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…A las manos decididamente sucias

Hace unas semanas me refería al hecho escandaloso de que un político español fuera, en un debate electoral, tachado reiteradamente de mentiroso por su adversario, casi sin inmutarse, sin decir que hasta aquí habíamos llegado, y desde luego sin exigir explicaciones. En mi texto de ayer me quejaba de que un ex-dirigente de un partido que, en Italia, había un tiempo encarnado un ideario de emancipación compartido por Cesare Pavese o Luchino Visconti, recurriera a una mentira, (el pretendido liderazgo de Roma en materia de seguridad antes de la llegada masiva de cierto colectivo de inmigrantes) para apuntarse al carro de la espontánea indignación popular contra una inseguridad sistemáticamente imputada a los extranjeros.

Su oportunista cruzada no ha servido de nada al señor Veltroni, entre otras cosas porque sus todavía compatriotas de la Liga Norte le han tomado la delantera, lanzando el más despiadado ataque explícitamente xenófobo al que se haya asistido en la Europa comunitaria desde su fundación.

Lejos está desde luego el señor Veltroni de los años en que defendía ese fantasma que entonces recorría el mundo, fantasma que se reveló efectivamente ser eso, un mero fantasma, una ilusión con connotaciones trágicas, pero que no dejaba de encerrar ese ideario de fraternidad, sólo alcanzable mediante efectivas libertad e igualdad, que en un texto anterior evocaba.

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8 de mayo de 2008
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Un gran premio para Etiqueta Negra

No es una exageración decir que los National Magazine Awards son los premios más importantes que existen en el mundo de las revistas. Estos premios, establecidos por la ASME (American Society of Magazine Editors) y con el coauspicio de la universidad de Columbia, tienen una limitación: sólo son para revistas publicadas en inglés en los Estados Unidos. Entre los ganadores de este año: GQ, The New Yorker, National Geographic y... Etiqueta Negra. ¿Cómo hace una revista latinoamericana para ganar este premio? Hace más de un año, la prestigiosa VQR (Virginia Quarterly Review) le encargó al escritor Daniel Alarcón coeditar, junto a Ted Genoways (editor principal de VQR), todo un número dedicado a América del Sur. Daniel, uno de los editores asociados de Etiqueta Negra, pensó que sería interesante que VQR coordinara este número junto a la revista peruana. El número sería publicado por VQR en el otoño del 2007; algunos artículos los publicaría Etiqueta Negra. Ese número, "South America in the 21st Century", acaba de ganar el premio a "revista dedicada a un solo tema" (single-topic issue). Los jueces han dicho: "En su provocativo y conmovedor número dedicado a Sud América, VQR presenta un retrato multiforme de un continente que cambia. Creado por algunos de los artistas visuales y escritores más arriesgados de Sud América, esta reveladora colección de ficción y no ficción es a la vez completa y sorpresiva, y va desde el fútbol en la calle y la violencia política hasta un comic con un viaje a la Antártica y la nueva especie de Madonnas del siglo XXI".

Entre los colaboradores de este número se encuentran Julio Villanueva Chang, Gabriela Wiener, Toño Angulo Daneri, Santiago Roncagliolo, Juan Pablo Meneses, Sergio Vilela, Liniers, Daniel Alarcón, Roberto Bolaño y quien esto escribe.

El premio es oficialmente para VQR, pero Etiqueta Negra lo festeja con todos los merecimientos como suyo.

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8 de mayo de 2008
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Conversar a mi manera

La charla entre Juan Cruz y Manuel Vicent en la Feria del Libro fue -más literalmente que nunca- deliciosa. La excusa era que presentasen sus nuevos libros: Ojalá octubre en el caso de Juan Cruz, Comer y beber a mi manera en el caso de Vicent. Lo cierto es que la conversación cobró vida propia y fue por donde quiso, cuanto más caprichoso el derrotero, mejor.

Tanto Vicent como el responsable de Alfaguara Argentina, Augusto Di Marco, bromearon con la hiperkinesia de Juan Cruz, que suele traducirse en una extraña sensación de ubicuidad: el hombre tiene una energía tan grande, que parece estar en muchas partes a la vez. Además de lo que le debemos como escritor, creo que Juan Cruz merecería un monumento a uno de los más grandes ‘facilitadores' de nuestra cultura. Infatigable, no cesa de producir conexiones entre gente que de otra forma habría tardado años en juntarse, o quizás no lo hubiese hecho nunca por las suyas. Yo le debo el hecho de haber conocido a Rafael Azcona, cosa que hoy, a tan poco tiempo de su muerte, valoro más que nunca. Siempre cuento esta anécdota que el patriarca de los guionistas en español me contó aquella vez, en una de las mesas al aire libre -cuándo no- del Café Gijón. Azcona contaba que al principio sus guiones incluían precisiones sobre los personajes: la protagonista femenina, por ejemplo, podía ser morena, alta y dueña de pestañas como abanicos. Pero con el tiempo, confesó, se limitó a ponerle nombre al personaje y señalar no más que su sexo. ‘Total", dijo Azcona, ‘¿para qué decir que la heroína era de esta manera o de la otra, cuando de todos modos iba a terminar siendo interpretada por la amante del productor?'

Vicent fue un show aparte. Habló de su opción por la cocina de antaño, aquella que redimía la escasez por la vía de la imaginación (esto es, lograrlo todo con casi nada), en oposición a la ‘cocina de autor' actual, que más bien tiende a tomarlo todo convirtiéndolo en casi nada. Mencionó las características místicas de ese acto en apariencia tan simple que es comer, una de las pocas formas en que los seres humanos todavía comulgamos con (todo aquello que sale de) la tierra. Contó una anécdota hilarante sobre la oportunidad en que, en plena Guerra Civil, una esquirla de obús acabó con el puchero de su abuela. (‘En medio de una familia de devotos al régimen, mi abuela era la única opositora -pero no por cuestiones políticas: tan sólo porque le habían jodido el potaje'.) Y me dejó pensando con su descripción de los tres cerebros que se superponen en el humano. Según Vicent, el cerebro más viejo es el reptil, aquel donde se concentran nuestros deseos más atávicos: por ejemplo el sexo, o la territorialidad. Me iluminó sinceramente cuando dijo -no grabé la ocasión, lo reproduzco con la mayor fidelidad que puedo- que ‘cada vez que somos patriotas, lo somos en tanto serpientes'. Y me conmovió con su defensa del segundo cerebro, el límbico, aquel que concentra lo emocional -empezando por la memoria del tarro de mermelada de la abuela.

A veces olvido este arte que muchos españoles practican tan bien, aunque brille menos que su comida, su literatura o su música. ¡Qué maravillosos conversadores son! Y entre ellos, de manera destacadísima, Manuel Vicent y Juan Cruz.

Si en algún lado me quedará grabada la charla del martes, será sin dudas en mi cerebro límbico.

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8 de mayo de 2008
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Con o sin el diablo

Hace un par de semanas asistí a un concierto inusual. Fue en el pequeño auditorio de Santa Coloma de Gramanet, una población del cinturón barcelonés. En el transcurso del concierto la violinista ucraniana Ala Voronkova interpretó, seguidos, los veinticuatro caprichos de Niccolò Paganini, algo completamente excepcional dada la extrema dificultad de muchos de ellos. Fueron dos horas de música difícil y magnética en las que Voronkova, plantada en el centro de un escenario de madera desnudo y sin ornamentación alguna, hacía luchar el arco con las cuerdas en una equilibrada combinación de virtuosismo y furia. Aparte de la habilidad técnica el esfuerzo físico de la interpretación era tan grande que los espectadores permanecíamos en vilo, temerosos de que algo interrumpiera aquel derroche sonoro.
Entre capricho y capricho era imposible no pensar en la enorme cantidad de horas de aprendizaje y ensayo ocultas bajo aquella interpretación que tras la forma apasionada de la escuela rusa, en la que se ha educado Voronkova, dejaba adivinar un milimétrico rigor. Si la música que llega a los oyentes es siempre la pulcra y brillante cabeza del iceberg que destaca sobre la enorme montaña sumergida de los ensayos y repeticiones que los intérpretes han debido realizar para que acabe brillando aquella luz, en el caso de los caprichos de Paganini el amontonamiento de horas necesario para llegar al concierto al que estábamos asistiendo debió de ser descomunal.
Voronkova se había enfrentado a los sonidos limítrofes de una música casi imposible. Paganini mismo, a pesar de su proverbial desmesura, no parece que interpretara nunca los veinticuatro caprichos en un único concierto y es bien conocido el terror de los violinistas de su época ante las envenedadas partituras del maestro de Génova. En algunos de los caprichos la andadura hacia las fronteras musicales por parte de Paganini es tan decididamente temeraria que queda en entredicho su propia capacidad para conseguir que aquello sea música.
Y en efecto, en manos de Ala Voronkova, y a través de su violín, la música de Paganini parecía expandirse por el pequeño auditorio como una música que luchara contra sí misma, un juego de mil disonancias en busca de una secreta armonía. En muchos momentos los caprichos se erigían en una premonición del estilo futuro, anunciando las salvajes alegrías y los tormentos de la música del siglo XX. Había algo simultáneamente diabólico y angelical en aquella persecución del gozo en medio del caos.
Recordé el delicioso relato Noches florentinas de Heinrich Heine en el que se alude a la leyenda que rodeaba a Niccolò Paganini y se recrea uno de sus conciertos en la ciudad de Hamburgo. Heine, buen conocedor del ambiente musical de su tiempo, encuadra su narración en los días de la muerte inesperada del joven Bellini y de la muerte falsa del viejo Paganini, un sonado error periodístico que fue la comidilla de la época. La anécdota le sirve para introducir al lector en el supuesto pacto de Paganini con el diablo para llegar a componer una música imposible. (Un siglo después Thomas Mann haría uso de retazos de esta leyenda para describir un pacto semejante aunque de consecuencias más dolorosas en su novela Doctor Faustus).
El gran talento narrativo de Heine hace que se desplieguen con precisión las siluetas que conforman el demonismo de Paganini. De entrada ninguno de los mejores pintores ha logrado plasmar el rostro del músico. O lo embellecen demasiado o por el contrario lo afean en exceso. La personalidad de Paganini se escabulle ante la mirada de sus contemporáneos. Hay, sin embargo, una excepción, la del oscuro pintor John Meter Lyser, quien con escasos trazos de lápiz supo representar tan bien al violinista que, según Heine, la gente que veía la obra no sabía si reírse o aterrorizarse ante la fidelidad del dibujo.
La particularidad de este retrato tan fiel es que ha sido llevado a cabo por un pintor que jamás pudo escuchar la música de Paganini pues era sordo. La sordera de Lyser, amigo personal de Heine, le sirve a éste para trasladar al lector la idea de que la música imaginada por el compositor estaba más allá de los sonidos emitidos por el violín: un pintor sordo lo había captado con más hondura que los otros pintores. Lyser, por su parte, está seguro de que es el mismo diablo quien ha guiado su mano.
Heine enlaza esta declaración con la fantasmagórica historia que se contaba en Italia acerca del criado que acompañaba siempre a Paganini, una especie de Mefistófeles que se había convertido en la sombra del compositor fáustico. Quedaba claro así que Paganini había vendido el alma y que el diablo le hacía compañía para que no se le escapara. Con su ironía habitual Heine se ríe de la leyenda del sospechoso criado, un tipo vulgar y adulador que bailotea alrededor de la delgada e imponente figura de Paganini, quien para confirmar su fama siempre va vestido con una lúgubre levita. Aunque en apariencia el criado o secretario se llama Georg Harrys, un escritor de comedias, en la realidad es el diablo quien ha ocupado el cuerpo del pobre Harrys dejando su alma, junto con otros trastos, en un arcón de Hannover.
El resto de la primera noche florentina de Heine es una sensacional recreación de un concierto de Paganini en Hamburgo. En ella queda claro que para el escritor alemán – quien al parecer asistió a varios conciertos del violinista –el demonismo de Paganini no es otra cosa que la exploración apasionada de los límites de la música. A lo largo de su descripción los sonidos arrancados al violín tanto hacen descender al espectador a abismos infernales, transformados ellos mismos en ángeles caídos, cuanto lo elevan a esferas celestiales, partícipes de una gracia imperecedera. En su enfrentamiento con los sonidos Paganini no toca el violín, como se suele afirmar, sino que batalla con él, lo arremete y se deja agredir. En el instante culminante del concierto da la impresión de que se rompe una de las cuerdas debido al continuo pizzicato. Pero nadie puede afirmarlo a ciencia cierta pues, tras la supuesta ruptura, Paganini continúa su interpretación, aun más vibrante y vigorosa de lo que había sido hasta entonces.
Creo que en su relato Heinrich Heine resume inmejorablemente la alegría y la ansiedad de la búsqueda de armonía en medio del torbellino. Quizá esto pueda resultar hoy día incomprensible para una época con cierta tendencia a la perversión pragmática y en la que la acumulación tecnológica amenaza con oscurecer los esplendores del misterio.
Pero si realmente resulta incomprensible –o como los espíritus acomodaticios repiten “demasiado utópico”- tanto más es de agradecer que alguien siga recogiendo el único reto que realmente vale la pena. Me hubiera gustado que Heine hubiera asistido al concierto de Ala Voronkova en el pequeño auditorio de Santa Coloma. Con diablo o sin diablo.
 
El País, 24/02/2008
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8 de mayo de 2008
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III. Democracia burguesa, versus democracia proletaria

Cuando antes del plebiscito de Venezuela le preguntaron a Lula qué pensaba de la reelección indefinida propuesta por Chávez, respondió: "yo sólo puedo hablar por Brasil y pienso que Brasil no puede jugar con una cosa llamada democracia. Nosotros nos demoramos mucho y mucha gente sufrió para consolidarla". La misma respuesta podría haber dado ante los intentos del presidente Uribe de Colombia, de reelegirse por tercera vez. Y es aquí, en la voluntad, o en las ganas de quedarse, donde la frontera entre izquierda y derecha se borra.

Una vez en Managua, con motivo del Primer Congreso del Frente Sandinista en 1991, escuché a Lula decir en un discurso que el gran error de la izquierda había sido crear una diferencia artificial entre democracia burguesa y democracia proletaria, cuando, en verdad, sólo había una clase de democracia. La izquierda había adquirido así el mal prestigio de presentarse como enemiga de la democracia que significa votar, y escoger gobernantes.

Es algo que nunca olvidé. Quienes piensan que la democracia que permite la alternabilidad en el poder corresponde a un sistema caduco, piensan aún en la democracia burguesa. Y piensan que desde el poder, usando los mismos mecanismos de la democracia burguesa, se puede construir una democracia proletaria, o algo parecido.

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8 de mayo de 2008
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Aterriza el Zsa Zsa Zsu

Tardé años -hoy sé que los tiré a la basura- en descubrir que Sarah Jessica Parker es el más alto oráculo de la falosofía contemporánea. Ayer mismo caí en un par de capítulos consecutivos de su Sex And The City, y he aquí que estoy de vuelta con un Mr. Concept. Una de esas ideas tan familiares, y de paso tan íntimas, que hasta parece obsceno tratar de nombrarlas. A menos que se tenga un sustantivo estrella, como es el caso del que aquí nos ocupa. Una de esas palabras que es preciso robarse, no bien se pregunta uno cómo logró vivir tantos años sin ella.

     Según quien por lo visto lo acuñó, el ahora anglicismo designa esa sensación ancha y obsesiva que toma posesión de los incautos a través del deseo compulsivo y convulsivo de abrazar y tener a una cierta persona. Tenerla en la cabeza, en las manos, en la cena, en el cine, en la calle, en las piernas, en la tarde, en la niebla, en los dados, en los sueños, en el altar secreto, en la cueva recóndita, en el trono del cráneo, en el centro preciso del campo visual. Un magnetismo ciego que electriza la atmósfera en su presencia y la devasta apenas se nos va. Una paz imposible del alma al estómago, más el temor -tan sexy, de repente- a ya no ser por dentro sino estómago. Un insomnio orgulloso de sí mismo, una canción sonando día y noche, un vuelco de las vísceras cada vez que el teléfono hace ring. Un impulso sutilmente homicida si quien llama se equivocó de número. Ladies & Gentlemen, el Zsa Zsa Zsu.

     El término tiene algo de seppuku, ninjitsu y tsunami. Se anuncia impredecible, pernicioso, alevoso, fatal, pero asimismo lúbrico, querendón, y para colmo espiritualmente correcto, pues se sabe que durante su transcurso totalitario el Zsa Zsa Zsu se precia de ser rico en coartadas y generoso en licencias. Y uno, que le recibe con beatitud a prueba de razones, sabe que en adelante no hará sino seguir el santo curso de su monomanía, pues ya vio que no sabe salir de ella sin tiritar un poco y palpitar un chingo. Esto es, incalculablemente. Pues lo primero que hace el Zsa Zsa Zsu es dar al traste con las propias nociones de distancia, frecuencia y consecuencia. Deja uno de medir sus pensamientos y actos, o si acaso los mide con la vara intangible del idilio.

     Una parte del niño cae cadáver cuando el adolescente prueba el Zsa Zsa Zsu, igual que cierta parte del viejo resucita si el destino se atreve a traerle de vuelta el telele. Ahora bien, tiene uno que ser un añejo malquerido para seguir usando sucedáneos tan pálidos como telele cuando se cuenta con el Zsa Zsa Zsu -hay un lujo en el acto de pronunciarlo, provocando zumbidos entre dientes y lengua-, que ya en su música tiene algo de conjuro. Según se infiere en las agudas narraciones de nuestra Phallosophy Doctor, no existe pegamento más poderoso entre dos seres vivos que esa urgencia sin nombre que para tener nombre necesita de una palabra mágica. O mejor, tres en una, por si no estaba clara su procedencia.

     Uno escribe también para esperar con dignidad de brujo a que una vez más venga el Zsa Zsa Zsu y le caiga del Cielo, como es su costumbre.

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7 de mayo de 2008
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Aguafuerte porteño

La ciudad es capaz de soportar toda clase de vidas,  miradas, sueños y pesadillas. Me despierto y en la plaza- con su bandera azul y blanca en el centro- pasean con sus cuidadores perros de todas las razas. Perros que llevan una buena vida. Pasean por lugares hermosos, les dejan que se relacionen con otros como ellos, comen cuando quieren y vuelven al acogedor hogar de clase burguesa en un país que soporta las crisis sin dejar de consumir.

Al mediodía los perros han dejado su lugar a tranquilos ancianos que ocupan los bancos. Charlan, miran, leen algún periódico y ven pasar el tiempo. El decorado cambia por la tarde. Se mezclan ejecutivos, parados, mirones, gente de paso que detiene un momento su recorrido ciudadano. Y al caer la tarde la plaza se disfraza de negro. Por todas las esquinas desembarcan jóvenes vestidos de negro. Se hacen grupos, se besan, ríen, beben de litronas y se sienten unidos por su estilo de estar en el mundo. Son los góticos. Disfraces caseros de una película dónde se imaginan que en los castillos de Transilvania todavía existen los vampiros. Curiosa tribu que tiene sucursales en todo el mundo y que aquí, en un lugar del centro de Buenos Aires, ven llegar la noche en compañía de sus colegas.

La noche también tiene sus habitantes en la plaza. Silenciosos los sin techo se hacen con los lugares más cómodos de la plaza. Toman los bancos. Y los bajos de los bancos. Se acercan a la estatua del prócer y la rodean con sus cartones. Y los últimos se conforman con el dudoso amparo de algún árbol.

Al llegar el día, los habitantes sin techo, los pobres de ésta ciudad que fue tan rica, se reparten por las esquinas de una ciudad que para ellos nunca tuvo una fundación mítica. De una ciudad que vive, escribe, lee, negocia, compra y vende sin que ellos formen parte del reparto principal. Ellos, tienen que dejar la plaza porque los perros de los señores están a punto de llegar. Todavía hay clases.

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7 de mayo de 2008
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De la imposibilidad de cocinar con guantes blancos…

¿Qué ha sido de nosotros, cabe preguntarse para que lo que ayer describía respecto a Italia ocurra? Y digo de nosotros porque, en la competencia por dirigir el tiro a víctima más débil, el ex-comunista alcalde de Roma, se despachó el pasado invierno (aprovechando, eso sí, un traumático crimen) con un anatema sobre el conjunto de la comunidad de rumanos, llegando a afirmar (cito de memoria) que "antes de la llegada de estos emigrantes, Roma era la ciudad más segura de Europa", lo cual es simplemente falso; falsedad, de la cual el señor Veltroni era perfectamente consciente, lo que la convierte en llana mentira.

Ciertamente el señor Veltroni objetaría que cuando hizo aquella declaración tenía responsabilidades que comprometían a un sector político que se halla en la izquierda real, la izquierda compatible con la relación social de fuerzas; que no mostrar beligerancia en el caso del evocado crimen, hubiera sido irresponsable, pues la derecha no dejaría de explotar la aparente permisividad, etcétera; objetaría, en suma, como cierto policía torturador de Balzac, la imposibilidad de cocinar con guantes blancos...

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7 de mayo de 2008
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Manolo

Como muchas otras personas, dediqué 45 minutos a la lectura de Sabor a chocolate, la cortísima novela de José Carlos Carmona. La editorial Punto de lectura ha cocinado (no hay otro verbo) un sitio para promover el libro. No es necesario. Es un relato excelente. Caminará por sí solo hacia los lectores. Y puedo anticipar un éxito real, sincero, de esta novela sobre todos entre los no-lectores de novela. Por fin, van a pensar, un libro que nos habla de la vida tal como es. El libro es atractivo por tres razones:

1. La desnudez: ¿Qué es lo que queda cuando se guarda meramente la columna vertebral de una historia? Cien capítulos, pero los más largos ni se extienden en dos páginas a pesar del gran tamaño de la tipografía. Sin embargo, no le falta nada a este libro.

2. El tono: el cuento se parece a otra novela, mucho más amplia, Ragtime del escritor norteamericano E.L. Doctorow. Habla de la misma manera sencilla, breve de hechos grandes o pequeños. Igualmente, aparece el incendio del Reichtag o el recalentamiento de un plato en la cocina. La voluntad de hacer un tejido continuo entre la vida emocional de unos personajes y la historia pública de su país produce una tremenda credibilidad. Consiste a veces en trucos muy sencillos: contar algo y añadir qué ocurre el día del estreno de una canción muy conocida es utilizar la técnica promovida por Stendhal, el uso de "los pequeños hechos reales".

3. La presencia de la Historia: esperamos de los novelistas una ayuda en el momento de entender nuestra época. Esta novela asume el reto al mostrar, sin decirlo de manera formal, cómo la atmósfera del momento (por ejemplo, la gran crisis de 1929) influye en los sentimientos y las posturas de las personas.

Un post pequeño en el sitio de The Guardian lo recuerda al plantearnos esta pregunta: ¿qué hicimos con el 11 de septiembre? Si pensamos en novelistas norteamericanos como Don DeLillo o Jonathan Safran Foer la respuesta es obvia: reciclaje de los acontecimientos en una literatura de gran control de la estructura. No veo algo similar en el mundo hispanohablante recientemente. En cierta forma, falta Manolo, Manuel Vázquez Montalbán.

Para mí, no era un gran escritor, no quedará mucho de su obra, pero en su voluntad productivista se dedicaba a contar, día a día, la crónica de lo que pasaba. Lastimar la ausencia de una gran novela en español que se apoya en el atentado de la estación de Atocha de Madrid es pedir mucho de las letras españolas. Pero tampoco hay lo que haría Vázquez Montalbán al contar hoy la historia de Carvalho: decirnos la vulgaridad obscena de la vida política española, el auge del dinero de la construcción, el ruido insoportable de ciertas tertulias radiofónicas. ¿Y en Francia? En Francia, es igual. El primer aniversario de la presidencia de Sarkozy, ayer, era una cosa sin literatura. Los escritores franceses ni utilizan el nuevo régimen como tela de fondo. Por eso, decidí dedicar el aniversario a consumir el chocolate de José Carlos Carmona. Me gustó. Me gustó, sí, pero es un chocolate amargo que recuerda a los límites de lo que encontramos en las novelas.

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7 de mayo de 2008
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La tertulia

Toda la vida se ha considerado de valor la presencia simultánea y múltiple de los puntos de vista pero hoy se ha llegado mediante el manido constructo de las tertulias radiofónicas a la situación de que la eventual aproximación de las versiones en liza podrían atorar y hasta asfixiar el sentido de la emisión. Y no se trata sólo de que quienes conforman el grupo no provengan de culturas distantes y formaciones dispares sino de que la dinámica del programa repetido fuerza a una desidia próxima a la dejación. Lo conveniente será siempre manifestarse una y otra vez mediante opiniones  diferenciadas pero se está corriendo el riesgo de que el tedio apelmace la disensión.

Para evitarlo, para impedir que los juicios sobrepuestos hagan inútil a uno u otro de los presentes, proliferan ahora los matices que sin ser importantes actúan como sucedáneos de la confrontación sustancia. De este modo, uno y otro de los contertulios se esfuerza en la detección del pormenor fútil, gracias al cual, se reproduce como un remedo las fisuras políticas.  Cada línea de desacuerdo, por fina que sea, dibuja los perfiles de una parcela que será el perfil legitimador del tertuliano contratado. La conversación puede de este modo prolongarse casi indefinidamente puesto que la coincidencia se evita deliberadamente, obstinadamente y en defensa del empleo. La atracción del espacio se hundiría bajo el peso del acuerdo global mientras se sostiene en inestable equilibrio con las disensiones. No es prudente tirar mucho desde un lado ni acentuar en exceso el punto de vista pero más capital resulta sumar descuidadamente las perspectivas y provocar con ello el apagón. La discusión permanece encendida en tanto hay roces, la tertulia permanece viva en tanto una opinión no se encastra en la otra y juntas abocan al incesto mortal. El ten con ten es la base de la vana persistencia. El ten con ten, mantiene la tensión que  discurre entre el incordio y la concordia, sin llegar a perder su circulación. Es tan capital el juego de la hemostasis dentro del grupo que, sin importar el asunto de que se trate, debe vigilarse este registro vital. En realidad, el asunto pasa, una y otra vez a un segundo lugar, puesto que el fin primordial de la función no será nunca la resolución o la cabal inteligencia del conflicto sino el somero cultivo del  aire conflictivo convertido en la amenidad de la emisión. 

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7 de mayo de 2008
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