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El Tahití de los filósofos

"Como un tigre salvaje recubre hasta el ahogo a sus propios cachorros, así el mar precipita las más poderosas ballenas contra las rocas. Implacable, sin poder exterior que lo controle, jadeante y resoplando como un loco corcel que en la batalla ha perdido a su jinete, el océano sin dueño, sumerge al entero globo.

Fijémonos en la sustancia del mar: sus más temibles creaturas se deslizan bajo el agua; invisibles en su mayor parte, traicioneramente ocultas bajo los más amables tintes del azul. Fijémonos en el diabólico brillo y belleza de alguna de las más despiadadas tribus; en la delicada y bella factura de múltiples especies de tiburones. Fijémonos de nuevo en el universal canibalismo del mar, cuyas creaturas imploran unas a otras, protagonizando una eterna guerra desde que el mundo es mundo (...)

Fijándonos en ambos, mar y tierra, ¿no encontramos una analogía con algo en nosotros mismos? Pues al igual que este terrible océano rodea las verdes praderas, así en el alma del hombre reposa un singular Tahití, lleno de paz y de alegría pero cercado por todos los horrores de la parte semi-desconocida de la vida. ¡Dios te aguarde de alejarte de esta isla! Puede que nunca retornes" (Moby Dick).

Hace unos meses me refería aquí al diferendo entre Voltaire y Rousseau respecto al peso a acordar a la cultura en el devenir moral de la humanidad. En su "Profession de foi du Vicaire Savoyard", Rousseau viene a indicar que la virtud esencial reside en la condición de un hombre carente de poder, pero también de conocimiento científico o formación letrada, y en suma carente de toda sofisticación; en razón de ello estaría precisamente en condiciones de discernir perfectamente el bien del mal. Hay en esta tesis como dos aspectos: 

Por un lado la convicción de que, por así decirlo, no se necesitan profesores de virtud, es decir, casi el germen de la concepción kantiana del imperativo categórico como rasgo que permite a todo ser de razón no dudar respecto a ciertos postulados de la moralidad (ejemplo canónico: nadie duda de que aprovecharse de la situación de debilidad de un ser humano para instrumentalizarlo es marca de ignominia). Pero Rousseau hace decir a su vicario algo más:

"Sólo sé que la verdad está en las cosas y no en mi espíritu que las juzga, y que cuanto menos pongo de mi espíritu en los juicios que emito, más seguro estoy de de acercarme a la verdad: así mi regla de adecuarme más bien a mi sentimiento que a la razón es confirmada por la propia razón".

Si el lector se introduce en la lectura del texto de Rousseau verá que la moraleja es en suma la siguiente: el hombre es por naturaleza bueno, pero el ejercicio de la razón le pervierte. Y ¿por qué las cosas son así? Respuesta en una traducción teológica del problema, sustentada en la inspiración jansenista de Rousseau:

Pues porque Dios, además de hacernos naturalmente buenos, nos dio la razón para que pudiéramos libremente elegir ser o no fieles a tal bondad natural. Por desgracia (ebriedad de la razón) no siempre prevalece el buen criterio. No siempre adoptamos una actitud moral conforme a nuestra buena naturaleza; no siempre resistimos a nuestra vanidad de seres racionales; no siempre, por así decirlo, somos modestos. No lo fueron ciertamente nuestros ancestros paradisíacos tentados por la "Ciencia del bien y del mal", es decir bien y mal reducidos a conocimiento (contrapunto absoluto de la tripartición kantiana que separa la razón cognoscitiva tanto de la razón práctica, base de la moralidad, como de la razón que se actualiza en el juicio estético).

Así pues habría habido un momento en el cual el hombre gozaba de la Gracia divina, en un estado de perfecta armonía con la naturaleza, con sus semejantes y con el propio hacedor. De tal situación el hombre cayó...según el mito bíblico por sucumbir al deseo del conocimiento (árbol de la ciencia del bien y del mal); en la filosofía rousseauniana por razones más complejas. En cualquier caso el valle de lágrimas sería ahora nuestro hábitat. Al respecto la siguiente confesión de Rousseau:
"Lloraba y suspiraba a propósito de cualquier nimiedad, sentía que mi vida se escapaba sin haberla degustado (Je pleurais et soupirais à propos de rien, je sentais la vie m'échapper sans l'avoir goûtée)".

Nada más cercano a la visión (como decía de inspiración jansenista) de la vida como una potencial y muy probable condena; nada más alejado de la afirmación vital que (pese a su lucidez) atraviesa toda la obra del contemporáneo de Rousseau Voltaire. Voltaire no espera gran cosa de Dios ni tiene confianza en la naturaleza; baste recordar su queja ante la tragedia de Lisboa: 

"¡Desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable!/ Oh amasijo espantoso de todos los mortales / ¡Eterna controversia sobre dolores vanos!/ Engañados filósofos que proclamáis: "Todo está bien"/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas». 

Sin embargo Voltaire estima que el hombre, forjador de ciudades poemas, narraciones y construcciones teóricas como los newtonianos Principia, simplemente... vale por sí mismo. El hombre no en su abstracción sino el hombre inserto en el medio concreto que a Voltaire le tocó vivir. Pues quien se alzó contra el optimismo del mejor de los mundos, se reconoció sin embargo en la burguesía montante y amó cuanto la sociedad fronteriza comenzaba a deparar, empezando por los refinamientos gastronómicos y ciertas libertades en materia de costumbres, sin que ello le impidiera tener la visión más lúcida sobre las miserias, desafueros e injusticias de todo tipo que se daban a su alrededor; males achacables a los hombres pero que no cabe, en el espíritu de Voltaire, contraponer a una supuesta bondad de la naturaleza, que deberíamos agradecer al creador. 

El Rousseau que tanta armonía veía en la naturaleza... se lamenta de la razón y de la vida. El Voltaire que clama contra una naturaleza implacable, parece desde las profundidades dar un sí profundo al pensamiento y a la vida trágica del singular animal que da soporte al pensamiento. El aspecto afirmativo, que en las más difíciles circunstancias caracteriza a filósofos muy diferentes (Nietzsche, Descartes, el propio Voltaire), reposa quizás tan sólo en una aleatoria y afortunada circunstancia que forjó un precioso y preciado espacio interior: "así en el alma del hombre reposa un singular Tahití, lleno de paz y de alegría pero cercado por todos los horrores de la parte semi-desconocida de la vida. ¡Dios te aguarde de alejarte de esta isla! Puede que nunca retornes".

No sería sin embargo justo transcribir este párrafo de Moby Dick sin evocar también este otro que le hace radical contrapunto:

"¿Conocéis ahora la especie de los Bulkington? Os parecerá entonces vislumbrar esta mortal e intolerable verdad: que todo pensamiento profundo y severo no es sino el intrépido esfuerzo del alma por mantener la abierta independencia de su propio mar, mientras que los más furiosos vientos del cielo y de la tierra conspiran por arrastrarla hacia la orilla traidora y servil".

 

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11 de julio de 2019
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La vida ‘sin’

La victoria de la preposición sin frente a con es aplastante. No es el añadido lo que hoy nos seduce, sino la supresión. La ideología del bienestar ha impuesto contención y ha encumbrado la sobriedad como renovado valor. Productos sin sal, sin azúcar, sin conservantes, sin gluten, sin lactosa, sin fructosa, sin cafeína, e incluso sin cables, llegan raudos a nuestras casas, prometiendo un estado más elevado, sin inflamaciones de vísceras ni huelga de lactobacilos. La vida sin nos otorga una especie de semipoder, igual que si pudiéramos regalarnos días de vida si no fumamos, evitamos apoltronarnos o no ingerimos grasas saturadas. Ya el sabio libro del Eclesiastés demostraba que el principio de la reciprocidad no existe. Que el bien no siempre trae el bien, ni unos pulmones sin nicotina garantizan librarse de un tumor. Aun así, la era sin crea ilusión, la del bienestar que te procura administrarte dosis de bienestar.

Los vicios son hoy más abstractos y sofisticados. Crecen, por ejemplo, los lo­cales de intercambio de parejas y el sexo libre deja de ser considerado una guarrería, mucho menos nociva que una hamburguesa industrial o medio kilo de churros. Leo un artículo en The New York Times sobre la “nueva sobriedad”, una forma de entender la vida sin no sólo para alcohólicos diagnosticados, sino para todos los que, además de cuidarse, no quieren alterar su conciencia ni llevar “un punto” encima, esa bruma esponjosa que desinhibe y produce euforia. Prefieren divertirse a palo seco. Ahí están esos neoyorquinos abstemios que frecuentan el Club Soda, ListenBar o Getaway y piden mocktails –el término anglosajón para los cócteles light–, y etiquetas que triunfan en las redes sociales con los hashtag: #MindfulDrinking o #SoberCurious.

En este país tan cervecero, resulta original que la sin se erija en fenómeno y ya represente el 13% del consumo per cápita de tal bebida, según destaca el informe de Cerveceros de España. Se trata de un dato revelador, porque lideramos a nivel europeo su consumo y su producción. Y el último estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre hábitos de consumo informa que ingleses y españoles han empezado a beber menos. Aun y así, en nuestras mesas sorprende que ­alguien rechace el vino. “¡Venga, una ­copita!”, suele insistirse, como si tan sólo los musulmanes y las mujeres embarazadas estuvieran excusados para brindar con Coca-Cola.

La tendencia a la sobriedad es una buena noticia en un país de larga tradición de bebedores, donde tantas guitarras, besos y contratos han sido regados con una copa de más. Y aunque la moda del sin roce a veces el absurdo, expresa un deseo de pureza universal, una exfoliación anímica para sentir que tenemos el control en un mundo descontrolado.

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10 de julio de 2019
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El sueño de la razón

El triunfo de la revolución nicaragüense en 1979, hace cuarenta años, fue el fruto del heroísmo de miles de jóvenes combatientes que lograron derrotar al ejército pretoriano de Somoza, pero también lo fue, y en una medida trascendental, de una hábil y brillante operación política que movilizó a la población, despojó de temores a la clase media, pospuso las aprehensiones de los empresarios, logró una un sólido respaldo internacional, y una interlocución con el gobierno de Estados Unidos.
 

Una "transición ordenada" fue negociada con la administración Carter, lo que implicaba la salida de Somoza al extranjero con su familia y allegados, y la formación de un mando militar conjunto entre oficiales de la Guardia Nacional y comandantes guerrilleros. No resultó así al final, porque el vicepresidente Urcuyo, que solo debía entregar el mando a la Junta de Gobierno organizada en el exilio, desconoció el acuerdo, y eso precipitó el avance de las fuerzas insurgentes del FSLN y el desmoronamiento del ejército.

Los jóvenes en armas, y la gente que los apoyaba, jugándose también la vida, entendían poco de artificios ideológicos, y su urgencia era derrocar a una dictadura opresora y corrupta. Y allá abajo empezaron a juntar fuerzas antes de que se llegara a firmar un acuerdo de unidad entre las tres tendencias en que el FSLN se hallaba dividido.

Pero hay pecados capitales que definen la historia de un proceso revolucionario, y definen, en fin de cuentas la historia misma. Un pecado capital de los líderes de la revolución nicaragüense consistió en poner la ideología por encima de las posibilidades de la realidad. El socialismo, como idea redentora, despreció la realidad, y esta terminó imponiéndose.

Las concepciones leninistas sobre el poder no dejaban de flotar arriba, en el estrato de la vanguardia, encarnada en los nueve comandantes, dueños del papel de conducir una revolución, que, contraria a cualquier molde, se había hecho con novedad e imaginación.

Desde el primer momento, en el proceso revolucionario convivieron dos planos: las intenciones de crear a largo plazo de un estado socialista bajo la guía de un partido único, o al menos hegemónico; y la proclama de pluralismo político, economía mixta y no alineamiento internacional.

Antes de un año, la unidad de fuerzas políticas diversas que había hecho posible el derrocamiento de la dictadura saltó en añicos. Muy temprano el FSLN decidió que la responsabilidad de gobernar era en exclusiva suya, y este fue otro pecado capital. No sólo alejó a sus aliados, sino que les estorbó, o impidió, que formaran o consolidar partidos de oposición. Cuando fueron llamadas las elecciones de 1984, ya en auge la guerra de los contras, quiso atraerlos de nuevo, pero la administración Reagan les impidió participar como parte de la estrategia de cerco y debilitamiento que ya estaba en marcha.

En términos estratégicos, la revolución se amparó en el campo soviético, y en Cuba, para el apoyo militar, y para los suministros básicos que incluían el petróleo; mientras del otro lado prevalecía el embargo comercial de Estados Unidos junto con una decidida política de aislamiento que, a los ojos del mundo, situaba a Davis frente a Goliat.

La única posibilidad de redimir a los pobres era creando riqueza, pero la estatización de sectores claves de la propiedad, empezando por la agraria, y los controles del comercio exterior e interior, resultaron en fracaso; y la guerra vino a desbarajustar las iniciativas de transformación social que eran la razón de ser de la revolución.

La empresa privada sobrevivía maniatada, sin iniciativas ni confianza, sujeta a las expropiaciones arbitrarias, y después se fue también por el embudo de la debacle que representó la falta de divisas para los suministros básicos, la inflación y el desabastecimiento.

Nadie en la dirigencia sandinista imaginó a Gorbachov sustituyendo a los viejos carcamales del Kremlin, ni que años después aterrizaría el canciller Shevardnadze en Managua con la notificación de que era necesario entenderse con Estados Unidos para que la guerra de los contras terminara; es lo que ya se había acordado entre Washington y Moscú. Tampoco fue previsible la desaparición de la Unión Soviética ni la caída del muro de Berlín.

Cuando se impuso la necesidad de los acuerdos de paz con la contra, que también se había quedado sin respaldo del Congreso de Estados Unidos, vinieron, como consecuencia, las elecciones de 1990, que el sandinismo perdió. El proyecto hegemónico colapsó, y las concepciones ideológicas cogieron rápidamente herrumbre.

La revolución terminó entonces mediante una gran paradoja: por la vía de unas elecciones que eran el símbolo de la democracia representativa, que la teoría marxista rechazaba por opuestas a la democracia popular.

Quizás el más aleccionador de los pecados capitales de la revolución, vista ahora como un fenómeno ya lejano, es la concepción del poder político para siempre en manos de un partido, que viene a terminar indefectiblemente en el poder de una persona, o de una familia.

Siempre resulta que el sueño de la razón produce monstruos.

 

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8 de julio de 2019
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Las voces a ellas debidas, 7

 
 

 

Carmen Berenguer (Santiago de Chile, 1946). Obra poética. 

Santiago, Cuarto Propio, 2018. Prólogo de Eduardo Espina.

 

 

Los libros de Berenguer, la poeta chilena que prosigue a Gabriela Mistral con renovado aliento vivencial, mundanidad inmediata y cierto hiperrealismo visionario, se pueden, por fin, visitar entre sus varios pisos casi ecológicos por terrenales, materiales y políticos.  Quien haya leído algunos poemas suyos reconocerá en cualquier otro suyo el timbre urgido, la demanda de mundo, y la apasionada solidaridad con la historia social de violencia ejercida contra el cuerpo de la mujer; esto es, contra sus derechos a piso y paso, y no sólo a un cuarto propio. Más sarcástico que irónico, su coloquio maduro avanza como un sistema no sólo oral, sino hecho en la duración de la voz mutua. Por ello, sus trazos de habla respiran, palpitan, y desencadenan un discurso de la mujer latinoamericana (tantas veces marginal); posicionada en lo específico, despliega con vigor, ironía y certidumbre, una dimensión de la oralidad que no ha llegado a la literatura sino como ruptura del código. En sus libros, sin queja y con furia, esa voz alerta actúa como presencia y suficiencia del balance, el testimonio, la confesión, la protesta, así como la oración y el canto, pero también la sátira y el escarnio. Se puede demostrar que esta plaza tomada por la oralidad empieza con el coloquio popular, cierne el desenfado beatnik, reapropia el demótico cifrado en  las pintas de la protesta política. Se propuso, y lo logró, hacer hablar a la ciudad. Por lo demás, Carmen Berenguer nos hace lugar en su conversación con Villon y Ginsberg, Janis Joplin y Nicanor Parra... Su rebeldía viene de lejos y su demanda nos incluye. Entre burlas y veras del sistema literario, su desenfado es un corto-circuito de la institución de las Letras a nombre de la humanidad de la palabra común.  

        Lo dice tal cual:

        “La poesía, mis amigos y amigas, no son deberes verbales, ni siquiera verdades...La poesía no tiene mandato, ni ley ni orden. Y como sé que amáis al decadentismo formulario...sois culposos. Y como amáis la fe sois arrogantes. La poesía no tiene nada que ver contigo.“ 

        Una poeta mayor, amiga de las Furias. No escapa a su dictamen la misma mundanidad de la obra:

                Cómo vas a presentarte ante mí de esta forma tan impía

                        tan dulce y sofisticada como la locura

        dispuesta a hablar bajo el imperio de los sentidos últimos

                                de una muerte dispersa

                        Oh fatua repentina de cabeza laxa

        expuesta a la indulgencia de aquél que atraviesa a la deriva

                        Oh vacua exposición de lo inaudito 
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8 de julio de 2019
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Preferiría no hacerlo

Me reencontré con un amigo al que hacía años que no veía y, entre otras historias, me contó que había estado enfermo: “Fui al hospital y me atendieron corriendo, pero eran tiempos donde aún valían los enchufes”. En sus palabras quedaba patente la hermenéutica de una era en la que los atajos por influencia o los comportamientos abusivos han ido emergiendo como bolas de pelusa cada vez más gordas, comisiones, contratos amañados, ventas de nada a cambio de oro.

Hoy prevalece una mayor conciencia cívica y equitativa frente a la picaresca que abusa de los más débiles y que urde chanchullos. Pero hay un aspecto que sigue inamovible, replegado en sí mismo, causa de desesperaciones personales y flagrantes abusos institucionales. Me refiero a la burocracia, ese magma gris, ese muro contra el que el escribiente Bartleby se paraliza y repite: “Preferiría no hacerlo” (en agosto se cumplirán 200 años de la muerte de su autor, Herman Melville, que murió completamente olvidado). Las pilas de papeles amontonados que Bartleby prefiere no revisar, igual que la espiral absurda de oscuridades administrativas que tan bien relató Kafka, evidencian la indefensión en la que ­queda el individuo. El ciudadano al que le dicen: “Vuelva usted mañana, y traiga tal papel; o una firma compulsada”. Resiste ese poder concentrado, adormecido en su propia maquinaria, que zancadillea decisiones personales de gran calado.

“Cuando quieres combatir la dictadura de la burocracia, sólo la agigantas, tienes que hacer una circunvalación”, me razona Gemma Calvet, directora de la Agència de Transparència de l’Àrea Metropolitana de Barcelona, que ha presentado con gran éxito ante la ONU el programa Lorenzetti –en colaboración con las ciudades de París, Montreal y Bogotá–, donde, a través de la obra del pintor italiano, se hace comprender que no hay integridad sin ética público-privada y para ello la cultura humanista es imprescindible. En la construcción de la nueva identidad pública, el papeleo es sinónimo de infinitos laberintos trazados por unas administraciones ahogadas en sí mismas y perdidas en sus dédalos tecnológicos. Según Calvet, existen dos tipos de funcionarios: los políticos y los carismáticos. Los primeros son prisioneros de la rutina, de la inercia, mientras que los segundos son contrarios a la concentración de poder estático y unipersonal.

Sólo los débiles quedan a merced de coacciones y favores, afirmaba Epicuro. El marketing de la transparencia llena hoy la boca de todos aquellos que quieren (de)mostrar su nuevo liderazgo –sea por coherencia o porque quien coquetea con las cloacas un día u otro verá flotar su propio cadáver en ellas–, pero poco tiene que ver con una limpieza real, la que exige recursos económicos y humanos, y también un firme compromiso político. ¿Cuántas buenas ideas se han malogrado por la burocracia del confort? ¿Cuántas personas no han podido mejorar sus vidas a causa de un papeleo a destiempo? Le robo la frase a Calvet: la democracia será ética, o no será.

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8 de julio de 2019
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Mámparas

 

Parroquianos endomingados pontifican en la taberna Lupercio en pleno aperitivo, vermú casero y banderillas Gilda, sobre la etología de dos especies orníticas, una de interés cinegético y culinario, la chocha perdiz –Scolopax rusticola-, y otra de interés ambiental y paisajístico, el cernícalo vulgar –Falco tinnunculus-, que recibe, a nivel local, provincial e incluso regional, el nombre de 'esparvel', siendo 'becada' el nombre generalizado en el caso de Scolopax rusticola, todo ello con sus variantes prosódicas. El erudito Pierre Albret ya fue testigo, hace bastantes años, del ejercicio de esa alambicada práctica aragonesa que es la ultracorreción; escribía Albret: “Conscientes las clases más culturalizadas del repudio a los esdrújulos que se atribuye secularmente a los aragoneses, optan por acentuar de ese modo cualquier palabra de aspecto señorial o de significado poco definido. De hecho, una tienda de artículos de menaje anuncia la venta de MÁMPARAS y, en amena conversación con los huéspedes del hotel, he podido oír GRÁNITO, HIPÓTECA, MALÁBARES y PEPSÍCOLA, palabras pronunciadas con la satisfacción que produce saberse escuchado”. Pues ahora, aquí, en la taberna Lupercio, se está produciendo una cruel dicotomía: los jornaleros, los cazadores de a pie, los gitanos, hablan de “becadas" y “esparveles"; los señoritos de alguna tierra, los monteros, los gerentes de supermercado, hablan, ufanos, de “bécadas” y “espárveles”.

 

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6 de julio de 2019
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Zuleijá abre los ojos

Todo cuanto se narra en esta novela es tan desgarrado y brutal, y resulta  tan ajeno a la experiencia vital del lector medio que incluso la descripción de cómo se tomaba un baño en la Rusia campesina del siglo pasado resulta una experiencia fascinante. Claro que las condiciones ambientes eran extremas porque en una isba tanto la letrina como la caseta de baños (muy similar a la actual sauna nórdica) se encontraban fuera de la casa, lo cual, teniendo en cuenta que las temperaturas podían alcanzar bastantes grados por debajo del cero, imponía la obligación de empezar por limpiar la nieve que cubría el sendero entre la casa y el baño; allí había que encender el fuego para calentar la estancia y el agua, hecho lo cual se podían efectuar la abluciones: la descripción de las prendas que era necesario vestir para no morir congelado durante el traslado desde la casa es otro ejercicio de estilo casi surrealista.

Y en general pasa un poco lo mismo con el resto de una narración centrada en Zuleijá, la esposa tártara que va a sufrir un inmisericorde proceso de reeducación moral resumido en el título bajo el eufemismo de “abrir los ojos”. Visto desde fuera, las condiciones de vida de una mujer perteneciente a una etnia minoritaria  y considera inferior eran tan miserables y cercanas a la esclavitud (un marido ruso brutal y maltratador, una suegra viperina y sin más ocupación en la vida que martirizar a su nuera y un régimen de trabajo doméstico que empezaba al amanecer y no terminaba hasta bien entrada la noche) que no podían ser peores si por aquellas cosas de la vida era acusada de ser una kulak y deportada a Siberia junto con otros miles de terratenientes y campesinos ricos que además de ser desposeídos de sus bienes eran hacinados en vagones de transporte de ganado y enviados a remotos campos de trabajo para su reeducación. Pero sí, resulta que en esta vida siempre  se puede ir a peor.

Aunque de religión musulmana, con todas las cargas que esa fe impone a la mujer, en el inicio de la narración Zuleijá vive con intensidad las  creencias heredadas de sus antepasados tártaros, en especial la convivencia con espíritus como el basu kapka iyase, encargado de evitar que los malos espíritus traspasen los límites del pueblo y  al que se puede comprar con golosinas para que interceda ante el zirat iyase, el guardián del cementerio. Pese a los duros castigos que puede costarle su acto, Zukleijá comete la osadía de robar alimentos en casa de su marido para comprar al guardián y asegurarse el bienestar de sus cuatro hijas, muertas al poco de nacer y enterradas en ese cementerio. Y tiene un gesto que resulta enternecedor porque una vez ante sus tumbas se ocupa de cubrirlas bien de nieve para que las niñas “descansen abrigadas y en paz hasta la llegada de la primavera”. 

Cabe imaginar lo doloroso que le va a resultar el proceso que se inicia cuando, volviendo del bosque  en compañía de su  esposo, éste resulta muerto a manos de Ignatov, el jefe del destacamento gubernamental encargado de requisar los bienes de los campesino ricos y agrupar a estos y sus familias en la cárcel de Kazán, capital de la república tártara, para su posterior traslado a un destino desconocido. Zuleijá, fue entregada a su esposo cuando tenía 15 años y como no ha salido nunca de su aldea no alcanza ni a imaginar que pueda haber otra vida más allá de su horizonte doméstico. Le avergüenza ser vista en la calle con la cabeza descubierta, jamás ha mirado directamente a los ojos a un hombre y por nada del mundo se dejaría palpar el vientre por una mano masculina incluso si se tratara de un ginecólogo. Y sin embargo, de la  noche a la mañana se va a encontrar encerrada en un vagón atestado y en el que habrá de hacer sus necesidades a la vista de todos levantando la tapa de una trampilla que da sobre la vía. Eso entre otras muchas vicisitudes  que van a forjar como a martillazos el proceso de apertura de Zuleijá a la realidad del mundo exterior y, sobre todo al conocimiento de sí misma, especialmente cuando debe reconocer por qué tazón toda ella se hace miel (así lo describe la autora,  Guzel Yájina), cuando se encuentra a solas con Ignatov, sí, el hombre que mató a sangre fría a su esposo.

Un aspecto muy de agradecer, es que pese al tono despiadado y bestial que predomina en la narración (y cómo podría ser de otro modo si se están describiendo las  peores purgas de Stalin)  Gucel Yájina, la joven autora, no olvida que está hablando de personas, es decir seres capaces de las peores atrocidades y también de conservar sentimientos que los ennoblecen: generosidad, compasión, empatía o cariño, aunque es innecesario señalar que todo ello se prodiga más entre las víctimas que entre  los verdugos.

Otro aspecto impagable de esta novela es que ocasionalmente la autora deja la narración en manos de personajes tan logrados  como el profesor Wolf Karlovich Leibe, un eminente maestro y cirujano al que la naturaleza le ha borrado piadosamente la consciencia y por lo tanto no se ha enterado de que la Revolución le ha despojado de todos sus cargos, honores y bienes y que de milagro no ha sido fusilado porque las autoridades soviéticas le consideran un espía alemán. Para culminar su acto de bondad, la naturaleza no le ha privado también de su saber y su actividad como médico será una bendición para los deportados cuando él también sea enviado a  Siberia. Zuleijá abre los ojos enlaza con naturalidad con la gran tradición de la novelística rusa, pero con unos toques de modernidad muy positivos.

 

Zuleijá abre los ojos

Guzel Yájina

Traducción de Jorge Ferrer

Editorial Acantilado    

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6 de julio de 2019
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Las voces a ellas debidas, 6

 

 

 

María Auxiliadora Alvarez (Caracas, 1956). El silencio El lugar. Madrid, Del Centro Editores, 2018. 

 

 

      Siempre me ha intrigado el exilio de los poetas venezolanos, ese costo del habla en cuya promesa vivían, mientras que en el extranjero no acababan de afincar porque el país originario se les acrecentaba. De modo que hoy viven y escriben desde la conversación que habitan. Juan Sánchez Peláez vivía en una tertulia deshilvanada, donde cada frase terminaba en pregunta, Guillermo Sucre nunca respondió una carta y mucho menos una llamada; me temo que encontraba sobrevalorada la conversación. Amaba a Borges pero no le perdonó haber escrito casi demasiado. Logró olvidar a los amigos, prescindir del diálogo, y dejó de publicar. 
 

        María Auxiliadora Alvarez, en cambio, vive rodeada del inglés, lo que le permite la gran libertad de pulir el canto como cifra de una edad del habla dorada, cuando todos los poetas creían en la palabra justa y en la justicia poética. En este claro, terso, intenso ciclo de versos rodeados de espacio y silencio,  como si la página nos citara al diálogo de asombros mutuos, los versos flotan en esa nada que vencen, arribando de lejos y quedándose en la página como conjuros en los que el mundo y el lenguaje intercambian nombres como tributos:
 

        Pero tú

                        (ave de memoria)

                                                remontas la mirada:

        bordeando

        las altas del paisaje ramas

        y las claras del verano nubes

        

        Al final, la poeta no sólo acendra la escritura sino que recupera el habla, que late en la página como otra demanda,  estoica y elegíaca, que pone a prueba los nombres en su clara lucidez.
 

        Notable canto del exilio venezolano. que trabaja a favor del silencio, y nombra el luto profundo como un paisaje sostenido por las palabras justas.

        Su obra es una hoja de ruta, páginas salvadas y voces devueltas que nos aguardan y hospedan.
 

        María Auxiliadora Alvarez tendrá siempre la palabra. Contamos con ella, con el alba que oficia:
 

                       soy el lazarillo

                       de una pupila

                       incompetente:

                       ora subyugada (seca)

                       ora subyugante (viva)
 

Y el tiempo es una resta, de temblor y luto por su país perdido:
 

                        pájaros cayendo

                        hacen la noche

 

 

 

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3 de julio de 2019
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‘Flush, flush’

La revista que observa el mundo a través de los espejos del baño”. Sólo en Francia podía surgir la iniciativa de dedicarle un magazine a la toilette. Pero, ojo, Flush no es una publicación dedicada únicamente a las tendencias en inodoros y mamparas de ducha, tampoco a nuestra relación con los cuartos de baño –a la paruresis, la fobia de algunos hombres a orinar en público, por ejemplo–, sino que hay lugar para reportar las condiciones sanitarias en campamentos de refugiados o en cárceles. La periodista Aude Lalo, su artífice, defiende que la salud, el progreso, la ecología, el urbanismo y hasta las relaciones sociales pueden escrutarse a través de la evolución y uso de los urinarios.

De cuarto de las vergüenzas o sanctasanctórum doméstico, privado –por tanto cerrado– y discreto, pocos espacios de la casa –después de la cocina convertida hoy en altar– han evolucionado tanto, no en vano es el lugar donde empiezan y acaban nuestros días, donde nos relajamos y desahogamos cantando o llorando en la ducha.

Los baños de nuestra infancia eran recónditos y bastante feos. Hoy presumen de veteados mármoles, tecnología de última generación, váteres domóticos que abren la tapa nada más acercarte a ellos, como si te olieran, y hasta grifería en ­negro mate personalizada con nuestras iniciales. “El lugar de uno mismo” –como lo denominó el escritor Manuel Hidalgo– permite, mucho más allá de la escatología, definir nuestra relación con “lo privado” y extraer su componente socioíntimo.

Recuerdo la polémica surgida en torno a la fotógrafa Lee Miller cuando se autorretrató en la bañera de Hitler para quitarse la mugre del campo de Dachau, y coincidió con que ese mismo día el Führer se suicidaba en su búnker berlinés.

Suciedad y su reverso, limpieza; intimidad y pudor; secretismo y refugio, todo ello abarca un baño, transformado en una de las estancias más seductoras en las casas de diseño. Basta un rápido recorrido a través del cine para comprobar la importancia como escenario que tiene en nuestras vidas. El filósofo Slavoj Zizek, siempre extremo, proponía una teoría acerca de las diferencias entre los váteres –tanto por su morfología como por su ubicación en los cuartos de baño– de algunos importantes países europeos para afirmar no sólo que cada inodoro es fiel reflejo de la cultura que lo ha creado, sino que “cada vez que vas al baño te sientas encima de la ideología”. Puede que sea cierto, y que, efectivamente, los franceses mantengan su tradición revolucionaria, los británicos sean pragmáticos y los alemanes reflexivos mientras que algunos españoles mean fuera de tiesto.

Conquistado, disputado, deseado, qué alivio produce correr el pestillo que nos garantiza unos minutos de invisibilidad.

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3 de julio de 2019
Blogs de autor

Benéficos

La izquierda lleva una neurosis considerable: cree que solo la religión hace agradable lo desagradable, da dignidad al sacrificio
 
 

Está demasiado próxima la España que rapaba a las putas y lanzaba cantazos a los maricas para que de la mañana a la noche nos levantemos en un país tan extremadamente tolerante que parece el más avanzado del mundo. Quizás solo en el ámbito de la vida sexual que tanto agobia a los latinos. No se le da igual relieve a los asesinados por terroristas o al acoso de españoles en Cataluña y País Vasco. No hay un día del orgullo para este tipo de víctimas. El caso es que cuando los compasivos llegan al poder, se produce una avalancha de caridad que da muy mala espina. ¿Por qué tanta ansiedad por los lesionados, los menesterosos, los rechazados? Se entiende que sea un asunto de Estado y cada Administración proteja a quienes sufren pobreza y quebranto, pero ¿no hay algo raro cuando se lo apropian los actores del espectáculo democrático?

Valga un ejemplo para que se me comprenda. No es normal que una dirigente (creo que era la portavoz de Podemos) censure a un ricohombre porque donó un puñado de millones para combatir el cáncer. La señora juzgaba una humillación aquel gesto desprendido y le reclamaba que pagara impuestos. Bueno, seguramente los paga, pero lo notable era el rencor de la mujer contra la caridad del rico. No le irritaba, en cambio, la caridad del pobre. Para ella, los múltiples movimientos de ayuda, protección y asistencia, las subvenciones, las ONG, son loables si vienen de su bando. Se advierte un talante clerical en la izquierda reaccionaria. Para esta ideóloga hay una caridad cristiana (la que bendice su partido) y todas las demás son heréticas. La izquierda lleva una neurosis considerable: cree que solo la religión hace agradable lo desagradable, da dignidad al sacrificio. Sólo la Iglesia es piadosa. Y la Iglesia son ellos.

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2 de julio de 2019
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El Boomeran(g)
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