


Ahora que quizás ya ha terminado la parte más grosera del mercadeo, a ver si podemos ya volver a la reyerta ideológica, es decir, a la vieja tradición de estabular al enemigo. En España solo hubo política unos pocos años, tras la elección de Felipe González. Ahora hemos vuelto al vasallaje de cargos, enchufados y clientela, bajo el manto excluyente de la ideología. Son muchos siglos de escuela católica como para olvidar que en este país solo hay buenos y malos, cristianos y judíos, papistas y luteranos, izquierdas y derechas. La política, como sucedáneo de la religión, exige la presencia de enemigos a los que no hay que vencer, sino aniquilar. Si se puede. Y si no se puede, sumen todas las fuerzas al servicio del odio.
Cuando las podemitas tomaron el Ayuntamiento de Madrid, se entregaron a cambiar nombres de calles, plazas y avenidas con desenfreno. Naturalmente era lo mismo que habían hecho los franquistas hace un siglo. Y allí en donde hasta ahora figuraba un olvidado general, las ideólogas pusieron el nombre de un desconocido insurrecto. El pavor religioso a los nombres no es actual. En 1793, año terrible de la Revolución Francesa, en plena actividad del Comité de Salud Pública, o sea, del Terror, se rebautizaron muchas cosas, los años, los meses, las fiestas. Había que borrar los nombres infectados por Satán. En los palos de la baraja los Reyes fueron reemplazados por los Genios, las Damas por las Libertades, los Caballeros por las Igualdades y los Ases por las Leyes. ¿A quién le importaban esos nombres? Al dueño del lenguaje que es Dios, a sus ministros en la tierra, los obispos, y a los supersticiosos que obedecen como ovejas al amo. Yo espero que el nuevo Ayuntamiento de Madrid no empiece a cambiar nombres, por el amor de Dios.


Mariela Dreyfus (Lima, 1960). Gravedad.
N.Y, Arte Poética Press, 2017
La veracidad de la conversación (menos confesional que íntima y más sobria que dramática) nos descubre en estos poemas como interlocutores tomados en serio;o sea,
capaces de certeza.
Si hubiese un Archivo de la palabra viva de las poetas del español, seguramente tendríamos un registro emotivo de la condición femenina, capaz de asignarnos un lugar en su mapa dialógico. Para tomarle la palabra a Blanca Varela, propuse que su voz nos revela una verdad en carne propia.
Pero si ella escribió en la intemperie del lenguaje, Mariela Dreyfus busca afincar en las palabras, que son la mutualidad de la que estamos hechos. Se diría que, en su caso, el poema es el lugar de construcción de una mutua certeza final.
Desde la razón ardiente, Rocío Silva Santisteban elabora parábolas exacerbadas por su desgarro.
Mientras que Carmen Ollé se subsume en la memoria del canto celebratorio.
Magdalena Chocano, por su parte, cifra en el temblor del poema una pregunta reflexiva.
Victoria Guerrero hace del coloquio el espacio mutante del reconocimiento compartido.
Y Ethel Barja, siguiendo la lección de Vallejo en Trilce, podría reecribirlo todo de nuevo, en el sentido contrario.
Todas ellas (y son más) han intervenido el coloquio de la varia violencia peruana que ha tomado la plaza pública del habla. La feroz violencia de género tiene su matriz en la corrupción
intrínsica del sistema y su lenguaje canalla. La poesia es la
verdad compartida: contra el mal gobierno mejor lectura.
Mi hipótesis es que Dreyfus forja la autorización de una voz.
El poema asume una voz aseverativa para decir más, como si la
veracidad encendiera el ámbito de la comunicación entre
nosotros. No pocas veces el discurso forjaun lugar en la
inteligencia mutua, esa revelación de nosotros mismos de cara
a la verdad. De pronto, estas voces nos llaman, citados a dar
cuenta de nuestra fe verbal. Por hábito, buscamos referencias a
mano: un espacio social, una historia familiar, las afueras del
poema.
Pero Mariela Dreyfus no se detiene en los escenarios, su escena
desencadena el ingreso inmediato a la gravedad de su inquisición.
Lo notable es que su indagación sea una pregunta por nos-otros,
por lo otro del nos. No sólo el lenguaje pregunta por el hablante,
también la naturaleza, hecha verbo, pregunta por el relato latente
del sentido en pena; de la penuria de todo en lo precario de uno.
Nos queda, de esa zozobra, la protesta de los límites:
Cuervo de la tristeza y el insomne:
sacude con tus alas el presagio
o aviéntame del pico
un cuerpo a qué aferrarme entre las piedras.
No se trata de cuantas poetas mujeres entran en una antología.Basta una para desmontar el tinglado.

El cuerpo social se articula siempre como un relato. Cada época va tejiendo su relato, su relato de la vida cotidiana, y su relato más general.
Basta con acercarse a una hemeroteca para ver cómo se va articulando el relato de cada época: lo que cada época valoraba, lo que cada época manifestaba u omitía, lo que veía y lo que no quería ver.
Todas las evidencias y todas las ausencias quedan reflejadas en el relato de cada época. La literatura es también un buen territorio para explorar el relato de una época. Y nuestra época ¿tiene su relato? Tenerlo lo tiene, lo único que ocurre es que parece un relato irreal: una narración mitológica tejida a partir de símbolos tétricos más que de hechos en sí, más que de realidades, sin argumento y sin trama.
Aunque quizá lo único que pasa es que la realidad se ha vuelto simbólica. Suele pasar en las épocas de mudanza de valores, de mudanza de criterio y de mudanzas económicas. Y suele también pasar en las épocas en las que todo vale salvo la verdad. ¿Habrá que esperar otra vez lo inesperado? Hace algunos años Félix de Azúa dijo, en una de sus humoradas, que "Dios estaba a punto de aparecer". Es para pensarlo. Las apariciones de gran envergadura suelen estar precedidas por fenómenos tan extraños como los que estamos conociendo.
Pero lo más inquietante del relato de nuestros días es que se está convirtiendo en una narración monstruosamente elástica, y se está abusando tanto de esa elasticidad que estamos perdiendo el sentido de la sorpresa ante cualquier forma de atrocidad.
Un antiguo poeta griego se quejaba de las ciudades a las que no les asombraba ninguna iniquidad. Aquel pobre bardo tenía que haber viajado a nuestra época para darle verdadero sentido a su lamento. Por ejemplo, podía haber contemplado la matanza de defines en Japón. Para un antiguo griego hubiese sido aterrador. Los defines eran animales sagrados y estaba prohibido matarlos.

Julia Castillo
(Madrid, 1956). Místico solo. Amargord, Madrid, 2017
Desde sus primeros libros Julia Castillo se planteó el poema como una demanda radical: ser la nitidez del conocimiento; esto es, no duplicar el mundo ni la literatura sino poner a prueba su propia hipótesis, diálogo y tributo del saber poético. Soliloquio dialogado, su obra desarolla la indagación de un mundo extraviado en la escritura dominante, recobrado en la demanda visionaria. Sus coordenadas fueron el pensamiento de María Zambrano y José Lezama Lima; tanto como la inquisitiva y cifrada visión de José Angel Valente, que suponía las rupturas de Vallejo con el coloquio y la necesidad de una certidumbre sin poder ni precio. Hizo suya, además, la lección de Emilio Prados: el discurrir del mundo en la trama leve y fabulada del poema. En ese ámbito del lenguaje la poeta encuentra su paraje. La lección de Emily Dickinson, a quien tradujo al español, le fue inspiradora y discreta. Lo que nadie hizo como Dickinson, fue desatar el verso de sus anudamientos referenciales. De modo que el poema no es una réplica pero tampoco una metáfora de lo vivo, sino la verdad de lo nombrado, su forma de cuarzo revelada. Conocer el mundo desde la poesía es una hipótesis que había adelantado Vallejo, haciendo del habla un teorema de lo vivo. Entre sus más próximos, Julia Castillo tuvo a sus pares: José Miguel Ullán, formidable parteaguas, cuya práctica de rupturas tocó los límites del español; y Teresa Gracia, breve y desapacible verbo del exilio anarquista. En los años que vivió en el Oriente Medio su diálogo con otras tradiciones, de orden visionario y religador, propició que su escritura cristalizara, en el poema mismo, un acto de articulación poética, quizá único en español; tal vez paralelo a las demandas de Lezama Lima y Fina García Marruz. La fluidez de la traza, ese tiempo de la voz, discurre en la suma decantada de este libro. Y hace del proceso nominal un desdoblamiento del verbo que remonta el paisaje místico de nuestra tradición. La fluidez enunciativa y su discurrir meditado, cristaliza en suficiencia visionaria y lacónica:
y el poema-
una vez escrito-
es el que restablece
la simplicidad
del no-escribir.
El poema descubre la intimidad del lector en la dialógica que traza. Y asume la palabra más viva en la intemperie, donde se hace camino. La enunciación, se diría, excede la sintaxis y reconoce su promesa: Un libro cuyas palabras no definen sino que recuperan otro trance del camino en la lectura. Su ruta epifánica viene de lejos, pero reconocemos su linaje como una certidumbre remota, esa nostalgia. En sus últimos libros Julia Castillo nos recupera con la voz de los orígenes, aquella que nos confirma como criaturas hechas en la fe del interlocutor. Por lo mismo, la práctica poética no sólo supone que vivimos una época infame, presidida por delincuentes; presupone también que la miramos de frente:
sin mediación alguna-
ves al extranjero
sin refugio
en la plaza:
y visitas momentáneamente
y casi agradecida-
el pesar en que vive.
Todos somos su huésped...
Sobre la ética y estética del diálogo traman con brío sus demandas de escenarios Olvido García Valdés, Esperanza López Parada, Susanna Rafart, Marta Asparren, Ana Gorría, Azucena G. Blanco...


Pero la palabra, que proviene del latín, no significa otra cosa que el prodigio creado por los dioses, no pocas veces amasado en la oscuridad de la culpa y el pecado, y viene a designar lo excepcional, lo que desafía los reglas de la naturaleza, alterándolas. En la mitología griega son los gigantes de un solo ojo, las mujeres con cabelleras de serpiente, los hombres con cabeza de toro o cuerpo de caballo.
Es lo portentoso, lo extraordinario, lo que no tiene comparación. Por eso Cervantes llamó a Lope de Vega "monstruo de la naturaleza". Zeus alabando a Hermes.
Hay otra manera, sin embargo, de acercarse a los monstruos, y aún vivir con ellos en la propia casa, tenerlos como parte de la familia. Y es la de Guillermo del Toro: verlos como los "otros" a los que tanto tememos porque no son como nosotros.
Este sería entonces el siglo de los monstruos: los que emigran huyendo de calamidades, la primera de ellas la pobreza, los extranjeros indeseables que cuando traspasan en hordas una frontera, son rechazados por temor. Lo primero que un monstruo inspira es miedo, porque es distinto.
Guillermo del Toro ha sacado en préstamo de su casa en Los Ángeles su colección de monstruos, desplegada en espacios entre góticos y victorianos. Convive con ellos en lo que llama su "bleak house", en homenaje a una de las novelas emblemáticas de Dickens, y los ha llevado a su ciudad natal en México para una exhibición memorable amparada por el Museo de las Artes, en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara: "En casa con mis monstruos".
No son sólo los suyos, creados en sus películas, sino todos los que le han fascinado desde la infancia, cuando era lector devoto de historietas cómicas y también los veía lleno de miedo en la pantalla del televisor. A la noche, asaltaban sus sueños. Aquel niño apasionado por la maravilla, y paralizado por el terror, tuvo que llegar a un acuerdo con las criaturas que lo acosaban: "si me dejan ir a mear, voy a ser su amigo toda la vida".
El gabinete de Guillermo del Toro es un retrato múltiple de sí mismo. Nos lo enseña con la escenografía de los gabinetes de curiosidades del siglo diecinueve, juntadas por naturalistas y viajeros, y llevadas bajo las carpas por los empresarios de espectáculos, tal el Museo de los Seres Increíbles que Phineas Barnum, después célebre cirquero, abrió en Coney Island. Allí podía admirarse tanto la momia de una sirena capturada en el mar del norte, como al diminuto general Tom Thumb, de sesenta centímetros de alto.
Hay algo de kitsch irresistible en el despliegue de esta colección "donde el placer no conoce la culpa": muñecas, máscaras, dibujos, grabados, pinturas, miniaturas, esculturas de cera, exvotos, santos de bulto, muebles, cortinajes, entre los que conviven Boris Karloff con la Bella Durmiente, Edgard Allan Poe con H.P. Lovecraft.
La curiosidad y la imaginación son mitades indisolubles en el alma de un niño que ve el mundo a través del lente de una camarita súper 8, y no deja de ser ese niño cuando se convierte en el director de cine que saca del sombrero sus criaturas prodigiosas, buscando demostrar que la monstruosidad tiene un sentido trascendente.
Su mejor modelo es la criatura del doctor Frankenstein, el desolado personaje de la novela tan victoriana de Mary Shelley. Al cobrar vida se plantea interrogantes angustiosas sobre su existencia, igual que nosotros mismos: ¿de dónde venimos?, ¿por qué existimos?, ¿qué hacemos en el mundo? Las de esta grotesco ser, sin armonía en sus facciones, son: ¿quién me creó?, ¿para qué me crearon?, ¿por qué estoy aquí? "Estas son preguntas monumentales", se responde del Toro. Alguien jugó a ser dios, y le dio la existencia.
El ser al que el doctor Frankenstein da un cuerpo y una mente, es la mejor representación del otro, del extraño, del que exacerba nuestro miedo, "lanzado a un mundo que no conoce ni entiende. Un ser incomprendido que necesita compañía y estima, y que sufre por ser constantemente rechazado".
Tras dejar atrás la abigarrada penumbra de las salas de exhibición, el gabinete de los prodigios del doctor del Toro se cierra con la caseta de tablas del puesto de revistas y periódicos, cercano a la casa de su abuela en Guadalajara, donde él compraba de niño las historietas cómicas. Fue rescatado de una bodega del Sindicato de Vendedores de Diarios, Revistas y Afines.
La primera estación del largo y maravilloso viaje de un monstruo creador de monstruos.


Al hilo de Entre la inspiración y el proyecto. La zona intermedia, de Jesús Martínez Clarà, mi actual libro de cabecera, surge un comentario sobre el modo de colgar los trapos de cocina. Señalo la dificultad, la prevención, casi el dolor, en las fases del proceso de avance y entrada en la cocina ante el posible espectáculo de dos trapos colgados asimétricamente en los tres ganchos situados junto al frigorífico. El desasosiego, la perentoria necesidad de colgarlos “bien” (un gancho libre en medio), anula cualquier satisfacción posterior; además existe el temor de que en unos minutos vuelvan a estar agrupados (a derecha o izquierda, da igual) dejando un gancho libre en uno de los extremos. Leo compulsivamente a Jesús Martínez a la búsqueda de consuelo.
“En los grabados de los libros del monje benedictino del SXV Basilii Valentin (...) como en toda la iconografía alquímica, la simetría marcada por la relación entre dos ámbitos: arriba y abajo, derecha e izquierda, crea una similitud entre unas coordenadas espaciales que se convierten en un pilar hermético repleto de claves y sujetas a todo tipo de interpretaciones. (...) El antiguo concepto griego de simetría alcanza una cota alta, una cima en los mosaicos y mausoleos paleocristianos de Rávena y Bizancio. (...) En estos mosaicos actúan dos tipos de mimesis: una horizontal en la propia distribución de las figuras en el espacio, y otra vertical reflejo de la divinidad en el mundo. (...) Una estética de lo asimétrico sería impensable en las etapas fundamentales de la historia del arte occidental (...) sin embargo caeríamos en una negación de principios científicos y estéticos al no reconocer el papel de algunos argumentos que cuestionan el papel exclusivo del ideal de simetría. La naturaleza ofrece modelos de conducta (...) que no están sujetos a la mimesis, ni a la simetría. (...) En el arte chino o japonés la habitación del té se considera la casa de la asimetría. (...) El tema central es pues la fricción, la lucha o la aceptación de la perturbación que nos pueden crear los agentes asimétricos.”
