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IV. LA HORA DE LOS LOBOS

Bergman confiesa que se libró de las tentaciones del suicidio por la fuerza de su ansia de vivir, por el mismo miedo a la muerte, que era en él demasiado infantil, y porque su curiosidad era demasiado vasta como para dejarse caer en el abismo oscuro donde ya no vería más nada.

Esa vez de su crisis frente al acoso de los cobradores de impuestos, cuando fue a dar al Hospital Carolina, recuerda entre a los pacientes con quienes le toca convivir,  a una muchacha triste que en su manía se lavaba todo el tiempo las manos, a un caballero silencioso que había intentado suicidarse cortándose las venas con un serrucho de carpintero, a una mujer de mediana edad con cara hermosa y severa que cada día recorría kilómetros y kilómetros andando en silencio por los pasillos desolados del pabellón del hospital, en una caminata sin fin.

Y  como parte de sus crisis recurrentes, el insomnio tenaz que alcanzaba su punto álgido en lo que él llama “hora de los lobos”, esa franja gris entre las tres y las cinco de la mañana, la hora en que aparecen en tropel los demonios y se quedan sueltos rondando la cabecera de la cama. Los demonios del pesar, del hastío, del miedo, de la furia, y que no es posible poner en huida sino luchando cuerpo a cuerpo con ellos.

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6 de agosto de 2007
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Afuera del tiempo

He estado viviendo como si fuese a durar mil años.

La noción apareció en mi cabeza como una burbuja, sabrá Dios por qué. No puedo atribuírsela a la ocasión, estaba comiendo en un restaurante al que voy de tanto en tanto, una versión pretensiosa de la cantina en que Michael Corleone balea a Sollozzo y al policía McCluskey. (Siempre imagino que alguien aparecerá, más temprano que tarde, a cobrársela con uno de esos gordos que almuerzan allí a diario mientras hablan de dinero con lascivia, es lo único que los calienta cuando no media el Viagra. Bang bang. Deje a los muertos pero no olvide los cannoli.) Recurrí a la excusa del baño para recuperarme, la certeza de que ya no me quedaban novecientos años y pico para hacer todo lo deseado me había quitado el aliento. Con el agua del depósito se fue algo más que la mugre.

Por la noche me puse a ver El pasajero. Ya la había visto unas cuantas veces, pero a la luz de la muerte de Michelangelo Antonioni, me pareció estar en presencia de una película nueva. Antonioni tenía setenta y pico de años cuando la filmó, pero El pasajero se ve hoy como la narración de un hombre que estaba más allá del tiempo, alguien que ya había pasado de todo, o que lo había perdido todo, menos aquello que le resultaba esencial: la capacidad de ver y el coraje imprescindible para llevar adelante esa visión. Sobre el final el personaje de María Schneider dice que la idea de la ceguera le resulta terrible, a lo que David Locke (Jack Nicholson) le responde que hay algo mucho peor que perder la vista, y eso es no querer ver. El pasajero es la historia de un hombre que decide ver (esto es: ya no engañarse más) y que lleva esa decisión hasta las últimas consecuencias.

¿Cómo viviría si dejase de actuar como si fuese eterno? ¿Qué clase de cosas dejaría de hacer, de qué ceremonias me ausentaría? ¿Con qué ojos miraría al mundo, una vez que el tiempo se convirtiese en un imposible? ¿Qué palabras se me caerían de la boca, para ya no volver?

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6 de agosto de 2007
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UNA CARTA CUBANA

Si uno quiere informarse sobre lo que pasa en Cuba, sólo hay un sitio en la web: Cubanet. Verdadero portal de noticias que propone en varios idiomas noticias del gobierno cubano, de la prensa internacional y, extrañamente, de los periodistas independientes en Cuba. Uno de ellos, Luis Cino, fue mi sol de fin de semana al recopilar una supuesta carta que circula en La Habana.

Entender esta carta es como responder en un test a la pregunta: ¿Cuánto sabe Vd sobre la vida diaria en Cuba? Todo lo que aparece, la leche hasta los siete años, la vanguardia nacional, el nombre de los televisores, el papel del sindicato y de las organizaciones de masa en la atribución de productos, las referencias a los dibujos animados, las mesas redondas y las reflexiones del Comandante en Jefe, todo tiene raíces fuertes en el país del “sociolismo” caribeño. El humor también es de Cuba, por supuesto, y no debe nada a la Revolución.

Compañeros:

Provengo de una familia humilde, sin TV ni otro efecto eléctrico. Tuve lactancia materna pura hasta los 10 años porque no teníamos donde calentar la leche. Fue una ventaja, porque después que cumplí los siete años, ya no me daban leche.

Tenía 10 años de edad cuando mi padre resultó vanguardia nacional en la emulación socialista. Lo estimularon con una cocina de kerosén. La estuvimos utilizando durante más de 40 años, hasta que el Comandante nos otorgó las maravillosas hornillas eléctricas chinas.

Mi padre trabajaba las 24 horas del día por miedo a quedarse dormido para el trabajo, pues no tenía despertador.

Con ese ritmo de trabajo constante, volvió a salir vanguardia nacional y le vendieron por el sindicato un gallo muy puntual. Cantaba a las 3 de la mañana, y por tanto, mi padre siguió siendo el primero en llegar al trabajo. Acumuló suficientes méritos para obtener un radio soviético VEF-206 que alegró la vida de toda la familia. Lo celebramos comiéndonos el gallo.

Teníamos puesto todo el día Radio Reloj para saber la hora de irnos a trabajar o a la escuela.
A los 14 años, ingresé en los CDR (Comités de Defensa de la Revolución). Como cederistas, mi padre y yo donábamos 10 litros de sangre anuales y 500 horas de trabajo voluntario. El sindicato, para estimular a los trabajadores, verificaba en la cuadra su actitud ante las tareas de la revolución.

Así, cuando cumplí los 32 años logramos un TV Caribe a crédito y definitivamente pude conocer los muñequitos rusos y a Elpidio Valdés, aunque en blanco y negro.

El TV se rompía constantemente. Cuando al fin terminamos de pagarlo, ya estábamos en la cola para reposición y confeccionamos nuestra primera autobiografía. Nos explicaron que no era cosa de un día y que el proceso podía demorar años.

Mientras, debíamos utilizar la técnica del puñetazo para poder ver la televisión. Tengo dos fracturas de muñeca, trastornos visuales de todo tipo y una escoliosis pronunciada y agresiva como el imperialismo yankee, porque el aparato sólo se ve desde un lateral.

Gané el premio al mayor ahorrador de energía eléctrica al tratar de obtener mayor nitidez de la imagen en la oscuridad.

El único inconveniente fue que en una asamblea de análisis me plantearon la crítica constructiva de que permanecía muy encerrado todo el día y no me relacionaba con los demás compañeros del CDR. En mi autocrítica, me comprometí a disculparme ante el responsable de vigilancia del comité.

Seis años después, nos entregaron un monitor de computadora de 14 pulgadas, usado, para aprovecharlo como tubo de pantalla. Así nos mantenemos siguiendo atentamente las mesas redondas, cada tarde a las 6 y 30 y luego su retransmisión nocturna por el Canal Educativo, para fomentar nuestro espíritu revolucionario.

Además de leerlas en el Granma y coleccionarlas en tabloides, disfrutamos la lectura de las Reflexiones del Comandante a través de nuestro otro programa favorito, el Noticiero Nacional de Televisión.

Por todo lo anterior, queremos optar por un televisor Panda en colores. Será más bien para el disfrute de mis hijos y nietos. A estas alturas, yo me conformaré con los programas con servicio de sub-titulaje para débiles visuales e hipo acústicos.

Así, solicito sean tenidos en cuenta mis méritos políticos y trayectoria laboral en la próxima bronca sindical por los mencionados televisores. Quisiera que conste esta solicitud como la última voluntad de un moribundo. Luego de tanta generosidad, sé que la revolución, como de costumbre, no me fallará.

Revolucionariamente,

Humildo Sinná de Antaño.

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6 de agosto de 2007
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LA MUERTE DE LOS CRÍTICOS

Se han dicho muchas cosas sobre la influencia de Amazon en la venta de libros: el sitio creado por Jeff Bezos destroza el negocio de las librerías, al publicar reseñas de la propia audiencia impone los criterios de las masas, y su sistema de votación puede ser manipulado. Tampoco se puede negar la influencia de Amazon, empezando por el algoritmo que estudia las conexiones entre ventas para recordar a un internauta como los compradores de un libro que le interesa también compraron otro libro muy cercano por su tema.

Supongo que las criticas van a ampliar con el mensaje que anuncia la creación de Amazon Vine. Un programa cuyo propósito es mandar libros a los miembros de la audiencia que más reseñas escriben. Se trata, claro de estimular las ventas, y también de eludir el papel clásico de los intermediarios -críticos sobre todo, pero también profesores y vendedores de las buenas librerías.

El programa se pondrá en marcha el 15 de agosto y por el momento sólo funciona en EE. UU. Voy a vigilar el sitio de Amazon para ver su impacto. Me parece garantizado que encontraremos en el sitio Amazon, en el mismo día de la publicación de un libro, reseñas de la audiencia que lo valoran. Para mí es un verdadero acontecimiento, pues la influencia de estas reseñas de la propia audiencia es ya muy importante. Ahora, si vienen antes de la publicación en lugar de seguirla, ya estamos en otro mundo.

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5 de agosto de 2007
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LENTITUD

Decía Voltaire: “Me disgustan los bueyes, caminas demasiado despacio. Quiero gente que ande ligera”. Ya no hay bueyes. Queda su recuerdo. Al menos en España es muy raro encontrar bueyes, ni en Galicia, donde me encuentro, es fácil encontrar bueyes. No es un mundo para lentos. Los bueyes que se anuncian en restaurantes son, generalmente vacas, que son muy pop, pero no son lo mismo. Es verdad que conozco un lugar en pleno páramos castellano dónde un jefe de restaurante tiene unos centenares que busca y compra en toda España. Una rareza.

Ayer, viendo el singular museo de Santiago de Compostela del último de los pintores del surrealismo histórico, el español, gallego y destacado anti estalinista, Eugenio Granell, me encontré con un libro con algunos de sus frescos pensamientos, de sus divertimentos escritos. En el día que nos enteramos que había muerto el director de la lentitud en el cine. Después de que yo reflexionara un poco sobre las virtudes de la lentitud, me encuentro con otras reflexiones, las de Granell sobre la prisa.
Dice, de esa manera tranquila, él que siempre fue un hombre delgado, un hombre que pareció tan activo en sus obras, en sus pensamientos que con el tiempo  “más delgados nos vamos haciendo… Y que “todo se hace de prisa. Por eso la gente tiene mala letra, carece de memoria, es nerviosa, flacucha, enfermiza, saltarina y habladora. Como si cada cual tuviese el presentimiento de que en el siguiente minuto, ¡puf!, todo se acabase”.

No sólo el mundo camina ligero, querido Granell, no todo se sucede con prisas, sino que todavía queremos acelerar más. Ahora que no tengo ADSL, ahora que compruebo la lentitud de hacer ciertas cosas, de no poder correr con el ordenador, con la vida de vacaciones, con otras cosas; ahora que se impone la lentitud de las cosas en tiempo lento, de la vida en vacaciones, ahora sí añoro ese tiempo al que Granell se refiere.

Aunque me irrite tanto que no tenga razón en lo de la delgadez, al menos conmigo. Cualquier día de éstos sacaré al delgado que llevo dentro.

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3 de agosto de 2007
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III. HISTORIA DE LOS RETRETES

“Vientre nervioso”, es la enfermedad de la que Bergman se declara víctima en sus memorias, una versión aguda de lo que tradicionalmente se ha llamado el miedo escénico, al punto que en cada teatro donde debió trabajar por temporadas regulares, tenía su propio retrete. “Esos retretes son, probablemente, mi permanente aporte a la historia del teatro”, dice.

El precio de estar siempre alerta, del desdoblamiento escénico. Eso de ausentarse del drama de su vida para contemplarlo desde fuera, lo ponía en lucha consigo mismo por el control incesante y minucioso de sus relaciones con la realidad, con su imaginación, y con sus sueños, porque “si el control deja de funcionar, la maquinaria explota y la identidad se ve en peligro”. La antesala del suicidio, al que se sintió más de alguna vez tentado.

Y un sistema nervioso vulnerable como el suyo, resistía poco las tormentas, como le ocurrió en 1976 bajo los efectos de la persecución desatada en su contra por la Administración Tributaria Nacional de Suecia, que lo acusaba de fraude fiscal.

Esa vez la crisis que lo lleva al hospital Carolino, donde permanece internado bajo sedantes, comienza en su casa como si se tratara de una secuencia de cine, la escena de una de sus propias películas: “estoy sentado en el sillón contemplándome a mí mismo que estoy en pie sobre la alfombra amarilla. Oigo mi quejumbrosa voz como la de un perro herido. Me levanto del sillón para salir por la ventana…” Y fuera de la ventana, lo que hay es el extraño y ajeno mundo de la enajenación de los sentidos, el desdoblamiento total.

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3 de agosto de 2007
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AUSENCIA

La ausencia es más impresionante que la presencia. Posee más capacidad de impresión puesto que la presencia es un bulto cualquiera mientras su desaparición genera una huella. Todo lo que no está después de haber estado crea una voz inagotable, provoca una voz que alude sin remedio, sin consuelo, sin posible redención.

El recuerdo puede provocarse, pero el olvido es autónomo e independiente. Todo aquello que se va tiende al olvido y en la medida en que tiende a olvidarse deja tras de sí un reguero de memoria (voluntariamente) imborrable.

Lo borrable es siempre el recuerdo mientras el olvido persiste sin fin y sin remedio. Queda el olvido como una ausencia de lo vivido, a la manera maldita que caracteriza al vacío.

Todo lo que ocupa físicamente un lugar es abatible pero cuando la existencia prescinde del espacio, cuando se ha vuelto tan potente como para no necesitar representación su presencia se hace inatacable, imperecedera, tan fuerte e intangible como el viento que no se ve o el sonido que no se oye. Sin origen, sin tallo, sin destino, sin posible representación o recuperación. Autónoma e independiente como la nada y tan indestructible como la ceguera.

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3 de agosto de 2007
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Mi blog cumple 20 años / I

La princesa y el dragón.

Por más que desde el título parezca que deliro, esta historia comienza en 1987. Aquel verano realicé dos hazañas que con el tiempo me cambiarían la vida: 1. Rescaté a una princesa y 2. Fundé una editorial. No obstante las provincias elegidas para la cristalización de sendas proezas —el cosmos chocarrero de la virtualidad, pues lo primero lo logré en el Nintendo y lo segundo en tierras especulativas— cierto es que desde entonces poco o nada permaneció como antes.

El maremoto íntimo ocurrió cuando vi por primera vez a aquel animal negro que escupía papel perfectamente impreso, enviado de sabría el demonio dónde. Sin al menos un crucifijo que plantarle, me atreví a preguntar, con esa timidez que le pega al chilango cada vez que se teme ranchero del mundo, qué clase de reptil eléctrico era ése. Un telefax, me informó con orgullo hi-tech la recepcionista de esa oficina, que ya a mis ojos calificaba para locación probable de Blade Runner II.

  —¿Sueñan las máquinas de fax con impresoras en brama?

Así me pareció, a primera vista. Si me hubiera propuesto tratar de seducirla, seguramente habría acosado menos a la recepcionista, que se aburría ya de aleccionarme. Pero yo precisaba saber más, algo tenía que haber detrás del esperpéntico animal que era capaz de enviar o recibir un documento entero a través de la línea del teléfono. Tan poderosos fueron el asombro y el entusiasmo iniciales que tardé unos minutos en reaccionar: ¿quién más, después de todo, tendría un aparato como ése? ¿Cuántos años faltaban para que lo normal fuera enviarse las cosas por ese telefax que, mínimo en teoría, le cambiaba la vida al mundo entero?

En teoría, seguí craneando hasta la alta madrugada, el telefax es una máquina de publicar. Podía seleccionar a mis lectores y enviarles cada escrito a su casa. Ahora bien, hacía falta ubicarse. En la segunda mitad de los años ochenta la gente no pensaba en recibir papeles raudos a domicilio. Nadie andaba con laptops cargando, y ni aun con teléfonos. El trabajo era estrictamente sedentario y la gente tenía que arreglárselas con veinte o treinta megas en el disco duro. Con alguna paciencia, según me haría saber un vendedor de artículos electrónicos, en cinco años cualquier computadora casera (ya las habría entonces en las casas) recibiría faxes. La idea estaba lista, el mundo no; tenía media década para ponerle ruedas al concepto.

  —¿Qué fue primero, el fax o la rueda? —a Afrodita la mata el low-tech. Si quisiera librarme para siempre de ella, bastaría con hacerme de un tocadiscos.

Para quienes, por mera juventud, son incapaces de imaginar un mundo así de primitivo, he de añadir que ya existía entonces el invento más revolucionario desde la creación de la primera copia fotostática: el cut-and-paste. La posibilidad de reubicar renglones, párrafos y parrafadas, tanto como clonarlos ilimitadamente, alteró para siempre las reglas del juego. De entonces para acá, no recuerdo haber vuelto a conjugar la abominable expresión "pasar en limpio".

  —¿Y la princesa?

  —Ignoro qué fue de ella. Una vez que maté al cuarto dragón del octavo castillo, la dejé sana y salva y regresé a mi vida, invadido de esos curiosos ímpetus que hacen al vencedor de un videojuego vanagloriarse frente al porvenir.

  —Las aventuras de Onán el Bárbaro.

  —Tal vez el pobre Onán se habría hecho de una fama mejor si alguien le hubiera dado otro juguete.

  —Uno con cut-and-paste, salido del Nintendo.

  —Tal cual. ¿Cómo iba a imaginar que al paso de cinco años tendría entre mis manos un animal así?

  —Suena como saltar de niño a púber. Y usted pensaba mandar sus historias... ¿por fax? ¿Una por una?

  —Era lo que había. Pensé también en distribuir diskettes.

  —¿Y a eso le llama usted Fundar Una Editorial?

  —Por supuesto, pero bajo la condición de construirla en el más libre de los territorios.

  —¿O sea en mi mero pueblo?

  —A unas leguas de ahí, todavía en la comarca autónoma de la imaginación. Lo importante no era ver la imprenta, sino saber que ya contaba con ella. Decir: "Un día de éstos voy a publicarme".

  —¿Y si no salía cierto?

  —Los émulos de Onán viven felices sin exigirle a nadie que sus divagaciones se hagan realidad.

  —Como dicen los gringos: Be my guest.

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3 de agosto de 2007
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No hay descanso para los narradores

Las vacaciones me persiguen. Cuando fui a Rosario la gente se estaba preparando para las inminentes vacaciones de invierno. Cuando fui a Córdoba ya estaban disfrutando de ellas. Volví a Buenos Aires cuando las vacaciones locales estaban por comenzar. Hoy la ciudad toda está llena de niños en busca de diversión y de padres alienados. (Hace un par de días estuve en la Feria Infantil y Juvenil del Libro. Era como la fábrica de Willy Wonka, pero con historias e historietas en vez de chocolates.) Mi hermana se fue a Mar del Plata. Mis hijas duermen hasta tarde. La más grande acaba de irse a Europa. Afortunadas ellas. Ni siquiera encuentro consuelo cuando miro hacia otro continente. Mis amigos españoles ya se han ido a gozar de sus vacaciones estivales, o están a punto de hacerlo. Y yo aquí, encadenado a mi ordenador. Ni siquiera me queda el consuelo de ir al cine. La cartelera está llena de películas para chicos, de las que apenas se salvan Ratatouille y la de Los Simpsons. Lo más divertido que vi en estos días fue El pasajero, de Antonioni. Para el fin de semana me reservo El huevo de la serpiente, de Ingmar Bergman. Mi vida, habrán percibido, es puro jolgorio. Mis pesadillas como un remake de Los pájaros, pero con turistas en lugar de aves.

Mi reino por unas vacaciones. En verano no las tuve porque estaba terminando el tratamiento de un guión. Ahora tampoco pude, estaba terminando la primera versión de la misma historia. Menos mal que viajo mucho y que me gusta lo que hago. La verdad es que me vendría bien tumbarme panza arriba y no pensar en nada. Eso en el caso de que fuese posible desconectar mi cabeza. He ahí una de las características inescapables de mi trabajo. Donde los míos ven un sitio paradisíaco, yo veo un setting posible para una historia. En presencia de alguien nuevo, los míos celebran haber conocido a una persona encantadora y yo a un potencial personaje. Me pongo a leer un libro por puro placer, o a ver una película por las mismas razones, y al rato estoy anotando ideas para una futura novela o guión. El refrán en inglés dice no rest for the wicked, no hay descanso para los malvados. Ya sea porque entramos en la categoría, o en el mejor de los casos tan sólo por las características de nuestra labor, deberíamos reescribir el refrán y pintar encima de nuestra puerta: no hay descanso para los narradores.

Pero en fin, una de cal y otra de arena. La profesión también ofrece ventajas ciertas, nos permite viajar a otros tiempos y lugares, nos pone en contacto con personas fascinantes, y todo sin que debamos molestarnos en salir de casa. (Ya me estoy imaginando la campaña publicitaria. Turismo mental: más barato, más rápido, más seguro.) Sin ir más lejos, hoy me he pasado buena parte del día en el desierto del Neguev –al que por cierto ya conocía, y regresaré si Dios quiere dentro de un mes- sin gastar en pasaje ni en protector solar. Y si la presión aumenta, no tendré más remedio que tomarme minivacaciones en el transcurso de mi día de trabajo. Aprovechar el oportuno rayo de sol para tumbarme en la cama e imaginarme en el Caribe. Convertir el baño de inmersión en un jacuzzi en las islas Seychelles. Lo mío es muy marítimo, como verán, y por cierto de aguas cálidas y transparentes. Cuando sea grande (lo digo obviando el hecho de que ya tengo más años de los que el pobre hombre llegó a cumplir, entre otras diferencias), yo quiero ser como Robert Louis Stevenson.

Me pregunto cómo serán sus vacaciones –las de ustedes: las reales, y las que se imaginan como ideales. En cualquiera de los casos: felices vacaciones para todos.

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3 de agosto de 2007
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El Che en catalán

Hace un año, durante una tertulia literaria en un hotel del Barrio Gótico, me quedé mirando a un argentino que me resultaba familiar. Por mucho que me esforzaba, no conseguía reconocerlo, pero estaba seguro de haberlo visto en algún lugar, incluso de haberlo frecuentado. Finalmente, durante una pausa para café, no pude más y le pregunté:

-Perdone ¿no nos conocemos?

-Seguro que sí. Yo soy el Che Guevara.

-Ya.

Pensé que era un borde y lo olvidé. Pero semanas después, caminando por la Rambla, volví a verlo. Estaba de pie encima de un pedestal. Iba todo pintado de camuflaje y llevaba un libro en la mano. Recitaba un encendido discurso sobre el imperialismo mientras unos turistas gringos le echaban monedas en un sombrero. Era el Che Guevara, de verdad. Y estaba llamando a la insurrección. Aunque en ese preciso momento, atraían más público en la Rambla el astronauta y el hada de los bosques.

Llegó el verano, y un amigo que vive en Sitges me invitó a su casa. Cuando bajamos a la playa, me mostró orgulloso su kit completo de guerrillero cubano: tenía una toalla, un bañador, un vaso congelante y una pelota de playa del Che:

-Todo un revolucionario –le comenté.

-Soy un capitalista rabioso –me respondió-, o por lo menos, un fetichista. Colecciono gilipolleces con la cara del Che. Me falta el famoso reloj Swatch. Será muy famoso, pero no lo encuentro por ninguna parte.

Desde entonces, no he dejado de ver al Che por las calles de Barcelona y alrededores. Lo veo en los lugares más inesperados: en los patinetes de los skaters frente al MACBA, tatuado en el brazo de Maradona, dibujado con chocolate en una camiseta. Puede llevar el rostro de Gael García Bernal, Benicio del Toro o Antonio Banderas. Hay “Ches” para todos los gustos, y cada quién tiene el suyo. Hay el Che para estudiantes, para la tercera edad, para enfermeras o para empresarios. Si no tienes a tu Che, no eres nadie. Yo estoy esperando que programen alguna serie de dibujos animados sobre él.

La última vez que lo vi fue en casa de una chica que me invitó a cenar. Ella vive en el Eixample, en un ático con una terraza que mira a la Sagrada Familia. Y con ella, por supuesto, vive el Che. Su apartamento está lleno de fotos del guerrillero. Hay una en el estante de los libros, otra en su cuarto y una, la más grande, en el baño, frente al water.

-¿Y no tienes alguna foto de tu madre? –le pregunté.

-No, por Dios. Mi madre es muy fea. En cambio, el Che es guapísimo.

-¿No tienes fotos de guerrilleros feos?

-Ni de coña.

-¿Y guapos? Fidel era guapo ¿No?

-Ya, pero el Che se murió, así que será joven para siempre. Todas sus imágenes son así. ¿A quién quieres ver tú todas las mañanas? ¿al Che en la selva con uniforme de campaña? ¿O a Fidel en un hospital con un chándal Adidas?

Por eso me gusta la imagen de esas dos señoras bailando en su aniversario en Santa Coloma de Gramanet. Supongo que es la mejor foto posible del Che. Y no porque ellas representen el espíritu de la lucha obrera. Ni porque recuerden su significado político. En realidad, esa es la mejor imagen del Che porque es la única en la que no aparece su rostro, un rostro que en realidad, hace mucho que no le pertenece. 

Fotoche         

Artículo publicado en: El País (edición Cataluña), agosto de 2007.

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3 de agosto de 2007
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