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DÍAS EN NYC

Llegué el domingo por la tarde. No tienen los domingos en NY esa cualidad silenciosa de los domingos en otras ciudades. Tampoco la tiene Madrid. Hay entretenidos atascos para llegar al hotel y en el coche que me transporta el conductor se ha empeñado en hacerme católico a golpes de radio. Una hora escuchando una especie de "Radio María" en versión neoyorkina latina, ¡no recuerdo peores torturas! Mi educación, lo que queda de ella, me hace soportar estoicamente esa locura de religión y música hortera. Tengo mejor carácter porque NY me excita. La ciudad siempre es la gran seductora. Están las cosas, menos algunas tan universales y gemelas, en su sitio. El ruido. Las prisas. También las pausas. Al menos las de los ricos y de los muy pobres. Parecen ser los úncos que no llevan el ritmo de esta ciudad poderosa como una enorme ballena.

Una compañera de asiento en el avión, tan necesitado de modernizar como tantos de IBERIA, me cuenta que vive en Nueva Jersey, es brasileira, descendiente de judíos huidos del nazismo. Ella quiere ser rica, casarse con un futbolista y no pasar las penas de sus ancestros. No sé si lo conseguirá. Le gusta leer. Prefiere a Machado de Assis a Paolo Cohelo. También me dijo que el libro que más le había impresionado era el Evangelio de Saramago. Me pide recomendación española. Está descubriendo a un tal Cortázar. Yo la guío por los caminos de Borges y Vila Matas. También una novela neoyorkina, de Broklyn de Eduardo Lago que ganó el premio Nadal. Y los textos de Muñoz Molina sobre Nueva York. Se me olvidó recomendar los poemas de esta ciudad de Federico. Ya los encontrará. Aunque no creo que se haga millonaria.

Pierdo mi móvil, seguro que en el incómodo avión. Me quedo bastante desconectado. Tiene su cierta gracia. Salgo a cenar con amigos españoles en esta ciudad. Les digo que quiero algo muy neoyorkino, una hamburguesa, por ejemplo. Les termino llevando yo a unos de esos sitios que me gustan, que soportan los cambios de esta parte de la ciudad desde hace más de cien años. no muchos turistas. Y muchos jóvenes o otros buenos comedores autóctonos. El lugar se llama Clarke's, un clásico, con sus viejas fotos de boxeadores y esas otras de la vieja ciudad. Está, por si alguno tiene las tentaciones carnales, en la 3º con la calle 55. Conozco otros, ya hablaremos. Les cuento la sorpresa de mi compañera de avión por el ascenso irresistible de los hispanos. En su pueblo, al lado de New Jersey, en un supermercado pone en la puerta: "No se habla inglés".

Para huir de la invasión hispana, terminamos la noche en un lugar lleno de fanáticos seguidores del último partido de beisbol de la noche. Unos fanáticos. ganaron a los de Boston. Gritan con sus novias, celebran, beben cerveza. Me suena. Vuelvo al hotel y me doy cuenta que nada cambia demasiado. El Atlético sigue sin ganar. Intento dormir. Mañana me esperan las calles de Manhattan.

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17 de septiembre de 2007
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LA PODA

El jardinero más joven repetía que había podado los tres árboles que hay frente al chalet en la misma medida, y yo sostenía que habían dejado dos sin podar cuando vinieron a comienzos de agosto y que era ésta y no otra la razón de que se viera tan disparejos. Que yo no pudiera precisar el día exacto no invalidaba las cosas pero ellos se basaban en que si yo no recordaba la fecha con precisión  tampoco recordaría cómo quedaron exactamente los árboles. Fue  inútil que repitiera que, desde el primer momento, la diferencia entre el de la izquierda y los otros dos era tan grande que cualquiera lo habría apreciado de lejos. Yo mismo, incluso, esperaba que volvieran esa misma tarde o al día siguiente para rematar la tarea porque era evidente que no podía darse por concluida.

Escuchaba mis propios alegatos y los creía incuestionables, pero el jardinero joven, teñido de plata, me replicaba que fue él quien cortó las ramas y era imposible que  hubiera dejado  unas más largas que otras, pero todavía mucho menos  que cortara  las de un árbol y no las de los otros. Efectivamente era insólito pero así fue desde aquel mismo día, les dije, no podía serenarme en la terraza del chalet y beber una cerveza tranquilo.

¿Les parecía exagerado? ¿No les parecía una faena?  Es decir, ¿no reconocían desorden  alguno por su parte? Sostenían que los tipuana crecen muy deprisa y que, en general, los árboles como las personas, unos crecen  más deprisa que otros de modo que si dos de ellos tenían ahora las ramas mucho más largas, era culpa de la naturaleza y no de su desaplicación.

¿Cómo soportarlos? La diferencia entre un tipuana y los otros era tan clamorosa como para descalificar cualquier explicación de crecimiento natural y en tan pocos días. ¿No estaban viendo, como yo, la formidable diferencia? No la veían o no la aceptaban, así que, lejos de considerar mis razones u  ofrecerme alguna  excusa, por vaga que fuera,  parecían dueños de una palabrería inagotable y de una impertinencia rayana en la locura.

Paradójicamente, sin embargo, la figura del loco empezaba a encarnarla yo porque me fui soliviantando de tal manera que hasta llegué a desear, en una tregua, que ellos me convencieran a mí y así poder reconquistar, mediante la rendición, la paz. Si seguí pugnando fue, no obstante, porque mi rendición potenciaría su autoridad y ya la había sufrido otras veces. Seguí luchando y ahí encontré mi mayor perdición porque los jardineros, viendo de qué modo  me sobresaltaba por un asunto tan trivial,   pensarían en el escaso interés que revestiría mi vida y en las cosas tan pobres en que me afanaba. ¿Qué podía finalmente hacer? Acabé dejándolos plantados  y metiéndome en el chalet. Ahora pagaba las consecuencias de confiar el jardín a unos sujetos que en numerosas ocasiones anteriores habían planteado sorprendentes problemas y presentando las más disparatadas facturas con la misma imperturbabilidad con que ahora negaban.  Cediendo y cediendo de mi parte habían continuado en el jardín durante unos diez años. ¿Con esta llegaríamos  decididamente al fin?  ¿Reaccionarían después de haberme visto tan afectado?  Fui a ducharme y al mirar por la ventana me pareció ver a un empleado subido a una escalera y cortando unas ramas de aquellos dichosos árboles. Pero observé que afanosamente, con encono, cortaba precisamente las ramas del árbol que las tenía más cortas. ¿Una ignorancia irredimible?  ¿Una tajante señal de su poder para acentuar mi paranoia? ¿Una denuncia criminal contra mi falta de juicio y de atención?

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17 de septiembre de 2007
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VI. UNA MANAGUA, O MUCHAS MANAGUAS

Pero hay todavía otros habitantes más pobres en Managua, que no cesan de llegar del campo, e improvisan sus viviendas junto a las aguas infectadas del lago, o en predios desolados que toman por asalto para levantar casuchas de cartón y ripio, conectados clandestinamente a las líneas de electricidad, para que florezca así el milagro de las antenas de televisión encima de los tejados de zinc sostenidos por piedras a falta de clavos.

Una Managua, o muchas, ¿cuántas Managuas? Todo se toca en extrema, extraña vecindad. Los barrios de la alta clase media de Los Robles, Bolonia, Altamira, prisioneros también en su miedo, muros y rejas, alambradas, culos de botellas coronando las tapias, colindan con los barrios miserables de calles sin asfaltar. Las fronteras son los cauces de las aguas de lluvia que resultan pasajes secretos de uno a otro mundo en la noche sin fortuna que cae demasiado pronto y se va demasiado rápido, parapetos de bienestar y neón a raudales de un lado, humo de fritangas en cocinas al aire libre, del otro, lo falso y lo verdadero conviviendo de noche y de día. Una tramoya, un parapeto. Una ciudad a la medida del crimen, el pequeño crimen de la barriada triste, y en la Managua artificial de aire acondicionado de los edificios gubernamentales donde señorea la corrupción con una impudicia que ya no escandaliza a nadie. 

Una ciudad dividida, que va marcando sus enemistades. Lejos de la Managua hirviente, subiendo por los altozanos de la carretera sur, hacia las estribaciones de la sierra, los más ricos se amurallan dentro de ciudadelas con guardianes privados y cámaras de vigilancia de circuito cerrado. Nuevos y viejos potentados, porque los negocios de la era posterior a la revolución de los ochenta han dado para todos, aún para los antiguos revolucionarios entre los que se cuentan no pocos nuevos ricos capaces de las más atroces excentricidades a la hora de edificar sus mansiones con techos en forma de pagodas, y cúpulas bizantinas. 

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17 de septiembre de 2007
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Nicole, Winnie Pooh y los olivos

La vida tiene momentos surrealistas. Estoy a miles de kilómetros de casa, en Ramallah, territorio palestino. Es Ramadan. Puedo oír la oración comunal que llega por el aire, transmitida por altoparlantes. Veo mails y noticias mientras contemplo un campo lleno de olivos. La calle está vacía, todavía falta hora y media para que comience la celebración religiosa. Y de repente la pantalla del ordenador me ataca con una noticia. Grupo anónimo exige a modelo argentina que cumpla con su promesa de desnudarse. De inmediato entiendo de qué se trata: yo todavía estaba en Buenos Aires cuando Nicole Neumann dijo que iba a participar de una protesta ecologista, utilizando el desnudo como forma de expresión. Todavía recuerdo la cantidad de gente -mejor dicho: de hombres- que se reunió en el sitio anunciado, Corrientes y Nueve de Julio, delante del (esta vez con razón, al menos) siempre priápico Obelisco. La TV no mostraba otra cosa. Pero Nicole no apareció. Dos semanas después, en este sitio que es otro mundo, la levedad del ser irrumpió por la ventana de mi ordenador con todo descaro -y me hizo reír.

No soporté la tentación y fui al sitio del "grupo anónimo". Además del vídeo y de la proclama que se repetía en todos los diarios -no sólo argentinos, el asunto estaba en la portada de la versión electrónica de El País-, había múltiples adhesiones espontáneas y nuevas imágenes. Escribo esto cuando todavía falta un día, doce horas y nueve minutos para que se cumpla el deadline puesto por el grupo para que Nicole se haga cargo de su promesa, pero por supuesto no creo que aunque Nicole siga vestida cumplan con su amenaza de ajusticiar al pichicho que tienen "secuestrado". (En Argentina es vox populi la pasión de Nicole por los perros.) El hecho de que la mascara-símbolo de la "organización" se inspire en el rostro de Winnie the Pooh me parece muestra suficiente de la inocencia de la broma.

Espero que los muchachones del MPBN (Movimiento Ponete en Bolas Nicole) hayan ideado un remate igualmente simpático para la humorada, una vez que la modelo los decepcione -una vez más- con su silencio. Cuando este texto llegue a ustedes, la cuenta regresiva ya habrá terminado. Espero seguir riéndome entonces, desde este sitio lleno de olivos al que le hace tanta falta una carcajada.

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17 de septiembre de 2007
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Cada quien su camposanto

“No te veo madera de político”, me dijo entonces aquel individuo antipático que para todo parecía tener respuesta, y yo lo aborrecí en secreto, como lo habría hecho con cualquiera que me soltara una verdad de ese tamaño. Recuerdo que gustaba de referirse a los más encumbrados funcionarios federales por sus nombres de pila. “Ayer cené con Jorge, mañana tengo que ir al cumpleaños de Carlos”, alardeaba, y a mí me daba náuseas la idea de mirarme en su lugar, tuteándome con esos miserables a los que día con día veía en los periódicos, repartiendo sonrisas entre ávidas y cínicas. ¿Por qué entonces seguía estudiando para político? ¿No era verdad, por cierto, que mi caso resultaba más alarmante que el suyo? El tipo era un fantoche, pero tenía el olfato suficiente para reconocer a un desubicado.

“Cuando termines la carrera, ven a verme para que te presente con mis amigos; ya lo demás correrá por tu cuenta”, me prometió, mas en lugar de hacerme ilusión, su oferta me dio pánico. Sentí de pronto un deseo imperioso de seguir para siempre en la universidad, antes que verme enfrente de los amigos de aquel político al que ni muerto habría tratado de colega. ¿Qué me costaba sonreírle, agradecerle, hacer al menos uno entre sus seductores aspavientos? Me costaba la vida, a lo mejor. ¿Qué tal si de verdad le caía bien y me cumplía aquella espeluznante promesa? ¿Y si me convertía en otro fantoche?

Años después, me topé con El lado oscuro del corazón, la película de Eliseo Subiela donde la muerte sigue al protagonista en la persona de una mujer penumbrosa que insiste en convencerlo de que abandone la escritura y se consiga algún trabajo útil. Entendí entonces la incomodidad que me paralizó cuando el fantoche de marras me prometió una ayuda que parecía más la pena capital: alguien adentro me decía que aquél tenía que ser un emisario de La Muerte Misma, que desde las tinieblas me proponía una cómoda defunción a plazos. Y eso que entonces nada sabía de Odorico Paraguaçu: eminente prefecto de la ciudad imaginaria de Sucupira.

Lo conocí hace unas cuantas horas, en la persona del actor pernambucano Marco Nanini, famoso por su entrega en los escenarios y ahora protagonista de El bien amado. Por eso no era él, sino Odorico mismo quien alzaba las manos y pedía la preferencia de los electores. “Vote por un hombre serio y gane su cementerio”, reza la propaganda del candidato que se gana el cargo mediante la promesa de construir un nuevo panteón. Innumerables carcajadas más tarde, sucede que ha pasado ya un año desde que el camposanto fue terminado y Odorico no puede inaugurarlo porque nadie se ha muerto en Sucupira.

A lo largo del resto de famosa la obra de Dias Gomes, el prefecto concentrará sus esperanzas en la muerte del próximo sucupirano, sin la cual la gran obra de su administración seguirá careciendo de sentido, para deleite de sus opositores. Hasta que sea él mismo quien con su fiambre ocupe la primera tumba. Afortunadamente, la actuación de Nanini es lo bastante espectacular para que uno celebre esas calamidades tan familiares como si nunca las hubiera visto de cerca. Diríase que toda la obra —que hace décadas fuera convertida en una memorable serie televisiva, protagonizada por Paulo Gracindo y musicalizada por Toquinho y Vinicius de Moraes— fue montada sólo para lucir al nuevo protagonista, que hoy por hoy causa sensación en Rio de Janeiro y convoca entre el público al entero Who’s Who del teatro brasileño.

Nadie sabe, se dice, para quién trabaja. Ahora que he recordado a aquel político del que jamás me convertí en colega, no descarto la posibilidad de que fuera un arcángel, destinado a advertirme que de seguir por ese camino siniestro terminaría haciéndome mi propio panteón. De modo que esta noche escribo sospechando que fui un ingrato. Si he sabido, le beso los pies.

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17 de septiembre de 2007
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PARÍS

El fin de semana fue tétrico en París. Sobre todo el sábado, en el centro de la ciudad. Había la combinación de dos eventos: les journées du patrimoine  y la technoparade. Lo primero es un día de “puertas abiertas” en todos los edificios del Estado (museos, archivos, castillos, palacios, administraciones, etc.) y en París no faltan edificios del Estado; lo segundo es la copia parisiense del desfile dedicado a la música tecno que nació en Berlín hace unos años.

No se puede mezclar dos atmósferas más distintas: por una parte, la admiración pasiva de una muchedumbre que se dedica a hacer colas, con tremendo orden, para entrar en un «hotel particulier» y comprobar la «grandeza» de Francia. Caso ejemplar: seis horas de cola para entrar al palacio de l’Elysée –ex casa de una cortesana– y ver el despacho del presidente Sarkozy. Por otra parte, algo muy contradictorio: el lento desplazamiento de unos camiones dotados de unas máquinas de sonidos dentro de otra muchedumbre bailando en un botellón con sabor a motín del baile. Para este día, la policía recibe tapones para las orejas.

En el centro de París, entre los barrios de la Bastille y Le Chatelet, los dos eventos pisaban las mismas calles, con tremenda confusión cultural. Lo peor (o lo mejor, nunca se sabe) fue el tema de la «technoparade»: el reciclaje de las basuras. Me explico: un oligofrénico en el ayuntamiento de la capital había tomado la decisión de poner en la primera línea del carnaval musical cubos de la basura gigantescos, de color amarillo, como los que utilizan los parisieiens (ver la foto de T.O.L.I). Y así fue en la convivencia de una doble celebración: el patrimonio cultural y la basura. Vivimos tiempos de confusión.

No es cierto que, tal como lo dice Bogart, alias Rick, en Casablanca, siempre tendremos a París. La ciudad se va, se pierde en la confusión del mercantilismo y de la pobreza cultural. Lo pensé mucho al leer un artículo maravilloso (en inglés) de Alice Kaplan sobre el uso de la ciudad por una extranjera. Sobre lo que hay y lo que hubo en la capital francesa. Alice Kaplan es la autora de The collaborator, un libro sobre el proceso y la ejecución de Robert Brasillach, un autor condenado a muerte por el contenido de sus libros en la época de la ocupación de Francia por las tropas nazis. Kaplan, que lo sabe todo sobre París, lo dice con suma franqueza: seguimos amando a París no tanto por lo que queda en la ciudad sino por los «recuerdos personales» vinculados a ella.

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17 de septiembre de 2007
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De lo malo, lo mejor es lo peor

Una suicida atracción hacia el abismo ha marcado con sello de fuego la piel de este país, y me refiero a España, en los últimos siglos. Si una situación era insufrible, siempre aparecía un salvapatrias que la convertía en inaguantable. En su combate por el reconocimiento, la clase dirigente española se va dando empujones hasta ponerse en el borde del precipicio. Y el que da un paso atrás es una nena.
Escribo con la olla de grillos de la pasada Fiesta Nacional catalana en la cabeza. Fiesta que debería celebrar la victoria de los borbones sobre los señores de horca y cuchillo de la región, y el inicio de la modernización de una Catalunya sometida a la brutalidad feudal y la teocracia clerical. Ese día, sin embargo, lo dedican los secesionistas a exaltarse a sí mismos en ausencia de cualquier ciudadano moderno. Un cómico de la tele catalana dio la campanada al presentarse como el heredero del cura Xirinacs. Y a fe mía que lo es. Pero gente con familia, una abultada cartilla en La Caixa, otra en Suiza, y responsabilidades adultas también se apuntó a la rebelión.

Es muy posible que la República de Catalunya tuviera un lugar en el mundo, como lo tiene Eslovaquia porque a nadie le importa. Sin embargo, estoy persuadido de que los separatistas saben que es muy duro ascender a la nada y que en una Catalunya independiente deberían conformarse con la cuenta de La Caixa. Y muy mermada. ¿Por qué, entonces, hacen el indio? Por amor al abismo. En España ha sido y es un honor ser fascista, carlista, comunista, anarquista y, en algunos medios burgueses, terrorista. Lo que no se puede ser es liberal. La tradición anglosajona, la re- pública de los ciudadanos, es lo más odiado.

Quizá por eso ha dimitido Josu Jon Imaz. Era un tipo sensato, respetuoso, pragmático. En las provincias vascongadas estaba condenado al fracaso. El abismo de convertirse en la república de San Marino 2, paraíso fiscal y Disneylandia aberzale, es demasiado atractivo para aquella gente. Ya se sabe, los humanos necesitan chutes de adrenalina cuando se sienten flojuchos.

Artículo publicado en: El Periódico, 15 de septiembre de 2007.

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17 de septiembre de 2007
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Fin de época

Estoy con el último ejemplar de la versión española de Cahiers du cinema. Es el cuarto número e ignoro cómo irán las ventas y cuáles serán las posibilidades de subsistir en el extraño mercado de revistas de cine. Cahiers fue una revista fundamental para el cine europeo, para el cine, en unas cuantas décadas. Aunque su importancia a partir de los 70  fuera menor, su espíritu, el cine que defendía, el tipo crítica y de críticos, su lucha contra el cine comercial, contra los productos de la banalización universal, eran todo un gesto que marcó el cine francés. Y que consiguió forjar una inmensa minoría de cinéfilos seguidores de una manera de entender el cine. Con cineastas muy diferentes pero con persoanlidad. Eso que se llamaba, y se seguirá llamando, cine de autor.

¿Dónde el cine europeo de autor? No sé si en el mismo sitio que las nieves de antaño, pero muy cálido no parece estar. El número de la revista está dedicado a los últimos y penúltimos representantes de la modernidad en el cine. Dos significados autores europeos, dos de los más importantes que tuvieron la ocurrencia de morir en el mismo día, Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni. Tan difrerentes y tan complementarios. Dos de los creadores que marcan una estética, y más cosas, en nuestro recuerdo cinéfilo. A su lado, un contemporáneo, un superviviente que sigue persiguiendo la libertad desde su lucidez de cineasta, uno de los autores del cine que más cerca está de la literartura, también de la pintura, Eric Rohmer, que con 87 años acaba de filmar una deliciosa película de amores pastoriles en el siglo XVI francés. Sin actores conocidos, partiendo de una novela olvidada, coproducida con España y con costes bajísimos, Rohmer vuelve a dar una lección de libertad y modernidad. Último, o penúltimo porque por ahí sigue resoplando Chabrol, de los cineastas surgidos del mundo de las letras, de los míticos Cahiers du cinema.

Y el número de la revista española afrancesada de cine también dedica páginas a dos de los cineastas más peculiares de las décadas finales del pasado siglo, herederos de los "modernos" directores europeos que antes hemos recordado, un reportaje sobre la correspondencia y los itinerarios de Erice y Kiarostami. Dos cinestas imprescindibles que comenzaron en los 70 pero que llevan -más Erice- demasiado tiempo en silencio. Y para sumar autores, independencia, riesgo y voluntad de búsqueda también dedican bastante espacio al controvertido José Luis Guerín. Maduro, aunque todavía joven cineasta, que no quiere perder la senda de autores como Erice o de Rivette entre otras referencias.

En fin un número que nos devuelve al cine de autor, a esa manera de contar una historia que ya parece pertener a otra época. Una revista para saber que estamos asistiendo al fin de una época. No sé si habrá que decir con Ferlosio, "vendrán más años malos y nos harán más ciegos". O simplemente, estuvo bien mientras duró.

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14 de septiembre de 2007
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V. MANAGUA, UN CAMPAMENTO

Un gusto arquitectónico en ruinas, una estética urbana en escombros, pistas de adoquines como intestinos sueltos que conectan los pedazos de ciudad que dispersó el terremoto, un espejo quebrado a mazazo limpio. Rótulos comerciales de cervezas y cigarrillos más altos que las palmeras en medio del amasijo. Una ciudad sin aceras, una ciudad pensada sólo para rodar, con el cuádruplo de los vehículos que podría resistir. Una ciudad donde hace tiempos fue olvidada la gente que camina.

No existe Managua. ¿O existe? Un campamento de más de un millón de habitantes, un cuarto de la población total del país. Una inmensa extensión marcada por esas pistas de adoquines de cemento que mandó a construir Somoza, porque los adoquines eran producidos por una fábrica de su propiedad. Esos mismos adoquines fueron arrancados por la gente insurreccionada en 1979 en los barrios orientales, Ducualí, Rubenia, Santa Rosa, Nicarao, Maestro Gabriel, para levantar barricadas y detener el avance de las tropas de la Guardia Nacional. Luego, los aviones de Somoza dejarían caer sobre esos barrios barriles de quinientas libras, rellenos de dinamita.

Las pistas de adoquines atraviesan los barrios de la clase media, cada vez más venida a menos. Las casas, construidas en serie, como cajas de cerillos, cerradas con barrotes, como cárceles o como jaulas, porque los que tienen poco, en la colonia Independencia, o en la Colonia Centroamérica, se defienden de los más pobres, que viven en barrios como el Jorge Dimitrov, bautizado así en tiempos de la revolución, porque sus habitantes pensaron en despertar la generosidad del gobierno socialista de Bulgaria. También hay otros barrios bautizados Unión Soviética, o Libia, por las mismas razones que resultaron poco clarividentes, como ahora hay un barrio Hugo Chávez. También hay barrios con nombre de telenovelas: el Pantanal.

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14 de septiembre de 2007
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PREGUNTAS AL OTRO

La persona que habla mesuradamente de sí mismo y escucha a los demás es siempre amada. Pero no basta para crear amistad o suscitar amor ofrecer nuestro oído; hay que ofrecer además nuestros asuntos a despecho del vértigo de la confidencia.

La manera de ganar amigos, sobre cuyo asunto se ha escrito tanto, tiene su base en la común estrategia del enredo. Enredar nuestra vida a la del otro mediante filamentos que permiten emitir y filamentos para recibir la vicisitud del otro. La trama crece, además, de manera decisiva a través de las preguntas que planteemos al prójimo manifestando así interés por sus circunstancias. Quien no pregunta casi nada por miedo a inmiscuirse siempre será mantenido a la misma distancia que ha marcado con su silencio. El riesgo de mostrar curiosidad y llegar a ser mal entendido se compensa con la ganancia de atraer la gratitud sentimental de quien es interrogado por su vida. Nunca se siente nadie mejor considerado que cuando se ve protagonista. No hará amigos quien no se adentre en las dudas y los quebrantos de aquel que, faltándole la interrogación sobre su estado, preferirá siempre a quien no necesita narrar su historia desde el principio a la manera que ocurre con el psicoanálisis de pago. La amistad se cuece no sólo al fuego de la proximidad física sino en una bioquímica informativa que fermenta recíprocamente y  hasta cuajar en las proteínas de una relación compuesta por miles de preguntas y respuestas. 

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14 de septiembre de 2007
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