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Civilización y representación de la muerte propia

He enfatizado la tesis de que no cabe realmente asunción de la propia muerte, pues cuando sigue habiendo un sujeto que asume lo que acontece... obviamente la muerte es pura representación. Mas esta suerte de inadecuación entre la muerte misma y lo que de ella nos es dado, en absoluto es óbice para que, entre los vivos, sea de elemental exigencia democrática el derecho, no ya a la muerte sino a una muerte en conformidad a la imagen que de tal trance uno tiene como más aceptable. Sí, la libertad pasa también porque esa muerte de la que no hay concepto cabal se aproxime lo más posible a la muerte deseada.

Señalaba en una de las reflexiones que preceden que sería contradictorio dar cuenta o razón de la ley y del lenguaje, ya que sin ley y lenguaje es imposible dar cuentas. Mas ello no impide que proyectemos en el pasado (de hecho con ayuda de la ciencia) una imagen de lo que pudo ser el primer acuerdo configurador de los humanos; y hasta del primer momento en el que -con la aparición de los homínidos de Herto en Etiopía- un mero código de señales dejó de ser instrumento para ser fin en sí mismo, para convertirse en lenguaje.

Análogamente esa cosa trascendente a todo saber forjado en el lenguaje que es la muerte propia puede encontrar proyección en imágenes cargadas de las significaciones más opuestas: bálsamo, reposo, fusión exaltante, pero también mutilación, parálisis o abandono.

Lo inevitable, lo estructural, de esta dimensión proyectiva de la propia muerte hace que cualquier civilización incluya entre las variables fundamentales de la vida todo aquello que concierne al ritual de la muerte. Cabe incluso erigir este aspecto en criterio a la hora de juzgar el auténtico grado de sabiduría y respeto de los valores humanos de una u otra sociedad. Pues ciertas culturas, asumiendo en el orden cotidiano la presencia de la muerte, facilitan en los que a ella se enfrentan imágenes de reencuentro con la naturaleza elemental, o con la idea de morada. ¿Cómo equiparar tales sociedades a esas otras en las que la muerte es fóbicamente repudiada de los hogares y los agonizantes, homologados por tal condición, tienen como única imagen de la vida que aún prosigue el que ocupa el lecho contiguo en esa prefiguración de la tumba que son las salas de enfermos terminales?

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2 de abril de 2008
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Dr. Jekyll y Mr. Hyde (2)

/upload/fotos/blogs_entradas/dr.jymr.h2_med.jpgQué tormento sentirse convertido en un burro o en un enorme insecto sin llegar a perder la conciencia de sí mismo. Una pesadilla que no surge de la nada sino de otro miedo más profundo y antiguo a lo desconocido, a lo imprevisible, a perder el control, o sea, a que mi memoria se olvide de quién soy, que es el precio que Jekyll ha de pagar por ser Hyde. O, lo que es lo mismo: joven, vigoroso, impulsivo, sin prejuicios ni educación, una fuerza caprichosa de la naturaleza en busca de la satisfacción urgente de cualquier deseo por retorcido que sea.

Jekyll quiere ser Hyde. Y este Hyde ignora a Jekyll. Digamos que Hyde es ese castigo que llega -en palabras del amigo del doctor Mr. Utterson- "cuando la memoria ha olvidado ya". Y el narrador confirma que "Jekyll tenía el interés de un padre; Hyde poseía la indiferencia de un hijo". Pobre Hyde, esa sombra escurridiza, que la vergüenza de Jekyll condena a ser deforme y repulsivo. Producto del lado oscuro de la conciencia del doctor, del sentimiento de culpa, de la clandestinidad, del secreto que no puede ser compartido con nadie. ¿Quién no tiene algo en su conciencia que es incapaz de contarle a los demás, que le produce vértigo poner en palabras? He aquí el tercer miedo que nos ofrece esta historia.

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2 de abril de 2008
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Seso u ornamento

/upload/fotos/blogs_entradas/vincent_van_gogh_signature_med.pngLa marca se ha convertido en un factor tan decisivo que cuesta trabajo entender cómo los pintores no firman con mayor claridad y en grandes letras. Más todavía: a la manera de las famosas firmas de moda, la firma del cuadro debería hallarse incorporada a la pintura misma, no como un certificado de garantía sino como un elemento de la composición, a la manera de Loewe o Louis Vuitton.

En realidad, incluso quienes admiramos la pintura abstracta hemos llegado a la convicción de que el arte ha ido derivando de la creación a la decoración y del seso al ornamento. Con  esta creencia no se llega al cinismo, simplemente al laicismo. De la misma manera que contemplamos el cine, la buena televisión o el videoclip como obra de arte y entretenimiento a la vez, la pintura hace años que ha abandonado su hornacina para no exigirnos adoración sino complacencia. En esa noble misión  de entretener o procurar placer unos autores lo consiguen mejor que otros pero todos pertenecen al amplísimo sector de la comunicación donde la emoción prima sobre el conocimiento y no hay conocimiento que eluda el gozo del corazón. Posiblemente siempre fue así, aunque, a menudo, secretamente. La inteligencia sentiente de Zubiri se corresponde con la inteligencia emocional de Coleman.

En la pintura, desde la gran broma del pop, cualquier cuadro es un producto industrial realizado en una única versión para incrementar su valor y no porque sea irreproducible. Toda obra de arte, no importa lo enrevesada y singular que se pretenda, es falsificable en todo. De cualquiera puede expenderse en miles o millones de unidades. La unidad incrementa exponencialmente su valor pero el exponente sería cero si no llevara el potencial de la marca. La marca es la semilla de Dios o del Diablo. El cuadro contemporáneo, sin artesanía irrepetible, vale tanto más cuanto, como en otros ámbitos, lo glorifica su marca. Pronto los pintores pintarán, ante todo, su firma que perderá para siempre su carácter modesto y confundible en la oscura esquina del  lienzo.

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2 de abril de 2008
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El asesino era el diccionario

Aquél era uno de esos restaurantes cuyo menú destaca por el ingenio de quien lo concibió. Los platillos tenían nombres de novelas y las bebidas de personajes. A cada sugerencia la acompañaba, además, una descripción que habría sido muy divertida de no cojear del único pie del cual un texto literario no puede darse el lujo de estar chueco. La ortografía, claro. Incluso los errores de sintaxis consiguen hacerse pasar por descuidos, y en ciertos casos por vanguardia pura, pero un cajón escrito con ‘g' incinera ipso facto el respeto ajeno. Llamé, pues, al mesero, preocupado por presunta la calidad de unos platillos de ínfulas literarias que se anunciaban con mala ortografía. Diez minutos después, ya tenía a la dueña disculpándose. Yo lo entiendo, añadió, luego de prometer que mandaría imprimir un menú sin errores, duelen los ojos de leer el español así.

     Hasta donde recuerdo, mi mayor mérito académico en la infancia entera fue sacudirme las faltas de ortografía, bajo el atormentado celo de mi madre. Hasta entonces yo no me daba cuenta, ni entendía por qué pedirle a Santa Claus una bisicleta y barios cochesitos podía ocasionarle a mi mamá punzadas en la córneas e insuficiencias crónicas en la autoestima. Hay quien dice que los errores ortográficos no impiden que el mensaje se transmita, pero equivale a pronunciar un discurso con un frijol a medio colmillo. ¿Cuál es, a todo esto, el mérito de quien nos habla sin delatar qué fue lo que comió? Ninguno, por supuesto. La gente espera que uno intente hablar con la boca vacía, de ser posible sin un solo eructo. Detalles que uno aprecia, pero tampoco es cosa de aplaudirlos. Cuando al fin consiguió que no la avergonzara -al menos por escrito, que ya era algo- mi madre conoció no la satisfacción del que se anota un mérito, sino la paz de espíritu de quien al fin cumplió con cierto requisito.

     Complace a los infieles que uno crea con ellos que ser fiel es un mérito, del mismo modo que el mal escritor se solaza escuchando que su última novela está muy bien escrita. A una persona honrada no le cuesta trabajo la honradez, ni espera premios, halagos u ovaciones por ejercer el acto reflejo de la decencia. Nunca he visto que condecoren a un empleado por no robarse nada en cuarenta años. Tampoco sé de un grupo de ladrones que se premie entre sí por no haberse dejado agarrar. Un libro mal escrito se parece a una de esas mentiras mal contadas que  causan extrañeza primero e indignación después -¿cree acaso el narrador que es uno imbécil?-, cuando no indiferencia desde el principio.

     Curiosamente, al narrador sin otro mérito que el cumplimiento estricto del requisito básico no solamente se le perdonan los despropósitos que llevarían a un cirujano a la cárcel, sino que hay quien lo premia y lo cubre de encomios almibarados por ese libro tan bien escrito. Para quienes leemos por placer, un libro mal escrito ni siquiera existe. No se le ve, y de leerlo ni hablar. Pasa lo mismo con cantidad de textos muy bien escritos que no tienen más que eso. O sea nada de nada. Escribir bien no es deslumbrar a punta de palabras, sino hacerse invisible detrás de ellas, y de pronto evitar esa frase tan bien escrita que se bastaría sola para darse un balazo en el centro del crédito. Escribir bien incluye, si se hiciera preciso, la posibilidad de escribir mal. Ojalá que a propósito.

     Está muy bien escrita, me asegura un amigo luego de preguntarle por cierta novela. Por la neutralidad de su tono de voz, que evidencia total ausencia de entusiasmo, creo entender cuál es el mérito del libro de marras: carece de una sola falta de ortografía.

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2 de abril de 2008
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El hecho maldito (1)

Guardé silencio estos días sobre las turbulencias de la Argentina porque, para ser sincero, no podía creer lo que estaba pasando. Todavía no lo creo del todo. Quizás cometí el error de pensar que habíamos salido del infierno de manera definitiva. Ahora siento que el infierno nos reservaba (cuanto menos) un zarpazo más, que el pasado asoma con la intención de cobrarse deudas impagas. Qué quieren que les diga: estoy preocupado.

En lo que hace al conflicto puntual... Supongamos por un momento que la oposición tiene razón y que el gobierno de Cristina Kirchner se equivocó en todo: en el establecimiento de retenciones a la renta extraordinaria del campo, en el tono de sus discursos, en la negativa a dar marcha atrás con el impuesto. Aun en ese caso, ¿podríamos considerar que la protesta es adecuada a la medida oficial? La respuesta es clara e inequívoca: no, no, no. Tal como se la lleva adelante, la protesta del campo es salvaje, desproporcionada y potencialmente criminal. Aunque al hombre que murió en la ambulancia que los piquetes frenaron ya no le quede potencia alguna, más que la de fertilizar la misma tierra que constituyó excusa para su homicidio.

Hablamos de un sector productivo que en buena medida -en especial los peces gordos- no discute otra cosa que su margen de ganancia. Existirán productores menores que quizás estén debatiendo su supervivencia en el rubro, pero estos casos, por numerosos y urgentes que pudiesen ser, tampoco justificarían la modalidad de la protesta. Esta gente está tratando de paralizar la circulación de un país entero, impidiendo la distribución de alimentos, promoviendo una inflación suicida (lo poco que hay en los supermercados sale más caro que antes del paro) y disponiendo de propiedad privada ajena, en la medida en que se apoderan de facto de los camiones que quedan bloqueados en las rutas. Las agrupaciones del campo, que acusan a la política oficial de confiscatoria, responden confiscando camiones y mercaderías que no les pertenecen. La leche vertida en los caminos, las verduras y frutas podridas, los pollitos ahogados en tanques de agua por falta de grano para alimentarlos, constituyen un ultraje para el mundo en general y también para este país, donde más allá de la abundancia natural -y es aquí, precisamente, donde entra a cuento la cuestión de la redistribución de ingresos sobre la que machaca la Presidenta- el hambre sigue siendo una realidad imperdonable. La imagen de los mismos que impiden a la población el consumo de carne comiéndose un asado a la vera del camino es una bofetada en el rostro de los que sólo ven carne por TV.

Todo ciudadano tiene derecho a manifestarse públicamente, siempre y cuando no incurra en delito o vulnere los derechos de otros en el proceso. Según este principio inalienable, la protesta del campo ha incurrido e incurre en prácticas ilegales. Y sin embargo el gobierno no los reprime ni los mete presos. A veces pienso que lo mejor sería que hiciese cumplir la ley, pero de inmediato me viene a la cabeza la historia violenta de este país y agradezco que el gobierno decline usar la fuerza que su autoridad le confiere. Que todavía no haya habido más muertos que el pobre hombre de la ambulancia (no puedo dejar de preguntármelo: ¿hubiese debilitado la protesta cederle el paso?) está apenas por debajo de la noción del milagro.

Lo que me preocupa no es la protesta puntual sino lo que está por debajo. El odio perceptible en los cacerolazos de los barrios pudientes. Los reclamos de Videla volvé. Los ciudadanos que se quedan atascados en las rutas y no le echan la culpa a los que las cortan, sino al gobierno. La ligereza con que se permite que un personaje que la va de dirigente agrario diga en cámara que "la rajó a puteadas" a la Presidenta, sin que nadie reclame respeto a la investidura ni lo critique a posteriori. La cobertura de la televisión, que privilegia el melodrama y los conceptos facilistas al análisis y la información. Acabo de oír al presentador de un importante canal de noticias de Buenos Aires equiparando el corte de las calles que produjo el acto oficialista de ayer con el corte de las rutas. Como si perturbar el tránsito por tres horas y cortar las rutas del país durante veintiún días fuese la misma cosa. Espero que hoy no le achaquen el desabastecimiento a que hubo camiones que no pudieron pasar por la Plaza de Mayo.

Me siento asqueado. Por la sinrazón, por la facilidad con que tanta gente se deja manipular, por el resentimiento social, la compulsión de tantos a preferir que el barco se hunda antes que ‘los negros' se crean que son gente como uno.

No sé por qué me vino a la mente la clásica frase de John William Cooke, que hace tantos años definió al peronismo como "el hecho maldito del país burgués". Me tomaría el atrevimiento de parafrasearla para expresar otra idea. A veces creo que el hecho maldito de este país no es el peronismo, sino la clase media argentina -especialmente la de Buenos Aires.

Mañana la sigo. Porque esto sigue.

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2 de abril de 2008
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Un viaje de Semana Santa

Entre las múltiples propuestas viajeras que se ofrecen por Semana Santa, tan exóticas muchas que parecen agotar toda posibilidad de la imaginación, hay una que nunca se plantea pese a ser la más prodigiosa y económica. Es un viaje que dura tres días –rememoración de otro viaje que también duró tres días- con la particularidad de que no hace falta salir de casa ni sufrir las aglomeraciones tan inevitables en ese período. Se lo cuento porque un año yo realicé este viaje del que volví muy satisfecho, lo cual quizá anime a alguno.
Se trata de imitar a Dante, de la única forma en que es posible imitarlo: leyéndolo. Dante contó a un confidente que la entera travesía de la Divina Comedia duró tres días, del Viernes Santo al Domingo de Resurrección del año 1300. Al confesar esto el poeta, naturalmente, quería dejar claro que su modelo era otro viajero, Cristo, que tras morir en la cruz el viernes recorrió el ultramundo antes de resucitar el domingo. Deducimos, por tanto, que si bien, al decir de los estudiosos, la composición de la obra se extendería de 1304 a 1321, fecha en la que se produce el fallecimiento de Dante, éste invitaba a creer que el auténtico viaje había durado únicamente tres días, una visión recuperada luego en los versos de la Comedia.
Cierta o no la confidencia a mí me parece sugerente seguirle el juego a Dante y buscar tras el texto la visión de aquella Semana Santa de 1300. Lo mejor, en consecuencia, es leer la Divina Comedia durante tres días seguidos, a poder ser Viernes Santo, Sábado Santo y Domingo de Resurrección: Inferno, Purgatorio y Paradiso, un mundo cada día. Y al leer, además, no quedarse únicamente con la letra sino, de acuerdo con aquel juego, tratar de establecer la orilla visionaria de los versos, que lógicamente aparecerá distinta a cada lector. No es necesario en absoluto ser creyente o erudito; basta con tener un cierto espíritu viajero. Tengo la impresión de que el verdadero viajero, incluso desde la inmovilidad, es capaz de ver donde los otros, sometidos al vértigo y al ajetreo, no ven.
Como quiera que sea al empezar a leer la Divina Comedia pronto llegamos muy lejos. Que el protagonista y el cronista coincidan en la misma persona facilita las cosas pues da verosimilitud a nuestra posición. Si logramos sortear los escollos de las interpretaciones alegóricas nos sentimos muy cerca de Dante al principio de la aventura. No hay que leer por tanto ninguna nota a pie de página, al menos en este tipo de desafío. La “selva oscura” es, en efecto, una selva y las temibles fieras que acechan al protagonista, fieras de verdad. En el juego sobran las alegorías: Virgilio es un maestro admirado en el que se puede confiar y Beatriz, una mujer deseable.
Ninguna guía de viaje tiene la sabiduría y el encanto de la que se va desplegando ante nuestros ojos en el Inferno. Pintores y grabadores han intentado captarla, siempre, insuficientemente, por más que se llamen Botticelli o Gustavo Doré. La visión que el viajero puede extraer del subsuelo del poema tiene mayor riqueza. Al seguir a Dante y Virgilio en su descenso al infierno nos transformamos en espeleólogos que nos dirigimos a un tenebroso centro de la Tierra. La geografía es maravillosamente concreta: los ríos Aqueronte y Flegetonte, la laguna Estigia, el Pozo de los Gigantes, la ciudad de Dite. Y al descender vamos atravesando los sucesivos círculos del infierno hasta llegar al noveno, sede de Lucifer.
No obstante, si bien nos fijamos, es decir, prescindiendo de la mirada teológica o del arrebato metafísico, los círculos del infierno son muy poco dantescos. Con el talante del viajero no son comprensibles las terroríficas lecturas de la Divina Comedia que nuestra cultura ha asumido desde el Romanticismo. Es verdad que la inigualable imaginación de Dante se pone al servicio de la disección de la oscuridad, y también es cierto que el poeta florentino carga con sus propias fobias y opiniones los hombros de los condenados. Pero creo que ningún lector, ni del presente ni del pasado, puede sentir terror alguno ante las descripciones de Dante. Demasiado bellas, demasiado irónicas.

Dante, aunque pueda ser brutal en sus condenas, no es un moralista. En los otros mundos los hombres se comportan como en este. Los avariciosos siguen siendo avariciosos; los aduladores continúan aduladores; los dignos, como el altivo Farinata degli Uberti, no pierden su dignidad. Esto nos ayuda a los otros viajeros pues también nosotros, en nuestras vidas, habitamos junto a avariciosos, a aduladores, a gentes dignas, y a contrastarlos con nuestros deseos no nos cuesta comprender las suertes reservadas por Dante para ellos.

En la lectura del Sábado Santo los efectos de la visión son distintos. Recordamos el Inferno como pictórico, plástico, con colores sombríos que pesan en la retina del lector. Dante y Virgilio atraviesan el submundo con prisas, como si también ellos temieran quedar aplastados por la pesadez ambiental. Como contraste el Purgatorio es notablemente más ligero. El espeleólogo es sustituido por el escalador. A medida en que ascendemos por la montaña en la que purgan los semicondenados Dante y Virgilio aminoran su marcha. El poeta se siente más apaciguado, tal vez percibiendo que aquel es el territorio, suma de dolor y de esperanza, que como ser humano le corresponde. El viajero actual que sigue el mismo itinerario siente algo semejante.
El purgatorio es más musical que pictórico. En repetidas ocasiones se escuchan cantos, algunos melancólicos, algunos alegres. A menudo se celebre la amistad. Dante conoce allí, por fin, a sus queridos Guido-Guinizelli y Arnaut Daniel, quien habla en occitano. También es el lugar que le sirve para especificar en que consiste el dolce stil nuovo. La música parece apropiada para este mundo intermedio. Particularmente emotivo es el momento en que el poeta se topa con su amigo el músico florentino Casella. El ambiente es tan relajado que éste acaba cantando una canción compuesta por Dante.
En la lectura del tercer día, Domingo de Resurrección, la música continúa pero deslizándose hacia la danza y, finalmente, hacia la luz. El Paradiso tiene fama de ser excesivamente especulativo y abstracto, y yo mismo lo recordaba así de una lectura remota. Sin embargo en aquel viaje de Semana Santa cambié de opinión. Me tranquilizó que también en el cielo, al igual que en los otros dos reinos, los seres humanos se comportaran como en la Tierra. En consecuencia Dante charla tranquilamente con su tatarabuelo Cacciaguida o su amiga Picarda. También habla con reyes y papas, y hasta con Adán, con quien discute temas estilísticos. El Paradiso es un ágora celestial.
Y una danza de amor, aunque sea de ese extraño amor que Dante sintió por Beatriz y que culmina con la más excepcional coreografía concebida, la construida al relatar la Rosa de los Bienaventurados ¿Hay alguna opción a esta altura entre los distintos viajes de Semana Santa?
 
El País, 20/03/2008

 

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2 de abril de 2008
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Lo que va en un nombre: Macedonia

"El temor a un nombre aumenta el temor a la cosa", decía un personaje de Harry Potter. En este caso se trata de Macedonia. La última cumbre de la OTAN para el presidente George W. Bush que se inicia hoy en Bucarest, puede tropezar sobre varias piedras. Una de ellas es ese nombre. Y no hay que remontarse a Alejandro el Grande, sino que la cuestión es relativamente reciente. Los griegos llevan esperando 13 años, desde la disolución de la antigua Yugoslavia, a que la llamada "Antigua República Yugoslavia de Macedonia" (ARYM, o más conocida como FYROM en sus siglas en inglés) busque un nombre que, aún recogiendo la palabra "Macedonia" -pues una parte, la más pequeña, de la Macedonia histórica está allí mientras la más importante es una región de Grecia- indique que no hay reivindicación alguna por parte de Skopje (la capital de la FYROM) sobre el sur.

El International Herald Tribune recogía ayer en sus páginas de Opinión un interesante debate sobre la cuestión. Dora Bakoyannis, ministro de Asuntos Exteriores de Grecia, explicaba cómo en 1944, en un intento de seguir el avance del comunismo hacia Grecia en plena guerra civil helénica, el mariscal Tito de Yugoslavia cambió el nombre de esa provincia sureña de Vardar Banovina por el de República Social de Macedonia y lanzó desde allí ataques contra Grecia, conflicto que forzó que decenas de miles de macedonios téncios tuvieran que huir de sus casas y refugiarse en Grecia, como recuerda Edward Joseph del International Crisis Group.. Es decir, que tras un nombre, hay también mucha historia y rencor. Y mucho en juego. La versión contraria la ofrece Misha Glenny (autor de un libro recomendable, McMafia: Crímenes sin fronteras de inminente publicación en España).

Tras la disolución de Yugoslavia, en 1995, en un gesto constructivo, Grecia aceptó temporalmente que aquella República adoptara el nombre de FYROM prometiendo a Naciones Unidas que lo cambiaría. Hasta ahora no lo ha hecho. Se ha negado en redondo pese a que Grecia sí ha aceptado algunas propuestas del mediador de la ONU, como Alta Macedonia o Macedonia del Norte, pero no otras formas como República de Macedonia (Skopje) o Macedonia-Skopje. Grecia, que tiene un gobierno con una mayoría exigua, ha amenazado con vetar la invitación a la FYROM a entrar en la OTAN, junto con Croacia y Albania, lo que debía ser una de las guindas de esta cumbre para Bush.

Imaginemos lo inimaginable: que Francia se partiera. Y el País Vasco francés, incluso con una zona más amplia que integrase otros territorios del Suroeste francés decidiera adoptar, como Estado independiente, el nombre de País Vasco o Euskadi, a secas. ¿Lo permitiría España o los vascos de este lado de la frontera? Lo mismo se podría decir de la Cataluña norte. La comparación se para ahí, pero vale. Los griegos temen que si la FYROM pasase a llamarse República de Macedonia a secas, alimentase así la desestabilización de la zona. Para no importar un nuevo problema a la Alianza, es necesario que ambos cedan, y lo que ofrece a la ONU no es mala solución. Para empezar para la propia estabilidad interna de Macedonia -con su gobierno al borde del abismo y una sociedad de la que no se ha alejado el espectro de una guerra civil- y sus dos millones de habitantes, otro microestado en Europa que impide la estabilización de los Balcanes, una crisis que , por lo que se ve, no está cerrada.

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2 de abril de 2008
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Así empezó todo

"Los peores sueños que en ocasiones me atormentaron son aquellos en que oigo la carcajada rompiendo, atronadora, contra el acantilado, o cuando me incorporo alarmado en la cama creyendo oír la voz chillona del loro, del ‘Capitán Flint', repitiendo desaforadamente su eterno estribillo:

-¡Piezas de a ocho! ¡Piezas de a ocho! ¡Piezas de a ocho!"

Así empezó todo, al menos para mí así, con la lectura de esa novela, con la magia y la aventura de haber llegado a ese final, así empezó esa adicción que ya dura tantos años. Ser lector.

/upload/fotos/blogs_entradas/cuentos_de_navidad._clasicos_juveniles_med.jpgHoy, como la magdalena para Proust, al abrir un paquete de los libros que las editoriales me envían, he vuelto a ser el adolescente que soñó ser tantos otros. Me han enviado los primeros- tebeos y tintines aparte- libros a los que me recuerdo enganchado en años que todavía eran muy en blanco y negro. Con sus portadas y con las caras, como un reparto de cine, de sus personajes en los lomos empezó a entrar el color. Hablo de la colección "Clásicos juveniles" de la editorial Bruguera. Todos unos clásicos de nuestros inicios lectores. Una selección de algunas de las obras maestras de la literatura. No diré juveniles, y tampoco debería decir obras maestras. Algunas sin duda lo eran, lo son, lo serán siempre. Otras, como, "Sissi" se habían colado entre las de Melville, Verne, Twain o Defoe. Eran adaptaciones de las novelas que al cabo de algunos años leímos de distinta manera. Nunca con aquella pasión. Nunca con aquella sorpresa. Y ya sin ilustraciones. Aquellas inolvidables ilustraciones en blanco y negro que eran un señuelo y un alivio para iniciarnos como lectores.

Hoy, al recibir los libros, me han devuelto a ese paraíso, ya rebajado y convulso, que fue la adolescencia. Un buen regalo para Lucas, que tiene siete años y podrá soñar en otros héroes que no sean el Kun Agüero o Messi.

He comenzado con el final de la historia que me hizo lector. La que decidió que quería ser Jim Hawkins. Que algún día conocería una isla como aquella, que alguna vez, en alguna navegación, me encontraría a John Silver. Y que bebería de un gran frasco de ron y que escucharía la salmodia del "Capitán Flint", ese loro, repitiendo: ¡Piezas de a ocho!...

La historia que imaginó Stevenson siempre nos acompañará. Y seguirá acompañando a los adolescentes de ahora. Espero que Harry Potter deje sitio para estos clásicos de todos los tiempos.

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1 de abril de 2008
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Memoria de Isabel

Mentiría si dijera que éramos muy amigos, pero me quedaría corto si omitiera la mutua simpatía que en más de una ocasión nos llevó a chocar copas, entre risas. Corría el 2003 cuando la conocí, durante una de esas mañanas deslumbrantes en que todo es inédito y parece que el mundo acaba de inventarse. Tenía apenas unas horas en Madrid, seguía pensando y apenas creyendo que un par de meses antes aún me preguntaba cómo hacer para publicar mi novela, y de pronto me veía con el libro en las manos, sentado frente a Isabel Polanco.

     Estaba en todas partes, nada se le escapaba. La recuerdo borrosa de aquel primer día en el que no logré hacer foco en nada porque todos los rostros eran nuevos y cada nueva escena tenía la textura de un sueño sin orillas. Pero al día siguiente ahí estaría, y por la noche igual. Era una de mis cómplices, cómo dudarlo. Tiempo después, ya en México, la encontré en un cocktail y fue como si nos hubiéramos saludado la noche anterior. No se daba importancia, tenía demasiadas ideas entre manos y energía de sobra para echarlas a andar.

     Desde que vi su foto en el periódico no he logrado sacármela de la cabeza, ni tampoco asumir que ya no está. Uno tiende a creer que las mujeres como Isabel van a estar ahí siempre, cuenta con ellas como con el mañana. Releo la noticia del sepelio y me niego a creer que el redactor se refiere a Isabel. Miro otra vez su foto y menos me lo creo. Voy cerrando la boca, los ojos, el periódico. Busco una flor, encuentro un tulipán. En el nombre de aquella complicidad, pido asilo en la tierra del silencio.

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1 de abril de 2008
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Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1)

/upload/fotos/blogs_entradas/dr.jekyllymr.hyde1_med.jpgLlevo varios días acordándome de esta novelita de Robert Louis Stevenson, que cada vez me parece más grande, una obra maestra que hace que me acuerde de que tengo miedo. Un miedo inconcreto a la enfermedad, a la  vejez, a la locura, a que un accidente me desfigure, en definitiva a dejar de ser como soy en este momento. Que no es ni más ni menos que lo que le sucede a Jekyll cuando se vuelve Hyde por voluntad propia. También es lo que le pasa a Lucio (el protagonista de El asno de Oro, de Apuleyo) cuando se trasforma en asno al untarse un ungüento mágico. Y a Gregor Samsa (La Metamorfosis, de Kafka), que, sin necesidad de untarse ni tomar nada, empieza a notar una mañana al despertarse que su cuerpo ahora es el de un insecto gigante y que podría considerarse la versión contemporánea y bellamente deprimente de las Metamorfosis, de Ovidio, donde el que una persona se convierta en árbol parece natural.

Vistos en conjunto, estos relatos hacen realidad el peor de nuestros sueños y temores: que el continuo cambio a que estamos sometidos desde que nacemos hasta que morimos sea tan repentino y violento que nos arranque de nosotros mismos, que nos meta en otro cuerpo, en otra apariencia.

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1 de abril de 2008
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