Nadie duda de la capacidad de los estadounidenses para convertir la política en un espectáculo mediático, pero este año lo están llevando a un extremo fascinante. Ayuda la candidatura histórica de Obama, y las enconadas rivalidades entre algunos políticos; en Madrid me pasé más de una madrugada, despierto con amigos, enganchado a CNN y esperando los resultados de algunas primarias, para ver en qué terminaba el duelo entre Obama y Hillary.
El jueves por la noche me quedé dormido y no pude presenciar en vivo el discurso de Obama aceptando su candidatura presidencial. A las dos de la mañana, CNN repitió el discurso. Quedé impresionado: no hay político, hoy, con el carisma de Obama, con su capacidad oratoria y el talento para hablarles a los votantes como si estos fueran personas maduras. Cuando dijo basta a los años infames de Bush, cuando se presentó como un estadounidense con una familia muy normal en su disfuncionalidad, echó por tierra los argumentos de que Obama no tiene la fuerza necesaria para enfrentarse a McCain, o de que es un hombre célebre alejado de la normalidad que proclaman los republicanos como la condición necesaria para ser presidente.
Obama pronunció su discurso en un estadio de fútbol americano en Denver, para dar cabida a las 80.000 personas que lo querían escuchar. Hubo muchas banderas, fuegos artificiales, serpentinas y luces. Cualquiera que vio eso al pasar pudo confundirse y creer que se trataba de un concierto de rock; no, toda esa gente, toda esa parafernalia mediática, estaba ahí, por una vez, gracias al poder de convocatoria de un político. Era un día extraordinario, histórico: por primera vez, cuarenta y cinco años después de un célebre discurso de Martin Luther King, un negro era candidato a la presidencia de los Estados Unidos.
Un día después, McCain seleccionó a una mujer, Sarah Palin, gobernadora del estado de Alaska, como su candidata a la vicepresidencia. Ahora sí, la batalla comienza en serio. Serán nueve semanas apasionantes.
