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III. MANAGUA, LA EXPLOSIÓN DEL TERREMOTO

Después del terremoto que destruyó aquel refugio provinciano, y multiplicó las ruinas y los escombros de la pobreza, y luego el número de sus habitantes, lo horrible se volvió la regla. La desarticulación, el desamparo, la acumulación de fealdades que la globalización ha venido a consumar con su exuberancia de símbolos comerciales transnacionales y de monumentos arquitectónicos extraños al paisaje. El viejo centro de la ciudad desapareció, y al perder su fuerza de atracción todo se dispersó en barrios que son islas, como tras una formidable explosión.

La antigua catedral neoclásica, que buscaba imitar las líneas de la iglesia de Saint Sulpice de París, quedó fracturada para siempre por el terremoto de 1972, cuya hora fatal marca todavía la carátula del reloj en una de sus torres, porque las agujas se detuvieron a la hora precisa del sismo. Pero el tiempo ha seguido pasando. Lejos de allí se levanta ahora la nueva catedral postmoderna, obra del arquitecto mexicano Ricardo Legorreta, donada por un filántropo católico, dueño de la trasnacional de pizzas Domino´s. Parece más bien una mezquita con sus múltiples domos, como una gigantesca cajilla de huevos, mientras a su alrededor se yerguen decenas de palmeras transplantadas desde Miami.

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12 de septiembre de 2007
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Un genio oculto

Me compré en New York un libro que había buscado durante mucho tiempo. Se llama The Conversations, y reproduce una serie de diálogos entre Michael Ondaatje (uno de mis escritores favoritos, el autor de El paciente inglés y Divisadero) y Walter Murch, editor cinematografico de las tres versiones de El padrino, de parte de Apocalypse Now y de The Conversation -las mejores películas de Francis Ford Coppola, sin duda alguna. Suena a libro para estudiantes de cine, pero es mucho más. Murch es un hombre de vastísima cultura y profunda sensibilidad, cuyo approach al proceso de montaje es artístico antes que técnico. Sus charlas con Ondaatje convierten a The Conversation en un libro maravilloso no ya sobre la edición en el cine, sino sobre la narración y sus formas.

El trabajo del editor cinematográfico a menudo es casi anónimo, sin embargo sobre sus hombros reposa la vida o la muerte del filme: a fin de cuentas cada película es una sumatoria de fragmentos, y le cabe al editor conseguir que esa sumatoria final sea mayor -mejor- que la simple adición de sus partes. Hijo de un pintor, Murch confiesa que de pequeño se interesó en las ciencias en general y en las matemáticas en particular, porque le sugerían la revelación de patrones ocultos de la realidad. "Lo que uno hace como editor es buscar patrones, en los niveles superficiales pero también en los profundos... Cuando funciona, la edición cinematográfica -que podría tranquilamente ser llamada "construcción cinematográfica"- identifica y explota patrones de sonido y de imagen que no son evidentes a simple vista. Armar un filme es, en un sentido ideal, la orquestración de todos esos patrones, del mismo modo en que una sinfonía organiza temas musicales diferentes. Es un proceso que tiene mucho de misterioso", dice Murch, y después se pone a tocar en un piano los acordes que Pitágoras construyó a partir de la distancia entre las estrellas -la bien llamada "música de las esferas". ¿No es esta búsqueda de patrones ocultos -en el lenguaje, en los símbolos- lo que hacemos los escritores cuando tratamos de elaborar una historia que se nos ha ocurrido no se sabe cómo... ni por qué?

El libro es además un panorama fascinante sobre el surgimiento de la productora Zoetrope -donde además de Coppola surgieron George Lucas y John Milius, entre otros hoy proceres- y sobre la excelencia de Coppola como director. Un apunte sobre el rodaje de The Conversation me fascinó. Cuenta Murch que Coppola les hacía escuchar a Gene Hackman y al resto del elenco los temas de la banda de sonido que ya había compuesto David Shire, para que a la hora de rodar cada escena "no tuviesen que actuar ese color". Simplemente genial. La música ya cuenta un aspecto de la historia, Coppola se cuidaba de que la actuación no resultase redundante...

Además hay datos interesantísimos sobre la edicion de Apocalypse Redux, la versión de Apocalypse Now que incluye 40 minutos de escenas mutiladas, y sobre la reedición de A Touch of Evil, el clásico de Orson Welles que el estudio corto a su gusto y que Murch reconstruyó de acuerdo a un memo de 50 páginas en que Welles expresaba su visión del filme corte a corte.

Ondaatje aprovecha para distinguir entre dos maneras de narrar. Un artículo de Donald Richie le permite distinguir entre el estilo de Eisenstein, que construye escenas como si fuesen edificios, y Kurosawa, que borra y quita todos los elementos que puede. Desde el sitial del editor, Murch comprende que su trabajo es responder a la pregunta: "¿Cuán breve puede ser un filme y aún así funcionar?" Es esta aproximación, la de quitar trozos y trozos de marmol hasta encontrar la forma que existe debajo, la que hermana a Ondaatje y a Murch, dos maestros en el arte de narrar sin decir, de expresar sin mencionar.

Valga la cita de Ernst Toller, que Ondaatje trae a colación, a modo de cierre: "Lo que llamamos forma es amor".

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12 de septiembre de 2007
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COLAPSOS

Con una facilidad asombrosa hay personas que pasan de lo grave a lo trivial, mientras se habla, en menos de un suspiro. ¿Qué fue entonces real? ¿La vivencia de la gravedad de lo que se trataba con tanta intensidad que fue para ella irresistible o la desmedida atracción por lo banal ante la que cedió sin proceso de transición alguno?

¿Se trata, en fin, de personas excepcionalmente sensibles a todo o meras superficies sobre las que patina de igual manera lo ligero y lo pesado, lo importante y lo que no tiene valor? ¿Superficies impenetrables a la emoción o tan emotivas que no aguantan la mínima continuidad de un sentimiento?

En el misterio de estas preguntas se encierra el misterio de muchas personalidades con las que es tan difícil sostener una conversación como sostener la fuerza de ánimo. Esas personas parecen, en cambio, extraordinariamente animadas y vitalistas, aunque también observadas más detenidamente podrían desplomarse como efecto de un colapso. ¿Un colapso por la magnitud de su sufrimiento o su alborozo? ¿Un colapso por su sobrecarga de vitalidad? ¿Un colapso como víctimas de su inherente y continuado espasmo?

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12 de septiembre de 2007
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Las mujeres y los días

Así se llama la reunida poesía completa de Gabriel Ferrater. Esta mañana la recordé. Algunas veces recuerdo sus poemas. Le recuerdo a él, al que nunca conocí. Siempre me impresionó que alguien como Ferrater cumpliera su palabra. No quiso cumplir los 50 años. No los cumplió. El 27 de abril se suicidó en su apartamento de Sant Cugat. De repente las mujeres, los días, el alcohol, los amigos, el medioevo, algunas verdades, algunos poemas, todo dejó de existir para él. No soportó la repetición. No quería que se le repitieran los jueves. Por eso hoy me volvió su recuerdo. Estaba haciendo los mismos pasos que el día anterior, y a la misma hora. Me ví repitiendo ese camino. Mirando las mismas cosas, cumpliendo el mismo rito, rozando las mismas calles.Pero al menos no pasaban las mismas muchachas. Incluso cuando se repiten algunas muchachas, algunas mujeres que cada día repiten sus ritos, sus horarios y que conmigo se cruzan, me gusta esa repetición. Me da tranquilidad repetir algunas cosas, algunas calles, algunas lecturas, algunas mujeres, algunas bebidas. Además he pasado los 50. Creo que ya estoy salvado de ese "mal de Ferrater". Me gusta, me serena la repetición.

Vuelvo a algunos poemas de Ferrater, él decía que su único tema era "el paso difícil del tiempo y las mujeres que han pasado por mí". De sus poemas mirando a la mujer vuelvo a uno leve, breve y significativo, Chicas: "Podría hacerlo con una chica/ menuda, como de marfil"/ Y brusco metes en el redil a todas las chicas/ menudas, como de marfil,/ junto con  la carne que te molesta, / como la de los hombres enemigos./ ¿Crees que en el mundo hay demasiadas chicas?/ Quién te lo iba a decir."

También habla de egoísmo, de felicidad, de amigos y de medievales. Fue curioso y bebedor. Ciudadano que terminó cansándose de la ciudad, de sus esquinas y de sus gentes. Hay un poema que se llama, Ciudad: "Llena de calles por donde he doblado/ para no pasar por los lugares que me conocen./ Llena de voces que me han llamado por mi nombre./ Llena de habitaciones donde he cobrado recuerdos./ Llena de ventanas donde he visto crecer/ montones de soles y lluvias que se me han hecho años./ Llena de mujeres que he perseguido con la mirada. /Llena de niños que sólo sabrán/ cosas que yo sé y que no quiero decirles."

Su poesía, si alguien quiere acercarse a uno de los poetas fundamentales de la segunda mitad del pasado siglo, está en la editorial Lumen. Y esta poesía completa tiene una excelente traducción de Mª Angels Cabré. También recordé a Ferrater, no sé bien por qué, al leer a una amiga llamada Alice. Una que aquí escribió que "la vida es tangencial como los campanarios de las iglesias". No estoy seguro de que en el mundo haya demasiadas chicas.

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11 de septiembre de 2007
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Por un ramo de mandrágoras

Afrodita soñada,

Cuando tus ojos caigan en estas líneas ya no estaré a tu lado, y ni siquiera cerca de ti. Creerás tal vez que soy un pusilánime y hasta me llamarás “cobarde” a la distancia, que de cualquier manera no te escribo para justificarme. Soy, propia y formalmente, un fugitivo. Huyo de tus encantos, eso es cierto, mas no porque me acose el miedo a ti, sino a los adefesios que juntos engendramos.

Temo profundamente a la realidad en que se ha convertido nuestra ficción, y todavía más que eso me intimida y me aterra la idea de mirar agonizar al fuego que hasta ayer mismo nos acercaba: un paisaje que está a la vuelta de la esquina y al cual no quiero ver ni en la imaginación. Por eso corro, Afro. Pienso en aquellos lúcidos judíos alemanes que dejaron Berlín antes del ’36, o en esos berlineses que pudieron cruzar la cortina de hierro antes de que les levantaran el muro. ¿Exagero, quizás? Un poco, por supuesto; apenas lo bastante para recordarte que todo aquél que huye busca la libertad, con coartada o sin ella.

Si he de soltar verdad, no tengo más coartada que tus ojos. Sería tan osado como romántico quedarme aquí, a tu lado, pretendiendo que no ha pasado nada y bebiendo —como los tigres del poema— sueño en esos ojos, pero sigo con esta idea terca de matarte. Tú, que al igual que yo practicas un oficio carnicero, sabes bien que las rosas no florecen al pie del patíbulo.

Las rosas, dice la vieja canción de Cartola, exhalan el perfume que roban de ti, y eso es tan peligroso que tengo que matarte y sepultarte antes de que ese aroma me envenene y no me atreva más a hacer lo que tengo que hacer. ¿Recuerdas la primera entrega de este blog, cuando aún no llegabas y yo peleaba solo con mis personajes, hasta el extremo de amenazarlos de muerte? Pues tal cual, Afrodita. A diferencia de la realidad, donde el asesinato es visto con horror y repugnancia, en el terreno que tú y yo frecuentamos se trata de un asunto sanitario.

Antes, cuando a falta de musa profesional habilitaba a una y otra amateur, matarlas era cosa más o menos sencilla. Y ellas ni se enteraban, puesto que a sus espaldas las había convertido en etéreas y mis cuchillos nunca llegaban a su piel. Una vez que dejaban de moverse en mi cráneo, podía tranquilamente toparlas en la calle y saludarlas con respeto distante, igual que algunos píos se santiguan cuando pasan de largo ante un camposanto. ¿Sirve de algo añadir que huyo de ti guardando luto riguroso?

No espero que me creas esto último, pero tampoco voy a ocultarme. Ahora, mientras lees, voy volando camino a Panamá y dos horas después tomaré un nuevo avión hacia Río de Janeiro, que es la ciudad ideal para quitarse duelos y congojas. Nunca creí del todo que hubieras trabajado con ese “Alberto” que a decir tuyo se apellidaba Camus, pero es sólo verdad que su fantasma se alza entre nosotros y ha llegado el momento de recurrir a él: yo también necesito saber si es posible vivir sin apelación. Y hace tiempo, Afrodita, que no puedo hacer nada que me importe sin apelar a ti. Por eso necesito decir “no”.

Te aclaro que no voy tras La Felicidad, un concepto que encuentro ñoño, rebuscado y, como dirías tú, improductivo. Creo, junto a legiones de condenados a muerte, que la felicidad consiste en existir, y lo demás es puro Corín Tellado. ¿Volveremos a vernos? Eso tú lo sabrás mejor que yo, pero mientras ocurre tu resurrección yo echaré carretadas de tierra sobre tu fosa, como lo haría con cualquier personaje cuya vida ha dejado de tener sentido.

Hay quienes, no sin cierta festiva procacidad, llaman “matar” al acto de amar. En nuestro caso el término es exacto: hemos matado juntos al misterio, y algo así, en nuestro reino, carece de perdón. Por eso te suplico que a tu vez me asesines y me entierres, pero antes que llevarme rosas a la tumba dejes ahí un modesto ramo de mandrágoras. Hasta donde yo sé, son las únicas flores que consiguen crecer al pie de los patíbulos.

Justo antes de morir guillotinado, Dantón pidió al verdugo que alzara su cabeza en alto frente al pueblo. “Vale la pena”, remató. Ahora mismo, Afrodita, levanto tu cabeza con la sangre escurriendo y me pongo en el sitio de Robespierre, que no tardó en correr la misma suerte. Más que como un adiós, entiéndelo como un pacto suicida. Descansa en paz, mi amor, que yo te enterraré en el Ipanema.

Vídeos de pie de página:

Shirley Carvalho: Las rosas no hablan.

Ney Matogrosso: Rosa de Hiroshima.

Alcione con Waldemar Bastos: Las rosas no hablan.

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11 de septiembre de 2007
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II. MANAGUA, EL LAGO DE AGUAS NEGRAS

Managua, donde para el ojo ajeno las haciendas eran  tan baratas como las mujeres, desapareció para siempre con el terremoto de la víspera de Navidad de 1972, veinte mil muertos bajo los escombros a la luz de los incendios, luego un éxodo total de sobrevivientes que se dispersó por todo el país, y después un inmenso hoyo negro rodeado de alambradas, y la hedentina de los cadáveres que no se apagó por meses. La tumba de la dictadura de Somoza.

La ciudad puede parecer idílica desde el aire al viajero primerizo, como en la letra del corrido. El lago Xolotlán que extiende sus aguas grises, quizás verdes, en la lontananza, bajo la custodia del imponente cono del volcán Momotombo. Las aguas esmeralda de las lagunas que duermen en el fondo de los antiguos cráteres. Junto a una de ellas, la laguna de Tiscapa, se levantaba el Palacio Presidencial de la familia Somoza en lo alto del cráter. Un palacio de arcadas moriscas, en el mejor estilo mudéjar tropical, mientras abajo, en los jardines, los prisioneros convivían en estrecha vecindad con los leones y las panteras de un zoológico doméstico jaulas, fieras y hombres enjaulados. El poder en un solo puño, desde arriba, pintado de color kaki, o caca, como era el color de los cuarteles que rodeaban el palacio del califato. Abajo, la ciudad al alcance de la mano, o del puño, entre las brumas de la resolana.

Por décadas, Managua ha ensuciado sin piedad las aguas de su lago de cristal. Mi amigo el poeta Mario Cajina Vega, ya muerto, sentenciaba en los años 60 que era un eufemismo decir que la capital le daba las espaldas al lago, si más bien le daba las nalgas, porque defecaba sin pudicia en él. Era su excusado, su depósito de aguas negras, como lo sigue siendo. Nunca ha tenido otro uso. Una ciudad fecal.

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11 de septiembre de 2007
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Una película mortal

Los cinéfilos estamos padeciendo las consecuencias del fin del verano yanqui... casi tanto como padecimos las películas monstruosas que Hollywood nos infligió durante los últimos meses. Se supone que las películas que valen la pena empiezan a estrenarse ahora, en el otoño del hemisferio norte. Como la temporada todavía no ha arrancado del todo, lo que se estrena en estas semanas es basura, al menos en líneas generales. Yo que en pleno viaje estaba en busca de algo que valiese la pena y que no hubiese sido estrenado en Buenos Aires, descarté la última de la serie de Bourne precisamente por ello y no tuve mejor idea que meterme a ver Death Proof, de Quentin Tarantino. En fin. ¿Qué les puedo decir?

Es verdad que Death Proof es la mitad de un proyecto que se llamó Grindhouse, con el cual Tarantino y Robert Rodríguez pretendían homenajear al cine de género clase más-que-B de los años 70, esas películas que se proyectaban de a dos y hasta de a tres en continuado. La de Rodríguez era una de zombies, la de Tarantino se dedica a un psicópata que asesina mujeres en la carretera utilizando su auto como arma. Se supone que las dos películas se proyectaban juntas, en un envase que incluía publicidades ficticias y otros chiches que permitirían recrear la experiencia de ir a aquellos cines de sesión ininterrumpida. O sea que Death Proof tal como la vi es en verdad una obra mutilada. Pero no hay nada que se le pueda agregar, por delante o por detrás, que la salve de ser la película estúpida y a la vez poco divertida que en esencia es.

Todavía recuerdo la profunda impresión que me causó Reservoir Dogs en Cannes, seguida de una mesa redonda en la cual el por entonces jovencísimo Tarantino departió de igual a igual con grandes de la estatura de Robert Altmann. La visión de Pulp Fiction me reveló que estábamos en presencia de un autor decidido a sacudir las estructuras del cine de Hollywood. Jackie Brown me sugirió que ya estaba en camino a convertirse en un clásico...Y entonces ocurrió Kill Bill. Me consta que mucha gente la celebró en sus dos partes, pero yo no pude evitar pensar que Tarantino había sucumbido al llamado de su nino interior de la peor de las maneras posibles, dicho esto por un hombre grande que trata de estar en contacto con su propio nino interior de la manera más seria posible. O sea: me pareció una pavada muy bien hecha. Algo que ni siquiera puedo decir de Death Proof, que es una pavada pero ni siquiera está del todo bien hecha, con la excusa de que sus torpezas forman parte del "homenaje" a aquel cine-basura.

La película parece hecha por un torpe imitador de Tarantino, o en un verdadero acto de exorcismo, haber sido hecha por el Quentin Tarantino que tenía siete años de edad. Hay mucho diálogo innecesario lleno de referencias 'pop', mucha violencia y algo de sadismo. El ya viejo argumento de que Quentin ahora reivindica a las mujeres al darles protagónicos en los que son tan fuertes, malhabladas y violentas como sus contrapartes masculinas me parece falso. Quiero decir: los personajes protagónicos de sus películas son iguales a los de siempre, sólo que ahora Quentin parece haber entendido que le tienta más filmar a mujeres, tan sólo porque están mas buenas, y ya. Da un poco de pena ver a actores como Kurt Russell y Rosario Dawson tratando de mantener vivo su entusiasmo; a esta altura del partido los actores le dicen que si por lo que se supone significa trabajar con Tarantino, un poco a la manera de lo que ocurre con Woody Allen (¿se puede decir esto de Woody, ahora que es uno de los nuestros y filma en Barcelona?), cuyas películas están llenas de grandes actores tratando de disimular las espantosas falencias del guión -con la única excepción, en estos últimos años, de Match Point.

Espero que el fracaso de Death Proof en todas partes le revele a Tarantino que la vía del regreso a la infancia está terminada, al menos de esta manera. Por lo demás, salvo que sean fanáticos a ultranza, manténganse lejos. Death Proof es mortal.

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11 de septiembre de 2007
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Los Trías de Barcelona

Todos: jóvenes, viejos, hombres, mujeres, sedentarios, nómadas, tenemos una geografía anímica sin la cual no podríamos pensar en nosotros mismos. Ésa es nuestra patria. En el paisaje biográfico de cada cual van entrando, desde que nacemos, muebles, rostros, panoramas, edificios, avenidas, cuerpos, monumentos, habitaciones, climas, parques, y cada uno de esos lugares está habitado de un modo peculiar. Para uno, los signos primeros de un espacio propio vendrán por el camino de la escuela entre choperas y junto a un arroyo. Para otro será el autobús del colegio donde una docena de niños le miran subir con ojos soñolientos. O bien el cuarto de jugar con todas las posibilidades dispersas por el suelo y la lluvia de domingo en las tediosas ventanas.

Luego se van añadiendo nuevos lugares y nuevos habitantes. La cafetería de la facultad, con medio centenar de ingeniosos colegas tratando de imponerse. El taller donde un bronco maestro nos enseña el ensamblaje de las maderas recién aserradas. La primera caza del pulpo. Un viaje en tren nocturno. Todos los lugares van fundiéndose con las personas que les dan sentido y al cabo de los años apenas hay un rostro que no se encuentre unido a un paisaje. No hay un solo espacio de la memoria que no esté habitado por un rostro.

También llega el día en que esos paisajes, esos lugares, esos espacios que nunca estuvieron quietos (sólo en nuestra memoria están detenidos), comienzan a esfumarse prontamente de tal modo, que al cabo de muy poco sólo la memoria de los veteranos mantiene intacto el lugar, el paisaje, el espacio tal y como fue alguna vez. Para mucha gente de mi generación, la Barcelona que puso escenario a nuestras vidas primeras apenas existe. No es sólo que se alcen bloques de viviendas, grandes almacenes, hoteles o escuelas técnicas allí en donde antes jadeábamos sobre la bicicleta por terrenos baldíos en los que pastaban mulas; es que también el centro histórico cuenta ahora una historia que no es la nuestra. Así, donde antes había una rambla abigarrada y popular, pecadora y lumpen, hay ahora un intestino grueso que digiere turistas. Aunque sin duda ésa es ahora la fuente de nuevas memorias.

Los escenarios se transforman, pero lo que fueron queda fijo en la memoria de quienes los vivieron. Su testimonio es la única prueba de que alguna vez hubo vacas que mugían por la noche en la calle Muntaner. Por eso, cada vez que desaparece una memoria, desaparece también una parte del paisaje y del espacio. La ciudad en la que aún vivo, Barcelona, es para mí inseparable de unas cuantas personas. Y una parte importante de ese grupo de ciudadanos lo forman los Trías, familia extensa e intensa. El pasado 20 de agosto hubimos de amputarnos un Trías. Fue como si a la ciudad le hubieran arrancado el mar. Sin mar, Barcelona podrá ser una ciudad interesante para quienes nazcan a partir de ahora, pero ya no puede serlo para quienes hemos conocido la Barcelona marítima. Sin Carlos Trías, la ciudad parece haber perdido el mar.

Casi todos los que le han recordado estos días han subrayado su estupenda presencia. Daba gozo verle. Alto, desgarbado, cargado de espaldas como para hacerse perdonar los casi dos metros de estatura, con un mechón de pelo siempre en guerra entre los ojos y el humo del cigarro, la voz de bajo ruso, la cerveza peligrosamente inclinada, el tartamudeo a la inglesa, los cabezazos y el índice alzado cuando repetía con entusiasmo deportivo "¡e-xac-to, e-xac-to!" cada vez que su interlocutor decía algo tan sólo razonable: era el hombre feo más guapo que he conocido.

Algunos privilegiados muestran tanto espíritu en el cuerpo como en el alma, de modo que es perfunctorio alabarles el intelecto. Los libros de Juan Benet son muy buenos, pero no son nada comparados con haberle visto en vivo con un mazo de folios en la mano y perorando sobre la teodicea de Leibniz, sobre la que no tenía ni puñetera idea. Carlos Trías era uno de estos individuos magníficos, y por eso su ausen

-cia física es más dura de sobrellevar que la de otros que también han escrito libros, pero que eran más cansados de mirar.

Conocí a Carlos Trías cuando yo tenía nueve años y él seis. En una pelea a pedradas entre bandas de ambos lados de la riera de Vilasar, coincidí con el otro gran Trías de Barcelona, Eugenio, cuando por poco me descalabra de un cantazo uno de su banda. Eugenio era someramente pacífico y medió para que ambos bandos hiciésemos las paces. No deseábamos otra cosa, así que nos fuimos todos con Eugenio, que siempre ha sido el mayor, hasta la verja de su casa. Una vez allí, nos invitó a sentarnos por el suelo y dijo que iba a llamar a su hermano para que le conociéramos. Al rato llegó Carlos, que ya entonces era larguirucho y (aunque es imposible) lo recuerdo con una colilla en la boca. Eugenio dijo: "Éste es Carlos, mi hermano. Saluda, Carlos". Y Carlos dijo: "Caca, pedo, culo, pis". Y se fue. Eugenio, feliz, sonreía como si ya llevara bigote. De entonces dura nuestra admiración. No sabíamos que pudieran decirse esas palabras, ni mucho menos todas juntas, sin caer fulminados por un rayo celeste; tan delicada era la infancia de aquel siglo. Desde entonces, ya no hemos dejado de decirlas. También cuando militó en la extrema izquierda más tremenda, Carlos seguía diez años por delante de los demás diciendo lo que no se debe decir, pero que más tarde dice todo el mundo.

El día de la despedida, Eugenio confesó que no se le había escapado un hermano, sino un amigo. En efecto, Carlos sólo sabía ser amigo. Era amigo incluso de Cristina Fernández Cubas, la chica más interesante de Arenys de Mar, con quien había vivido cuarenta años y eran íntimos. Cuarenta años de amistad, Dios mío, indica una capacidad amistosa descomunal. Por ambas partes. Pero es que era inútil tratar de enemistarse con Carlos. Alguno que lo intentó se enfurecía cada vez que lo cruzaba por la calle, porque Carlos, que evidentemente había olvidado por completo la pendencia, se avanzaba con una enorme sonrisa para abrazarle y, cuando el otro salía huyendo, bermejo y apoplético, Carlos nos miraba atónito. "¿Qué le pasará a este tío?", musitaba, alzando unas cejas a lo Breznev.

Eugenio nos hizo llorar a mares el día 20. Por pura coincidencia, yo estaba leyendo un monumental libro suyo sobre filosofía de la música que prepara para este otoño. La pasión de Eugenio por la música ha dirigido su vida. Aunque no soy buen juez dada mi amistad hacia él, creo que el libro culmina una obra inmensa del modo más extraordinario: escapando de las palabras. Muestra Eugenio en su ensayo la concordia de la matemática y la música, la preeminencia de la música sobre la palabra, la necesaria presencia de un orden anterior al lingüístico en cuyas moradas y recintos puedan acomodarse los conceptos cuando se hagan palabra. De Monteverdi a Xenakis, la historia de la música que cuenta Eugenio es la de una armonía posible cuyo significado puede oírse, pero no hablarse.

Tras la despedida sonó una canción de Schubert y pensé que Eugenio debía de estar considerando la vicisitud del amigo, su disolución en sonidos aún audibles, su entrada en una armonía alejada de nosotros, pero no separada. Luego hubo que hacerse a la idea de que todo había concluido, excepto el paisaje que en nuestra memoria siempre será inseparable de aquel rostro. Salimos de allí abatidos, porque la vida había perdido a Carlos Trías.

Artículo publicado en: El País, 10 de septiembre de 2007,

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11 de septiembre de 2007
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LA FIESTA

Me estoy haciendo mayor. Es decir, soy mayor. No vale mirar para otra parte, nada se soluciona. Ayer sufrí la evidencia de las molestias que las fiestas de un pueblo pueden causar a un mayor. No era fácil ser ajeno a  los ruidos tan burdos, a la grasa en venta desde los chiringuitos, a sus tómbolas populares y a esos juegos pensados para intentar que los niños se abran la cabeza. Todo eso mostrado en un pueblo castellano, más pobre que rico, entre el abandono y la despoblación pero, eso sí, engalanado con lucidas y deslucidas banderas españolas -y otras banderas de entidades menores o mayores– amenizado con orquestas, socializando -pero no demasiado- con bailes populares, comidas grupales, romería, procesión, ofrenda a la patrona, fuegos artificiales… y los toros. Nunca pensé que los toros pudieran aburrirme tanto. Y algo peor que aburrirme, entristecerme y molestarme.

Es posible que este síndrome de rechazo a la fiesta nacional sea pasajero, que vuelva a mi afición por la tauromaquia, mi pasión por la emoción sentida algunas tardes, con algunos toreros. Pero no creo que los toros, al menos los que se pueden ver en la mayoría de los pueblos en fiesta, me ayuden en estos momentos de crisis con mis propios gustos.

Vengo de asistir a una corrida de toros en un pueblo segoviano. Una tarde de fiesta que prometía diversión aún en su rudimentaria manera de entender la fiesta de los toros. Y nada. Lo mejor era la curiosa vieja plaza, su popular construcción con piedra negra. El resto era un pequeño drama que pudo ser una tragedia. El drama de unos toros inadecuados, unos toreros ineficaces y una cuadrilla temerosa. Había poco dinero y eso se nota. Me horrorizó una carnicería, una matanza caótica, una tarde llena de desastres, en directo con unos toros grandes mansos y peligrosos frente a unos toreros jóvenes, inexpertos e inconscientes. Lo peor era el voluntarismo, las ganas de triunfar de esos jóvenes desconocidos que deben cobrar muy poco dinero. De esa cuadrilla que todavía se enfrenta a un torpe animal de más de 500 kilos, porque tendrán que hacer frente a la hipoteca o los colegíos de los niños.

Se me calló la fiesta de los toros en una feria de un pueblo de Castilla. Intentaré recuperarla en el otoño madrileño. En la “seriedad” de la plaza de las Ventas. O con toreros que sean o quieran parecerse a José Tomás. Con toros que sean, o se parezcan, a esos que algunas tardes pudimos ver. Es decir, prefiero la irrealidad de la fiesta de unos pocos. De pocos momentos, pocas tardes, pocos toreros y pocos toros que la realidad de la fiesta tal y cómo suele ser en los pueblos españoles. Me borro de esas fiestas populares.

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10 de septiembre de 2007
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MANAGUA, NICARAGUA IS A BEAUTIFUL TOWN…

Managua Nicaragua
is a beautiful town,
you buy an hacienda
for a few pesos down…

decía la pegajosa letra del boogy que puso de moda en los años 40 la orquesta de Guy Lombardo, y que en la película de Carol Reed,  El tercer hombre, una bailarina ensaya sobre la plancha de una mesa en un café desierto en la Viena de la posguerra. Esa vieja canción fue traducida al español en el sonsonete no menos idílico de

Managua Nicaragua
donde yo me enamoré,
tenía mi vaquita,
mi ranchito y mi buey…
y mi mujer también…

El himno perfecto para la capital de una banana republic centroamericana.

Era la Managua de tarjeta postal, entre rural y provinciana, de casas de adobe y tejas de barro, que envuelta en colores de arrebol tropical se extendía al lado de un lago de cristal, y entre lagunas de celofán, como decía la letra de otra canción, esta vez del compositor nicaragüense Tino López Guerra, un corrido a lo mexicano que ensalzaba las glorias de la capital.

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10 de septiembre de 2007
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