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Kitsch nupcial

La otrora llamada princesa del pueblo, Belén Esteban, se ha casado de nuevo. No me olvido de aquella vez cuando un presentador le preguntó por alguno de sus comportamientos –o eran sentimientos–, y ella respondió: “¿Pero esto qué es? ¿El juego del cráneo? No soy ningún ejemplo para nadie”. La chica de San Blas que fregaba pisos, la novia de Jesulín que se aburría en el campo de la sierra de Cádiz e iba al bar a taconear, se ha echado años y kilos como el resto de españoles. De profesión, tertuliana, y veraneante en Benidorm, se ha serenado y ha entrado en el club de las segundas bodas.

En las aspiraciones de la novia subsiste el anhelo del vestido perfecto. El súmmum quintaesencial, el traje entre todos, especial y único. Las mujeres que se casan visten en realidad su propia belleza, pletóricas, seguras –o eso parece–, y el traje las acompaña. Pero el ritual nupcial le otorga una función mágica. El vestido se convertirá en noticia, al menos entre los asistentes al enlace, y los comentarios perdurarán unos días. Algunas entran en las tiendas de Rosa Clarà, que acuñó un prêt-à-porter de novias personalizado, y aprenden a pasar de la foto al propio cuerpo. Pero no sólo la novia desea que su traje haga enmudecer, que por él la amen y la respeten el novio, el público, España entera. Ahí están los invitados, las pruebas lo testifican, vale cualquier boda mediática, incluso con flores negras al estilo de las de Pilar Rubio. El esfuerzo por ser singular desemboca a menudo en la vulgaridad. Cuando vas a comprar el pan y pasas por delante de una comitiva de boda, ves a un grupo de gente disfrazada. Siempre demasiado vestida, sea al mediodía o por la tarde, con ridículos tocados que se tuercen, pamelas Costa Amalfitana que desentonan con las bocinas del tráfico, escotes pronunciadísimos, colas de sirena para andar a pasitos cortos... Ellos también van acartonados; parecen magos o camareros medio perdidos en la fiesta. No obstante, en el microclima bonachón que genera un enlace, sus participantes se sienten los más guapos (y elegantes) del mundo. E insisten en epatar como nunca antes, manteniendo la tradición campesina de estrenar ropa para los acontecimientos.

No hay que remontarse muy lejos para comprender cierta deriva estética de nuestra sociedad hacia lo antes identificado como hortera. Basta con echar la mirada a los posmodernos 80, cuando lo kitsch –palabra alemana de origen más metafísico– brotó del underground para convertirse en tendencia total (y eso que la globalización aún no había vertido su líquido unificador a lo largo y ancho del globo). Theodor Adorno, uno de los mayores críticos, lo consideraba un peligro para la cultura, además de una parodia de la catarsis que el verdadero im­pacto estético provoca. Y así se representan muchas de ellas, entre la celebración y la caricatura del amor, los novios enmarcados por colores chillones, plumas y lentejuelas. Mientras el resto vamos a comprar el pan.

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1 de julio de 2019
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Las voces a ellas debidas, 5

 

 

Liliana Lukin (Buenos Aires,1951)Ensayo sobre la piel. 

Ediciones Activo Puente, Buenos Aires, 2018. 

 

         Liliana Lukin ha hecho del activismo literario un campo cultural femenino, como Malú Urreola en Chile, Gloria Posada en Colombia, y Rocío Cerón en México. Nos ha persuadido de que las poetas ejercen sobre el lenguaje una indagación crítica y una demanda de certidumbre que postulan nuevos protocolos; los cuales, a su vez, desencadenan una libertad sin retorno, cuya exploración y riesgo nos enseña a leer más.  La voz que da voces viene de lejos, y produce cada vez un nuevo hablante, libre en cada libro. Y se desdobla en autora y lector, explorando una  el lugar del otro. Notable instancia de ese proceso es su libro Teatro de operaciones (2007), que declaraba  su empresa:

 

                  Mi estancia aquí es la niebla,

                  entre el deseo y la voluntad,

                  es una prueba de resistencia,

                  un trato con la vigilia

                  en el que llevo las de perder.

 

           El poema es el teatro de una vela de armas.

 

     Desde “la luz del acontecimiento” el lenguaje es un sistema de interrogación: preguntas  asombradas. El carácter proyectivo de esta empresa se hace más interno en La Ética demostrada según el orden poético (2011), donde los “Sueños” son escenas que promueven la crítica de la vida tal cual.  Y en éste su Ensayo sobre la piel, la poesía ha ganado su plena libertad gracias a la suficiencia de su diseño. Esta es una poesía que más que cifrar, descifra.  

           Quien habla en el poema es quien lo lee.

La excepción y el drama permiten que el lenguaje se haga cargo de los padecimientos del hermano, cuya sombra persiste en las notas de pie de página. Vivencial y hermético, el poema (que  nos incluye en la fraternidad de la lectura) imagina otros lectores como otro mundo.  De pronto, el poema fecha la ausencia definitiva del rebelde.

 

        Y asume el lector su lugar en el texto: el de la elocuencia del luto (¿hay otra?). Esto es, la tinta de la escritura, hecha huella. Como en la mejor poesía, la del bien morir, éste libro nos cede el don de la intimidad:

 

                nunca sabremos ya qué había

                allí, y la palabra que pudo decir,

                ese pedir, fue él, fue su fugaz voluntad

                manifestada: deseo de ver

                a sus criaturas y deseos de ser criatura.

 

         Criatura de la lectura, el héroe es también nuestro. 
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27 de junio de 2019
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Goles que no valen igual

Mi hija pequeña sabe ya qué quiere ser de mayor: entrenadora de un equipo masculino de fútbol. No le basta con tirar regates ni rematar a puerta y, aunque ahora juegue en el medio campo –formando parte de ese 41% de niñas que en menos de tres años se han introducido en el balompié–, sueña con diseñar estrategias de juego y liderar un vestuario Varón Dandy. Serán amores de madre, pero me digo que apunta bien la niña: todavía faltan un par de décadas ­para que las Mourinho y las Guardiola del futuro se agiten en un banquillo con el caramelo en la boca.

El auge del fútbol femenino, que se juega en España desde los años ochenta, demuestra lo bien que se ha superado aquella idea victoriana de que las mujeres sólo podían practicar deportes que toleraran la falda –se incluía el hockey hierba–. Las británicas fueron las primeras en romper la norma, lo que les valió ser apedreadas por el público en Glasgow y Manchester, allá por 1881. Las jugadoras ya lo habían anticipado y no utilizaron sus nombres, sino alias. Hoy, con la octava Copa del Mundo femenina en juego, vamos conociendo detalles pintorescos en su cruzada para ser tomadas en serio. Ya saben: sus premios y sueldos son menores y las condiciones peores que las de ellos. En 1989, a las todopoderosas alemanas –dos Mundiales, ocho Eurocopas, una medalla de oro en los Juegos Olímpicos– su federación les regaló para festejar el primer título europeo un floreado juego de porcelana. Unas tacitas de café para domesticar a esas muchachas. Hace unos días, en cambio, Adidas anunciaba que pagará a las campeonas del Mundial a quienes patrocine la misma prima que a los héroes de Rusia 2018.

El deporte es un espejo cristalino donde se refleja la situación de las mujeres: puede que hasta vistosa y ejemplar, pero sin la cotización de los hombres. Por supuesto, nadie se atreverá a decir que las suyas son competiciones de segunda, aunque –y no por el nivel de juego o el espectáculo– estén desnaturalizadas. Un ejemplo: la delantera noruega Ada Hegerberg, la primera mujer en ganar un Balón de Oro, ha renunciado a jugar este verano en Francia por los agravios comparativos con los varones. Claro que en la gala de entrega del premio tuvo que soportar algo casi peor, que en lugar de preguntarle por sus tantos o títulos se interesasen por si sabía hacer twerking.

He leído un dato en prensa y Twitter que me taladra: sólo tres de las 550 futbolistas que participan en el campeonato son madres. En nuestra Liga Iberdrola, ninguna. Nadie debería renunciar a la vida por el trabajo, o al revés, pero a ninguna le renuevan contrato si se queda embarazada. Así, ¿quién va a marcar los goles cuando valgan lo mismo si los mete una mujer que un hombre?

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26 de junio de 2019
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Juegos de espejos

El tirano Manuel Estrada Cabrera, cruel y extravagante, celebraba cada año en Guatemala las Fiestas de Minerva, unos fastos con procesiones de vestales y veladas artísticas en honor a la diosa de la sabiduría. Cuando en 1902 se dio una terrible erupción del volcán Santa María, resolvió que esa erupción no existía. El decreto se mandó a leer en las calles donde la gente oraba de rodillas, estremecida de miedo ante los continuos temblores y retumbos, y mientras la lluvia de cenizas volvía negro el cielo y hundía bajo su peso los techos de las casas, el empleado público que leía el decreto debía ser alumbrado por lámparas de carburo para cumplir su cometido.

En su alucinación, quien ostenta el poder absoluto se cree capaz de sustituir la realidad por otra que se avenga a sus designios. Pero es una representación teatral de muchos actores en la que alguien redacta el decreto aboliendo la erupción, alguien lo lee en las esquinas, alguien sostiene a su lado la lámpara buscando disipar la oscuridad.

"El poder altera la neuroquímica del cerebro", dice el neurólogo británico Peter Garrard; "lo degrada de forma más profunda y persistente cuanto mayor y más duradero es ese poder, y lo degrada del todo si carece de límites".

Pero en el cerebro de quien entra a participar de la simulación, se produce también, por reflejo, una degradación simétrica. "Cree más en lo que supone que ve su líder que en lo que ven sus ojos, compartiendo así su delirio; a veces anticipándose a él y siempre reforzándolo".

El neurocientífico de la Universidad de Ontario, Sukhvinder Obhi, explica que las neuronas del que obedece crean una "mímica inconsciente", de ahí que no necesita vivir algo en carne propia para sentir empatía con el que manda, cuya "experiencia" es suficiente para convertirse en la experiencia del obediente.

Es el papel de las "neuronas espejo", que produce el "efecto espejo". "El cerebro muestra un comportamiento distinto al realizar acciones que en el interior se sabe que son incorrectas o deshonestas, pero que brindarán bienestar individual y prosperidad". Esas acciones de obediencia crean una identidad colectiva. El ser parte de un cuerpo donde todos piensan de manera igual, da sentido de pertenencia.

El poder absoluto, al afectar el funcionamiento de las neuronas, erige fantasías persistentes que sustituyen a la realidad dentro de la cámara de aislamiento en que se convierte el cerebro. Desde el poder absoluto, que solo se rodea de silencio, de miedo y de aceptación servil, las conexiones con la realidad exterior se diluyen y van volviéndose cada vez más tenues hasta convertirse en lejanas señales de un universo ajeno.

Los vacíos que la falta de percepción del mundo real deja en la mente del que tiene en su puño todos los hilos del poder, son llenados por ideas inconmovibles que la disfunción neuronal representa en forma de símbolos absolutos, como son Dios, la patria, el pueblo, el partido, la historia, el destino, la felicidad, la alegría, el amor; y los súbditos, allegados, intermediarios, operadores, peones, al recibir esas percepciones reflejadas en el espejo, las hacen suyas y se comprometen con ellas.

"El poderoso pasa de gestionar la realidad tal como es, a estar convencido de que es él quien crea la realidad", dice Garrard, "y acaba por reñir con los hechos cuando no se ajustan a sus deseos". O busca modificarlos o alterarlos aún por medio de la violencia.

Y como se trata de una enfermedad transmisible, los seguidores, que han perdido el sentido común, llegan a creer que mientras mantengan su voluntad unidad a la de quien manda, sin la menor contradicción, esas ideas convertidas en símbolos, paz, amor, felicidad, se harán realidad; y para lograrlo, todo será digno de justificación, aún la cárcel, tortura, exilio; el crimen, los desmanes.

Los demás, que se han quedado fuera del círculo mágico que ampara el poder, o lo rechazan, también se convierten en símbolos, pero de carga negativa, y por tanto hay que disciplinarlos, y neutralizarlos. No valen la pena, son un estorbo, son prescindibles, son eliminables; la felicidad se construye sin ellos, y contra ellos. Es el sentido que siempre ha tenido la secta.

En la cabeza disfuncional del dictador no existe la ausencia de poder, la que sólo es posible en base a una concepción democrática que implica límites en el ejercicio del mando, y también en su duración. El poder para siempre no admite alternativas, y la secta tampoco admite ninguna posibilidad de sustitución del elegido por el destino, o por la historia, porque significa su propia desaparición, el abandono de su propia zona de confort.

De allí que debajo de la mentira de los símbolos pintados de alegres colores, lo que crece es la degradación, se multiplica la corrupción, se deforman las instituciones, y el ministerio encargado de la tortura pasa a llamarse ministerio del Amor, y el ministerio de la Verdad fabrica las mentiras.

Esa es la tragedia.

 

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26 de junio de 2019
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La asombrosa vida privada de Chen Ran

Las novelas clásicas chinas son envolventes, derivativas, llenas de afluentes inesperados, de recovecos extraños, pero sin perder nunca el flujo central, que avanza pausadamente arrastrando con él ingentes conglomeraciones de materia deslumbrante y cegadora, que al final desemboca en un mar de sentido y sinsentido, dejando al lector con la impresión de haberse sumergido en un sueño tan grande como el mundo.

Chen Ran recupera esa tradición desbordante y la funde y la confunde con influencias muy directas de la cultura occidental: Kafka, Nietzsche, el surrealismo, el existencialismo, la posmodernidad con todo su eclecticismo, la transexualidad, el más allá de los géneros, los sexos, las oposiciones, las contradicciones, las combustiones derivadas de todas las combinaciones del yin y del yang, configurando una narratividad de una riqueza que me atrevería a calificar de avasalladora.

 

Empezaré anunciando que se trata de una narración donde el fluido verbal avanza como un enorme reptil, serpenteante y contradictorio, que mueve la cabeza hacia un lado y hacia otro, agotando los instantes, llenándolos de contenido existencial y emocional, despojándolos de falsedad, de antifaces y de máscaras, desnudando la realidad con precisión demoníaca y destruyendo las fronteras entre los opuestos, aparentemente irreconciliables, que gobiernan el mundo.

 

La narradora comienza abordando su infancia, en “la tierra salvaje del hogar”, describiéndonos una niña problemática que a decir verdad es un pozo de ciencia en el que se mezclan a partes iguales la comicidad y la tragedia.

 

Hay que advertir que ya en la parte inicial del relato empiezan a emerger los leitmotivs en torno a los cuales se va a hilvanar todo el texto, como si de una obra musical se tratase. Y son justamente los leitmotivs los que le van a dar unidad al relato y van a permitir una escritura fragmentaria y al mismo tiempo compacta, que continuamente regresa a la fuente original: el yo partido y abolido, que se extingue una y otra vez, y una y otra vez emerge desde el fondo de su propia destrucción.

Algunos de estos leitmotivs son de naturaleza atmosférica, otros de naturaleza familiar, otros de naturaleza existencial. De esa marera se van alternando los temas de la lluvia, la niebla, el grito aniquilador del padre, el sufrimiento de la madre, las afrentas familiares, la enfermedad, el sexo homosexual y heterosexual, la ambigüedad del ser, la sed de vivir y de morir, los espejos, los estremecimientos, la locura, la ternura, la crueldad, la oscuridad, el silencio y la soledad.

Asombra como la realidad y las visiones subjetivas de la narradora van conformando un mismo espacio literario, un mismo organismo poroso en el que todo se filtra: el dolor personal y el dolor colectivo, la noche individual y las atrocidades sociales que han definido la China contemporánea, donde van a sobresalir dos momentos cardinales: la Revolución Cultural y los disturbios de Tiananmen.

En esta novela la sangre colectiva infecta las heridas personales, haciendo aún más trágica la soledad, soberana espectral que preside el oscilante reino de la niebla, el aislamiento, el desenfreno mental y la locura. Desde la visión poliédrica y tentacular de la narradora, la novela se convierte en una dimensión sin lindes, donde ni alcanzamos a ver las fronteras del ser, ni alcanzamos a ver las fronteras del universo que se agranda a su alrededor y que estalla a veces con una violencia demencial, arrastrando a lector a un ámbito sin fronteras definidas y convirtiendo la lectura en toda una experiencia sobre los límites del mudo y los límites del yo.

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26 de junio de 2019
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El vicio de la democracia

Tan acostumbrados estamos al “todo vale” que cuando alguien actúa movido por su conciencia, siendo coherente con sus principios, nos parece una rara avis. “Con Vox acabas ensuciándote las manos y, de alguna forma, el alma”, declaró Manuel Valls al periódico El País, introduciendo teología y poética en el debate. Valls es un hombre que huele a limpio. Ni asomo de la tez cetrina o el iris amarillento de los políticos rijosos. Su gesto es extraordinario en la política española. Nada que ver con el niño Errejón dando saltitos para abrazar más poder y haciendo tropezar a la abuela y a los nietos. Ni con los bailes tránsfugas a otras candidaturas, como los casos de Soraya Rodríguez y Celestino Corbacho o Ángel Garrido, que decidieron rejuntarse con Ciudadanos.

Él, en cambio, ha sido rechazado por unas siglas que parece haber traicionado, aunque nunca se calló desde que el partido empezó a hacer manitas con Vox. Los mismos que ahora re­tiran pancartas contra la violencia ­machista ¡por el hecho de ser moradas –el color que identifica el feminismo– y recordarles a Podemos! Hombretones peludos que siguen empeñados en ideologizar el aborto como si fuera asunto suyo, politiqueando con temas que la sociedad ha superado hace años.

Poco más de medio año antes del alzamiento nacional que daría lugar a la Guerra Civil, el semanario Arriba, fundado personalmente por Primo de Rivera, afirmaba en un editorial que “Francia tiene que ser fiel a sus normas democráticas, aunque sepa que esa fidelidad es nociva como un tóxico. Los países con el vicio de la democracia y la libertad tienen la insensatez suicida de los morfinómanos”. Democracia y libertad en un miembro de la ecuación, morfina y pulsión suicida en el otro. La misma saña reaccionaria y patriotera ha encendido esta semana una pira para Manuel Valls, tras enmendarle la plana a Albert Rivera y su política de “cuanto peor, mejor”. “Picaruelo”, le han lanzado incluso desde algunas tribunas, mezclando amor con votos y otros tópicos. Pero Valls lo tiene muy claro: la ultraderecha que reventó el siglo XX no puede dar respuesta a los retos del XXI.

Por eso aplaudo su determinación, tan insólita en un mundo de logos, ­siglas y egos, de intereses contables que ensucian el pensamiento, de caprichos en las listas electorales (pienso en el esquinazo de Rivera a una de las europeístas más brillantes y ac­tivas, Teresa Giménez Barbat). El espíritu de la Ilustración, y el recuerdo de D’Alembert y Diderot terminando su Enciclopedia bajo la atenta mirada de la policía, moviliza a un Valls que con su gesto, cuya etimología her­mana la palabra con personalidad y ­actitud, con carácter y conducta, no ­sólo con­juga esos cuatro sustantivos. Lo hace de forma tan impecable que ni su acento francés puede sombrearlo de sospecha.

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24 de junio de 2019
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Las voces a ellas debidas, 4

 
 

 

 

Silvia Goldman (Montevideo, 1977)  De los peces la sed. 

Pandora Lobo Estepario ediciones. Chicago, 2018.

 

        “Poesía vertical,” llama a ésta Sarli Mercado, con acierto, dado el precipitado verbal  que acarrea un mundo discernido por su flujo trágico y vulnerado.  A la pregunta de si se puede escribir poesía después de Auschwitz, la poeta asume que no es posible elegir porque el Campo concentracionario elude su nombre pero se cierne en el lenguaje mismo con su tinta de “leche negra.” Aunque éste libro no se propone volver al horror, asume su linaje para discernir los caminos. Está hecho, por lo mismo, de preguntas desnudas: 

               ¿cuánto dura un niño?

               ¿cuánto dura un niño en un poema? 

               ¿cuánto dura el niño que cae en el agua de este poema...?

        Por ello, si la herencia de los padres es la conciencia de la muerte, la herencia de las madres es la vida del hijo en el lenguaje:

                 Hoy no decimos el recuerdo

                 lo ponemos al lado de la ventanilla

                 lo miramos de reojo y esperamos

                 el autito amarillo que se fue por la alcantarilla

                                      

        Esta escena del diálogo de la madre y el hijo, descuenta la historia para dejar que el lenguaje, primero, nos incluya, y nos deje después. Una pareja más vulnerable pregunta por su lugar en la lectura. 

        El exorcismo convoca conmiseración, piedad, con las criaturas que hoy migran en español, fantasmáticamente documentadas. Por un lado, persiste la sombra siniestra de la historia; por otro, la viva lucidez del habla. En el diálogo de la madre y la hija la escena del origen se actualiza: 

        

          –mamá, ¿cómo se dice ausencia en el idioma de los muertos? 

          –se dice miedo a decir agua sin peces

        

        Paul Celan acude de la mano de Vallejo para desplazar la escena del coloquio (la historia del sentido) y recobrar el escenario que el lenguaje es capaz de reconfigurar:

 

        ser Paul Celan

        sobrevivir el diluvio de la madre

        su cintura rodeada de silencios 

        sus dedos como velas apagándose

        una vez mi hija se subió a mi silencio 

        tan chiquito era su cuerpo que el silencio era más grande

        una vez mi silencio la puso en el lomo y la sacó a pasear

        sólo para escuchar como se abría y se cerraba su corazón

        como un acordeón cuando lo erizan

        ... 

        y mi hija se quedó en la cima del silencio

        era la punta de un iceberg

        y yo lo que se hundía.

 

     Sólo una palabra del exilio podría restaurar la razón ardiente del canto, capaz de dirimir la violencia de todo orden (exclusión, carencia, corrupción) que hoy devalúa  nuestra lengua. 

 

        La violencia extrema contra los migrantes así como la violencia de género, tienen como matriz la corrupción, gestada a su vez por la conversión de la vida cotidiana en mercado, a su turno producida por la feroz ideología contra-comunitaria.

Desde lo cotidiano y vulnerable, Goldman recusa la libra de carne y la Carnicería. 

 

  
 
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24 de junio de 2019
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Leyendas de otoño

Las fotografías de sus últimos años (murió en 2016) muestran a tipo tuerto, desdentado y con el cabello y la barba ralos pero encrespados. Podría ser un viejo guerrero vikingo con el rostro tallado a espadazos. Nadie diría que bajo ese aspecto se escondía un delicado poeta con 14 poemarios en su haber, que leía a Machado en castellano y podía poner en boca de uno de sus más trágicos personajes unos versos de  Lorca que suenan a epitafio: “Quiero dormir el sueño de las manzanas, alejarme del tumulto de los cementerios”. Además se veía a sí mismo como un personaje de Bolaño, “siempre excitado por cosas inapropiadas”.

                Era además un escritor furioso (una veintena de novelas y relatos llevan su firma) y solía mantener sonadas trifulcas con los editores por su negativa a permitir que los dichosos correctores modificaran sus textos. Y eso que los dichosos correctores a veces tenían motivos de sobra para enarbolar el lápiz rojo porque Jim Harrison apenas corregía sus escritos. Aseguraba que sus relatos eran una especie de sublimación de su propia experiencia y que por formar parte de su vida no necesitaba que nadie le dijese cómo debía contarla.

                Nació en Michigan en 1937 y su padre, un ingeniero agrícola, le hubiese pagado los estudios en cualquier universidad igual que lo hizo con sus hermanos, salvo que a diferencia de éstos, que llegaron a ocupar altos cargos docentes, Jim prefirió con apenas veinte años trasladarse a Nueva York para desarrollar la que iba a ser la pasión tranquila de su vida: la poesía. Su otra pasión, mucho más turbulenta, la ejerció en forma de relatos publicados en los medios más prestigiosos del momento: The New YorkerEsquireRolling StonePlayboy o The New York Times Magazine. Con el tiempo se trasladó a Los Angeles y su colaboración con Hollywood le valió la amistad de gente como Orson Wells y Sean Connery, aunque su relación más decisiva fue Jack Nicholson, ya que éste le adelantó treinta mil dólares para que escribiera tres relatos susceptibles de ser llevados al cine y que el lector tiene la oportunidad de leer en este volumen. El primero de los relatos fue Venganza y lo terminó en diez días. El segundo, Leyendas de otoño, le costó dos semanas más, en tanto que el tercero, El hombre que renunció a su nombre, le costó más trabajo y encima nunca llegó a ser pasado al cine. Leyendas de otoño, en cambio, se filmó en 1995 con Brad Pitt y Anthony Hopkins en los papeles estelares  y aunque el propio Harrison colaboró en el guión, la película se estrenó  bajo el título de Leyendas de pasión.  En cualquier caso fue un bombazo de taquilla tan sustancioso que permitió a Jim Harrison dar rienda suelta a sus restantes pasiones: comer y beber inmoderadamente, fumar como un carretero y vivir inmerso en la naturaleza: se sentía tan en contacto con esta que no veía contradicción entre su afición a observar pájaros  y cazarlos, aunque si alguien le ponía alguna objeción alegaba que los cazaba para cocinarlos y comerlos en compañía de sus invitados. Disfrutaba tanto de la buena mesa que incluso escribió un libro de cocina.   

            Cuando gracias a sus libros pudo elegir su lugar de residencia, siempre buscó  ranchos diseminados por lugares como Montana, Nuevo México o Arizona, aunque también visitaba Francia con frecuencia (bajo la influencia de Rimbaud) y España, y más concretamente  la Sevilla en la que le gustaba rastrear  las raíces de Machado y Lorca.

            Igual que en su quehacer mezclaba sin problemas  la elaboración de delicados poemas con el relato de situaciones de una dureza extrema (y basta echarle una ojeada a Venganza para ver lo que quiero decir) en los propios  relatos se alternan con naturalidad  situaciones y sentimientos  delicados con gestos de una dureza que deja al lector sin aliento.  También es un buen ejemplo de lo que digo su novela Dalva, publicada por Errata Naturae en 2018. Hay páginas, o series de páginas, a lo largo de las cuales uno cree estar escuchando como música de fondo una de las canciones de Bruce Springstein en las que este evoca la América dura, violenta y desarraigada pero también sana, vigorosa y que todavía no ha terminado de asentar las fronteras.  Nunca aceptó la ayuda de máquinas para escribir (salvo que se pueda considerar que la estilográfica es una máquina) y se le nota: el ritmo de la prosa es acompasado y sereno y no cuesta nada imaginarlo con un par de perros a sus pies y buscar inspiración paseando la mirada por el desierto en marcado en la ventana de alguno de los cobertizos que elegía para escribir.

 

Leyendas de otoño

Jim Harrison

Traducción de Luis Alvear

Erra Naturae  

      

 

 

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21 de junio de 2019
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Las voces a ellas debidas, 3

 
 
 

Claudia Becerra (Puerto Rico, 1990)

Versión del viaje. Folium, Puerto Rico, 2018.

 

        Para ser éste un primer libro, una verdadera vela de armas, es ya plenamente un libro maduro; esto es, una voz nueva y diestra que dice menos de lo que nombra porque registra más de lo que ve.

Estas sumas y restas del mundo en el poema producen un intenso, lúcido, intrigante proceso de lectura. Leemos las actas de la visión como paisajes en los que las cosas vienen, dejan su huella, y siguen de largo.   Su hipótesis es el trayecto circular, un permanente retorno al recomienzo. La “ver-sión” es otra forma de ver, registrada por la parábola del viaje, que es un paisaje hecho verbo. Quien viaja es el lenguaje, haciéndose de parajes.

Su ruta, como suele ocurrir con los primeros libros, es una conversación íntima con los desenlaces de la tradición poética. En esta versión de ese otro recorrido, Claudia Becerra nos interroga por el valor o, tal vez, el coraje de nuestro compromiso de lectores de la Isla más sensible de esta lengua.  Puerto Rico, se diría, es un nuevo proyecto de lectura en cada primer poemario, que despierta como si apostara por nosotros.  Todo poeta puertorriqueño ha cantado el viaje, que es  una ruta heredada, un encargo repartido, una visión insular grabada en el discurso como una lección del porvenir. A Claudia Becerra le importa recuperar la calle que se abrìa en el canto de Ángela María Dávila.

        Como otra nave, el poema recorre el habla, que es el mundo que aprendemos a enunciar.  Pero siendo un mundo del que tenemos sólo palabras, los nombres verifican su verdad, a su vez, en el trayecto emprendido entre el espacio encantado. “Habría que ver qué le ocurre al tiempo/ cuando el mar discurre sin continente,” nos pregunta esta poesía “sin orillas;” porque sólo en el poema el mar del lenguaje cede “la sorpresa de un nuevo confín,” como si se tratase de una “tierra firme.” Por estas páginas, se diría, pasa el mundo hecho nombres, la Isla hecha verbo, el canto entre-orillado de un “desenlace.” Pleno de una verdad inquieta de preguntas, éste libro es el breviario de una idea de la poesía,  ya no como la casa del ser sino como el umbral de estar aquí entre las palabras y la intemperie. Territorio insular cuyos trayectos han documentado con

agudeza y arrebato Rosario Ferré, Aurea María Sotomayor, Liliana Ramos, Mayra Santos Febres...La gran Angela María cantaba boleros dándonos el brazo a lo largo del paseo. 

 

        El poema avizora otras orillas, confirmando su trashumancia: 

 

        pero si ahora alargara esta mano hecha

        un nudo vacío y de golpe la abriera

        al día ¿sorprendería su hora?

        ¿qué habrá de añadido qué habrá

        de despoblado si lleno

        de mi mano al mundo

        y alboroto su orilla?

 

 

  
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21 de junio de 2019
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Tristitia Christi

"De la tristeza, tedio, temor y oración de Cristo antes de ser capturado ( De tristitia, taedio, pavore et oratione Christi ante captationem eius)"es el título completo del texto, sustentado en diferentes pasajes evangélicos ( Mateo 26, Marco14, Lucas 22, Juan 18.) dónde Tomás Moro (prisionero en la Torre de Londres dónde le espera el patíbulo) nos confronta directamente al problema de la significación conceptual del cristianismo, más allá de la usual representación del mismo por parte de los creyentes.
 

Al respecto un preámbulo de inspiración digamos hegeliana:
Cristo se halla en relación de alteridad tanto respecto de los demás hombres como respecto de los individuos singulares de las demás especies, naturales o artificiales. Cristo vive su finitud como la vivimos todos; como a nosotros le invade la tristeza cuando toma conciencia de su condición, el tedio cuando las horas transcurren sin sombra de trascendencia, y desde luego el pavor cuando la finitud se concretiza en amenaza de muerte. Y Cristo pide entonces ayuda a su dios como lo hacen los hombres en situación de aflicción, e incluso solicita temeroso que no le dejen sólo: "quedaros aquí y velad conmigo". En suma, el Dios hecho hombre, hecho pues realidad finita y determinada, no tendría un estatuto diferente del de toda otra realidad finita. Pues bien:

Cabe decir que en tal figura frágil y abandonada se reconoce Moro en la Torre donde se halla confinado por orden de Enrique VIII. Pero la reflexión sería incompleta si nos detuviéramos en este extremo. Si el cristianismo ha tenido tan enorme eco en la disposición espiritual tanto de creyentes como de no creyentes, es porqué la imagen de la humanidad de Dios, luego su intrínseca fragilidad, tiene como vertiente la imagen de la trascendencia intrínseca del ser humano. Un cristiano como Moro lo vivirá de una manera muy diferente a la de una persona formalmente no cristiana (aunque muy marcada por el catolicismo), como por ejemplo la pensadora Simone Weil. Y desde luego la percepción de uno y otro nada tiene que ver con la de quien, totalmente agnóstico, se halla sin embargo convencido de la catástrofe espiritual que supondría la muerte de las catedrales (tan temida por Marcel Proust), o la reducción a mera traza arqueológica de las cruces de piedra en las intersecciones de caminos de Bretaña.

Que la figura del Cristo, tras atravesar momentos de tedio, hastío, tristeza, aflicción y llano miedo, suplique escapar a su finitud, es sin duda una representación contingente, pero no lo es en absoluto el pensamiento de que en la asunción de esa entera secuencia, y sólo en tal asunción, el hombre alcanza la posibilidad de dar a su finitud una respuesta que precisamente la relativiza. Por eso, en su dolorida descripción de la debilidad de Cristo, Moro nos habla en realidad de su interior flaqueza; de tal modo que la entereza final de Cristo ante los jueces y en la cruz ha de ser premonición de la propia entereza. Es precisamente por ser tal emblema de superación que Cristo viene a ser no ya el hombre redimido, sino el hombre redentor.

Comentando pasajes evangélicos (Juan 18,1; Mateo 26, 36; Marco 14, 32) relativos al arroyo Cedrón (Naḥal Quidrón), en el valle del mismo nombre, cruzando el cual se alcanza Getsemani, Moro nos recuerda que " Quidron" significa tristeza a la vez que calima o negrura (blackness), mientras que por el contrario la significación de "Getsemani" es valle fértil. Y nos exhorta entonces a atravesar el Cedrón de las lágrimas y la tristeza, cuyas olas sin embargo lavarían la capa de ceniza en nuestras almas. 

Y evitaremos pensar que cabe realizar esta travesía en una suerte de ataraxia (resultado quizás de una elevación al infinito del umbral del dolor). Moro hubiera reiterado mil veces las palabras de Cristo ("Mi alma está mortalmente triste" Mateo 26, 38), ante el sentimiento de haber sido traicionado por uno de los suyos, y la inminencia de falsas acusaciones, latigazos, golpes y espinas. Acceder a Getsemaní equivale a dar sentido al dolor, no a suprimirlo. Y "puesto que Cedrón significa "ennegrecido", se cumple- nos dice Moro- la profecía de que Cristo accedería a su gloria a través de humillantes tormentos, desfigurado por hematomas, sangre, escupitajos y suciedad. Y cita los tremendos versículos de Isaías (53, 2): "Como raíz de tierra seca, carece de hermosura que admiremos, ni apariencia que le haga deseable".

Sin embargo, el clima de gran serenidad espiritual que se desprende del "De tristitia Christi", sería un indicio de que el autor ha superado ya la tremenda prueba por la que atraviesa, y que nos describe proyectada en la figura de Cristo. Si a ello se añade la calidad literaria que todos reconocen al texto, cabe reiterar lo que en alguna de estas columnas he dicho respecto al legado de autores histórica e ideológicamente muy alejados de Moro: en la obra, la redención tiene la prueba de fuego; la finitud se relativiza no por esperanza de que una fuerza exterior arrancará a la misma, sino porque la obra muestra en acto que la economía del ser finito, la extenuante y estéril lucha por retener el tiempo, no lo es todo.

Si "De Tristitia Christi" no hubiera agitado el alma de sus lectores como la agita la lectura de la "Noche oscura del sentido", de poco valdría que Moro insistiera en que la entereza de Cristo es para todos un ejemplo. ¿Es lo acabado de la escritura signo o reflejo de que el alma se ha fortalecido? ¿O cabe más bien decir que el espíritu se serena porque un pensamiento que podría pensarse haber sido centenares de veces iterado, se renueva en una frase nunca antes articulada? Cambio una sola palabra en una línea de un autor del siglo XX: "el libro, lo auténticamente real, la escuela de vida más sobria y el verdadero juicio final".

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20 de junio de 2019
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El Boomeran(g)
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