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Tais

El mito de la hetaira Tais (al decir de Valle Inclán menos bella que su destino) ha pervivido hasta nuestros días a través de su presencia en la literatura. Si el poeta Menandro daba ya su nombre a una des sus piezas, el compositor francés Jules Massenet le dedicó uno de sus títulos operísticos más apreciados por los amantes de la mélodie française. Aprovechando la leyenda de que Tais habría acompañado a Alejandro en su conquista de Asia,  los libretistas, siguiendo el relato del escritor francés  Anatole France,  sitúan la acción directamente en Alejandría. Recuerdo una tan delicada como sensual  puesta en escena en el teatro Malibran, debida al director veneciano Pierre Luigi Pizzi. Pizzi enfatizaba la emoción y voluptuosidad que embargan a Tais por el mero hecho de sentirse deseada, así como su  certeza trágica de que esta su condición de pura hipóstasis para la erección del hombre sería algún día cosa del pasado (Dis-moi que je suis belle... implora al espejo en el aria más celebrada).

¿Enfermiza la sexualidad de esta meretriz? Más bien lucidamente trágica y desde luego reflejo de una radical valentía: la valentía de asumir que el deseo del hombre tiene matriz fundamental en el hecho mismo de enfrentarse a la mujer que, literalmente se expone. Tais asume  tal verdad como condición de posibilidad de la emergencia de su  propio deseo, y no intenta edulcorarla con imágenes de una imposible simetría.

En algún registro todo hombre y toda mujer saben que la mujer se postula como peldaño para que el deseo del hombre se desvele, y que sin esta postulación  sólo puede darse esa suerte de erección muerta que desgraciadamente  suele a veces marcar  los vínculos en el lecho matrimonial: erección válida para la procreación, pero sólo para una procreación literalmente sin amor, que supone  reducción de la sexualidad humana a función meramente animal, función en la que (en este caso indiscutiblemente ) tanto la mujer como el hombre alienan lo más precioso.  

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12 de junio de 2008
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Todos los Dylan (y ninguno)

No sé bien qué pienso sobre I'm Not There. (¿Dónde figura que uno debe tener ideas claras y definidas sobre todo? Si así fuese, la vida sería tanto menos interesante...) A la película de Todd Haynes hay que reconocerle el mérito de romper con las convenciones de las biopics sobre ídolos musicales, al estilo Ray y Johnny & June. Es verdad que la figura sobre la que gira lo pide a gritos: Bob Dylan es un personaje infinitamente más complejo que Ray Charles o Johnny Cash. En este sentido, que Haynes haya decidido fragmentar a ‘Dylan' en varias personalidades es un hallazgo que encuentra sustento en la biografía pura y dura.

Dylan ha sido, o cuanto menos puede haber sido, todos aquellos a los que Haynes da distintos rostros. El niño infatuado con el cantante folk Woody Guthrie (Marcus Carl Franklin). El trovador de protesta (Christian Bale). El actor que se cree su propio personaje (Heath Ledger). El poeta que se hace llamar Arthur Rimbaud (Ben Whishaw). El arlequín andrógino que no quiere convertirse en esclavo de su público (Cate Blanchett). El artista que decide someterse a las constricciones de una fe religiosa (otra vez Christian Bale). Y el renegado que huye de la civilización, tan sólo para ser alcanzado por su destino (Richard Gere). Para ser sinceros, Dylan es de los pocos artistas que justifica una mirada tan caleidoscópica. Sólo se me ocurre una figura parangonable, y ese es el Shakespeare de quien Borges decía que era a la vez ‘todos y ninguno'.

Lo que no sé es si la película puede ser apreciada y disfrutada por alguien que no sea un dylanófilo. Por supuesto, la música es magnífica y el film vale aunque más no sea por la actuación de Cate Blanchett, que guiada por Haynes da en la tecla del Dylan que giró por Londres en el inicio de su etapa eléctrica, aquella que le valió el mote de ‘Judas' de parte de los puristas del folk; ese Dylan era en efecto un arlequín, filoso y frágil a la vez, una figura inquietante que puso en juego su vida para romper con el molde del cantante de protesta del que se había valido hasta entonces.

Pero para la mayor parte del público -y también para algunos dylanófilos, estoy seguro-, el film girará cada vez a mayor velocidad como un remolino y finalmente desaparecerá sin dejar rastros, perdiéndose en el misterio que es su centro. Porque Dylan, como la película lo acepta desde su título, no está allí. Habiendo sido todos esos, como en el texto borgiano, termina no siendo ninguno. Lo único que nos quedan son los signos de su paso: las imágenes que produjo, sus sonidos, lo que tocó, lo que transformó, lo que rompió. Y eso, al menos para los que verdaderamente apreciamos la obra de Dylan, es más que bastante.

Quizás haya sido eso todo lo que Haynes quiso decir.  

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12 de junio de 2008
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Leer, leer malditos

El pasado lunes volvió a manifestarse, esta vez en El País, la santificación de la escritura al modo de una religión de la que toda la sociedad debe ya precaverse si desea eludir el oscurantismo, el fanatismo y la máxima tontería colectiva. Se trata, en concreto, de la sacralización del libro, sin importar qué libro sea y alabando sus virtudes como las una Santísima Providencia. Dice Almudena Grandes: "Un libro es una vida entera, un telar donde los hilos de la vida tejen cada mañana lo que destejerán cuando caiga el sol". Efectivamente no se entiende lo que dice pero ¿cómo pedir explicaciones en la comunicación con el Ser Superior, de por sí inescrutable?

Y sigue: "Los libros son pan y libertad, el veneno dulce del conocimiento, la alegría temblorosa de las emociones, esperanza donde no la hay, futuro para un presente enfermo". Vaciedad de vaciedades, tópico de tópicos, ranciedad de rancho repetido como una papilla que pretende igualar la función del libro en el siglo XIX con la del siglo XXI. Leer se asociaba entonces con una liberación de la esclavitud analfabeta pero incluso la lectura, antes o ahora, ¿puede garantizar que, a despecho de los textos esclavistas, nazis, estalinistas, oscurantistas, nos hace libre? El pasmado culto al libro, la bobalicona devoción a lo escrito, la ignorancia o el desprecio de los demás medios de información, narración y conocimiento, son la prueba de la extrema discapacidad a que ha llevado leer y leer sin alzar la vista.

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12 de junio de 2008
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Mensaje en la botella

Rafael Argullol: Es para mí una experiencia interesante en cuanto a que es una nueva síntesis y en consecuencia ha sido un reto.

Delfín Agudelo: ¿Cómo definirías entonces un blog literario? ¿En qué crees que consiste? ¿Cuál es su utilidad, de llegar a tenerla?

R.A.: Yo imagino que actualmente puede haber tantas definiciones de blog como bloggers haya; y esto todavía es más evidente en algo que pretenda ser un blog literario. Por tanto admitiendo todas las otras concepciones, veo el blog literario siguiendo el ejemplo anterior, como la combinación de dos figuras: una es  como el mensaje que pones en la botella y botas al mar, de manera que el destinatario era desconocido, incluso a través de los siglos; acompañado, sin embargo, de lo que antes llamaba el nerviosismo y la inmediatez de la nueva comunicación. Es un mensaje en la botella lanzado al mar pero lanzado a un mar en la cual hay una multitud de destinatarios que pueden acusar recepción de manera casi inmediata. Por tanto, por un lado te encuentras con una cierta exposición al desnudo o desprotección, y por otro lado sin embargo te encuentras con una gran compañía de signos y señales por parte del receptor. En ese sentido diríamos que un blog literario sería en cierto modo la literatura o escritura literaria que tú puedes poner en el interior de una botella, pero enviada a la velocidad del taquígrafo; o si se quiere, a la velocidad de la luz, y con destinatarios que pueden estar a mucha distancia en el espacio pero que en el tiempo pueden ser asombrosamente y provocadoramente inmediatos.

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12 de junio de 2008
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Un plebiscito racial

Hablando siempre de xenofobia, consuela que no sólo el niño de la escuela salesiana del barrio napolitano de Monticelli advierta, en su inocencia, que la persecución y violencia contra los gitanos es injusta. En Suiza, donde se vota por todo, desde el sitio para ubicar los vertedores de basura, al color de los autobuses escolares, los ciudadanos acaban de dar una lección de cordura al rechazar en un plebiscito una ley que pretendía dejar en manos de los vecinos de un barrio, un poblado o un distrito, la decisión de conceder la nacionalidad a los extranjeros que no pertenecieran a ningún país de la Comunidad Europea.

El partido xenófobo de ultraderecha UDC-SVP, tan fuerte como para haber ganado las elecciones legislativas del 2006, fue el que introdujo la propuesta de ley, que al ser votada obtuvo un contundente rechazo del 64%. No todo está perdido, ya ven, y la trampa falló.

Imaginen a un extranjero procedente de Senegal, o de Rumania, o de Bangla Desh, o de Ecuador, o de Marruecos, teniendo que hacer campaña de casa en casa para obtener su nacionalidad, obligado a enseñar sus peligrosas credenciales: el color de su piel, su extraña vestimenta, su mala pronunciación, él mismo una invitación al rechazo. Una fementida pretensión de utilizar la democracia directa para obligar a la discriminación por razones étnicas, en un país de todos modos multicolor, empezando por Ginebra, la más internacional acaso de las ciudades europeas.

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12 de junio de 2008
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El kiosco global

Este local a la intemperie llamado kiosco, kiosko o quiosco, comprimido como un átomo, que para algunos se ha ido desvirtuando con tanto cachivache, a mí me alegra la vista. Ahora que han ido desapareciendo los pequeños comerciantes y porteros que salían a la puerta a ver pasar a la gente en los ratos muertos, el kiosco es el eje de la calle, un lugar familiar cada vez más concurrido gracias a mi kiosquera, con camiseta en verano y anorak en invierno. Su cara asoma rodeada del colorido de las portadas de las revistas como en medio de un prado primaveral. Tal vez Internet sea lo más parecido a un kiosco. Un kiosco virtual en el que no se pasa ni frío ni calor y donde no hay tantos problemas de espacio, pero donde habrá que inventar a un kiosquero que nos dé los buenos días y nos pregunte si ya hemos arreglado el coche. Para quienes empezamos a educarnos con los tebeos que comprábamos en el kiosco, la tinta y el papel conservan un encanto irresistible y sentimos que la letra impresa tiene valor en sí misma, como un grabado.

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12 de junio de 2008
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Lecturas en el avión

Una de las decisiones más importantes y complejas que tomo antes de embarcarme en un largo viaje tiene que ver con el material de lectura. Me puedo pasar un par de horas escogiendo qué debo leer durante un par de horas. Trato de asegurarme de que la cantidad sea la correcta, aunque prefiero excederme, pues más vale que sobre a que falte: quedarme sin lectura encerrado en un avión, en medio de un vuelo transatlántico, es una invitación a la claustrofobia. Intento que no haya ripio, que lo que me acompañe sea de primer nivel: nada de lectura de aeropuerto (he leído a Vila-Matas en un Madrid-Filadelfia, a Benavides en un Barcelona-San Pablo). Trato de diversificar el material, de que haya textos cortos y largos: novelas, revistas, periódicos.

Para este Ciudad de México-Amsterdam, me llevé varios Gatopardos, un Nexos, muchos periódicos (Reforma, Financial Times, The International Herald Tribune), el manuscrito de un libro de cuentos de un escritor boliviano, y libros: una novela de Joseph O'Neill (Netherland), la primera de Lem (El hospital de la transfiguración), una antología de cuentos de la nueva narrativa mexicana (diré más sobre esto en otro post). Mi maletín pesaba.

Lo mejor de los periódicos: los editoriales del Herald Tribune sobre el inicio de la batalla Obama-McCain. Lo mejor de las revistas: una crónica de Leonardo Haberkorn el el Gatopardo de este mes, sobre la extraña saga de Lestat Claudius de Orleans y Alda Ribeiro, una pareja dispareja (él, norteamericano de veintitantos; ella, uruguaya de cuarentaitantos) que llegó a Bolivia a fines del 2005, y que en marzo del 2006 puso bombas a dos hoteles en La Paz, causando la muerte de dos personas. Lestat y Alda fueron arrestados, y en enero de este año condenados a treinta años de cárcel. Poco después, Lestat se suicidó.

Esta crónica fascinante fue una de mis oportunidades perdidas. Hace un par de años, cuando Daniel Alarcón preparaba el número especial del Virginia Quarterly Review y Etiqueta Negra sobre Sud América, el escritor peruano/norteamericano me sugirió que escribiera sobre Lestat. La idea me tentó, pero al final decidí pasar y escribí sobre Santa Cruz, "la otra Bolivia". Me alegro: lo mío hubiera palidecido ante el trabajo de sabueso de Haberkorn. Un dato que vale toda la crónica: Lestat quería cortar vínculos con su país y se negaba a utilizar el pasaporte de los Estados Unidos; tenía un pasaporte sin validez legal del World Service Authority, y trataba de entrar con él a los países. Por supuesto, era rechazado, y debía, a regañadientes, usar el pasaporte norteamericano. Sólo una vez se dio el gusto de ingresar a un país con el "pasaporte de un país imaginario llamado Autoridad Mundial de la Luz". ¿Adivinan dónde? Sí: en Bolivia. Rafael Puente, entonces viceministro de Régimen Interior de Bolivia, declaró: "el funcionario de Migración era un tipo tan inepto o tan corrupto -yo imagino que más bien inepto- que no se dio cuenta de que ese pasaporte era de un país inexistente".

Entre la ineptitud y la corrupción: ah, mi país, cómo duele algunas veces.

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11 de junio de 2008
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Vidas para lelos

A lo largo de un número de años que no bajan de cinco, durante la época ya oscura en la que Fraga Iribarne impartía clases en la Facultad de Ciencias Políticas de Madrid, fue materia de constante disputa (siempre agónica) el valor o mérito de los modos de bailar de Fred Astaire y Gene Kelly. La pugna, que en ocasiones llegaba a ser tan tensa como para provocar urgentes reuniones de aparatos de partido (muy pequeños partidos) o células ejecutivas en las que se afanaban los comisarios siempre atentos al sosiego de los militantes, tenía un precedente relacionado con dos órganos cinematográficos, Nuestro cine, de una parte, y Film Ideal, de otra, que exponían una lucha similar, pero bajo armaduras distintas: Juan Antonio Bardem contra John Ford. El Partido Comunista, sostén oficioso de Nuestro cine, defendía la nobleza ideológica de Bardem, firmemente asentada sobre el materialismo dialéctico, en tanto que la otra revista, financiada por los jesuitas y pilotada en aquellos años por el marciano Guarner, consideraba de una más alta moralidad la obra de John Ford, inspirada por el código del honor de los caballeros de la Tabla Redonda. Los grupúsculos ultraizquierdistas estaban unánimes de parte de John Ford y contra el oscurantismo del Partido, más clerical que los jesuitas.

No obstante, en la disputa entre los estilos incompatibles de Fred Astaire y Gene Kelly, la matización era mucho mayor, ya que en ese caso no se discutía sobre códigos individuales e ideologías colectivistas, sino sobre algo tan inaprensible como el aspecto, la vestimenta, los movimientos, los gestos y la escenografía de unos bailes que, sin embargo, construían mundos completos y autosuficientes. La mayor sutileza de la disputa se advertía en que no había divisoria política, ya que militantes de Bandera Roja, del Felipe, de Bandera Negra y de otros grupúsculos de la época podían pertenecer a uno u otro bando sin problemas. La distinción mayor era que ningún miembro del Partido Comunista intervenía en la disputa, ya que el Partido consideraba igualmente imbéciles y sin duda imperialistas a ambos bailarines y a sus defensores. En materia de baile nadie sabe lo que defendía el Partido, exceptuando algunos aires folclóricos como los actualmente subvencionados por el más esplendoroso caciquismo, lo que indica hasta qué punto son embrionarios los estudios sobre el Partido.

Viendo el otro día una versión remasterizada de Cantando bajo la lluvia, cúspide de Kelly y de Donen, reviví la disputa y de inmediato acudí a un establecimiento especializado para alquilar unas cintas de Fred Astaire. El contraste no puede ser más poderoso y uno se pregunta cómo es posible que haya desaparecido de la creación artística esta particular división, a lo que me respondo de inmediato que por la defunción de la teoría, es decir, por la actual mensuración de las obras de arte en términos moralizantes y ya no artísticos. Lo que aquilata el valor de la obra es hoy la adscripción del autor a un conjunto de reclamos identificables con propuestas mediáticas masivas. La obra puede ser católica, solidaria, poscolonialista, federalista, antiglobalizadora, de minoría agraviada, o cualquiera de los restantestópicos, independientemente de la mayor sabiduría con la que se hagan materia tales tópicos.

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Entre Fred Astaire y Gene Kelly las cosas iban en serio. El primero ostentaba el canon de la elegancia, como en otro tiempo aquel Beau Brummel que había logrado imponer la sobriedad en el hábito de los aristócratas ingleses, alejándolos de colorines y afeites. Los movimientos de Astaire respondían a una racionalidad extrema, más próxima a la idealización del cuerpo animal (gacelas, panteras, delfines) que al brutal espasmo peristáltico del proletariado. Su clasicismo era tan sólido, tan pericleo, tan euclídeo, que no sólo se distanciaba de cualquier debilidad romántica sino que las anulaba y arrasaba con una equis de pierna diseñada a tiralíneas. Como no podía ser de otra manera, con su pareja, Ginger Rogers, mantuvo una férrea imagen conyugal a pesar de la atonalidad sexual de todos conocida.

Por el contrario y como puede constatar cualquiera que revise la película antes mencionada (una obra maestra muy parecida a Esperando a Godot), el estilo de Gene Kelly era un ataque salvaje, desalmado, ordinario, contra lo que aún entonces se consideraba "elegancia" y "clasicismo", sin caer tampoco en el romanticismo que arruinaba toda la producción europea, obsesionada con los restos humeantes de la religión cristiana, especialmente entre los ateos. Disfrazado de payaso, de enano, de comparsa en un burlesque, de amante daliniano, de centro topológico en un aparatoso caleidoscopio a lo Busby Berkeley, o de Fred Astaire (a quien parodia en uno de sus innumerables bailes), Gene Kelly era siempre la vanguardia de todo lo que había defendido Nietzsche con su atropellada filosofía, la pura vitalidad destructiva, el dionisismo, la autoparodia, la astucia del músculo, el nihilismo que ama la ternura del caos. Su pareja no era Debbie Reynolds, una virgen de 19 años, sino el psicópata autodestructivo Donald O'Connor.

Si Fred Astaire idealizaba al animal humano, Kelly lo elevaba por encima de cualquier melancolía zoológica. El cuerpo que baila en los números de Kelly es un cuerpo lúcido sobre su poder, sarcástico con la petulancia del poderoso, irónico con la vanidad del apolíneo, despiadado con el grotesco espectáculo de la bondad humana. No con la bondad, sino con el espectáculo de la bondad.

Basta comparar el uso de la fotografía de modas, especialmente las de Vogue y Vanity Fair, en las películas de Astaire, y la venenosa caricatura que les dedica Kelly en la ya tantas veces citada cinta, una sucesión de diabólicas groserías que anticipan lo que muchos años más tarde, en su versión neo-neorromántica, refinará Almodóvar. En los números de Kelly, el potente artefacto del baile incorpora todas las máquinas, las centrales eléctricas, el subsuelo hinchado de energía de las grandes capitales, la fermentada savia de los lupanares, las heces que burbujean por los gigantescos conductos del alcantarillado. Astaire, por su parte, llega, en sus momentos sublimes (aunque no es poco), al vuelo del flamenco, el digno fluir del cisne y el salto de Nijinsky por la ventana del vacío. Pero el cisne sólo puede mantener la dignidad mientras no pise la tierra y por esa razón Astaire no obedecía a la ley de la gravedad. Kelly era el hijo de la gravedad y no hay menos de 50 caídas, traspiés y trompazos en la película.

Esta disputa, que ahora podríamos ampliar a los contrapuestos modelos cristiano (Charlie Chaplin) y nihilista (Hermanos Marx), abarcaba entonces figuras tan hermosas como Kafka (el doliente) contra Joyce (el gozoso), en una gigantomaquia que escindía el mundo en dos sectores perfectamente delimitados: los partidarios de la duración (y por tanto de la autoridad, el sacrificio y el colectivismo) y los partidarios de la transformación (y por tanto de la imaginación, el placer y el individualismo).

Busco en la actualidad alguna pareja que se enfrente de un modo claro y distinto, que elija partido con decisión y coraje entre la dinámica y la estatuaria, que nos muestre el mundo en sus dos eternas posibilidades (aquellas a las que Hegel señalaba cuando escribió: "Yo soy el combate"), pero no la veo por ninguna parte. Signo inequívoco de que ha vencido una de las dos.

No seré yo, sin embargo, quien decida y publique cuál de las dos ha derrotado a la otra porque su victoria tiene como irremediable consecuencia el empobrecimiento, el hastío y la miseria espiritual que se instalan cuando un vencedor se ve en la obligación de imitar al vencido, simulando haber vencido, para no aburrir a la clientela.

Artículo publicado en: El País, 11 de junio de 2008.

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11 de junio de 2008
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El infierno por TV

Hace unos cuantos años, cuando todavía trabajaba en un diario argentino, Charly García protagonizó uno de sus múltiples escándalos -creo, ahora que escarbo, que se trató de la vez que alguien lo internó en una clínica- y yo me sentí obligado a escribir una columna sobre el tema. Por suerte la olvidé por completo; ojalá desapareciese de todos los archivos. Imagino que le reclamé que siguiese a la altura del mejor momento de su vida (el mejor momento para mí, cuanto menos, en tanto fan de su música), y que viviese su condición de artista no sólo como un don, sino como una responsabilidad. (Mi, mi, yo, yo: todo lo que me importaba, presumo, era que García produjese más canciones como las que marcaron mi vida entre los años 70 y 90.) Recuerdo, eso sí, que Fito Páez se enojó conmigo. /upload/fotos/blogs_entradas/el_rockero_charly_garca_med.jpgCreo que hasta se tomó el trabajo de llamarme por teléfono. Debo haber pensado que Fito le tenía tanto cariño que se sentía en la necesidad de perdonarle todo cuanto hiciese. En cambio yo era un periodista, y por mi voz hablaban todos. El rol de fiscal me sentaba naturalmente.

Ayer vi en un noticiero unas imágenes que me partieron el alma. Ya me había enterado de que Charly había protagonizado un nuevo escándalo en Mendoza, producido destrozos en un hotel y terminado internado, primero en un hospital y luego en una clínica psiquiátrica. La noticia me había entristecido, como me ocurre cada vez que Charly aparece en las noticias por estas razones; a esta altura de mi vida creo haber comprendido lo que Fito quiso explicarme entonces, y sé que no tengo nada que perdonarle a Charly -es su vida, y tiene derecho a hacer con ella lo que quiere, o bien (como nos ocurre a todos) lo que puede-, en todo caso lo que sí tengo es mucho, muchísimo que agradecerle. Pero lo que vi me estremeció hasta los huesos. Alguien -vaya a saber Dios quién; en cualquier caso, que ese mismo Dios se apiade de su alma- se tomó el trabajo de filmar, supongo que con un teléfono móvil, la escena en que varios paramédicos reducían a García en aquel hotel de Mendoza. Era evidente que ya lo habían sedado, que lo habían puesto boca abajo y atado la mano derecha a su espalda. El audio es deficiente, pero bastaba para que uno oyese lo imprescindible. Primero el tono de la voz de García: lastimero -vaya a saber cuántas cosas le habían inyectado ya-, sonaba como suenan los corderos cuando se los desangra sobre una jofaina -boca abajo, también. Lo segundo inteligible eran algunas de sus palabras, repitiendo lo mismo en todas las variantes posibles: hijo de puta, hijos de puta. Incluso en el peor de sus momentos, García se las arregló para anticiparse en el tiempo y proferir el único calificativo que cabe a aquellos que perpetrarían lo que estaba por venir.

¿Existe alguna justificación válida para difundir esas imágenes en un medio de comunicación público? Y por favor, no se les ocurra decirme que eso es periodismo, o mentar el sagrado derecho del Soberano a la información. A esa altura de la soirée ya sabíamos todo lo que era necesario saber sobre el asunto: que Charly había sufrido uno de sus episodios, que estaba internado y que su estado de salud era estable. Full stop. Más allá de estos datos, nadie que no fuese pariente o amigo íntimo tenía derecho a saber otra cosa. Ni siquiera los fans. ¿Toleraría cualquiera de ustedes que alguien mostrase por TV imágenes del momento de mayor indefensión en sus vidas? ¿Creen, en todo caso, que el hecho de no ser famosos los protegería en caso de que su Vía Crucis personal se convirtiese en noticia?

Esas imágenes constituyen el momento más bajo, más degradante del periodismo televisivo que he visto en mucho pero mucho tiempo -y eso que viene protagonizando uno de sus peores momentos, hecho evidente durante el lockout de empresarios agropecuarios. ¿Debo pensar que es casualidad que esas imágenes hayan tenido tanto despliegue, justo cuando la Presidenta dejó a los Cuatro Jinetes del Campo sin discurso y había que llenar pantalla con algo que ya no fuesen las rutas?

No hay derecho a usar a ningún artista como commodity, por popular que sea; y ni siquiera en el caso que el presunto artista o celebridad esté más que dispuesto a ser utilizado. En el caso particular de García -gracias, Fito-, se trata de un artista que iluminó las vidas de millones de argentinos, convirtiéndolas en algo mejor de lo que tenían derecho a ser por sus propios medios. Lo mínimo que se merece es respeto. La exhibición de esas imágenes fue degradante para él, y nos llenó de vergüenza a todos los que no podíamos creer lo que estábamos viendo. Yo lo considero el hermano mayor que nunca tuve. Y a los hermanos, aun en el caso de que sean pródigos o infames, no se los expone ni difama en público: se los abraza, se los preserva, especialmente cuando están caidos.

Ojalá que no sea una cortina de humo lo que se dice por ahí, y que deroguen de una maldita vez esta ley de medios de la dictadura que todavía padecemos.

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11 de junio de 2008
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Aquel a quien la filosofía ha abandonado

Mantenerse a la altura del espíritu, mantenerse a la altura de lo que
supone que la carne haya llegado a ser verbo, conlleva tensión en la
vigilia o en el sueño, y por ello muchos no se sienten capacitados
para ello. Si renuncian a la filosofía, se abisman en la cotidianeidad
y sus espejismos; si meramente fingen responder a ella, el sentimiento
de usurpación les corroe.

Aunque ciertamente es mayor el grado de miseria en aquel que parece
no trascender la vida de un animal dotado de un código de señales.
Pues cuando uno se encuentra atrapado en la telaraña del trabajo
esclavo, aderezado con evasiones cuya función esencial es simplemente
llenar el tiempo, a fin de que no haya un solo resquicio para la
lucidez; cuando la hipótesis de escapar a este embrutecedor ciclo,
lejos de aparecer como liberación del yugo, es amenaza de marginación
y desarraigo; cuando la creación es esencialmente cosa de otros y,
como mucho, a uno le toca el papel de consumidor de cultura (que es
realmente un consumo como otro cualquiera); cuando se busca la mano
del otro, no al afrontar con entereza el inevitable combate, sino al
esconder temerosamente la cabeza; cuando el vínculo de los cuerpos no
es fiesta sino consuelo (consuelo literalmente de los afligidos);
cuando el deseo de ser ocasión de que se recree en otros seres el
lenguaje y el espíritu, muta en ansia de que alguien, tomando el
relevo en la vida genuflexa, permita a uno abismarse en el subterráneo
de la jubilación; cuando, en suma, el orden social nos reduce a "vivir
y pensar como cerdos" (según la cruel expresión de Gilles Châtelet)...
entonces la sola evocación de la filosofía suena realmente a sarcasmo.

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11 de junio de 2008
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