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Sin monjas, entre libres, libertinos y aforismos

Fui acompañante de Gonzalo Suárez con su libro de aforismos y desafueros. Esas armas escritas para espantar el aburrimiento. Aunque el aburrimiento sea "la única enfermedad que nos permite seguir viviendo después de muertos", según este escritor que hace cine, que dice cosas como "hay que tener valor para tener miedo". Valor y miedo como su paisano el pintor Jaime Herrero, que expone en Madrid sus recuerdos pintados. Niño que supervivió a la posguerra, entre un padre que había vuelto de Hollywood creyéndose Tom Mix y una madre que quería pueblo y tradición. Recogido y fugado de las monjas, se hizo pintor, se marchó a París, conoció la bohemia y a Juliette Grecó. Volvió a Oviedo, fue sincronizador de modernidades -Cueto lo sabe bien- y siguió con sus extravagancias anarco-carlistas. Le quedan los recuerdos pintados de tiempos libertinos y de otros monjiles.

Y me fui a Ginebra, no bajo la cúpula de Miquel Barceló, no a esa cueva que seguirá sorprendiendo cuando el mundo sea un poco menos antiguo. Cuando salgamos de las cuevas, nos olvidemos de Franco y dejemos a las monjas en sus conventos y a los artistas en sus espacios, entonces tendremos la posibilidad de volar tan libremente como Barceló. Un hombre que vuela. "El mundo no puede ser muy antiguo, pues los hombres aún no pueden volar". /upload/fotos/blogs_entradas/ginebra_rosa_regas_med.jpgNo es de Suárez, es del libertino Lichtenberg, el aforista que no está en el apéndice de extravagantes que cierra Ginebra, el primer libro de Rosa Regàs, ahora oportunamente reeditado, porque era de Gotinga. Bien merecía haber estado al lado de esa galería de artistas, beatos y descreídos que poblaron la puritana, ordenada, insólita y contradictoria ciudad de Ginebra.

Nos recuerda Regàs gentes e historias ginebrinas que vienen muy bien recordar en tiempos de crisis. Voltaire, amante del dinero y experto en contrabando, dijo: "Si un banquero de Ginebra salta por la ventana, sígale, porque seguro se trata de un buen negocio".

El dinero sabe mucho de dioses, habla de tú con los dioses católicos, protestantes, judíos, musulmanes o ateos. El dinero no es Dios, pero hace cosas que ni Dios puede hacer. Y el dinero y los bancos de Ginebra tienen mucho que ver con la religión. Regàs recuerda que fue Calvino quien dijo que los préstamos con interés no eran pecado, siempre que no fuera superior al 6%. Los católicos muy pronto dejaron de seguir a santo Tomás y, en cuestiones de dinero, se hicieron calvinistas. Adelantaron por la derecha y dejaron en ridículo al calvinismo tan puritano, tan moralista.

Una semana de marcha atrás, arrepentimientos monjiles, renuncias judiciales e interferencias en el arte. Contentos los que "viendo que no le podían poner una cabeza católica, al menos le cortaron la protestante".

Artículo publicado en: El País, 23 de noviembre de 2008.

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24 de noviembre de 2008
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La hermandad de la buena suerte

Fernando Savater

Planeta

En los centenares de entrevistas concedidas desde que le concedieron el Premio Planeta, Fernando Savater se ha hartado de advertir que La hermandad de la buena suerte es una novela de aventuras ambientada en el mundo de los caballos de competición. /upload/fotos/blogs_entradas/lahermandad1_med.jpgTratándose de un profesor de ética -y todo el mundo sabe que los profesores de ética sólo dicen la verdad- nadie debería buscar otra cosa en esta  novela que una serie de aventuras contra un fondo de carreras de caballos.

Y la promesa queda sobradamente cumplida. Lo que pasa es que el lector va a encontrar unos cuantos alicientes más  porque Fernando Savater,  primero como lector desmedido  y luego como escritor con una vocación digna de elogio,  ha llegado a conocer  como por instinto los muy agradecidos  recursos del  género  y sin renunciar al  entusiasmo desbordante que le  caracteriza,  los usa con habilidad y cierta cordura. Además, por debajo de la maraña de personajes pintorescos y situaciones disparatadas  se desarrollan unas vías de reflexión sobre el azar, la suerte, la vida y la muerte (e incluso la belleza, ya que sale la muerte) que por venir de quien vienen suenan a inevitables. Casi obligadas.  Y ahí está esa curiosa cofradía de la buena suerte cuyo regocijo se basa en que haya suerte, siéndoles indiferente que ésta sea buena o mala. O ese Narciso Bello (sí, en efecto, como el primo del Pato Donald) terror de los casinos debido a su habilidad para hacer saltar la banca basándose en un método tan estrafalario que hasta vergüenza da llamarlo método. A pesar de lo cual se forra, claro. O el inefable carterista conocido como "el Pinzas" , un filósofo de la escuela pesimista que entre cartera y cartera no puede evitar una inclinación por la consideración general, incluso filosófica, del empeño humano.  Quizás porque su negocio son los apostadores,  él se ve  obligado a asistir asiduamente a las carreras de caballos, pero no se considera a sí mismo un aficionado sino un trabajador del hipódromo. Que conste.

La trama es relativamente sencilla:  José Carvajal Ferreira, apodado  "el Dueño",  es un hombre de negocios y propietario de una cuadra en la que destaca Espíritu Gentil, un caballo fuera de serie que no hace honor a su nombre porque, cuando lo conoces, resulta ser un auténtico hijo de perra. El archirrival de "el Dueño" es Ahmed Basilikos, conocido como "el Sultán", un rico hombre de negocios y también propietario de una cuadra de caballos. Después de años de enfrentamientos  y jugarretas cada cual más sucia, esos dos machos alfa han decido solventar de una vez por todas su rivalidad  y aprovechan para ello la celebración de la Gran Copa, el acontecimiento más importante del año hípico. La ordalía será una suerte de todo o nada al amparo del caballo que logre llevarse el trofeo. Por lo tanto, según se vaya acercando el gran día,  las cosas no tardarán en ir cobrando velocidad y emoción.

Y para empezar ocurre que Pat Kinane, el único jockey del mundo capaz de meter en cintura a Espíritu Gentil y hacerle ganar tan importante carrera, hace  unas semanas  que ha desaparecido sin dejar rastro.  Sospechando que pueda ser otra jugarreta de su aborrecible enemigo, "el Dueño" encarga la búsqueda del desaparecido a una peculiar banda integrada por "el Príncipe", "el Doctor", "el Profesor" y "el Comandante", al son de cuyas pesquisas irá desarrollándose la narración.

El lector mínimamente avezado en los relatos de aventuras sabrá ver de inmediato que el desaparecido Pat Kinane hace las veces del célebre Macguffin inventado por Hitchcock y que en las películas de éste solía quedar encarnado en un  maletín negro por el que todos se peleaban a muerte pese a que lo único que se sabía de él era que su posesión resultaba de vital importancia.  Aquí, la búsqueda del misterioso jockey da ocasión a que "nuestra" banda (porque queda claro que "el Príncipe" y su gente son nuestra gente) vaya metiéndose en un lío detrás de otro sin terminar de rematar la jugada. Y qué líos. Cuántas pesquisas, traiciones de agentes dobles, islas mediterránea guardadas por feroces leones, ensaladas de tiros narradas por diferentes voces que se complementan o se contradicen, o que se lían con sus propias locuras, pues si a uno le gusta la música clásica y a otro le provoca un éxtasis asistir a una representación de El elixir de amor, no falta quién es aficionado al pensamiento de Franciscus Van den Borken, mientras que a otro, al Comandante, nuestro asesino, le encanta pensar que se parece al capitán Haddock, el de Tintin.  Y aun suponiendo que sí, que sólo sean bromas recuperadas de la infancia, por debajo de tan equívoca superficie se desarrollan parábolas tan hermosas como la del jockey cuya vida fue una sucesión de desgracias, la primera de las cuales, ocurrida a los cinco años de edad, fue perderse en el puerto y hacer que su familia - unos pobres emigrantes camino de América - perdiesen el barco con él. Salvo que el barco, faltaría más, era el Titanic. O sea que eso de la buena suerte viene con segundas. Y que de primeras parece que aquí todo vale, pero sólo según y cómo.

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24 de noviembre de 2008
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El primer asesinato popular

Pocos años antes, la Verdad del mundo se escondía bajo las enaguas de cien damas y jugaba al escondite entre puntillas y finísimo encaje o dormitaba en la entrepierna de las jovencitas que se habían labrado un hueco en el lecho del rey Luis y su corte. Pero ahora, quince años más tarde, la Verdad chapoteaba entre los ríos de sangre que fluían por las calles de París, como un colegial que se complace en salpicar a las gentes que pasan azoradas o eufóricas o aterrorizadas, mientras miles de ciudadanos degüellan aristócratas, roban a los burgueses o asesinan a los amantes de sus esposas. En apenas quince años la Verdad (o "lo real" pues de ambos modos se denomina esa condenación) pasó de danzar en los interiores vaporosos de la corte más poderosa del mundo a correr despavorida por calles alfombradas de cadáveres. La Verdad está pasando mucho frío en estos últimos años del siglo XVIII, y hambre y desesperación.

En 1793, con una población ahogada en sangre, los mejores varones de Francia están dispersos por las fronteras de Europa y en guerra con el universo. El gobierno ha de poner orden, pero ya no puede ordenar por la vía física. La nivelación ha sido tan brutal que las calles están llenas de gente que se palpa el cuello para constatar que aún lo conserva. El nuevo orden ha de producirse por y para el pueblo: por lo tanto ha de ser visible y espectacular. Comienza la apoteosis de la visión. En pocos años, gentes que jamás habían visto una lámina, que no sabían si Francia tenía forma de hexágono o triángulo, que nunca viera otro rostro bidimensional que el de la Virgen, el Cristo o algunos santos y santas, si acaso visitaba alguna iglesia en su vida, iba ahora a acceder a estampas, imágenes y figuras de la totalidad de los lugares, las personas y las cosas, hasta llegar al día de hoy en el que no hay un centímetro de la tierra que no haya sido convertido en imagen.

/upload/fotos/blogs_entradas/jacqueslouis_david_med.jpgDe modo que procedieron a poner orden mediante la aplicación terca y obsesiva de una forma. El encargado de dar forma a la Revolución (o sea, a la "realidad") sólo podía ser un artista y este artista, uno de los que con mayor ahínco había exigido la cabeza del rey, era Jacques-Louis David, uno de los más grandes pintores que ha dado el escaso talento francés en lo que a pintura se refiere antes del triunfo de la burguesía. Era David un revolucionario a quien no amedrentaba la sangre, pero era, además, algo que pronto iba a pudrir la vida social europea: un intelectual, el sustituto del clérigo.

La forma que David impuso a la revolución es un prodigio de imaginación, buena conciencia y delirio. No fue obra exclusiva suya, pero él la llevó a su extremo sublime y abstracto, a la eternidad. De pronto aquellos ciudadanos desaseados y malolientes se cubrieron con peplos o túnicas, calzaron sandalias, recogieron su cabello las mujeres con una trencilla de mirto y salieron a la calle portando guirnaldas, convertidos en una resurrección del mundo grecolatino. Los políticos se disfrazaron de Brutus, de Cincinato y de Catón. La revolución utilizó la sangre como fondo, a la manera de esos cortinajes de terciopelo escarlata que figuran en los interiores diseñados por David y sus artesanos. Procesiones a la romana pasearon por las calles de Paris y lo que había sido una orgía de sangre se convirtió en la pura forma del orden, del canon, del decoro.

Faltaba, no obstante, la imagen total, la anulación completa de lo que había tenido lugar entre cuerpos degollados o aplastados por la Verdad y que ahora debía formalizarse para que el tiempo se detuviera y la revolución, ya muerta, pasara a ser algo artístico. La ocasión le llegó a David gracias al asesinato de Marat. Comprendió de inmediato su sentido y lo convirtió en el icono de la revolución con lo que vació de contenido una fiesta que había anudado, desnudado y anonadado cuerpos humanos, para construir el impío primer espectáculo popular revolucionario.

/upload/fotos/blogs_entradas/la_muerte_de_marat_1793_med.jpgEl trece de julio, Charlotte Corday cruza con engaños el umbral de la casa de Marat, el más poderoso de los nuevos tiranos, y logra llegar hasta la bañera del Amigo del Pueblo. El tribuno pasaba gran parte del día sumergido en agua para apagar la comezón que le producía su enfermedad dérmica. Charlotte, monárquica iluminada, lleva un cuchillo oculto en la enorme mata de su cabellera, bajo un sombrero de Calvados. Tiene 25 años y ha pasado la tarde leyendo a Plutarco. El Amigo del Pueblo escribe sobre una tabla de madera que apoya en los bordes de la bañera y se cubre con una sábana vieja. Le dice a Charlotte que se acerque para denunciar a los traidores de su ciudad, Caen. Charlotte clava el cuchillo con tanta precisión que le secciona la carótida. Marat muere desangrado. Esa es la imagen que David transforma en una nueva representación del entierro de Cristo. La bañera hará de tumba, la sábana de sudario, la disposición del cuerpo recuerda genialmente el descenso del crucificado de Tiziano. El pueblo entero de París desfilará para ver la pintura y llorar al muerto. Días más tarde, el propio David organizará la procesión de un catafalco con el cadáver de Marat embalsamado, dispuesto como en su tela. La representación ha superado al cuerpo desangrado. Marat, como Che Guevara, será para siempre una imagen que cuelga de un muro.

Uno huele el agua sucia, el sudor, las heces, oye el gorgoteo de la sangre, los estertores de Marat, el jadeo de la excitada Charlotte. Quizás el aire que entra por un ventanuco. De todo eso, nada. Había comenzado el arte comprometido.

Artículo publicado en: El Periódico, 22 de noviembre de 2008.

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24 de noviembre de 2008
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Galería de espectros: el jugador

Rafael Argulol: Hoy en mi galería de espectros me ha parecido ver el espectro del jugador correteando o paseando por Baden-Baden.
Delfín Agudelo: ¿Te refieres acaso al jugador protagonista de la novela del mismo nombre de Dostoievski?
R.A.: Sí, me refiero a él, y por tanto me refiero al que creo es el análisis más sutil jamás realizado sobre la pasión o la obsesión del juego. Creo que como toda obsesión la del jugador -como puede ser la del enamorado, la del conocimiento por las cosas o incluso en una versión negra la propia pasión del crimen, en toda obsesión en la cual la pasión se lleva a sus últimas consecuencias- lo que se produce es la iluminación de un territorio que va oscureciendo todos los demás, que va fagotizando, vampirizando todos los demás, hasta que al final ese territorio se convierte en la patria única del hombre que sigue esa pasión. En el caso de la novela de Dostoievski, con su enorme maestría en el análisis del alma humana, nos lleva  a esa focalización de manera extrema, de manera que su protagonista es alguien que va perdiendo los contornos del resto del mundo para concentrarse exclusivamente en lo que es el ámbito del juego, del casino, de la ruleta. De manera que ese microcosmos acaba convirtiéndose en el cosmos mismo absorbiendo absolutamente todas las energías. Creo que Dostoievsky, como Balzac hace en muchas de sus novelas, recoge una pasión particular para descuartizara, para diseccionarla, y para de alguna manera mostrarnos esa dinámica que parece siempre: para aquél que está metido en la turbadora dinámica del obsesivo, en este caso en la dinámica del jugador. El jugador puede llegar a saber cuándo está fuera del casino, ya que él es un mundo de perdición. Pero cuando está verdaderamente colgado en el interior del remolino de su obsesión cree que es el paraíso.

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24 de noviembre de 2008
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Sin ideas y sin líderes

No es aconsejable regocijo alguno ante la situación, al borde de la escisión, en que se encuentra el socialismo francés. Francia necesita, como todo país democrático, una fuerte oposición que controle y equilibre el poder del Gobierno. Y más todavía cuando se trata de un régimen presidencialista en el que el titular de la jefatura del Estado es alguien tan personalista y ávido de protagonismo como Nicolas Sarkozy. No es bueno para Francia y tampoco es bueno para Europa, donde las cosas funcionan regularmente bien cuando hay dos grandes fuerzas o tendencias en competencia.

El PS ha sido hasta ahora uno de los grandes partidos de Gobierno europeos. La crisis de liderazgo en que se encuentra es muy expresiva de una crisis todavía mayor del conjunto de la izquierda europea, aunque en el caso francés está revestido de mayor gravedad y dramatismo. Afecta a las ideas y a las personas: hay un agotamiento ideológico y una gran dificultad para generar líderes creíbles y capaces de sacar a sus tropas del atolladero. La falta de pegada final de Ségolène Royal viene a corroborarlo. Por más que su imagen se identifique con la renovación y la movilización directa de los militantes, ha demostrado una gran incapacidad para hacerse respetar y convencer a los cuadros y a los viejos líderes de su partido.

Su reacción ante una votación tan ajustada y disputada no ha sido tampoco la más aconsejable para quien pretende convertirse en la dirigente de todos los socialistas y en la candidata presidencial en 2012. Es evidente que una votación en la que la diferencia es de unas decenas de votos requiere una revisión y validación escrupulosa del recuento. Pero una cosa es plantear recursos e incluso denuncias y otra muy distinta es romper la baraja, apuntarse al malperder, que suele terminar desautorizando a quien lo hace.

Al final, en casos como éste, las cuestiones ideológicas desaparecen y surge como única explicación la cruda y dura lucha por el poder, una lucha que puede conducir a veces a actitudes suicidas: se prefiere la derrota de todos antes que la victoria de uno sólo. Este adelgazamiento ideológico deja flancos abiertos a izquierda y derecha, que en las actuales circunstancias se pueden llenar con el intervencionismo y el ‘socialismo' de súbita adquisición de Sarkozy o con el anticapitalismo de Besancenot.

Uno de los problemas que tienen los grandes partidos socialistas europeos, con excepción del español, es la marea izquierdista que amenaza con llevarse parte de su electorado en un momento de recesión y le sitúa en difícil posición para mantener o alcanzar el poder. Pero en el caso francés se ve agravada por la alternativa centrista que es François Bayrou, que podría aspirar a convertirse en la oposición por defecto, y por la vocación totalizadora de Sarkozy, que aspira a serlo todo y hacerlo todo, socialismo incluido.

La crisis de la izquierda francesa tiene su equivalente en Italia y puede tenerlo dentro de pocos meses en Alemania, si queda fuera del Gobierno por el crecimiento de Die Linke  (la Izquierda). Las nuevas contiendas electorales, en plena depresión económica, pueden proporcionar encima sorpresas desagradables. No parecen ser estos los mejores tiempos para el reformismo socialdemócrata y liberal y más bien se intuye que calarán mensajes e ideas populistas y proteccionistas.

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24 de noviembre de 2008
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I. Tras las huellas del viejo Tocqueville

La primera vez que oí hablar de Barack Obama fue en una seductora crónica de Bernard Henry Lévy publicada en la revista Atlantic en mayo del 2005, Tras las huellas de Tocqueville. Al cumplirse dos siglos del nacimiento de Alexis de Tocqueville, Lévy había hecho el año anterior un viaje de reconocimiento a través de los Estados Unidos, /upload/fotos/blogs_entradas/alexis_de_tocqueville_med.jpgpor los mismos territorios que su compatriota del siglo diecinueve; y desviándose de su ruta prevista se fue a Boston para estar presente en la convención demócrata que eligió a John Kerry en julio del 2004 como candidato a enfrentarse a la reelección de George Bush.  Kerry no resultaría electo presidente, pero Obama ganaría el asiento de senador por Illinois. Toda una novedad. El único senador negro en el capitolio.

Un negro extraño, a quien su rival en la carrera por el senado, otro negro llamado Alan Keyes, acusaba de no ser suficientemente negro. Un negro que ni siquiera venía del sur profundo, tierra de los esclavos traídos en galeones de África, y tampoco tenía ancestros esclavos, hijo de un africano y de una blanca, alguien a quien en el revuelto Caribe multicolor llamaríamos un mulato. Obama,  el desconocido, ha cuadrado sus orígenes, y se ha despojado de toda identidad, dice Lévy.  

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24 de noviembre de 2008
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Martín Solares: Los minutos negros

Leo este chiste en El País: hace un par de años, a los mexicanos les preocupaba que "se colombianice" su país. Las cosas han cambiado tanto y tan rápidamente que lo que hoy les preocupa es que "se mexicanice" el infierno. En el D.F., el escritor peruano Santiago Roncagliolo le pregunta a un taxista cuánto cree que puede durar el problema del narcotráfico. El taxista, imperturbable, responde: "el infierno ya dura una eternidad, ¿no?"  

El problema del narcotráfico está muy presente en las noticias y editoriales de los periódicos mexicanos. El grado de infiltración del narco en la justicia mexicana llega a niveles inverosímiles: los capos de los principales organismos que luchan contra el narcotráfico estaban comprados. En el Norte, la policía parece haber sido privatizada por el narco. Algunos piensan que Calderón es un valiente, que ya era de luchar contra esa lacra social; otros creen que el presidente mexicano cometió un error, que lo mejor hubiera sido seguir haciendo de la vista gorda.

Me pregunto: ¿qué novelas hablan de este tema y podrían orientarnos? Está Elmer Mendoza, que se ha dedicado a narrar las aventuras del narco en Culiacán. Y está Martín Solares, que en su primera novela, Los minutos negros (Mondadori), se enfrenta al problema del narco en el golfo de México (todo transcurre en una ciudad llamada Pacuarán, a unos minutos de Tampico). Fue publicada hace un par de años, pero recién cayó en mis manos, por azar: yo buscaba en la biblioteca de Cornell libros sobre Carlos Fuentes, para escribir un perfil, y de pronto vi la novela de Solares y me tincó.

Los minutos negros una novela policial que narra una historia escabrosa con humor y con altas dosis de suspenso. El entrañable Macetón, policía encargado de investigar la muerte de un periodista en una ciudad cercana a Tampico, descubre que ese caso conecta con otro caso sórdido ocurrido dos décadas atrás, y relacionado con la violación y muerte de unas adolescentes. La novela, aquí, se desestabiliza: Macetón se merece más páginas, pero Solares prefiere contar las descenturas de otros policías que tratan de resolver ese caso de dos décadas atrás.

Sí, nos falta el Macetón, pero al contar la historia de dos generaciones de policías mexicanos, Solares nos descubre las extrañas alianzas entre la ley y la delincuencia, nos muestra el lado valeroso de algunos policías y el corrupto de otros, y nos hace entender los límites de la lucha contra el narcotráfico en México. Una muy buena novela y también un libro urgente que nos ayuda a contextualizar esa violencia implacable que asola a México.

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24 de noviembre de 2008
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La venganza del zeppelin

Ravensburg también se salvó de las bombas. A pesar de que muy cerca se producían los infames zeppelines, los aviones enemigos perdonaron a la ciudad medieval. Que de allí en más hizo honor a la gracia de esa supervivencia: pocos sitios he visto más preocupados en conservar estructura y fachada de sus casas, que siguen siendo un flash del pasado a pesar de su adaptación a las necesidades modernas. La amiga Anek me lleva a ver la sala donde delibera el Concejo Municipal: aunque la mesa, la iluminación y los micrófonos hablan del presente, el resto de la estancia es la misma que albergó a los concejales de Ravensburg durante los últimos cuatro o cinco siglos. Techos de madera. Vitreaux. En uno de los muros, el mapa centenario de la ciudad amurallada.

El edificio contiguo es lo que se llama la Torre de las Trompetas. Allí vivían prácticamente dos trompetistas -uno católico, el otro protestante- que soplaban de manera estridente para levantar a la población, marcarle la hora del almuerzo, la vuelta al trabajo y el receso de la tarde. Ravensburg es una ciudad de torres. Anek me pregunta qué tan viejos pueden llegar a ser los edificios de Argentina. Con alguna excepción, nada más allá del siglo diecinueve. Somos tan nuevos, pienso. Y después me corrijo. En realidad somos tan antiguos como el que más, pero casi nada nos queda de las civilizaciones originarias. Somos, más bien, hijos de las cenizas de los pobladores naturales de América.

Por la noche, la lectura en la librería RavensBuch es un verdadero placer. Esta vez el actor encargado de leer los textos traducidos al alemán es Steffen Nowak. Durante la cena no puedo dejar de desdoblarme, y mientras trato de entender algo de la conversación (mis cinco años en el Goethe Institut no han quedado del todo en el olvido), me desdoblo y pienso en la situación: ¿qué hago allí, tan lejos de casa, en la cálida compañía de gente con la que no comparto casi nada -empezando por el idioma y el continente- y que, sin embargo, se manifiesta emocionada por mis historias? No se dejen engañar: la vida de un escritor puede resultar maravillosa aun hoy.

Después de cenar caminamos por una ciudad vacía. Resulta difícil sustraerse a la tentación de imaginarse en un set de cine, al que Errol Flynn saltará en cualquier momento desde un balcón utilizando una cortina como liana./upload/fotos/blogs_entradas/zeppelin_med.jpg

Por la mañana, en la estación de tren, descubro un zeppelin en el cielo. Quiero decir un zeppelin de verdad, no esos globos que GoodYear utilizaba para promocionar sus cubiertas. A la distancia, no alcanzo a leer las letras que lleva pintadas en su costado. Pero es lo que es, sin dudas.

A veces pienso que nuestra capacidad de destrucción está sobrevalorada. La vida es siempre más fuerte que nuestros peores instintos.

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24 de noviembre de 2008
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Del verbo novelar / II

II. La intrusa bienvenida. 

A veces, por el hecho de ser narrador, hay quienes se le acercan a uno a ofrecerle el relato de su vida, para que un día la cuente por escrito. Propuesta inaceptable, casi siempre, pues a quien vive de encajar los colmillos no le apetecen los cuellos ofrecidos. Quisiera uno olisquearlos, cazarlos, seducirlos, devorarlos por mérito propio, igual que a la princesa de sus sueños. Nada devora al centro como su periferia, por más que ésta aparezca y se anuncie conquistada. No se conquista lo que no se comprende, ni se comprende lo que no se desea. Chupa uno sangre, pues, en ciudades y aldeas, con esa indeclinable sed de marras. Es en unas y otras extranjero, y si después ha de irse de la lengua es porque en ella encuentra patria y territorio.

     Uno nunca es el mismo cuando habla en otra lengua. Solemos esmerarnos para emplear su gramática, por más que aparentemos dominarla, pero hay algo que no se deja decir. Desde mi perspectiva dos veces periférica, me es fácil entenderlo y expresarlo en inglés, porque lo simplifico y lo reduzco, pero mis apetitos más profundos me incitan a escupirlo en español. No es uno al fin, jamás, quien quisiera que viesen sus congéneres, como la historia que pretende escribir no será la que escriba, ni logrará ser ésta la que otros crean leer. Narrar es dar inicio a un juego burlador cuyas reglas suelen ser tan estrictas como elásticas. Se habla un distinto idioma no solamente para entender y darse a entender; también para calzarse un camuflaje que le permita entrar en otro cosmos conquistable. Seducible. Entrañable. Ser allí dentro -en ese mundo ajeno del que nos apropiamos- central y periférico, según lo exija cada ocasión, y con alguna suerte atendiendo a una historia que implora ser salvada.

     No quisiera ser un turista de la realidad, pero tampoco alcanzo estatus de inmigrante. Busco refugio entre la turba indiferente para disimular mi calidad de intruso y el afán invasor de estos colmillos. Ave María Purísima, quién pudiera aplacarlos. No por supuesto uno, que sin su intercesión acabaría relegado a la periferia de sí mismo. Cuando he de recorrer una ciudad extraña, lo hago presa de una voracidad obsesiva. Memorizo avenidas, tiendas, parques, recovecos y meandros cual si en ello me fuese la existencia. Creo, con una fe indistinta del fanatismo, que al fin del horizonte se dibuja una historia que demanda mi auxilio. ¿Cómo va uno a saber si no cualquier detalle irrisorio, perdido entre las calles de esa ciudad ajena hasta anteayer, resultará a la postre indispensable para el operativo de rescate?

     Escribo con la alevosía del maleante, mas también con la angustia del perseguido. Espero que los otros sospechen que estoy loco, igual que el pistolero se finge difunto para eludir la mira de los vivos. Elijo ir por la vida con la patrulla atrás y no adelante, sigo creyendo que el narrador se muere cuando los policías que le correteaban terminan escoltándolo. No imagino, por tanto, vergüenza más punzante que la de rescatarme a costillas de la historia y aceptar el oprobio de ya nunca contarla, pues si he sobrevivido al apetito extremo de vivir en la orilla de la orilla es justamente gracias a ese salvoconducto. ¿Qué otra cosa es la vida de un narrador, sino mera coartada para narrar? ¿Qué gracia, al fin, tendría emplearla en otra cosa? ¿Cómo podría salvarme sin disolverme?

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23 de noviembre de 2008
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La América de Avedon

Los dos rostros miran hacia la Casa Blanca desde que empezó el último tramo de esta carrera, las convenciones nacionales de los dos grandes partidos que nombraron candidatos a John McCain y Barack Obama. Estarán ahí, orientados hacia la mansión desde la esquina suroeste, hasta pocos días después de la toma de posesión del nuevo presidente, el 20 de enero, y luego partirán de viaje por otras ciudades de la ancha geografía norteamericana. Su instalación en lo alto de la fachada del viejo edificio decimonónico está pensada para cualquiera de las dos eventualidades electorales: a un lado, Ronald Reagan, el presidente del nuevo comienzo conservador, cuya herencia se da ahora por clausurada; y en el otro, Barbara Jordan, la afroamericana que consiguió hacer carrera de abogado y de parlamentaria en la sudista Texas, y se convirtió luego en la primera congresista negra elegida en el Sur. Ambos interpelan al nuevo inquilino de la Casa Blanca desde dos meses antes de que se conociera su nombre. Al final, esta conversación de imágenes no ha tenido como interlocutor al republicano John McCain, el soldado de Reagan derrotado en la contienda del 4 de noviembre, sino al demócrata Barack Obama, el heredero de Barbara Jordan.

Esos dos rostros anuncian una exposición fotográfica de las que marcan una época. Se trata de los Retratos de poder, de Richard Avedon (1923-2004), una gran antológica en la Corcoran Gallery en Washington, en la que se recogen varias colecciones de este gran fotógrafo y retratista norteamericano desde los años cincuenta hasta la campaña electoral de 2004. Ahí están los rostros de quienes más han contado en EE UU en los últimos 50 años, captados por la subjetividad de la mirada fotográfica e incluso por la subjetividad de la selección.

No hay una simple moralidad en la colección de esas caras fuertemente expresivas que miran a veces duramente al visitante, a veces hasta la caricatura o la radiografía mordaz. Tampoco hay estricta jerarquía ni orden, pero sí una fuerte intención narrativa. De hecho, Retratos de poder es una narración visual de la América que quedó dividida desde los sesenta tras la lucha por los derechos civiles, la oposición a la guerra de Vietnam y el efecto de la contracultura en las costumbres de los norteamericanos. /upload/fotos/blogs_entradas/avedon_travis_y_carol_med.jpg

La anti-América atacada por la candidata republicana a la vicepresidencia, Sarah Palin, y a la que ha tachado de socialista y urbanita, está muy bien representada, como lo está la de la propia gobernadora de Alaska, la América rural de las tres ges: guns (armas), God (Dios) y gays (oposición al reconocimiento de los derechos de los homosexuales). También está ahí la tercera América que pugna por reconciliar y superar a las otras dos, y que tiene un momento especialmente mágico en la corta etapa de John Kennedy.

Esa tercera América es también la que quiere revivir Obama, y de ella el fotógrafo pudo recoger las huellas en los rostros envejecidos de los supervivientes, 30 años después, en un episodio crucial de la exposición titulado Exilios. La corte de los Kennedy y el final del siglo americano, de 1993, encabezada por una cita del propio Avedon: "Los Kennedy y la gran cantidad de gente que ellos atrajeron estaban llenos de promesas y orgullo, y tenían un respeto por la inteligencia que yo no he vuelto a observar nunca más en la política americana. He viajado a través del país para fotografiar a los hombres y mujeres de esta época que sobrevivieron, gente de mi generación en su mayoría que por un momento tuvo fe en el poder".

Muy pocos siguen vivos de todos aquellos que Avedon fotografió en 1993. Uno de ellos es el congresista demócrata negro por Alabama John Lewis, dirigente en los sesenta del movimiento por los derechos civiles, que ha jugado un papel destacado en la campaña electoral, primero apoyando a Hillary Clinton, y después, a Barack Obama. La época de Avedon tiene unos hitos propios, quizá mejores, más expresivos que los que marcan el periodismo o la historiografía.

Al principio está la foto de Charles Chaplin de 1952, tomada cuando decide partir de EE UU, donde la fiebre del macartismo le hace la vida imposible. Chaplin, con ambas manos sobre la cabeza y los dedos índices como si fueran cuernos, hace un mimo del diablo mientras ilumina la foto con su sonrisa inconfundible. Y el recorrido queda cerrado por una contraposición elocuente y bien viva. Frente a frente, Karl Rove, el maquiavelo de Bush con rostro de falso bonachón, y Barack Obama, serio, austero, joven: el nuevo presidente. Rove fue el artífice de la victoria de Bush en 2004. Obama, el autor del discurso a la Convención Demócrata que nombró a John Kerry como candidato en el mismo año.

Avedon murió con 81 años, un mes antes de aquellas elecciones, mientras trabajaba en esas fotos, las últimas que hizo, que aparecieron en The New Yorker como un trabajo inacabado bajo el título de Democracy. Avedon no podía ni siquiera intuir que en la siguiente campaña presidencial, la que él ya no viviría, un Karl Rove retirado de la política activa haría de brillante comentarista electoral, mientras que Obama sería el candidato demócrata. En la gravedad recogida por el retrato en color del presidente, entonces en campaña para obtener un puesto en el Senado por Illinois, y en la mueca grotesca en blanco y negro de Rove, el fotógrafo supo captar el aire de la época que se avecinaba. /upload/fotos/blogs_entradas/avedon_obama_med.jpg

La reacción de Rove al ver la foto fue un verdadero homenaje al artista: "Avedon era un snob elitista que quiso molestarme deliberadamente. El retrato es ridículo, estúpido, insultante. Me presenta como un idiota completo". Tenía razón y lo demostrarían las siguientes elecciones de mitad de mandato de 2006, en las que los republicanos sufrieron una escocedora derrota, preludio de la sufrida ahora por McCain, y condujeron a Rove al periodismo.

El nudo argumental de toda la instalación está entre dos grandes murales enfrentados, considerados por la crítica como las mayores obras de arte de Avedon. The Mission Council es un mural coral donde están fotografiados de cuerpo entero el equipo civil y militar de la embajada norteamericana en Saigón, 11 diplomáticos, los asesores nombrados en 1964 para ayudar al Gobierno anticomunista del Sur en su guerra contra el Norte. Hay un hueco en la foto que no es inocente: el director de la antena de la CIA en Vietnam del Sur, Theodore Shackley, buscó una excusa para evitar ser fotografiado. Probablemente era el hombre más poderoso en el país asiático, y Avedon no quiso que su ausencia quedara sin subrayar.

En el otro muro, otra foto del mismo tipo, los ocho de Chicago, el grupo de izquierdistas que organizó las protestas contra la guerra de Vietnam durante la Convención Demócrata del verano de 1968. Paul Roth, responsable de la exposición y director de fotografía de la Corcoran, señala que con esta obra el artista "simboliza la criminalización de los disidentes" mediante el uso de la foto frontal policial, mientras que en The Mission Council "subvierte el homenaje del retrato oficial, antaño uno de los gajes del poder del Estado".

El visitante se encuentra, antes de llegar a este espacio de confrontación, con una foto clásica, pieza obligada en toda historia de la fotografía. Es el rostro del centenario William Casby, el último norteamericano nacido en esclavitud. La foto es de 1963, cuando Barack Obama tenía dos años. Dentro de una serie de fotos en las que la voluntad de poder desborda en la expresión del rostro, no tan sólo de los políticos, sino también de los artistas y escritores, la faz sagrada de Casby muestra la ausencia de pulsión de poder, el rostro del desposeído absoluto.

Está en una línea de puntos que recorre toda la muestra: Marian Anderson, la primera cantante negra que cantó en la New York Metropolitan Opera, fotografiada en 1955, el mismo año del acontecimiento; el escritor James Baldwin, coautor con Avedon del libro Nothing personal ("una polémica fotográfica sobre el racismo", según el retratista); o los ya mencionados Barbara Jordan y John Lewis; hasta ese Barack Obama de la clausura, cuya fuerza expresiva Avedon supo ver tan prematuramente.

Además de un gran artista, en la línea de los grandes pintores retratistas, Avedon fue un militante por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam. Participó en las protestas e incluso pasó algunas horas en los calabozos de la policía. Pero sus fotos van más allá de la ideología. En los rostros de muchos militantes izquierdistas de esta época supo captar, por encima de sus convicciones, las mejores y las peores pulsiones. Pero lo mismo sucedía cuando fotografiaba a gente del otro lado.

Sus fotos vietnamitas son los retratos más duros de toda la exposición: el poder se traduce allí en violencia, grabada en el fuego del napalm en algunos casos. No está únicamente en los rostros, también en la fuerza expresiva de la época. Hay una alegría a veces desafiante y salvaje en algunas imágenes iniciales, en el momento de la eclosión: los poetas Allen Ginsberg y Peter Orlovsky, despojados de ropa y abrazados; el desnudo exhibicionista y arrogante de Nureyev; o el rostro borroso y enigmático de Malcolm X. /upload/fotos/blogs_entradas/avedon_maolcom_x_med.jpg

Hay también elipsis extraordinarias, que no responden a error alguno, sino meramente a que el interés del artista así lo ha determinado. No hay foto, por ejemplo, de Richard Nixon, pero está su secretaria, la mujer aparentemente anodina y desconocida que, siguiendo sus instrucciones, grabó las conversaciones que llevarían a la perdición del presidente. Tampoco están Dick Cheney, Bill y Hillary Clinton o George W. Bush. Ésta no es una muestra exhaustiva sobre las élites políticas norteamericanas, sino una muy intencionada selección de la obra de un artista. No se trata, en realidad, de retratar a todos los poderosos, sino de captar el poder de los rostros a través del interés que suscita cada personaje en el fotógrafo.

Además de las confrontaciones explícitas -los retratos instalados de forma polémica uno frente a otro-, las series se hallan magnetizadas por la polarización de ideas y costumbres. Dos fotos de la serie Democracy lo expresan con nitidez. De una parte, ahí están posando en su retrato de familia Travis Mair, mecánico de coches, con su esposa Carol, ama de casa, y su hija Mackinze, sin olvidar el fusil que sostiene la mujer, con un chupete en un dedo y el bebé en brazos; la hizo en Winnemucca, Nevada. De la otra, otro retrato de familia, indiscutible pero discutido: Russ Irwin Porter, director de la Harvard School of Public Health, y Christian Schlesinger Porter, maestro de escuela elemental, casados y con su hija Nina; se hallan en Jamaica Plain, Massachusetts.

El poder de los rostros también es político, sin duda. Y esto lo saben bien quienes se dedican al marketing electoral. Pero los rostros requieren de otro poder para que aflore, más informal pero quizá más profundo. Es el poder de la mirada artística, esa autoridad que consigue sentar a un personaje ante la cámara para someterlo a la fuerza de unos ojos escrutadores y una capacidad de expresión desbordante. Esa potente mirada del fotógrafo se decanta claramente a lo largo de la muestra. Aunque es evidente su ambivalencia, que la convierte en válida para la eventualidad de cualquier resultado electoral, el argumento narrativo es todo entero de Obama, para su campaña y su victoria.

Eso está en la cabeza de Paul Roth, el antólogo, pero también en los ojos y cerebro de Avedon, en su trayectoria como artista. Estados Unidos estaba en guerra civil, tal como ha explicado el columnista de The New York Times Tom Friedman: ahí están las trazas, los rostros, las muecas, el dolor y la arrogancia de la guerra fratricida. Y ahí están también las señas, los indicios, de que esta guerra va a terminar, y de que acabamos de ver el 4 noviembre cómo, de hecho, ya ha terminado con la llegada de Obama a ese ala oeste que contemplan los ojos congelados de Ronald Reagan y de Barbara Jordan desde lo alto de la Corcoran Gallery.

Texto y fotos de Avedon, publicado en El País Semanal, el domingo 23 de noviembre de 2008.

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23 de noviembre de 2008
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