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Jeru-shalom

A la luz de los hechos de las últimas décadas uno tiende a pensar en Jerusalén como una ciudad desgarrada por el fanatismo. En buena medida lo es, tristemente. Pero leyendo A History of Jerusalem: One City, Three Faiths, de Karen Armstrong, comprendí que algunos hitos de su historia desmienten esa impresión, otorgando además razones para la esperanza.

La primera vez que el nombre aparece en la Biblia define a una ciudad que no es originaria del pueblo hebreo, sino de los jebusitas. Josué lleva adelante una exitosa campaña militar, pero no puede acabar con ellos. Finalmente acepta la realidad y alienta a sus tribus a convivir con los jebusitas en Jerusalén.

Los israelitas originales ni siquiera eran monoteístas. Creían en Dios, pero también en otros dioses. Y aun cuando se topasen con algunos en los que no creían, aceptaban sin problemas la existencia simultánea de otros cultos. Abraham fue célebre por su tolerancia al respecto. David también. Salomón construyó templos donde se adoraba a Astarté, a Milcom, a Chemosh. El Yahvé de los inicios era un dios difícil, pero la ética que promulgaba no dejaba margen a dudas sobre como comportarse con el otro: "Si un extraño vive contigo en tu tierra, no lo perturbes... Debes considerarlo uno de tus compatriotas y amarlo como a tí mismo -porque ustedes fueron extranjeros en Egipto alguna vez", se lee en Levítico 19,33.

El cristianismo de los comienzos también fue tolerante, al menos hasta las Cruzadas. Y Mahoma fue inequívoco en sus enseñanzas: musulmanes, judíos y los cristianos eran Hijos de Abraham y hermanos en ese tronco común, por lo tanto el respeto entre las confesiones era mandatorio. "Reflexionando sobre la actual, infeliz circunstancia -dice Armstrong-, se convierte en una triste ironía el hecho de que en dos ocasiones del pasado fuesen conquistas islámicas las que permitieron el regreso de los judíos a su ciudad sagrada. Tanto Umar como Saladino invitaron a los judíos a establecerse en Jerusalén cuando reemplazaron allí a las autoridades cristianas".

Por supuesto, también hubo persecuciones y genocidios en nombre de la(s) fe(s), una constante lamentable que une pasado y presente. Desde tiempos inmemoriales se recurre a los ingenieros para tratar de imponer una visión sobre otra. "Hace mucho ya que la construcción es un arma ideológica en la ciudad; desde la época de Adriano se convirtió en un medio para obliterar la tenencia de los moradores previos", dice Armstrong. La agresividad con que los asentamientos israelitas se expanden hoy por todo el territorio, levantando paredes a velocidad impensable, es una muestra de que esta política no ha pasado de moda: se trata de borrar al otro del espacio en que antes vivía, de impedirle reconocerse en el nuevo paisaje.

"Una cosa que enseña la historia de Jerusalén -dice Armstrong en el capítulo final- es que nada es irreversible". Entiendo que la esperanza parece insensata, pero el libro me sugirió que la tradición de tolerancia en Jerusalén ha sido mucho más larga y señera que la de la exclusión y la violencia. Aunque Armstrong no la señala en su obra, existe una línea de interpretación de acuerdo a la cual el nombre Jerusalén deriva de 'shalom', un término que suele traducirse como 'paz' -lo cual ya sería más que bastante- y que a la vez proviene de una raíz que significa 'completud'. Nadie puede arribar a la paz, nadie puede considerarse completo, mediante la exclusión violenta del otro. Por algo en hebreo la palabra 'kaddosh', que designa lo sagrado, significa también 'otro'.

Considerar sagrado al otro es el camino más corto hacia la paz duradera.

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28 de septiembre de 2007
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II. EL CABALLERO DE VACACIONES

Hay un cuento magistral de Iban Bunin que se llama El caballero de San Francisco. Para este personaje, la satisfacción es la felicidad, el estado perfecto de reposo del alma en el que no hay inquietudes ni zozobras. La vida te lo ha resuelto todo. Eres próspero, no tienes preocupaciones. El caballero se halla de vacaciones en alguna isla griega, y se siente feliz mientras se viste de etiqueta para la cena en el suntuoso hotel adonde ha arribado de noche con su familia, cargado de tanto equipaje que no se dan abasto los porteadores solícitos.

Pero la muerte artera que llega siempre tan callando va pronto a demostrarle que la felicidad no es sino una quimera de las peores, que igual que el loro de ojos de vidrio y plumas resecas del cuento de Flaubert, vuela ensuciándolo todo, y que pronto su propio cuerpo disminuido a un despojo se volverá un estorbo, una molestia que será necesario esconder en la más desprovista recámara del hotel, mientras el maître va por las mesas del restaurante pleno de caballeros de frac y damas de largo, apaciguando a todo el mundo: nada ha ocurrido, dama y caballeros, sigan comiendo.

Una impertinencia la felicidad convertida de pronto en muerte.

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28 de septiembre de 2007
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COPIA DE UN ORIGINAL

No debería, lo sé. De pequeño tenía la tendencia de no obedecer. Mejor dicho, de aparentar. Mentir, engañar, disimular, lo que fuera para ser yo. Soy distinto, y soy el mismo. Fui otro, me parezco. Me molestan los soberbios, los pedantes y los mal educados. También otros tipos de ignorancia. Y otras cobardías. Tuve la fortuna de conocer a un escritor que supo crear su mundo y su vida entre libros, bichos, montes y verdades. Aquí copio de su original un texto que dedico sin tener que señalar. Me gustaría que fuera mío. Lo fue, lo es, lo será. Creo que no le importaría mi manera de hacer mío lo suyo. Él nos regaló durante muchos años, mucho.

“Nadie sabe nada de nadie. Morimos inéditos. Tanto como llevo dicho de mí, por palabras y obras, y me quedo pasmado diariamente ante la incomprensión de los más allegados. Ha sido inútil y vano todo mi esfuerzo para ser transparente a los ojos del mundo. Los sambenitos que los enemigos me han colgado han modelado una imagen mía a la que ningún mentís ha conseguido ayudar. He terminado siendo, no el poeta que realmente soy, sino el monstruo que han inventado de mí.”

Ni soy poeta. Ni me importan las invenciones de los que me importan. Las otras, sencillamente, son basura y tedio. Perdón por el aburrimiento ante algunas cosas. Y gracias por tantas otras.

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28 de septiembre de 2007
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Oops, I shat it again!

Desde siempre tengo algo personal contra esos ejercicios universitarios cuya realización obligatoria y supervisada no hace sino dejar algo muy similar a un antecedente criminal en la currícula de tantos forzados entusiastas: las tesis. Cuando me llaman de la editorial para decirme que un estudiante quiere hacer una de ellas basado en mi trabajo, dudo entre revolcarme de risa o retorcerme presa de un pánico instantáneo. No es que hayan sido tantos, pero vamos, bastaría con uno para hacerme correr en sentido contrario a sus intenciones. Quiero decir que acabo de leer las páginas de uno de esos proyectos de tesis y paladeo aún el bochorno profundo, salpicado de ciertos impulsos que no por autodestructivos son menos constructivos.

El estudiante era sin duda un buen tipo, pero apenas abrió la boca observé que sabía demasiado. De muy poco sirvió pretender disuadirlo soltándole mis convicciones íntimas al respecto, pues para entonces ya había escudriñado en escritos tan viejos que ni yo mismo los recordaba. “La nostalgia es un animal estéril”, me comentó hace poco el filoso juglar Jaime López durante una sabrosa tanda de cervezas, pero omitió añadir que es asimismo un bicho artero y falaz. ¿Cómo pude olvidar que tras aquellos datos puntillosos dormitaba tamaña manada de esperpentos, a los que alguna vez me atreví a creer dignos de publicarse? ¿Qué le costaba a mi ego emponzoñado inventarse un seudónimo providencial? Hace un rato, mientras lidiaba con la experiencia traumática de leer las primeras citas textuales de aquellas inmundicias, entendí por primera vez a Stalin. Yo también, si pudiera, me ensañaría con ciertas hemerotecas.

Entre los veinte y los veinticinco años escribí una novela y un librillo de cuentos. La primera, por lógica y ventura, fue del todo ignorada por los jueces de un premio de novela; el segundo recibió el visto bueno en la editorial de la Universidad Veracruzana, mas a la hora de intentar corregirlo entendí que en su caso no había corrección más acertada que enviarlo sin más trámites al bote de la basura, como quien se deshace de un tumor maligno. En cuanto a los artículos, cometidos semanalmente con mucho menos oficio que desparpajo, creí que era bastante con arrumbarlos al fondo de una cómoda vieja y esperar que las ratas hicieran lo suyo. Pero he aquí que el monstruo seguía vivo. Lo he visto, me ha mordido, tiene mi antigua jeta y un aliento infumable.

¿Qué haría uno de ustedes, intrépidos blogueros, si recibiera en sobre cerrado una copia de su primer y acaso último poema de amor, perpetrado en algún vetusto cuaderno escolar, con la amenaza de publicarlo en su página? ¿Cuánto estarían dispuestos a pagar por borrar los vestigios de aquellas hormonas? Había olvidado casi por completo el rubor propio de la cursilería sorprendida in fraganti durante la temprana adolescencia: esos ímpetus negros de desaparecer antes que dar la cara por unos cuantos sentimientos pudendos. Por Dios, ¿qué sinodal que se respete va a conceder valor curricular a aquellos balbuceos tan bienintencionados como malparidos? Perdón por insistir, pero no me he repuesto del golpe bajo. Enséñenme otra tesis y acabaré con tisis.

Una de las funestas consecuencias de la sacralización de la literatura está en el fanatismo fetichista, que consiste en creer —y peor: hacer creer— que todas las palabras de un autor deben ser ventiladas en autopsia pública, pues cada una de ellas podría ser susceptible de arrojar luz sobre el resto de su trabajo. Un afán no del todo diferente de la voracidad del fan por conocer hasta las hemorroides de Britney Spears. Ahora bien, de existir tan privadas tumoraciones, no dudo que serían infinitamente más dignas y decorativas que las palabras muertas e insepultas que en mala hora envié a las rotativas.

¿Qué opinaría un director de tesis si me viera escondiéndome cobardemente tras las faldas de la mejor amiga de Paris Hilton? Yo en su lugar sugeriría al diligente alumno limitarse a resucitar los textos de autores ya difuntos, que cuando menos son naturalmente inmunes al bochorno de verse retratados en paños en tal grado menores. No creo ni un segundo en la posteridad, aunque sí en la paz espiritual de quien logra morirse sin una sola tesis que le eche tierra encima antes de hora. Hoy que tantos elogian las múltiples virtudes del procesador de palabras, sería un acto de justicia poética que se reconociera el valor innegable del incinerador de basura. Vendría bien, incluso, una sesuda tesis al respecto.

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28 de septiembre de 2007
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PELÍCULAS DE AMOR

Las películas de la TCM, producciones clásicas del cine, han despertado en mí y en otras una inesperada afición por las historias de amor.

Seguramente se trata de una época cinematográfica, entre los años 30 y 70 del siglo pasado, en que el cine, naturalmente, se relacionaba estrechamente con el mundo romántico. De hecho, la idea de “película” tenía que ver con la ilusión del corazón y el plan de “ir al cine” se asociaba casi directamente con un lance en algún cortejo.

El consentimiento de ella para ser nuestra pareja en el baile tenía correspondencia con que accediera a nuestra invitación para llevarla al cine. Las películas de romanos, de indios o de policías, formaban parte del surtido cinematográfico pero era extraño sentarse ante la pantalla y que el argumento no procurase, con cualquier motivo, una dulce historia de amor. Siendo niños nos perturbaban estos romances que lentificaban la acción bélica pero a las niñas siempre les pareció indispensable para reconocer interés a la sesión.

En el proceso de feminización que cursamos todos los hombres a partir de los 50 años -de acuerdo a la tesis marañoniana de las “edades críticas”- el amor regresa con enorme emoción. Pero, por añadidura, y esto se me presenta como sobresaliente sólo ahora, las historias de amor son infinitas, en número y en alcance, en intriga y en peculiaridad.

A primera vista podría creerse que tratan, fundamentalmente, de lo mismo pero “lo fundamentalmente” posee incontables entresijos por donde la totalidad de la condición humana se plasma y se ramifica, se enreda consigo y con el otro, lo que constituye, observado de cerca, una trama tupida y tan  compleja  como la que ocupa la vida entera de la microfísica y sin que la investigación científica se agote. El amor no es tan sólo querer al otro. Esto sería una tremenda simpleza. Se trata de una indagación total, biológica y psicológica, carnal y metafísica, en los invisibles postulados de la existencia. Si no existiera TCM me habría sido imposible descubrir, a estas alturas, el formidable panorama humano que sostiene a las películas de amor y el amor que sostiene el interés de estas películas que pasan sin cesar por la tele. Toda una imprevisible pasión soltera como sucedáneo del solsticio de pareja.

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28 de septiembre de 2007
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EN SERIO

El post de un blog puede ser la cosa más ligera del mundo, una mera tertulia nutrida por la lectura de un periódico, una información recibida a través de un correo electrónico o, a veces, el recuerdo de lo que uno quisiera escribir el día anterior. Hoy no es el caso. Hoy es un post de verdad, pues recibí el martes Vida y destino, la nueva traducción al español de la novela del autor ruso Vasili Semenovih Grossman (Galaxia Gutenberg).

1111 páginas, tapa dura, el peso de un pollo para nutrir cuatro personas: es un libro cuya apariencia física puede provocar el espanto. No se lee en tres días. Lo descubrí en la traducción francesa que sacó la editorial «L’age d’homme», de Suiza, en los años 80 y me deslumbró. Sólo tengo una manera de decirlo: no pensaba, hasta leer Vida y destino, que era posible competir con Guerra y Paz de Liev Tolstói. Lo que me parecía deslumbrante en esta primera lectura era el nivel técnico de Grossman, su capacidad de mandar a tantos personajes (la lista de los principales ocupa siete páginas en esta edición española) y de ir de un bando al otro durante la Segunda Guerra Mundial sin despistar a su lector.

Marta Rebón es la traductora de Vida y destino. Parece que fue la primera en hacerlo directamente desde el ruso al castellano. Me quito el sombrero frente a su trabajo. Sobrepasa la traducción al francés. Al hundirme en el libro, al buscar ciertos episodios (Grossman no es grande por sus visiones panorámicas sino por su manera íntima, llena de ternura, de aplastar a sus personajes con el trueno de la Historia) descubrí algo obvio: mi próxima relectura completa, ordenada, de la novela será en castellano. Marta Rebón restituye lo que Grossman tiene de moderno: su narración directa, sin retórica, su violencia en el montaje.

Creo todavía que en la literatura rusa nada supera la muerte del príncipe Andrei en Guerra y paz. Me entusiasma su manera de resignarse a vivir («Yo no tengo la culpa de vivir; por tanto debo vivir lo mejor que pueda sin molestar a nadie, hasta que llegue la muerte») antes de descubrir que no hay nada mejor que la vida a pesar de no tener explicación («No puedo, no quiero morir. (...). ¿Por qué sentía tanto dejar la vida? Tal vez había algo en esta vida que nunca comprendí y que no comprendo aún»). Creo también que Mijaíl Bulgakov tiene un talento cómico insuperable en  «El maestro y margarita». Creo por fin que Isaac Babel es el cronista del comunismo soviético, el escritor cuyas “viñetas” dicen todo en pocas palabras. Pero a largo plazo, en el momento de enfocar el horror del siglo XX y de denunciar el nazismo y el estalinismo en una expresión única de la barbaridad, tenemos a Grossman, aislado en la categoría de los genios. Compite con Tolstói.

Siempre se repite lo que le dijo la censura al descubrir su novela: el Estado soviético “prohibía su lectura durante al menos los próximos 200 años”. Poder de la literatura: despareció aquel Estado y se quedó la novela. Si tienen que leer una sola en el año que viene, no puede ser otra. Lo digo en serio.

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28 de septiembre de 2007
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I. EL LORO DISECADO

¿Qué cosa es la felicidad?

Suele ser un nombre propio. Así se llama, Felicidad, la vieja criada sumisa que en el momento de su muerte ve volar aquel loro espectral relleno de aserrín en Un alma simple, el cuento de Flaubert. Felicité, Felícita, Felicidad. Toda su vida llamándose Felicidad, paradoja cruel y tan sencilla, y sus recuerdos felices siendo tan pocos sólo alcanzan a hablarle con ecos lejanos desde el fondo de los aposentos infinitos de la soledad.

¿Y qué es la soledad?

También un nombre propio. La felicidad vaciada, el cascarón desierto de risas dichosas y de los ruidos de feria que hace tiempo se apagaron en el corazón simple. Una madrugada levantaron campo los feriantes que van de un pueblo a otro y el baldío lleno de charcos irisados de manchas de aceite amaneció sin un alma, como tantas veces en nuestra desdichada infancia.

El loro disecado de Felicidad, la vieja criada, es un loro solitario. Al final siempre alza vuelo con alborotado ruido de alas y el aserrín que lo rellena  escapa por las costuras y se riega en fina lluvia sobre nuestras cabezas.

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27 de septiembre de 2007
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POST-TURISTAS

Después de la explosión del turismo, nace el post-turista.

Este nuevo ser en movimiento y contemplación permanente no asume los lugares como el mítico viajero decimonónico ni pasa por los lugares creyendo haberlos conocido, como creyó el turista.

El post-turista es un consumidor cínico, escéptico y avezado en la cultura de consumo que sabe de antemano en qué consiste el tour.

El itinerario y los monumentos que se visitan, las explicaciones del guía, las perspectivas paisajísticas donde se detiene el autobús, todo el surtido que compone la oferta de la agencia de viajes la toma simplemente como lo banal que es.

Ni se trata de saber de los países que marcan la ruta ni de aumentar la cultura conociendo otras culturas. De lo que se trata es, en definitiva, de pasar el rato en paralelo al paso por los nombres y las formas de las cosas. Un post-turismo no es más que una película, un videojuego o una experiencia de parque de atracciones.

El turista se frustraba o no por no permanecer más tiempo en un lugar. El post-turista ha aprendido de otros consumos que lo idóneo es el trago corto, el fragmento, la tapa, la instantánea  y el snack. Ni frustración, ni timo.

El post-turista sabe, de antemano, que el viaje es una impostura pero goza con ella. Recibe lo que demanda, se complace en el recreo, ama la banalidad y su deseo se corresponde con la gestión del tour operator.

Fin pues de la ansiedad, conclusión del horterismo, acabamiento de la ficción de saber viajando. El viaje es sólo, pero nada menos, que un prolongado entretenimiento.

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27 de septiembre de 2007
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Muchos genios, pocas lámparas

“La mayoría de los escritores”, observó alguna vez Yukio Mishima, de seguro mordiéndose la lengua, “son personas normales que se conducen socialmente como perturbados; y yo, que me comporto como una persona normal, estoy enfermo del alma”. Más allá de lo que el perturbado samurai suicida se atreviese a juzgar normal, sus palabras apuntan hacia miles y miles de trepadores dispuestos a cualquier ridiculez con tal de parecer estrambóticos. No estoy en posición de dudar que la normalidad, tal como uno supone conocerla, apesta más que un camarón rancio, pero afanarse a ultranza en huir de sus garras es un empeño contraproducente. Nada hay más ordinario que un hijo de vecino disfrazado de freak para significarse entre la turba.

Un verdadero freak suele serlo contra sus intenciones. En el fondo, Mishima habría querido ser uno más, pero el monstruo interior no le daba esa opción. Sus manías, complejos y egolatrías varias podían más que la necesidad de discreción propia de los quehaceres narrativos, acaso porque al mismo tiempo albergaba la urgencia, literaria en extremo, de obligar a la vida a asemejarse peligrosamente a la ficción, hasta fundir a la una con la otra sin reversión posible. ¿Se habría cortado las vísceras el autor de Caballos desbocados si hubiese vislumbrado un final preferible, o en su caso tantito menos anormal? Es allí donde empiezo a diferir con tantos burroughcillos, bukowsketes y mishimoides de ocasión, prestos siempre a enfundarse el kimono, aunque no a practicarse el hara-kiri.

En su película Hara-Kiri, Masaki Kobayashi cuenta la historia de Hanshiro Tsugumo, un samurai caído en desgracia que arriba al feudo de Señor Lyi suplicando su apoyo para cortarse el vientre y ser decapitado de acuerdo al ritual clásico del seppuku. Enfrentado al escepticismo de sus anfitriones, que lo confunden con uno de los tantos impostores que van de feudo en feudo amenazando con suicidarse para obtener alguna limosna, Hanshiro es empujado a cumplir con su palabra, y ello desata una gran matazón. Un artista impostor no es muy distinto de un pordiosero camuflado: intenta convencernos de su anormalidad para obtener un crédito que, calcula, lo salvará de ser un ordinario más. ¿Cómo es que nadie todavía se ha ingeniado algún método para obligar al autodestructivo dudoso a pasar por la prueba del ácido?

La colonia Condesa es el barrio de la ciudad de México que alberga por encima de los tres freaks por metro cuadrado, aunque muy pocos puedan comprobar su solvencia como auténticos weirdos. Se diría que basta con cruzar sus fronteras y saludar a un par entre sus personajes típicos, igual que en Disneylandia los niños dan la mano al Pato Donald, para ser parte activa de la rareza dizque reinante. Hay, además, tal cantidad de restaurantes y cantinas ad hoc que hasta el más anodino de los mortales pasa por personaje interesante, cuando menos delante de la aduana tenaz de su autoestima. Más que de simples calles, avenidas, tiendas, galerías de arte y sitios de reunión, la Condesa está llena de pasarelas: cada hijo de vecino es una estrella y el espectáculo jamás termina.

En términos estrictos, no se trata de un rumbo cosmopolita, sino justo al contrario. ¿Dónde, sino en un triste pueblo endogámico se vive obsesionado por la opinión ajena? Pueblerinos del mundo, quienes se ostentan como condesos prototípicos no están menos pendientes del qué dirán que cualquier beata en misa de siete a.m. Y esto lo sé porque, como sucede a tantos hijos de vecino, tengo una incalculable cantidad de amigos residentes o asiduos de aquel rumbo; si bien, fuereño al fin, trato de frecuentarlos en algún territorio neutral donde aún se disfrute del privilegio de pasar por persona común y corriente, más afecta a observar que a ser observada.

“Cuando creces en un pueblito, sabes ya que decreces en un pueblito”, cantaba Reed con Cale acerca de Andy Warhol, quien según Gore Vidal era el único genio con un cociente intelectual de sesenta puntitos. No obstante, en la Condesa abundan hoy quienes creen que el albino de Pittsburgh no está solo.

Lou Reed y John Cale: Small Town.

Hara-Kiri (trailer de la película de 1962).

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27 de septiembre de 2007
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En taxi al Infierno de Dante

Tenía la esperanza de que a mi paso por New York ya hubiesen salido a la venta las nuevas ediciones de Blade Runner en DVD, pero llegué demasiado temprano. En cambio encontré una flamante edición para coleccionistas de Taxi Driver que me sirvió de consuelo. El disco extra tiene algunos materiales que valen la pena: Scorsese hablando sobre las influencias que trataba de canalizar a través de su filme (Francesco Rosi, sin ir más lejos), el guionista Paul Schrader recreando las angustiantes condiciones en que escribió el filme (separado de su mujer, abandonado por su amante y trabajando en la cocina de una casa prestada; ¿cómo no iba a sentirse alienado el pobre Travis Bickle?) y una comparación entre la Nueva York de 1975 -pura Babilonia, pre-Tolerancia Cero- y las locaciones tal como existen hoy día. El apartado más jugoso es un Making Of que ya tiene algunos años, en el que abundan esos detalles que hacen la delicia de los cinéfilos: cómo fue que el genial Bernard Hermann compuso el último de sus scores (el pobre hombre murió la noche en que terminó de grabarlo), la primitiva forma en que se realizaron los efectos especiales de la masacre (manos que vuelan en pedazos, sangre y sesos -colorante y telgopor- sobre las paredes) y la revelación sobre cómo hicieron esa toma final desde lo alto, imitando la perspectiva de Dios. Muy simple: abriendo un canal en el techo para dejar que la cámara se deslizase...

A más de treinta años de su estreno, Taxi Driver sigue siendo una película poderosa. Nueva York es Sodoma en la pantalla y Robert De Niro nunca ha estado mejor: es un hombre en el borde, peligrosísimo y frágil a la vez. Vaya a saber qué habría sido del guión de Schrader en otras manos, tal vez una fantasía más sobre vigilantes y la torcida noción de justicia que nuestros amigos de USA han alimentado durante tanto tiempo -y siguen alimentando, para mal de todos.

En manos de Scorsese, Taxi Driver se vuelve más inquietante de lo que el guión a secas (que la edición para coleccionistas también incluye, dicho sea de paso) sugiere en la lectura. Son pequeños momentos que separan al filme del pelotón de grandes películas americanas de los 70, catapultándolo a la gloria. La cámara que pierde a Bickle en la central de los taxis y lo reencuentra a la salida, la cámara que se pierde dentro de la bebida efervescente, la cámara que deja solo a Travis mientras habla por teléfono. Todavía recuerdo la primera vez que la vi en un cine de la calle Corrientes, a poco de su estreno. La secuencia final en que Travis lleva a Betsy (Cybill Sheperd) a su casa me dejó girando como un trompo. Lo que Scorsese hace allí es una cosa mínima, tan fugaz como imprecisa: la imagen se acelera un segundo mientras Travis mira por el retrovisor y suena un instante de música enajenada. (Sugerencia de Hermann, confiesa Scorsese: un acorde reproducido de atrás para adelante.) Ese toque de extrañamiento otorga al relato un final inequívoco, revelando que ningún orden ha sido reconstruido al estilo clásico, que la patología de Travis sigue viva y su nuevo estallido es tan sólo cuestión de tiempo.

Ah, la ambiguedad moral de nuestro mundo.

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27 de septiembre de 2007
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