Rivera, un motero aflamencado
Hubo un tiempo en que Albert Rivera derramaba su estilo motero con sus tejanos lavados y sus camisas sport, y eso gustaba. Conectaba con una clase media devastada por la crisis, desengañada por la vieja política y cabreada con los independentistas catalanes. Su estilo destacaba precisamente por la ausencia del mismo. Un prêt-à-porter de centro comercial, bien lejos del sastre a medida que pocos hombres de su edad podían permitirse. En su primer cartel del partido, pergeñado por una célula de intelectuales invictos, aceptó fotografiarse sin ropa y con poco vello. Fue un desnudo artístico y metafórico, muchísimo más conservador que el de las chicas de Femen o los bomberos de calendario, ideado por un cubano exiliado y avispado, Ginés Górriz. Sólo un caribeño podía desafiar de tal modo los patrones estandarizados de la comunicación política. Le compraron la idea los desprejuiciados y leídos burgueses que con su manifiesto sentaron las bases del que sería un partido moderno, perfumado, profesional y defensor a ultranza de la unidad de España. El gesto desarmado de Rivera, tan femenino, sin prepotencia ni orgullo, desató una ola de ternura.
Han pasado 13 años desde la pegada de carteles de Rivera en bolas, y su irrupción en el tablero político como alternativa de renovación, libre de mochila ideológica y equidistante entre izquierda y derecha, se ha templado mientras Albert, hijo de un barrio popular que enseguida destacó en el waterpolo, ha seguido buscando un estilo propio.
El deporte es un pegamento social que forja el carácter a fuerza de disciplina, superación y trabajo en equipo. Los deportistas aceptan la derrota, pero ansían la victoria. También ensanchan pulmones y músculos. Cuando se retiran de la competición, mantienen su robustez y pueden vivir de rentas varios años hasta que se redondean y se les infla la sotabarba. Entonces, los trajes de corte italiano se convierten en su pesadilla. Aun así, Rivera se pertrecha con terno azul noche y camisa blanca, que le confieren un aire asistencial de alto ejecutivo de multinacional que recurre a la corbata sin creérsela del todo.
Menos entallado que el líder del PP y exento del rigor oficialista de Pedro Sánchez, Rivera es un hombre aseado a quien le sobra el blazer. Nunca ha pretendido ser un dandi castizo, como Casado, ni un Mr. Wright vestido para figurar, al modo de Sánchez. Podrían pertenecer a la misma pandilla: chicos avispados y deportistas que siempre se vieron cantando extasiados el We are the champions, my friend. Pero él es el único que incide en un gesto que, según los expertos en expresión corporal, delata un carácter controlador: apoya la mano derecha, extendida, sobre el abdomen, como si acabara de abotonar la chaqueta, y coloca la izquierda justo debajo, escondiendo el pulgar izquierdo bajo la otra.
Es su alternativa a juguetear con el capuchón del bolígrafo; contiene la tensión a la espera de poder rematar a gol. Otra mueca de su estudiado catálogo es destacable por su libre voluntad. Se trata de otro gesto de los denominados adaptadores –que ayudan a gestionar nuestras emociones profundas– y consiste en escorar el labio superior; para chulos los de la Barceloneta, un barrio con casas de cal blanca, ventanucas estrechas, estibadores, arrocerías y habaneras que siempre encandiló a los intelectuales fundadores del partido con los que Rivera nunca se ha sentido cómodo. Ahora prescinde incluso de quienes le auparon como la eurodiputada Teresa Giménez Barbat. En los debates acalorados y cuando lo agreden verbalmente, la mano se le escapa hacia la hebilla del cinturón.
Tiene poco chorro de voz, a veces muy forzada, pero impone su palabra. Es conciso y directo, y no carece de punch ni de táctica. Pasa de “la solución no es llevar pistolas y llamar enfermos a los gais” a “Fuerza, ánimo Pablo (Casado), no vamos tarde, se les puede ganar”, dependiendo de a qué segmento de la derecha se dirija. Porque al enemigo ni agua: “Hay un señor al frente del PSOE que ha perdido todos los principios y no tiene escrúpulos”.
“Todo bien, gracias”. Así se contesta a insidias y suspicacias, porque a Rivera le faltaba un côté popular que completara su cromo –o su marco lakoffiano–, y ya lo tiene, con nombre flamenco y sin apellido: Malú. Una relación sin confirmar ni desmentir que, junto al inesperado Alberto Carlos –su nombre original revelado por el BOE–, varía la letra de una melodía sin estribillo.