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Amor y aeropuertos

Íbamos a emprender nuestro primer viaje juntos, un fin de semana en los acantilados de Andratx, para celebrar todas las pequeñas ca­sualidades y bendiciones con las que habíamos confeccionado el traje de un amor recién estrenado. Eran días en que él me sorprendía con flores, compraba chocolate negro y me traía el primer café a la cama. Un auténtico gentleman, según mis amigas.
Aquel viaje sería un auténtico festín de besos y nados, me decía a mí misma. Hasta que sacó el horario del bolsillo y propuso lo siguiente: “Tendríamos que estar a las 6 en el aeropuerto”. “Hombre, con que salgamos a las 7.30 es suficiente... el avión es a las 9”. Vi cómo mudaba de color. Sus labios parecían más gruesos, los ojos empequeñecidos. Movía la cabeza de un lado a otro, negando. Uno de los dos se habría equivocado, pensé, enseguida daríamos con el malentendido.
Pero el malentendido era yo misma. ¿Por qué llegas estresada, corriendo y sintiendo ese sudor frío de pensar que pierdes el vuelo? A él le gustaba contar con horas de ventaja: “Te tomas un cafecito, haces un par de llamadas, lees el periódico...”. Le respondí que me parecía una ridícula manera de perder el tiempo, y ese fue nuestro primer desacuerdo. Lo espantamos como a un moscardón, aunque a lo largo de los años daría paso a grandes broncas y reproches, hasta aquella primera y dolorosa ocasión en que le oí decir: “Somos la noche y el día”.
Más de una vez me he preguntado si no estaré enganchada a la adrenalina de la gesta, a ponérmelo difícil para superarme. ¿O no es esa otra manera de expresar el estrés del viaje? “No es que la gente que llega tarde no encuentre la experiencia del aeropuerto tan estresante como quienes llegan dos horas antes del embarque; la diferencia está en que sus mecanismos para afrontar los episodios negativos de la vida son radicalmente diferentes”, razona el profesor Gerkin, de la Universidad de Carolina del Norte, que ha estudiado estos dos modelos antagónicos de pasajero. Los puntuales tienden a ser impacientes y ambiciosos, mientras los tardones suelen ser más relajados y menos neuróticos. Pero quienes procrastinamos, ¿acaso no buscamos una absurda satisfacción aventurera, convencidos de que las horas que pasamos en dichos no-lugares nos envilecen?
Han pasado los años, y entre mi amor y yo han variado algunas costumbres. Hallamos una solución de consenso: salir por separado de casa. Él tres horas antes, yo bien apurada, pero controlando el reloj. Y cuando nos encontramos en la puerta de embarque, el ordenador libre de toda sospecha, los periódicos bajo el brazo, nos miramos por un instante de manera furtiva, como si siguiéramos siendo aquellos enamorados que iban a nadar a Andratx.
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19 de junio de 2019
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Dios lo ve

La política como sucedáneo de la religión, exige la presencia de enemigos a los que no hay que vencer, sino aniquilar
 

Ahora que quizás ya ha terminado la parte más grosera del mercadeo, a ver si podemos ya volver a la reyerta ideológica, es decir, a la vieja tradición de estabular al enemigo. En España solo hubo política unos pocos años, tras la elección de Felipe González. Ahora hemos vuelto al vasallaje de cargos, enchufados y clientela, bajo el manto excluyente de la ideología. Son muchos siglos de escuela católica como para olvidar que en este país solo hay buenos y malos, cristianos y judíos, papistas y luteranos, izquierdas y derechas. La política, como sucedáneo de la religión, exige la presencia de enemigos a los que no hay que vencer, sino aniquilar. Si se puede. Y si no se puede, sumen todas las fuerzas al servicio del odio.

Cuando las podemitas tomaron el Ayuntamiento de Madrid, se entregaron a cambiar nombres de calles, plazas y avenidas con desenfreno. Naturalmente era lo mismo que habían hecho los franquistas hace un siglo. Y allí en donde hasta ahora figuraba un olvidado general, las ideólogas pusieron el nombre de un desconocido insurrecto. El pavor religioso a los nombres no es actual. En 1793, año terrible de la Revolución Francesa, en plena actividad del Comité de Salud Pública, o sea, del Terror, se rebautizaron muchas cosas, los años, los meses, las fiestas. Había que borrar los nombres infectados por Satán. En los palos de la baraja los Reyes fueron reemplazados por los Genios, las Damas por las Libertades, los Caballeros por las Igualdades y los Ases por las Leyes. ¿A quién le importaban esos nombres? Al dueño del lenguaje que es Dios, a sus ministros en la tierra, los obispos, y a los supersticiosos que obedecen como ovejas al amo. Yo espero que el nuevo Ayuntamiento de Madrid no empiece a cambiar nombres, por el amor de Dios.

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18 de junio de 2019
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Tacto y contacto

A pesar de nuestras burbujas digitales, acostumbrados a mandar y recibir cariño virtual, nos sigue chocando que, al presentarnos a alguien, el saludo se quede en palabras o en un apretón de manos. Queda más profesional, también más profiláctico, dicen algunos, que se preguntan por qué hay que besar a un desconocido, con su barba o su maquillaje. Ocurre que, si la reunión ha sido satisfactoria, un rapto de euforia invade a los interlocutores que se han saludado fríamente al principio, y acaban despidiéndose con dos besos, a fin de expresar su simpatía hacia el otro. Nuestro cuerpo suma unos cinco millones de terminaciones nerviosas repartidas en apenas dos metros cuadrados de piel, que nos mantienen en contacto con el entorno y nos proporcionan información. Pero tocar –y ser tocados– no sólo es algo natural, sino que posee múltiples beneficios. La ciencia ha demostrado sobradamente que el contacto físico resulta vital para la salud. No obstante, renunciamos cada vez más a él y nos blindamos en el espacio público.
Un profesor de la Universidad Carnegie Mellon, el psicólogo Sheldon Cohen, ideó un curioso experimento, según leo en The Atlantic: consiguió reunir en titulares abrazos y sistema inmunológico. Aisló en un hotel a 400 personas que fueron expuestas al virus del resfriado. Entre quienes mantuvieron interacciones, los síntomas de la enfermedad fueron menos severos que entre los más solitarios y reacios a socializar.
Me pregunto a menudo por qué los ciudadanos quieren tocar a líderes e ídolos. Tras la catenaria aguardan su turno, basta un mínimo contacto para que se sientan dichosos, elegidos o empoderados, vete a saber. En el otro extremo se hallan aquellos que ocupan posiciones de poder y se sienten legitimados hoy a expresar su intolerancia al contacto porque disponen de atriles para llegar sin tocar.
Foucault afirmaba que nuestros cuerpos están imbuidos en las relaciones de poder y no pueden escapar de ellas. Lo que no adelantó el filósofo fue que la conquista de la esfera pública por parte de lo políticamente correcto proscribiría el contacto físico. En un contexto donde florecen los restaurantes y hoteles que no permiten la entrada de niños a fin de preservar la calma, el tacto cotiza a la baja.
Así se percibe en la política, y domina el actual juego de pactos para gobernar. El PP prefiere devolverle el Ayuntamiento de Madrid a Carmena antes que ver a Villacís de alcaldesa. Ciudadanos se niega no ya a negociar con Vox, sino hasta a reunirse con ellos. Y el PSOE marca distancias con sus imprescindibles aliados de Podemos. Fíjense en las acusaciones de Aguado a Gabilondo, uno de los políticos más sensibles y razonables, de “radical”. Faltan abrazos que los inmunicen del virus de la distancia. Yo, de ellos, invitaría al profesor Cohen para que los encerrara en un hotel y los expusiera a un virus liviano para que salieran de allí abrazados y coleando.
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17 de junio de 2019
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Las voces a ellas debidas, 2

 


 

Mariela Dreyfus (Lima, 1960). Gravedad.

N.Y, Arte Poética Press, 2017

 

La veracidad de la conversación (menos confesional que íntima y más sobria que dramática) nos descubre en estos poemas como interlocutores tomados en serio;o sea,

capaces de certeza.

Si hubiese un Archivo de la palabra viva de las poetas del español, seguramente tendríamos un registro emotivo de la condición femenina, capaz de asignarnos un lugar en su mapa dialógico.  Para tomarle la palabra a Blanca Varela, propuse que su voz nos revela una verdad en carne propia.

Pero si ella escribió en la intemperie del lenguaje, Mariela Dreyfus busca afincar en las palabras, que son la mutualidad de la que estamos hechos.  Se diría que, en su caso, el poema es el lugar de construcción de una mutua certeza final.

Desde la razón ardiente, Rocío Silva Santisteban elabora parábolas exacerbadas por su desgarro.

Mientras que Carmen Ollé se subsume en la memoria del canto celebratorio.

Magdalena Chocano, por su parte, cifra en el temblor del poema una pregunta reflexiva.

Victoria Guerrero hace del coloquio el espacio mutante del reconocimiento compartido.

Y Ethel Barja, siguiendo la lección de Vallejo en Trilce, podría reecribirlo todo de nuevo, en el sentido contrario.

Todas ellas (y son más) han intervenido el coloquio de la varia violencia peruana que ha tomado la plaza pública del habla. La feroz violencia de género tiene su  matriz en la corrupción

intrínsica del sistema y su lenguaje canalla. La poesia es la

verdad compartida: contra el mal gobierno mejor lectura.  

Mi hipótesis es que Dreyfus forja la autorización de una voz.

El poema asume una voz aseverativa para decir máscomo si la

veracidad encendiera el ámbito de la comunicación entre

nosotros. No pocas veces el discurso forjaun lugar en la

inteligencia mutua, esa revelación de nosotros mismos de cara

a la verdad.  De pronto, estas voces nos llaman, citados a dar

cuenta de nuestra fe verbal. Por hábito, buscamos referencias a

mano: un espacio social, una historia familiar, las afueras del

poema.

Pero Mariela Dreyfus no se detiene en los escenarios, su escena

desencadena el ingreso inmediato a la gravedad de su inquisición.

Lo notable es que su indagación sea una pregunta por nos-otros,

por lo otro del nos.  No sólo el lenguaje pregunta por el hablante,

también la naturaleza, hecha verbo, pregunta por el relato latente

del sentido en pena; de la penuria de todo en lo precario de uno.

Nos queda, de esa zozobra, la protesta de los límites:

                Cuervo de la tristeza y el insomne:

                sacude con tus alas el presagio

                o aviéntame del pico

                un cuerpo a qué aferrarme entre las piedras. 

No se trata de cuantas poetas mujeres entran en una antología.
 
Basta una para desmontar el tinglado.  
 

 

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17 de junio de 2019
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Narración disparatada

El cuerpo social se articula siempre como un relato. Cada época va tejiendo su relato, su relato de la vida cotidiana, y su relato más general.

Basta con acercarse a una hemeroteca para ver cómo se va articulando el relato de cada época: lo que cada época valoraba, lo que cada época manifestaba u omitía, lo que veía y lo que no quería ver.

Todas las evidencias y todas las ausencias quedan reflejadas en el relato de cada época. La literatura es también un buen territorio para explorar el relato de una época. Y nuestra época ¿tiene su relato? Tenerlo lo tiene, lo único que ocurre es que parece un relato irreal: una narración mitológica tejida a partir de símbolos tétricos más que de hechos en sí, más que de realidades, sin argumento y sin trama.

Aunque quizá lo único que pasa es que la realidad se ha vuelto simbólica. Suele pasar en las épocas de mudanza de valores, de mudanza de criterio y de mudanzas económicas. Y suele también pasar en las épocas en las que todo vale salvo la verdad. ¿Habrá que esperar otra vez lo inesperado? Hace algunos años Félix de Azúa dijo, en una de sus humoradas, que "Dios estaba a punto de aparecer". Es para pensarlo. Las apariciones de gran envergadura suelen estar precedidas por fenómenos tan extraños como los que estamos conociendo.

Pero lo más inquietante del relato de nuestros días es que se está convirtiendo en una narración monstruosamente elástica, y se está abusando tanto de esa elasticidad que estamos perdiendo el sentido de la sorpresa ante cualquier forma de atrocidad.

Un antiguo poeta griego se quejaba de las ciudades a las que no les asombraba ninguna iniquidad. Aquel pobre bardo tenía que haber viajado a nuestra época para darle verdadero sentido a su lamento. Por ejemplo, podía haber contemplado la matanza de defines en Japón. Para un antiguo griego hubiese sido aterrador. Los defines eran animales sagrados y estaba prohibido matarlos.

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13 de junio de 2019
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Las voces a ellas debidas,1

 

Julia Castillo

(Madrid, 1956). Místico solo. Amargord, Madrid, 2017

 

Desde sus primeros libros Julia Castillo se planteó el poema como una demanda radical: ser la nitidez del conocimiento; esto es, no duplicar el mundo ni la literatura sino poner a prueba su propia hipótesis, diálogo y tributo del saber poético. Soliloquio dialogado, su obra desarolla la indagación de un mundo extraviado en la escritura dominante, recobrado en la demanda visionaria. Sus coordenadas fueron el pensamiento de María Zambrano y José Lezama Lima; tanto como la inquisitiva y cifrada visión de José Angel Valente, que suponía las rupturas de Vallejo con el coloquio y la necesidad de una certidumbre sin poder ni precio. Hizo suya, además, la lección de Emilio Prados: el discurrir del mundo en la trama leve y fabulada del poema. En ese ámbito  del lenguaje la poeta encuentra su paraje. La lección de Emily Dickinson, a quien tradujo al español, le fue inspiradora y discreta. Lo que nadie hizo como Dickinson, fue desatar el verso de sus anudamientos referenciales. De modo que el poema no es una réplica pero tampoco una metáfora de lo vivo, sino la verdad de lo nombrado, su forma de cuarzo revelada. Conocer el mundo desde la poesía es una hipótesis que había adelantado Vallejo, haciendo del habla un teorema de lo vivo. Entre sus más próximos, Julia Castillo tuvo a sus pares: José Miguel Ullán, formidable parteaguas, cuya práctica de rupturas tocó los límites del español; y Teresa Gracia, breve y desapacible verbo del exilio anarquista. En los años que vivió en el Oriente Medio su diálogo con otras tradiciones, de orden visionario y religador, propició que su escritura cristalizara, en el poema mismo, un acto de articulación poética, quizá único en español; tal vez paralelo a las demandas de Lezama Lima y Fina García Marruz. La fluidez de la traza, ese tiempo de la voz, discurre en la suma decantada de este libro. Y hace del proceso nominal un desdoblamiento del verbo que remonta el paisaje místico de nuestra tradición. La fluidez enunciativa y su discurrir meditado, cristaliza en suficiencia visionaria y lacónica:
            y el poema- 
            una vez escrito-
            es el que restablece
            la simplicidad
            del no-escribir.
            El poema descubre la intimidad del lector en la dialógica que traza. Y asume la palabra más viva en la intemperie,  donde se hace camino.  La enunciación, se diría,  excede la sintaxis y reconoce su promesa: Un libro cuyas palabras no definen sino que recuperan otro trance del camino en la lectura. Su ruta epifánica viene de lejos, pero reconocemos su linaje como una certidumbre remota, esa nostalgia. En sus últimos libros Julia Castillo nos recupera  con la voz de los orígenes, aquella que nos confirma como criaturas hechas en la fe del interlocutor. Por lo mismo, la práctica poética no sólo supone que vivimos una época infame, presidida por delincuentes; presupone también que la miramos de frente:

            sin mediación alguna-
            ves al extranjero
            sin refugio 
            en la plaza:
            y visitas momentáneamente
            y casi agradecida-
            el pesar en que vive.
            Todos somos su huésped...

            Sobre la ética y estética del diálogo traman con brío sus demandas de escenarios Olvido García Valdés, Esperanza López Parada, Susanna Rafart, Marta Asparren, Ana Gorría, Azucena G. Blanco...

 

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13 de junio de 2019
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La ‘dona’ catalana

La frase trae ecos de libreto costumbrista: “Le he mirado a los ojos para decirle lo que nunca había oído de una mujer”. El sujeto bien hubiera podido oír antes aquellas palabras en boca de un varón, pero la cosa parece cambiar cuando es mujer quien le dice que tiene la bragueta abierta o pelos en la nariz. La diputada de Junts per Catalunya Laura Borràs la pronunció con algunas modificaciones tras su audiencia con el Rey: “He mirado a los ojos del monarca español para decirle lo que tal vez nunca había oído de una mujer catalana”. Borràs tiene un hablar literario y coraje dialéctico. En más de una ocasión ha avergonzado a sus contrincantes recriminándoles su falta de comprensión lectora. Ante el Rey se reivindicó como mujer, y también como catalana. Y en su frase se interpreta que ninguna otra nativa de Catalunya había sido capaz de decirle lo indecible a Felipe VI, desde Núria Espert, Julia Otero, Judit Mascó, Susanna Griso, Ona Carbonell, Mireia Belmonte, Cristina Gallach, la Coixet y la Sardà, Sílvia Pérez Cruz, Carme Ruscalleda...
Pero, dejando el territorio aparte –que según el contexto del que procede de eso se trataba el desafío–, la afirmación de Borràs nos lleva a repensar qué es una mujer catalana. Pienso en el legado de algunas escritoras: en Maria Aurèlia Capmany, que decía que tenía dos peras y una manzana. O en Aurora Bertrana, la aventurera que pregonaba la libertad sexual e individual –siempre que no pises la de los otros–. En Ana ­María Matute, que bebía whisky en las entrevistas literarias igual que Nabokov, incluso en Mercè Rodoreda y su dulce aleación del amor y el mal, la que se in­terrogaba en su ficción: “Soc una dona honrada?”. En sus voces hay acentos muy diferentes, y, aun así, juntas escriben una crónica universal que transciende fronteras.
¿Puede hablarse hoy de mujer gallega, andaluza o murciana y no caer en el folklore? ¿Qué diferencia a una catalana de una vasca, más allá de la lengua y el paisaje, del corte de pelo o el color de las gafas? Es más, ¿qué la diferencia de una noruega o una francesa, de una hermana de alma que interpreta la misma partitura aunque la música suene algo diferente? Hablar de una mujer –en el fondo, la mujer– significa tropezar forzosamente con el esencialismo, ese “rasgo fijo cuyos atributos se han impuesto y cuyas actividades ahistóricas limitan las posibilidades de cambio y, por consiguiente, de reorganización de la sociedad” que tanto ha criticado desde el feminismo la filósofa Elizabeth Grosz. Porque además de ser mujeres individuales, reales, solidarias y diversas, sabemos que todavía hay muchas que no salen en la foto, y esa exclusión se debe a razones que nada tiene que ver con la piel o el acento.
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12 de junio de 2019
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El gabinete de los prodigios del Doctor Toro

En la idea que tenemos de lo monstruoso campea la maldad. El monstruo, asociado a la fealdad extrema y a la deformidad en su forma física o representación, no tiene límite en su capacidad o posibilidad de hacer daño. Destruir, asesinar. "Monstruo" decimos de un asesino en serie, de un descuartizador de niños, de un violador sin alma.
 

Pero la palabra, que proviene del latín, no significa otra cosa que el prodigio creado por los dioses, no pocas veces amasado en la oscuridad de la culpa y el pecado, y viene a designar lo excepcional, lo que desafía los reglas de la naturaleza, alterándolas. En la mitología griega son los gigantes de un solo ojo, las mujeres con cabelleras de serpiente, los hombres con cabeza de toro o cuerpo de caballo.

Es lo portentoso, lo extraordinario, lo que no tiene comparación. Por eso Cervantes llamó a Lope de Vega "monstruo de la naturaleza". Zeus alabando a Hermes.

Hay otra manera, sin embargo, de acercarse a los monstruos, y aún vivir con ellos en la propia casa, tenerlos como parte de la familia. Y es la de Guillermo del Toro: verlos como los "otros" a los que tanto tememos porque no son como nosotros.

Este sería entonces el siglo de los monstruos: los que emigran huyendo de calamidades, la primera de ellas la pobreza, los extranjeros indeseables que cuando traspasan en hordas una frontera, son rechazados por temor. Lo primero que un monstruo inspira es miedo, porque es distinto.

Guillermo del Toro ha sacado en préstamo de su casa en Los Ángeles su colección de monstruos, desplegada en espacios entre góticos y victorianos. Convive con ellos en lo que llama su "bleak house", en homenaje a una de las novelas emblemáticas de Dickens, y los ha llevado a su ciudad natal en México para una exhibición memorable amparada por el Museo de las Artes, en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara: "En casa con mis monstruos".

No son sólo los suyos, creados en sus películas, sino todos los que le han fascinado desde la infancia, cuando era lector devoto de historietas cómicas y también los veía lleno de miedo en la pantalla del televisor. A la noche, asaltaban sus sueños. Aquel niño apasionado por la maravilla, y paralizado por el terror, tuvo que llegar a un acuerdo con las criaturas que lo acosaban: "si me dejan ir a mear, voy a ser su amigo toda la vida".

El gabinete de Guillermo del Toro es un retrato múltiple de sí mismo. Nos lo enseña con la escenografía de los gabinetes de curiosidades del siglo diecinueve, juntadas por naturalistas y viajeros, y llevadas bajo las carpas por los empresarios de espectáculos, tal el Museo de los Seres Increíbles que Phineas Barnum, después célebre cirquero, abrió en Coney Island. Allí podía admirarse tanto la momia de una sirena capturada en el mar del norte, como al diminuto general Tom Thumb, de sesenta centímetros de alto.

Hay algo de kitsch irresistible en el despliegue de esta colección "donde el placer no conoce la culpa": muñecas, máscaras, dibujos, grabados, pinturas, miniaturas, esculturas de cera, exvotos, santos de bulto, muebles, cortinajes, entre los que conviven Boris Karloff con la Bella Durmiente, Edgard Allan Poe con H.P. Lovecraft.

La curiosidad y la imaginación son mitades indisolubles en el alma de un niño que ve el mundo a través del lente de una camarita súper 8, y no deja de ser ese niño cuando se convierte en el director de cine que saca del sombrero sus criaturas prodigiosas, buscando demostrar que la monstruosidad tiene un sentido trascendente.

Su mejor modelo es la criatura del doctor Frankenstein, el desolado personaje de la novela tan victoriana de Mary Shelley. Al cobrar vida se plantea interrogantes angustiosas sobre su existencia, igual que nosotros mismos: ¿de dónde venimos?, ¿por qué existimos?, ¿qué hacemos en el mundo? Las de esta grotesco ser, sin armonía en sus facciones, son: ¿quién me creó?, ¿para qué me crearon?, ¿por qué estoy aquí? "Estas son preguntas monumentales", se responde del Toro. Alguien jugó a ser dios, y le dio la existencia.

El ser al que el doctor Frankenstein da un cuerpo y una mente, es la mejor representación del otro, del extraño, del que exacerba nuestro miedo, "lanzado a un mundo que no conoce ni entiende. Un ser incomprendido que necesita compañía y estima, y que sufre por ser constantemente rechazado".

Tras dejar atrás la abigarrada penumbra de las salas de exhibición, el gabinete de los prodigios del doctor del Toro se cierra con la caseta de tablas del puesto de revistas y periódicos, cercano a la casa de su abuela en Guadalajara, donde él compraba de niño las historietas cómicas. Fue rescatado de una bodega del Sindicato de Vendedores de Diarios, Revistas y Afines.

La primera estación del largo y maravilloso viaje de un monstruo creador de monstruos.

 

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10 de junio de 2019
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Planeta plástico

Para muchas niñas, el descubrimiento del chicle fue lo que de jóvenes el cigarrillo. Qué buena compañía nos hacían aquellos Cheiw Junior para pasar la lenta tarde del domingo haciendo globos o estirando la goma hasta que se rompía. Mascar se nos antojaba liberador. El acetato polivinílico con sabor a menta o fresa –los de tutti frutti llegarían después– nos otorgaba más soltura que la boca cerrada. Y hasta que descubrimos que era de mala educación masticarlo en público, desenvolvimos con goce pastillas de maxichicles que a veces pegábamos bajo la butaca del cine cuando perdían el ­gusto. Era algo irresistible, aunque no ­estuviera bien; equivalía a cobrar elasticidad, morbidez, y nuestro dedo travieso se ocupaba de comprobar que la blandura se prolongaba a lo largo de la película.
Masticábamos plástico mientras nuestros padres disfrutaban de la comodidad de los platos de poliuretano, los hules sustituían a los manteles diarios, y desde el frágil cristal hasta el cartón mohoso, o los hierros forjados, iban siendo reemplazados por la euforia del barato y liviano plástico. De ­estudiantes, el momento de plastificar carpetas y libros se nos antojaba optimista. Los ochenta se rindieron ante el dios plexiglás: así aprendimos a llamar al metacrilato, y nos hacía sentir modernos. En los noventa hasta Hermès jugueteó con un Kelly transparente, souvenir de una exposición. Y, en un alarde de posmodernidad, las firmas de lujo reinterpretaron versiones de sus iconos en ese material tan maleable y a la vez resistente. Hasta que ­perdimos la ingenuidad, igual que tras mascar chicle ante el maestro, y su­pimos que era altamente contaminante y puede tardar hasta 400 años en ­degradarse.
Nos enganchamos tanto al plástico que se nos fue de las manos. Coches, ordenadores, tejados, tuberías o zapatillas deportivas. La fórmula de embalaje preferida a escala mundial. Lo compramos a diario, estamos en contacto corporal directo –hasta dormimos sobre él– e incluso lo ingerimos. En los últimos años se han encontrado microplásticos y fibras del ancho de un cabello humano en una extraordinaria gama de productos alimenticios como la miel y el azúcar, el agua embotellada y la del grifo, en el marisco, la sal de mesa, la cerveza y los refrescos. Se calcula que hoy producimos unos 330 millones de toneladas al año, y el 95% de los envases de plástico no se utilizan más que una sola vez. Acaba con los peces en mares y océanos y destruye las cosechas en Vietnam, Malasia o Tailandia, donde el primer mundo lo envía para quitárselo de en medio. Es incapaz de convivir con el ecosistema, pero vino para quedarse. Nuestra vida es ya un prefabricado completo, y más allá del gesto, de las campañas para salvar el planeta, de que llevemos bolsas de tela fina o rellenemos botellas de cristal, necesitamos un ambicioso plan transnacional para que nuestra sociedad supere el mono y olvide las ventajas del césped artificial.
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10 de junio de 2019
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¿Es la simetría una exigencia de carácter burgués?

Al hilo de Entre la inspiración y el proyecto. La zona intermedia, de Jesús Martínez Clarà, mi actual libro de cabecera, surge un comentario sobre el modo de colgar los trapos de cocina. Señalo la dificultad, la prevención, casi el dolor, en las fases del proceso de avance y entrada en la cocina ante el posible espectáculo de dos trapos colgados asimétricamente en los tres ganchos situados junto al frigorífico. El desasosiego, la perentoria necesidad de colgarlos “bien” (un gancho libre en medio), anula cualquier satisfacción posterior; además existe el temor de que en unos minutos vuelvan a estar agrupados (a derecha o izquierda, da igual) dejando un gancho libre en uno de los extremos. Leo compulsivamente a Jesús Martínez a la búsqueda de consuelo.

“En los grabados de los libros del monje benedictino del SXV Basilii Valentin (...) como en toda la iconografía alquímica, la simetría marcada por la relación entre dos ámbitos: arriba y abajo, derecha e izquierda, crea una similitud entre unas coordenadas espaciales que se convierten en un pilar hermético repleto de claves y sujetas a todo tipo de interpretaciones. (...) El antiguo concepto griego de simetría alcanza una cota alta, una cima en los mosaicos y mausoleos paleocristianos de Rávena y Bizancio. (...) En estos mosaicos actúan dos tipos de mimesis: una horizontal en la propia distribución de las figuras en el espacio, y otra vertical reflejo de la divinidad en el mundo. (...) Una estética de lo asimétrico sería impensable en las etapas fundamentales de la historia del arte occidental (...) sin embargo caeríamos en una negación de principios científicos y estéticos al no reconocer el papel de algunos argumentos que cuestionan el papel exclusivo del ideal de simetría. La naturaleza ofrece modelos de conducta (...) que no están sujetos a la mimesis, ni a la simetría. (...) En el arte chino o japonés la habitación del té se considera la casa de la asimetría. (...) El tema central es pues la fricción, la lucha o la aceptación de la perturbación que nos pueden crear los agentes asimétricos.”   

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9 de junio de 2019
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