Vicente Verdú
La ausencia es la forma suprema de la elegancia, siendo la elegancia el efecto esencial que nunca se pronuncia, se oye o se apresa. La ausencia llega aún más lejos con su impacto, no se ve, no se toca pero, además no se hace por sí misma ilocalizable. Es lo ilocalizable hasta la extenuación.
La fuerza de la ausencia deriva precisamente de esta imposibilidad para calcular su ubicación y atribuir alguna medida a su encuentro y penetración. Impenetrable, niquelada, la ausencia se hace resistente a toda herramienta, a cualquier ley y su fuga de toda esperanza incluye la fuga de la racionalidad y el orden. Como en los solares devastados la ausencia crea un cosmos sin posibles confines y, además, manifiesta sin darse a conocer, una fuerza superior que abate con su desesperación la imaginación misma de sus límites.
El cuerpo amado que se ausenta deja tras de sí primero un melancólico rastro de memoria dolorida pero, gradualmente, agranda su vacío incoloro y todo él se transforma en un inmenso gigante transparente donde los sentidos se extravían, la primera búsqueda aumenta su desconcierto y ya cualquier intento de reconstrucción sentimental topa con la extrema demolición que la ausencia día tras día extiende sobre el más ínfimo vestigio del recuerdo.
Nunca seremos capaces de convivir con la ausencia que en su progreso revela la naturaleza de un orden superior, no ético sino desolador, no físico sino progresivamente abstracto, no alcanzable sino tan huidizo e indefinido como la sutileza invisible de la elegancia, esa forma de atributo sin formalización, ese sistema sin clave, ese ámbito, donde se despereza la danza de lo elegante y el bostezo de la ausencia como transparentes categorías de Dios.