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El médico portugués

Por 26 de mayo de 2019 Sin comentarios

Pablo Raphael

Siempre he creído que Michael Corleone se quedó ciego gracias al golpe de azúcar que le produjo la muerte de su hija en aquella escalera de la Ópera que inmortalizó a Sofía Coppola. Como una piedad invertida y con los ojos idos, el tercero de los Corleone pega un grito que se ahoga en el silencio por unos segundos que parecen minutos. En mi imaginación se atraviesa una frase del hijo elegido por el Padrino: Just when I tought I was out, they pull me back in. Luego el alarido se apropia de la escena hasta que la imagen se oscurece. En el siguiente acto, el último de esa saga familiar aparece sentado en un huerto de naranjas. Han pasado los años y Corleone vive en el retiro. Se trata de un hombre ciego a punto de fallecer. El fracaso consiste en habitar una realidad que ya no te pertenece y en donde apenas te reconoces. La naranja cae al suelo.

         Estos últimos meses sucede una pregunta que me ronda como una mosca ciega: ¿Qué relación hay entre las emociones y la enfermedad? El año pasado una llamada telefónica me levantó en vilo para luego azotarme contra las piedras. Además de la taza de café que se me escapó de las manos, los mensajes que ahí escuché me rompieron para siempre. No estoy hablando de cuando te rompen el corazón sino cuando te rompen la vida. Una voz emite mensajes como vidrios que me nublan la vista. La certeza del daño que ahí sucedió no se puede explicar. Tampoco las siguientes noticias que en muy pocos meses se sumaron a la muerte de mi madre:  la forma en que, días después, el asma asfixió la vida de su mejor amiga y también puso de luto a mis primos de Colima; el asesinato impune y nocturno de un adorado amigo que sólo era luz para los que le rodeaban; el modo en que estallaron las venas de mi editor haciéndolo caer sin retorno en el fondo de su cabeza y el deceso del hermano de mi padre en cuya casa comí todos los viernes de mi adolescencia. Reconocer que algo no tiene solución no es algo racional. El dolor surge de la base del estómago para escupirte que todo tiene su origen en el instinto, es tu propio cuerpo intentando sobrevivir. Hoy estoy seguro que el golpe de azúcar que recibí en aquellos segundos me regaló la presbicia y también desató el último eslabón de la enfermedad irreversible que el doctor acaba de anunciarme. Cuando la miel que acumulas no tiene venas para ser transferida, se vuelve veneno. Cuando un año te regala tantas muertes seguidas la química del cuerpo sufre una guerra civil.

         Los síntomas eran claros: sueño incontenible, la presión a todo lo que da, la piel reseca y una sensación de hormigueo y malestar en la base del cráneo que sucedía tras beber el jugo de naranja con que solía acompañar al croissant, el café y el periódico de cada mañana. Ese conjunto ritual que me acompañó durante años y que tanto amé, ya no sucederá más. Muerto el hábito uno deja de ser lo que era.

         Los siguientes síntomas sucedieron desayunando en Guadalajara, cuando me desvanecí frente a la mesa del escritor Orhan Pamuk, quien a su vez prestó una cuchara para revolver la taza de azúcar y té que los comensales sirvieron para sacarme de un desmayo que casi se consuma. Lo que yo creía un momento de ansiedad fue en realidad un problema de glucosa y aquella fue la última cucharada de azúcar que probé en mi vida.

         Llegando a la Ciudad de México fui a unos laboratorios para revisar todo lo revisable: colesterol y triglicéridos, presión y coronarias, antígeno prostático, tiroides, glucosa. El resultado fue evidente y la médico que me trató ordenó otros estudios adicionales. Estaba a punto de volver a mi trabajo en Portugal, así que pospuse la segunda etapa de consultas para dejarla en manos de un médico que me habían recomendado en el Hospital de la Luz de Lisboa.

         Las siguientes semanas fueron substituidas por la visita de mi padre recientemente viudo. Pasamos una navidad en silencio y un año nuevo en la casa de unos amigos también nuevos que invitaron a todos sus amigos tan cubanos como Andy García. Mi padre, cada vez más ciego y cada día más sordo, se ensimismaba en sus propios pensamientos. Además del queratocono, sufría la ausencia de mi madre en la misma proporción que muchas veces la abrazó cuando la vida les regaló cincuenta años juntos con todo y sus pleitos. La costumbre del amor otorga permisos de los que luego uno se arrepiente. Por la tarde nos sentábamos a escuchar música. Nadie padece solo, pero acompañarse en los duelos es algo muy parecido a la condición del siamés que comparte el mismo corazón pero anhela separarse. No fueron días fáciles para ninguno de los dos. Cuando llegaba del trabajo apenas le hacía caso y sólo pensaba en poner la cabeza en las almohadas, la mano en los ojos. Él lograba dormir gracias al Rivotril. Desde la crisis que Pamuk quiso arreglar con una cuchara,  supe que algo no iba bien, los síntomas me rodeaban como una tribu, una y otra vez mis ojos  estallaban como aquella noche cuando Michael Corleone se quedó ciego. Mi presión daba números de internarse y cada noche me dejaba caer como un animal herido, dejándome desangrar por un costado en el lado izquierdo de la cama. De las cuencas y el corazón manaba un año durísimo con toda su imposibilidad. Si me movía un poco, las astillas provocaban nuevas fugas que visualizaba como arterias rotas. Así el colchón se iría llenando de sangre hasta dejarme dormido.

A la mañana siguiente todo estaba purificado y la lengua en tinta.

Los primeros días de enero se sucedieron igual hasta que una mañana amanecí empapado en sudor. Antes de despertar estaba en el borde de una piscina, luego eché a nadar. Voy hacia allá y si me aplico llegaré a tiempo, murmuraba, falta poco y la orilla es tuya, repetía como un mantra. En el sueño las brazadas fueron bien hasta que ese sudor frío que produce el exceso de dulce empezó a paralizar mis  extremidades. Me faltaba poco para llegar al otro lado y cuando quise salir a respirar, sentí como ha de sentir quien nada bajo el hielo. El golpe fue tan brutal que aquel cristal casi se rompe. Luego empecé a embestir. La cabeza me sangraba y la nariz y los ojos, los oídos y los nudillos de las manos.  Llegar a la orilla prometida sería imposible. Estaba condenado a ahogarme y lo tenía claro. Alguien había puesto un cristal sobre la piscina y la pesadilla consistía en intentar romperlo. El nadador se ahoga. Al despertar no me quedaba casi oxígeno. Mi padre dormitaba en el sofá con un periódico y una taza en las manos, encerrado en su ceguera mientras sus aparatos para los oídos dormían empiernados en el lado izquierdo de la cama, haciendo un ruido de grillos.

Ya en el hospital me tomaron una muestra de sangre y luego de esperar en algo parecido a una pecera iluminada por el sol de la mañana, pasé a la sala del doctor Francisco Sobral do Rosario. Lo natural en su palabras hubiera sido decir que mis malos hábitos, el cigarro, los viajes continuos en avión que tenían en jaque a mi presión, pero también el estrés y la vulnerabilidad de los duelos con que cargué el último año, me obligaban a cambiar de vida y que en ello tenía que concentrarme si quería mantener a raya a una enfermedad que me acompañará el resto de los años.

Sin embargo, el doctor Sobral empezó por otro lado. Cuando revisó la tinta de mi lengua, me preguntó por el origen de mi acento. Soy de México, le dije. Portugal acaba de ser invitado a la Feria del Libro de Guadalajara. Lo sé, contesté. Trabajé en eso. Segundos después ya le estaba contando de la cuchara de Orhan Pamuk y de los sesenta escritores portugueses que estuvieron ahí, encabezados por el médico Antonio Lobo Antunes. Me preguntó sobre mi trabajo como agregado cultural de la embajada mexicana y por mis autores lusos favoritos. Dijo que el principal poder de los médicos es la confianza y que una palabra es capaz de transformarlo todo. Le conté de un cuento de Rui Zink que trata de una enfermedad donde escribir se convierte en una epidemia de la lengua muy contagiosa. Luego me recetó a Nuno Judice. Le dije que ya formaba parte de mi mesa de noche. Sin detenerse, en una suerte de glosolalia que hipnotizaba, me dijo que lo mejor de Portugal era su poesía. Entonces sacó el recetario y comenzó a escribir.

Es probable que usted esté  enfermo de una tristeza que no lo es y que los portugueses conocemos bien. Le voy a recomendar lo siguiente… mientras hablaba de mi mal y me decía que debía hacerme una resonancia y otro estudio de sangre, el médico iba haciendo un recuento de todo aquello que no está en el mercado, que pertenece a un mundo cerrado, que se pasa de boca a boca y que construye una sociedad poética pequeña pero sólida, poderosa y tan sana como cuando nació en Los lusiadas, para luego contagiarse de barco en barco, para regresar una y otra vez e inundar las calles de Lisboa y también para abrir grietas e incendiar Portugal entero. Esto no es una cura, pero lo anoto por si requiere algo más que Pessoa. Fue así que el doctor Sobral arrancó las páginas en las que explicó el tratamiento y redacto esta lista de poetas portugueses que aún me estoy recetando sin cuchara, con la presbicia detenida y la glucosa controlada. A punto de recuperar la vista y la voz.

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Pablo Raphael

Pablo Raphael, nació en la ciudad de México el 29 de enero de 1970. Narrador y ensayista. Estudió el doctorado en Humanidades en la Unversitat Pompeu Fabra; graduado en Ciencias Políticas por la Universidad Iberoamericana. Ha colaborado en los diarios El País, El Universal y El Faro; en los suplementos culturales Laberinto de Milenio Diario y Confabulario de El Universal; en las revistas Revuelta, Gatopardo, Casa del Tiempo, Quimera y Granta en español. Dio clases de literatura del siglo XX en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Director y fundador del Centro Cultural El Octavo Día (1996-1999). Editor y cofundador con Guadalupe Nettel de Número 0. Revista periférica de literatura. Ha sido becario en dos ocasiones del Centro Mexicano de Escritores y también del Programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes de México. Premio de cuento Viceversa (1996), Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2003, por su libro de cuentos Agenda del suicido. Finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2011 por La fábrica del lenguaje, S.A. Textos suyos figuran en diversas antologías, entre estas destacan Los mejores cuentos mexicanos (Planeta, 1999); Novísimos Cuentos de la República Mexicana (FONCA, 2005); Grandes hits, nueva generación de narradores mexicanos (Almadía, 2008); así como la selección Marie Ange Brillaud hiciera para la revista francesa Brèves. En 2012 participó en la primera expedición interdisciplinaria del Proyecto Clipperton, viaje que le sirvió para poner punto final a su más reciente novela Clipperton (Random House. 2015). Ha sido conferenciante en distintos foros sobre el futuro del idioma español, como el seminario "Amigos del español" en la sede de Naciones Unidas de Viena; el Seminario Pensamiento y Ciencia Contemporáneos de Madrid o el Foro Internacional del Español. Entre 2013 y 2018 fue consejero cultural de la Embajada de México y director del Instituto Cultural de México en España. Actualmente se desempeña como consejero cultural de la embajada de México en Portugal.

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