Mercurio del día 5 de agosto. Sería peligroso mandar el lector a una página cuyo acceso en la Web muy pronto será restringido. Pero por suerte, Fuguet reproduce sus artículos en su blog. Y, como siempre, su manera de acercarse de perfil a las cosas para enfrentarlas mejor funciona muy bien. Él, que se describe como “escritor/lector”, es excelente escritor cuando habla de su vida como lector.

Esta vez, el lector camina para permitir al escritor una frase obvia “el que no quiere leer, que no lea”. Así de sencillo. Fomentar a la lectura está bien pero no tenemos que producir lectores pues nosotros mismos, los aficionados a la literatura, somos los primero en huir frente a un libro de gran tamaño reconoce Fuguet.

Lo que me atrae de esta confesión es que paso por la misma traición que cuenta Fuguet: tengo que reconocerlo, no terminé Until I Find You de John Irving, un autor que había acompañado desde el principio de su carrera en cada uno de sus libros, incluyendo unos no traducidos en Europa.

¿Tiene que ver esto con el número de páginas del libro de Irving? (824 páginas, en este caso, en la edición americana de Random House). Fuguet responde de manera positiva con la invención de un nuevo factor que relaciona páginas y tiempo de lectura.

“El factor tiempo/páginas, dice Fuguet, no sólo está invadiendo la industria literaria (editar libros más cortos para asustar menos, algo que se podría entender desde el punto de vista de un editor, por ejemplo), sino, y esto me parece francamente fascinante, también está alterando la forma de leer y de escribir.” De ser así podríamos decir Bye-Bye a Proust, Tolstoi, Mann, Hugo, Dumas, etc. lo que me parece inverosímil. Aun más: me parece que Fuguet se equivoca: no rechazamos a ciertas obras clásicas por ser largas sino por perder pertinencia ya fuera de su época o por tener una forma cuya relación con el contenido nos parece equivocada.

Lo que no podemos soportar es la mala combinación entre un formato literario (por ejemplo, la novela larga, que se instala en un relato lento y muy completo y ubica a sus personajes de manera muy cómoda en todos los aspectos de su vida social, psicológica, económica, etc.) y ciertos argumentos. Hay autores que se pierden en su relato. Creo que es el caso de Irving en su última novela, con las referencias interminables a los tatuajes y las visitas repetidas de Ámsterdam que el autor ya visitó en la novela anterior. De verdad, somos buenos, ingenuos lectores. Aceptamos el camino más largo pero hay que entregarnos algo en el recorrido. No importa el número de páginas, pero cada página tiene que justificar su presencia.

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14 de agosto de 2007
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DESCUBRIMIENTO DE UN POETA

El poeta ya estaba allí pero no lo habíamos visto. No lo habíamos leído. Ahora nos parece un despiste de demasiados años. Muy desatentos estuvimos con Luis Rogelio Nogueras. Nos avisó nuestro editor, y amigo, Chus Visor. También su calidad, su singularidad y su humor sorprendió al muy conocedor, al maestro José Manuel Caballero Bonald. Ahora, en estos días de verano estamos leyendo a este poeta cubano que murió hace poco más de veinte años. Que escribió bastante. Que tuvo premios. Trabajó en el cine. Escribió novelas. Y nos dejó una variada, irónica, amorosa y humorosa cantidad de buenos poemas. En uno de sus libros había una verdadera confesión de principios en una cita de Hans Arp: “No invento nada. Es la vida quien inventa lo que pinto. Yo oigo y copio. Leo y copio. Palpo y copio. La vida se vale de mí como de un espejo”

Mucho nos han gustado algunos de los poemas de Nogueras. Su recién publicada antología poética se llama: “Hay muchos modos de jugar”. Muchas citas al cine, muchos homenajes, músicas cercanas, erotismo feliz, humor lleno de calores tropicales, bromas y verdades. No creo que el editor se moleste por copiar uno de sus poemas:

“JOSÉ Z

Dijo carajo o corazón/ cuando los demás decían ebúrneo azur corola/
Desnudó a la “ninfa de rosada ala”/ y la obligó a bailar borracha/ en una fiesta de negros/ Destrozó la lira/ le clavó unas tablas sin pulir/ hizo con ella un tres una guitarra/
una inquietante raqueta de tenis / Desplumó cisnes / y los asó en púa/ No bebió ambrosia sino ron / No hubo cenizas sino en la punta de sus cigarros /
No leyó a Ronsard sino a Salgari / No suspiró por princesas sino las poseyó /
No adoró “el cristal fúlgido del verso prístino” / sino más bien se rió del poema/
sino más bien caminó por el poema/ sino más bien durmió en el poema/
sino más bien cabalgó sobre el poema/ sino más bien demostró- sin lujo de detalles-/ que Todo era El Poema.”

Pues eso, que con permiso de algunas sabinistas, o mejor sin su permiso le haré llegar éste libro al cantante/ poeta que más veces dice carajo en público y privado.

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14 de agosto de 2007
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Etérea remitente / I

Coleguita My Love,

Te extrañará el tuteo, tanto como toparte aquí con mis palabras. La verdad, no me atrevo a seguir tratándote de usted después de haberme dado esta libertad. Puedes, si te acomoda, entender la presente como otro de mis diarios abusos, pues en el colmo del protagonismo he violado quién sabe cuántas cláusulas del que hasta ayer fue nuestro contrato. Me he puesto en tu lugar, literalmente. Y aquí estoy, donde nadie me llama. Puedes también soltar, como lo hiciste ayer, otra de esas sentencias lapidarias que te permitirá negarme de un plumazo y atribuir cada una de mis palabras al estado febril de tu imaginación. Por eso, y porque cada día tienes la generosa iniciativa de incluir aquí unos cuantos entre mis comentarios —los menos memorables, en mi humilde opinión— te correspondo con una cita extraída directamente de los tuyos:

—Tú cállate, que ni existes —me demoliste la última vez, y lo curioso fue que te hice caso. Me callé, pero pensando sólo en no enturbiar el eco chocarrero que te acompañaría después, como una maldición gitana sembrada en territorio católico, apostólico y chilango. Perdóname, Cariño, pero como te he dicho soy muy profesional, y eso incluye saber cuándo y cómo cobrar el alto costo de una rotura contractual. Digo, no esperarás que yo la pague. ¿Me entiendes o te explico?

Perdona una vez más que me atreva a tanto. Ya sé que es raro y hasta desconcertante que de repente sean tus comentarios los que aparezcan solos, entre guiones, antecedidos por mis parrafadas. Un lector distraído podría figurarse cualquier cosa, y hasta contradecirte y sospechar que existo, más allá de tu autorizado parecer. ¿O será que aún no atinas a enterarte que, existencias aparte, soy infinitamente más verosímil que tú? Pobre de ti, Querido, si fuera de otra forma. Escribir es borrarse por principio. Nadie quiere ver al titiritero, se aterriza en la historia con la ilusión de que cada muñeco tiene voluntad propia y todo lo que pasa está pasando. Si yo no existo, Darling, te borras tú conmigo, porque estás apostando tu vida a la mía. No pretendo, por cierto, tener la razón. Soy una musa, no la necesito. Lo que busco, eso sí, es darte una pequeña muestra de mi arbitrariedad. Aquí la tienes, Baby, es toda tuya: igual que yo, insiste en existir.

Te decía, en fin, lo que ya nadie tiene que decirte: el vicio de escribir tiene que ver con el deleite propio de empequeñecerse igual que un titiritero. Ya lo canta Paquita la del Barrio, si te borras es mejor. Y como tú también existes con insistencia en mi reino, no podía hacer menos que ayudar a borrarte un rato de la escena, antes que abandonarte a tu inexistente suerte. No niego tu derecho a denunciar mis abusos en UNaMuNo; comprobarías entonces que la Unión Nacional de Musas Novelistas tiene la facultad de despedirme, pero tú no. Y eso lo arruina todo, Corazón. De manera que puedes, si te divierte, dejarme sin salario, aunque no sin misión, y convertirme así en tu enemiga entrañable; lo que no está en tus manos es que me vaya. Ni siquiera en las mías, vamos. Echamos a andar una maquinita cuyo funcionamiento comprendemos a medias y cuyo control no podemos ejercer. Sólo nos queda creerla, con la pasión que nunca merecerá la verdad. Ese es nuestro negocio, Queridito. Créeme que estoy bien lejos de Mary Poppins, y deja ya de confundirme con tu hada madrina, que yo con esas perras ni el saludo.

—Tenerte a ti es como vivir con Alf —alcanzaste a bromear, para acabar de hundirte. ¿Sabes qué habría sido de Alf, el programa, sin Alf, el personaje? ¿Creíste que apodarme Alfrodita me iba a minimizar como a las ventanitas del monitor? Pues mírame, Cosita, que me has puesto a escribir en tu lugar. ¿Quieres saber ahora cuáles fueron los trucos que me dejaron llegar hasta acá? Vale la pena, créeme: pura teoría literaria, como para ponerte guapo con un sesudo ensayo. Yo sé que te interesa, no te niegues negándome. Y como dijo Schere, mañana te lo cuento. Hasta entonces, Mi Vida.

Siempre tuya,

  Afrodita del Carmen M-G.

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14 de agosto de 2007
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