Félix de Azúa
Al torturado paisaje se le opone un modelo de habitación serena. Los pueblos son pañuelos blancos en cegador contraste con la negrura volcánica y el cielo turquí. Elegantes grupos de casas bajas (una o dos alturas) apenas decoradas con cactus y otras plantas grasas, aunque no faltan estallidos de buganvilias como brochazos de una divinidad ebria.
Estuvimos acogidos y cuidados en uno de los estupendos hoteles de Barceló especialmente diseñados para los niños. No había menos de treinta criaturas por las piscinas corriendo, bailando, quemando energía en cinco idiomas bajo la soñolienta, pero complacida, mirada de sus padres. Lo de los padres es algo imponente. Yo era una caña seca en medio de una manada de rinocerontes, mezclada con algún gorila y no pocos búfalos. ¡Señor, qué grandes son los nórdicos! ¡Qué barrigas, qué puños como mazas, qué cabezotas mondas, qué cogotes pétreos! Daba gusto verlos con sus crías trepando como monitos por el cuerpo hirsuto.
Leía yo el relato de Durrell sobre sus años en Chipre y gracias a él me percaté de otro gran atractivo de Lanzarote. Como no hay nada que conservar, salvo ella misma, la isla sigue intacta y perfecta desde hace tres siglos.