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Cuando Kundera cunde

¿Que cómo es Afrodita del Carmen Martínez-Goebbels? Mal se puede pedir al deslumbrado que dibuje en detalle el deslumbramiento. No obstante, aun coronada por ese resplandor de fábrica que hasta a nuestras conversaciones más inocuas les da un efecto como de hielo seco, observo que la musa de estas líneas es ciertamente más carne que mito, más saxofones que arpas y por supuesto menos ropa que pudor.

  —Van a pensar que vengo a trabajar en cueros, colega. No mame, por favor —últimamente, sus esfuerzos por sonar chilanga y terrenal me dan cierta ternura. Inocente Afrodita, si soy yo quien se encarga de que nunca parezca más terrenal que el roce de un arcángel, aun si su mero aroma tiene ya cuerpo de perdición guajira.

Y aquí empieza el problema. Ninguna descripción, por exacta que sea, nos dejará contentos a los dos, incluso y sobre todo sabiendo ambos que lo nuestro no es una ciencia exacta sino, y eso con suerte, una conciencia a medio aproximar. Cuando alguien me pregunta para quién escribo, busco cualquier respuesta que la excluya a ella, igual que esos adolescentes prendados de una prima hermana cuyo nombre pronuncian fatalmente en secreto. Pero no escribo para complacerla, ni pierdo medio cool por miedo a disgustarla. Si no me es concedido probar su notoria existencia, escribo para al menos probarle a ella la mía.

  —Ahora dígame que es El Loco del Nomeolvides —se hace la dura, pero no me engaña: nadie que no haya sido arrasado por Kundera juega así con las frases de Kundera. Además, el amor puede nacer de una sola metáfora.

  —Soy un ingenuazo aliado de mis sepultureros —le sigo la corriente sin encajar el golpe, para que vea lo bien que soporto la densidad de todo su ser.

¿Cómo explicar que uno hace lo que hace para probar que existe ante quien no existe? Claro que eso de la existencia es relativo. Ahora mismo que andamos en Kundera, no estaría de más traer a cuento aquello de que "importantes son las obras y no los bailes de los príncipes". No existe un solo príncipe del siglo XIX cuya vida privada conozcamos mejor que la de Emma Bovary. ¿Cómo no va a existir aquella provinciana sedienta de luna, sentenciada a vivir y soñar entre palurdos? ¿Podrían no existir el Beethoven y el Napoleón de Milan Kundera? Sería tanto como negar a Kundera mismo, pues nadie sino él lo apostó todo por la existencia de lo sólo hasta entonces inexistente. La apuesta no es por lo que pasó, ni por lo que pasa, sino por lo que siempre pudo pasar, y aún podría. Por eso es para ella, la improbable probable, que formo las palabras una junto a la otra frente al unánime pelotón de sus ojos.

  —Nunca el tiro de gracia tuvo tanta gracia —y lo dice entornando esos ojos de bang mojado en boom.

No se puede escribir, y menos describir, sin conspirar contra la realidad. Cuenta uno lo que ve, quizás como lo ve, o como lo veía, o como siempre hubiera querido verlo. Unas veces se narra desde la costumbre, otras desde el asombro; y el ángulo, y el ojo, y el ánimo jamás son el mismo. No cuenta uno las cosas para adaptarlas a la realidad, sino para adaptar la realidad a ellas y sólo así dotarlas del aliento preciso para alegar que existen. Hay amantes que piden cuentas de suspiros; la musa exige cada exhalación. Anda, invita, con ansia de contagio, renuncia conmigo a la realidad. Por lo demás no puede uno sentarse a hormar la realidad sin haberla metido en el congelador. Lo caliente es la historia, no sus huellas, le susurra al oído la musa intrusa, y uno tiene que ir por la vida pretendiendo que la virgen no le habla y el paisaje objetivo le importa un poquito.

  —Ya lo dicen los estatutos de la Unión Nacional de Musas Novelistas: El paisaje objetivo es improductivo.

  —La realidad no sabe de control de calidad.

  —Si me escribe un bolero con ese estribillo, puede que hasta me salte una o dos de las cláusulas de UNaMuNo. Y si me sigue describiendo lo congelo, como a la realidad.

  —Por eso digo que eres indescriptible.

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31 de julio de 2007
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LECTURA PELIGROSA DE VERANO

Limpiando mi despacho –tarea de verano- encuentro un recorte de prensa. Un artículo de Rodrigo Fresán en el suplemento Babelia del diario El País con fecha del 5 de mayo de 2007. Supongo que los suscriptores lo pueden encontrar en línea. El título: "Tartas perfectas y escritura peligrosa".

Sospechaba que contenía algo fuerte. La lectura tranquila, lectura que procura el verano, lo confirma en una segunda etapa. Me explico: Fresán habla de Tom Spanbauer, escritor norteamericano que tiene su taller de literatura para enseñar el dangerous writing (escritura peligrosa), herramienta imprescindible, parece, de la literatura minimalista. No tengo opinión sobre Spanbauer, nunca lo he leído. Pero siguiendo a Fresán encontré en una segunda etapa un artículo de Chuck Palahniuk, ex-alumno de Spanbauer hablando del taller.

Este segundo artículo se publicó en el LA Weekly y, cómo decirlo, se trata de un artículo como uno escribe pocos en su vida: es una declaración de fe. La expresión de un creyente. Palahniuk explica que cada taller dura diez semanas. El trabajo consiste en reducir a pedacitos un cuento The harvest (la cosecha) de Amy Hempel. Tampoco he leído a Spanbauer y Hempel, pero no importa; el artículo es meramente un pretexto para explicar el método de la escritura peligrosa. Según este método, se cocina el minimalismo con cuatro ingredientes:

1. Los caballos. Hay que pensar en las películas del oeste: un carro que atraviesa la obra del principio al fin utiliza los mismos caballos a pesar de que no ocupan el centro de la historia. En una obra de ficción hay que tener a sus caballos para crear algo sin perder una línea de fondo.

2. Las lenguas quemadas. Una torpeza, un cliché, una palabra equivocada detienen al lector. Cometer el error de escribir lo que no se debe escribir es como hablar con la lengua quemada: la audiencia pierde la continuidad del relato. En el minimalismo la más mínima falta es una catástrofe.

3. Grabar como un ángel. El autor no puede pronunciarse, ni de manera subliminal, sobre lo que cuenta. No existen buenos o malos. Solo hay hechos, acciones y apariencias.

4. Escribir sobre el cuerpo. No se debe hablar a la inteligencia del lector con conceptos e ideas sino a sus tripas con sensaciones físicas de olor, textura, color, etc.

Cuando leo el método definitivo para escribir, no lo creo, ni un instante. Pero tampoco puedo negar mi fascinación frente a una persona que pretende tener el secreto de la creación.

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31 de julio de 2007
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La catedral y el artesano

Para ser honesto, estoy muy mal preparado para rendirle homenaje a Ingmar Bergman. Siempre me digo –y sigo pensándolo en la hora de su muerte- que todavía no he llegado a la etapa de mi vida en que pueda apreciarlo verdaderamente. También es posible que esa etapa no llegue jamás. Mis pocos encontronazos con sus películas me han vuelto prudente. Vi The Touch cuando era poco más que un adolescente, y por supuesto no entendí nada. Tengo El huevo de la serpiente y Fanny y Alexander en DVD, que todavía no vi pero que seguramente veré en estos días, aprovechando el impulso del duelo. No hace mucho sucumbí al influjo de Marcelo Piñeyro, que lo reverencia, y vi De la vida de las marionetas. Apenas terminé lo llamé para decirle que se lo agradecía, y que además tenía ganas de matarlo. La película es enorme, pero me produjo una depresión horrenda –a mí, que llevo el optimismo grabado a fuego en mi información genética.

Pero esto no significa que no existan aspectos de Bergman con los que no pueda relacionarme aun hoy. Me siento cercano del niño que temía a su padre y amaba a su extraña madre, aquel que a los nueve años cambió los soldaditos de plomo por una linterna mágica y empezó a soñar sus propias historias. Me siento próximo al niño que se sentía en las iglesias como en su casa, seducido por “los arcos bajos, los muros gruesos, el aroma de la eternidad, la luz del sol coloreando las pinturas medievales, las figuras talladas en los techos y en las paredes. Allí estaba todo lo que la imaginación puede desear: ángeles, santos, dragones, profetas, demonios, hombres”, contó alguna vez.

También me siento a gusto con el artista que declaró ser muy consciente de la duplicidad de su persona: “La parte conocida está muy controlada; todo resulta planeado y muy seguro. La parte desconocida puede ser muy desagradable. Creo que ésta es la parte que es responsable de todo el trabajo creativo –porque está en contacto con el niño. O sea que no es racional, sino impulsiva y extremadamente emocional”.

Creo entender al artista que encontró en el cine “un lenguaje que habla literalmente de un alma a la otra, con expresiones que, casi siempre de forma sensual, escapan al control restrictivo del intelecto”. Pero ante todo comparto la visión que le reveló alguna vez al crítico Andrew Sarris, respondiendo a la pregunta de por qué hacía lo que hacía. Bergman se refirió entonces a la reconstrucción de la catedral de Chartres, que en plena Edad Media acometieron miles de anónimos artesanos. “Ya sea creyente o escéptico, cristiano o pagano, trabajaría con todo el mundo para construir una catedral porque soy un artista y un artesano… Nunca me preocuparía por el juicio de la posteridad ni por el de mis contemporáneos; mi nombre no está grabado en ninguna parte y desaparecerá conmigo. Pero una pequeña parte mía sobrevivirá en la totalidad anónima y triunfante. Un dragón o un demonio, o quizás un santo, ¡eso no importa nada!”

Bergman dejó su marca en la catedral de la belleza producida por el hombre, eso es innegable. Puede que algún día me sobreponga al miedo y me atreva a visitar la nave en la que trabajó mientras vivió, a contemplar sus monstruos cara a cara, a disfrutar de los claroscuros que alguna vez me quitaron el aliento. 

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31 de julio de 2007
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PACIENTES

No todo sufrimiento es una enfermedad pero el enorme almacén de fármacos y psicofármacos dispuestos para cualquier dolor ha convertido a la población en un cerrado conjunto de pacientes.

El pesar amoroso o el dolor de un luto pueden aliviarse con medicamentos pero ¿no es restar importancia al sufrimiento no permitirle darse a conocer? ¿no es denigrar al individuo procurarle drogas que le niegan el derecho a contemplar nítidamente su adversidad y a afrontarla sin alienarse?

La extrema medicalización de la vida va camino de empalidecer la vida y progresivamente a decolar su panorama. La consecuencia simultánea es el allanamiento del sujeto y su creciente privación de valor.

Parecía que la medicina sólo acudía para devolvernos los colores y olores a la salud. Ahora, además, acude para aportarnos una materia que sólo debe oler y saber de un modo más dulce. ¿Felicidad? El concepto de la felicidad preparada tiende a su descaracterización y su fuerza declina hasta el  mundo, cada vez más común, de la fibromialgia.

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31 de julio de 2007
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V. RECUERDE EL ALMA DORMIDA…

Por dichosa coincidencia, mi madre fue mi profesora de literatura en el colegio de secundaria de mi pueblo. Tiempos de leer a Manrique, recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando, cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte… y a Lope, qué tengo yo que mi amistad procuras…, y a Quevedo, nadar sabe mi llama el agua fría… Y las Novelas Ejemplares de Cervantes, aquel licenciado Vidriera, loco que creía saber de vidrio y no salía al campo porque no le cayeran encima los rayos y fueran a hacerlo añicos, y el Quijote al que entré luego, ya sosegado el miedo a su peso y grosor, cuando aprendí que había que leerlo no por sabio, sino por risible, y río siempre al sólo recordar a ese otro loco de adarga al brazo que abre la jaula del león africano en medio del camino mientras todos huyen espantados de su imprudencia temeraria. Y por ella, mi madre, leí también a Lorca, y a Neruda, y solía recitar a ambos en las veladas de beneficencia, pregúntenme por la Casada infiel, y por Farewell a ver si no los declamo de un tirón.

Las lecturas primeras persisten siempre en la memoria, como las huellas de un camino que todavía no sabemos adónde habrá de llevarnos. Y volvemos a veces a andar sobre esas mismas huellas, volvemos a leer lo leído, volvemos a encantarnos, o nos desencantamos.  Pero no dejan los libros de vivir en nosotros, ni nosotros de vivir en ellos.

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31 de julio de 2007
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BERGMAN

El cine, como la vida oficial, entonces era en blanco y negro. Había, eran los años de los comienzos del pop, otro mundo en colores y otro cine también en color. Incluso en technicolor. Pero nos gustaba ver unas películas llenas de sombras, de dudas, sentimientos, muchos diálogos y no pocos silencios. Eran hermosamente extrañas. Bastante ajenas, y al tiempo muy cercanas. Ellos, los personajes de aquellas películas, también muchas veces sufrían tormentos, carencias de fe o deseos carnales. Ellos también, como adolescentes de un país llamado España, oficialmente católico, y rodeados de vigilantes de la fe. Los que entonces, en aquellos años sesenta, fuimos adolescentes, entendíamos ese mundo de sombras y deseos de ese cineasta que llegó del frío, de un lugar donde los milagros eran posibles y no tenían nada que ver con nuestros milagros barrocos y tremendistas, Suecia. Un lugar excelente, contaban, para imaginar el infierno y el paraíso. Del mismo lugar de donde también venían esas rubias liberadas de las que mucho oíamos hablar y que siempre parecían la conquista de los mayores, las suecas.

Las suecas del cine de Bergman, Ingrid Thulin, Liv Ulman y aquellas otras también parecían mujeres eróticamente abiertas, pero muy complicadas para unos adolescentes.

Bergman, además de otras muchas historias de lo profundo, era también alguien considerado peligroso por los vigilantes de la moral. Todavía recuerdo los frustrados intentos para colarnos en El manantial de la doncella. No era fácil, no teníamos ni sombra de bigote, ni edad, ni casi pantalones largos… pero es que en aquella película, nos habían contado los mayores, salían unas chicas desnudas. Nada nos obsesionaba tanto. No había mayores sueños que esos de ver a unas chicas desnudas al lado de un manantial. No pudimos ver entonces la película. En realidad aquello fue lo primero que nos interesó del tal Bergman. Después vimos todo Bergman. Lo vimos casi religiosamente en las sesiones en blanco y negro en los cine-clubs. Lo estudiamos, lo discutimos, lo quisimos… y también lo negamos. Seguimos viendo a Bergman. Leyendo a Bergman -gran memorialista- y regresando a su cine. Al que supo hacer para contarse a sí mismo, para contarnos un poco más a todos. Hoy, un día después de su muerte, volveré a Bergman. En mi retiro de verano, una rara premonición, me traje unas cuántas de sus más raras y antiguas películas. Creo que veré El rito, porque además él hace de actor y me apetece ver de cerca a este cineasta de una época del cine, de la cultura europea, que no volverá. Que es irrepetible. Seguramente, felizmente irrepetible.

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31 de julio de 2007
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Tópicos misantrópicos

La noticia del gato es reveladora. Se llama Óscar, tiene dos años y habita en una clínica geriátrica de Rhode Island, donde acostumbra detectar y hacer compañía a los pacientes próximos a la muerte. En otro sitio, aunque no necesariamente en otra época, semejante desplante de clarividencia felina podía haberle costado que lo quemaran vivo. No vayamos más lejos, en casi todas partes se le vería como un gato de mal agüero, y aún allí, en la clínica, no falta el ingenioso que se pregunte si Óscar tiene dotes paranormales. "Es posible que haya una explicación química", opina una doctora, y a partir de ese punto proliferan los enterados que aventuran hipótesis no menos gaznápiras que nada nos revelan sobre el gato, y demasiado sobre la condición humana. Si un gato sabe hacer algo más que miau, necesitamos de una explicación; de lo contrario habría que revisar miles de años de estúpido antropocentrismo.

  —¿Es usted un misántropo, colega?

  —Sí, pero pertenezco al ala moderada.

  —¿Y eso por qué es mejor?

  —No sé si sea mejor, pero al menos produce menos tumores. Los misántropos radicales serían los mejores clientes de los oncólogos si no gastaran tanto tiempo en odiarlos.

  —Qué envidia, coleguita. Quién pudiera tener enemigos autodesechables...

Cualquiera que haya dormido abrazado de un perro sabe hasta dónde sentimientos y emociones son transmisibles por simple contacto. Cuantificamos el efecto de drogas y virus en ratas y monos, pero apenas nos interesa experimentar con la administración de afecto, material muy difícilmente disponible en un laboratorio. Sabemos, sin embargo, que un hombre enfermo de odio es infinitamente más peligroso que un perro con rabia. Y contra el odio ciego no existe la vacuna. Es un tumor que se alimenta solo y muy difícilmente se deja cortar. Hay, también, quienes viven de fertilizarlo. O de disimularlo, que igual paga. Se cuentan, además, por legiones los misántropos radicales cuyo negocio está en hacerse pasar por filántropos. Radicales, también.

  —Todos los radicales son del mismo pueblo, no tienen que ir muy lejos para cambiar de equipo.

  —Permíteme anotar. Radical: pueblerino expansionista. Es para mis apuntes misantrópicos.

  —No me diga que no hay mañanas en que se me despierta con auténticas ganas de pasarse al equipo de los radicales.

  —Momento ideal para ir a lavarse los dientes, alimentarse y encender la música, si lo que quiere uno es recobrar la confianza en el género humano.

  —Pero usted es misántropo, colega. ¿cómo va a recobrar lo que ni tenía?

  —Insisto: moderado. Sé negociar.

  —¿Negociaría con la telefonista que le llama a las diez de la madrugada para intentar venderle un paquete funerario?

  —Los moderados no negociamos con criminales, pero en lugar de contraatacar a ciegas buscamos un apoyo confiable. Alguien lo suficientemente inteligente para no regatearnos su desinteresada comprensión en las horas difíciles. Alguien a quien pueda uno abrazar y besar sin tener que temerle a sus abogados.

  —Un cuadrúpedo, claro.

  —De preferencia. A mis abuelas les gustaban los pájaros.

  —¿Por eso los tenían enjaulados?

  —Afrodita querida, como hasta hoy has pretendido ignorarlo, vivo, además de ti, con dos gigantes de los Pirineos que me acomplejan cada día que pasa con la querendona evidencia de que soy miembro de una especie inferior, tal como mis queridos ancestros. Si a mis cuadrúpedos les fuera dado elegir, no vivirían en Tetelpan, San Ángel, correteando a los gatos que se meten al jardín, sino entre las montañas de Francia, España o Andorra, donde serían el terror de los lobos y se divertirían mareando a los osos. Pero pasa que viven bajo la bota de un ser de baja especie...

  —...que a manera de acto elemental de contrición se declara carnívoro cariñoso.

  —El término es misántropo moderado.

  —Suena serio, colega, perdóneme el desliz. ¿Ha pensado en fundar una ONG?

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30 de julio de 2007
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IV. HADAS MADRINAS

En la vida de un niño hay brujas que espantan, tal vez, pero por suerte también hay hadas madrinas cuando se trata de la lectura. Una señora de mi mismo pueblo de Masatepe, doña Zoila Monterrey, hermosa mujer de risa franca, y a cuyo frondoso patio entraba a jugar, me abrió las puertas de la vitrina donde resguardaba sus libros, lectora insaciable de novelas, y me dio a leer Los tres mosqueteros de Dumas en aquella ediciones a dos columnas de la editorial Sopena Argentina.

Fue una vez que me oyó hablar de la película filmada en base a la novela, que yo había visto la noche anterior, en la que Gene Kelly era D´Artagnan, el bailarín de Un americano en París convertido en espadachín siempre risueño; y cuando le devolví el libro, la señora me entregó Veinte años después,  del mismo Dumas, con lo que volví a hallarme, para mi dichoso asombro, con los mismos personajes que creía ya desaparecidos para siempre, servicio éste del escritor a la imaginación de su lector, que siempre quiere más, y que nunca se deja de agradecer.

También aprendí desde entonces que nunca hay que pasar de las películas a los libros, pues por regla son inferiores las adaptaciones, lo cual vale también cuando se trata de de seguir el camino inverso, y pasar de los libros a las películas, pues las decepciones vienen a ser generalmente graves; salvo que se trate de algunas como El Gran Gatsby dirigida por Jack Clayton, conforme el guión escrito por Francis Ford Coppola, o de El Padrino, del mismo Coppola, para mencionar dos ejemplos memorables.

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30 de julio de 2007
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EL VESTIDO

Echo de menos tener una relación con una mujer que sepa vestirse. Esta incapacidad de algunas mujeres para elegir bien sus ropas va unida generalmente a una crasa ineptitud del gusto. Pero de un gusto particular. Porque una parte de ellas ejercen bien el juicio cuando tienen que señalar un cuadro o un objeto pero incomprensiblemente no saben aplicarse los colores o las formas para sí. Tienen el gusto pasivo y no activo, viven en el gusto paralítico y no creador. ¿Desconocimiento de sí mismas? ¿Inhibición del yo gozoso? Qué se yo. El resultado suele ser tan lastimoso porque mujeres atractivas echan a perder una buena porción de su prestancia vistiéndose mal y, en ocasiones, horriblemente. O, peor, rutinariamente.

Ir hecho una birria no significa solamente lo feo, también lo acrítico. Mujeres que siguiendo la moda no piensan en sí sino en lo que se lleva, sin contar con lo mal que les queda y lo mal que lo llevan. Toda mujer (y todo hombre) con tino tomará la moda como una proposición y nunca como un precepto. Y menos ahora que la moda varía con más celeridad y arbitrariedad, es variada y más libre. Con ello, la posible moda es, por completo, sugerencia. No tiene  nada que ver su débil imperativo con las épocas en que uno y otro se definían como ignorantes o pueblerinos si no seguían las recomendaciones de colores y formas que aparecían las revistas de papel cuché. Afortunadamente hoy, en todos los aspectos, el consumo de ha diversificado tanto que coexisten muchos modelos y no existe un Dios verdadero. Con ello, estas horrendas maneras de sucumbir a los zapatos afilados, a las telas estampadas en tigre de bengala, a las camisetas ilustradas con lentejuelas, etcétera, son muestras de la mayor flaqueza en el gusto y, en general, de la flaqueza o desconcierto en otros órdenes, porque siempre se hace más sencillo para el simple plegarse a la convención que construirse su figura. Echo de menos a esa mujer creativa e independiente de muchos modos pero, hoy, empezando por el vestido. Lo demás lo dejo, hoy, a los demás.   

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30 de julio de 2007
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Harry Potter y las Hijas Felices

Estaba yo en Alta Gracia, dos viernes atrás, cuando recibí un llamada en mi teléfono móvil exactamente a las ocho menos veinte de la noche. Era mi hija Milena desde Buenos Aires, y sonaba exultante: “¡Acabo de conseguir los dos libros! ¡Y me los vendieron antes de tiempo!” Los libros, como se imaginarán, eran dos ejemplares de Harry Potter and the Deathly Hallows, uno para Milena y otro para mi hija más grande, Agustina. Como Milena se apostó en la librería antes de tiempo –la hora de largada eran las 20, en tanto coincidía con la hora cero del nuevo día inglés-, el librero se apiadó de ella y le entregó los libros media hora antes.

Entre ese viernes y este último, viví una semana llena de situaciones de la siguiente calaña: recibo un mensaje de texto en mi teléfono, allí donde esté, que dice ‘¡Papá, se murió X!’ (No diré quién, por supuesto.) O atiendo el llamado indignado que me informa de otra muerte y de la inevitable tristeza. O me levanto en la madrugada para darme cuenta de que la luz del cuarto de mis hijas está encendida. O escucho abrirse la puerta con brusquedad, para convertirme en inmediato depositario de las nuevas vicisitudes de la historia. O escucho las protestas referidas a los graciosos de sus amigos que se envían entre sí pistas falsas o datos erróneos que se anticipan al final.

Para ser honesto, la saga de Potter nunca me convenció. Vi unas cuantas películas porque no me quedaba más remedio, y ni siquiera terminé el primero de los libros. Me parecía que combinaba gran cantidad de elementos de los que yo disfruto como escritor –los protagonistas niños, la magia, la lucha contra el Mal a gran escala- pero de una forma que no me terminaba de convencer: los ingredientes son todos sabrosos, pero la cocinera no da nunca con la clave de mi paladar. Ayer domingo, leyendo el artículo sobre el fenómeno Potter que escribió Mariana Enríquez para el diario Página 12, encontré un par de citas que más o menos reflejan mi sentir. Según Enríquez, Harold Bloom dijo: “La mente de Rowling está gobernada por clichés y metáforas muertas, ese es su único estilo”. A. S. Byatt escribió sobre la misma cuestión que el mundo de Potter es “un mundo secundario, hecho de temas derivados de todo tipo de literatura infantil, escrito para gente cuyas vidas imaginativas están confinadas a los dibujos animados y a mundos-espejo como los de los realities y los chismes de celebridades”.

Quizás los libros de Rowling no resistan un análisis profundo, pero los métodos de la crítica tradicional no agotan la forma en que uno puede juzgar un libro. Al menos para mí, hay otras cuestiones que también tienen enorme peso a la hora de decidir su valor. Este último viernes, pocas horas después de que Milena hubiese terminado la lectura de su libro saltando de manera literal, recibí un mensaje de texto suyo que me informaba que su alegría distaba de desvanecerse: “¡Estoy zarpadamente feliz!,” decía. Aquí en la Argentina, se dice que es ‘muy zarpado’ algo que ha roto el techo de todas las mediciones posibles, así que imagínense la dimensión aplicada a la felicidad de mi hija. Todavía conservo el mensaje, como se imaginarán. Y mi agradecimiento a J. K. Rowling. Cualquier escritor que consiga hacer de mis hijas personas zarpadamente felices se hará acreedor del mayor de mis respetos.

Mientras tanto aliento la esperanza de que, finalizado Potter, se enganchen con la trilogía His Dark Materials, de Philip Pullman. Por lo que llevo leído de The Golden Compass, que es su primer volumen, apunta a ser muy pero muy superior. 

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30 de julio de 2007
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El Boomeran(g)
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