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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Gesualdo Bufalino por Vila Matas

Gesualdo Bufalino. Fuente: zam.it Lo mejor que he leído este fin de semana: la semblanza que hace Enrique Vila Matas en "Babelia" a ese escritor enorme, enormísimo, que fue el italiano Gesualdo Bufalino. Como muchos saben, Bufalino fue descubierto cuando era un maestro jubilado pasados los 50 años, por Leonardo Sciascia. Luego de leer unos párrafos suyos en un libro de fotografías de Comiso, le pidió algo escrito. Bufalino le mandó su novela inédita, escrita décadas atrás, tiulada Perorata del apestado. Pero lo hizo con una advertencia:Le puede prestar el manuscrito, dice don Gesualdo, pero desaconseja por completo su publicación. Y a la pregunta de Sciascia de por qué tantos secretos y problemas, dice que considera que existen escrituras morales que se deben hacer públicas, pero que ése no es precisamente el caso de su Perorata, novela que le parece simplemente una operación de baja lujuria, una especie de interminable y falsificado chisme sobre sí mismo, destinada, por tanto, a una utilización estrictamente privada. Asegura además el profesor Bufalino sufrir lo público como si fuera un baldón, un sentirse "tan desnudo y humillado como si estuviera delante de una uniformada comisión médica militar". Y a todos esos penares les da el nombre de síndrome de Wakefield, tomado de aquel personaje de Hawthorne que abandonó su propia casa para irse a vivir a la de enfrente y espiar desde allí -invisible y cabe suponer que dichoso- la vida de su propio hogar. A ese síndrome de Wakefield, dice don Gesualdo, habría que añadirle un completo rechazo del sentimiento de protagonismo y una gran pasión por perder siempre en todo. Hasta en el ajedrez -al que ha jugado desde niño- prefiere adscribirse al llamado juego del autómata, que consiste en obligar al contrincante a vencer a pesar suyo.La novela se publicó, con enorme éxito de ventas en Italia. Luego se traduciría a decenas de idiomas, entre ellos el castellano (Anagrama en España y Norma en Colombia). No fue tan vendedor en castellano, según me decepcioné después. Vila Matas cuenta su primera lectura:Recuerdo haber leído Perorata hacia 1983, en Mallorca, en una casa junto a un parque que no tenía, por cierto, nada de glacial. La leí en un verano muy caluroso y en la histórica primera edición de Anagrama, en la valiosa traducción de Joaquim Jordà, que debió de luchar a fondo con las dificultades de trasladar al castellano el brillante estilo barroco del autor; un estilo que da tenso cobijo a una historia de fragilidad, enfermedad, delirio y muerte: "Sólo por esto yo me había salvado de la guadaña: para prestar testimonio, cuando no delación, de una retórica y de una piedad. Aunque ya supiera entonces que preferiría permanecer callado y llevar a lo largo de los años mi perorata al seguro debajo de la lengua, como un óvulo de reserva...". Esta historia de fragilidad y miseria mortal surge de la experiencia autobiográfica de Bufalino en un sanatorio de Palermo en los años cuarenta, después de la guerra, cuando la tuberculosis mataba como en el siglo XIX. Es cierto que Thomas Mann había tratado el tema, pero la experiencia vital de Bufalino fue radicalmente distinta. Destaca en el libro la paradójica exuberancia de la voz terminal que narra y la emocionada inteligencia con la que son tratadas la degradación de la vida y de la historia, la curación vivida como culpa y deserción, y el mundo visto como un sanatorio que sería tanto un lugar de amparo y de hechizo como el eco siniestro de la desdicha más infinita.El éxito en Italia hizo que se destapará la olla Bufalino. A Perorata del apestado le siguieron una serie de novelas, cada vez mejores (o de la misma calidad, que ya es demasiado), incluyendo sus aforismos (El Malpensante, libro de culto e imperdible) hasta llegar a esa genialidad divertidísima titulada Tomasso y el fotógrafo ciego. Pero la celebridad le cobró caro al escéptico don Gesualdo. Así reflexiona Vila Matas a raíz de ese malentendido que es la fama literaria:(...) la literatura es una sinfonía de cuervos, hoy perdidos en el mafioso centro de la selva fúnebre de su industria. Con tal estado de cosas, nada tan comprensible como un escritor de gran talento anunciando la semana pasada que se va: "Fui atrapado por todo este engranaje editorial, por todo este mundo que no podía imaginar cuando publiqué mi primer libro". La reciente decisión de Lobo Antunes me recordó el día en que Bufalino, tras haber publicado varios libros después de Perorata, decidió regresar al silencio y habló del paisanaje cargante que había visto circular por la pista de su aventura siniestra. "No quiero seguir entre esos miserables, esa gente es terrible", afirmó después de que se armara en Italia un ingrato conflicto por un premio que le había sido otorgado. Para entonces, el panorama para Bufalino se hallaba ya saturado de resentidos o de simples estúpidos. Y aquélla fue la gota que desbordó su paciente vaso. "No debí nunca acceder a publicar", debió de pensar el escritor. Y su decisión de apartarse fue el comienzo de "una vida desnuda, un círculo de días previstos, ya para siempre a las puertas de la noche", pero también el sabio retorno a una escritura en sigilo, y en el fondo el regreso a una vida mucho mejor. Si venía de convivir con un orfeón de cuervos, ahora al menos recuperaba el encanto de las mañanas. Volvían las rosas, el café, el sol, la ventana abierta, el sueño de no haber publicado nunca, la alegría del inédito.



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16 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sólo un muerto más

Ramiro Pinilla
Tusquets Editores

 

Desde luego hace falta tener la mano muy suelta - y el ánimo libre de pesadumbres tan ociosas como el miedo al qué dirán- para atreverse a plantear en plena España de los años setenta una propuesta literaria como  Sólo un muerto más. Se recordará que en aquella época aún imperaba en España una gran preocupación por la verosimilitud. La literatura debía ser un reflejo de la vida y si acaso alguien se salía de la norma siempre se le podía neutralizar con el exorcismo de la etiqueta: "surrealista", "de vanguardia", "experimental", lo que fuera con tal de conjurar todo peligro de desfachatez, descaro o inventiva que cualquier mente creativa pudiese urdir para sobresalto de las buenas conciencias. Y si ello es válido para los juicios que merecía el estilo en general de una novela, detrás venían los fanáticos desenmascadores de prácticas tan nefandas como el laísmo y elqueísmo, los crucificadores del adjetivo al desgaire o los guardianes de las cosas como deben ser (también  "como Dios manda"...).

                A lo que parece Ramiro Pinilla escribió esta novela a mediados de los años setenta y la guardó en un cajón sin ninguna razón espec ial, o por la misma (sin)razón que le llevó, después de ganar el premio Nadal de 1960 con Las ciegas hormigas,  a desaparecer sin dejar más rastro que Seno, semifinalista del premio Planeta de 1971. Tras estos logros que bien hubieran podido lanzar definitivamente su carrera, Ramiro  Pinilla se sumió en un empecinado silencio de casi treinta años de duración. Después se sabría que no había estado ocioso durante ese tiempo porque en  2004 se descolgó con La tierra convulsa, primer tomo de una monumental (y excelente) trilogía titulada Verdes valles, colinas rojas. Además escribió, entre otras cosas, este Sólo un muerto más que, fiel a su forma de gestionar su producción literaria, no había dado a conocer ahora, totalmente a destiempo y plenamente a contracorriente, pero conservando íntegra una frescura lozana y rayana en la desvergüenza.

                Véase si no, y de forma muy sucinta, en qué consiste la propuesta: en 1945, y con el desorden de la guerra civil todavía en la mente de todos, un librero de Getxo llamado Sancho Bordaberri decide darle un giro audaz a su (calamitosa) producción literaria. Siendo un devoto de Hammet, Chandler, Cain y demás gurús de la novela negra, y sabiéndose un mediocre imitador del género que encumbró a todos ellos, Sancho el librero se dice obligado a dar un paso adelante y en lugar de escribir cómo decide encarnarse en. Y así es como irrumpe en las calles de Getxo el detective Samuel Sam Esparta, émulo indisimulado del mítico Sam Spade.

                Haciendo caso omiso de las miradas de mudo reproche de su madre, que en su día cedió a regañadientes el mejor traje de su difunto esposo para que le fuera adaptado al hijo, y soportando con estoicismo la incomprensión general ("¿Es que vas a misa?", le preguntan sorprendidos los getxotarras cuando le ven entre semana vestido con traje, camisa, corbata y sombrero) el incombustible Sam Esparta se lanza a desentrañar un horroroso crimen cometido en la playa de Getxo antes de la guerra y que continúa impune.

                Como mandan los cánones del género, el investigador es un pelma entrometido, un fisgón dispuesto a remover unos hechos del pasado que, al igual que otros  muchos sucesos dolorosos ocurrido antes, durante y después de la guerra, todos parecen deseosos de olvidar.  Menos él,  el encorbatado  propietario de la librería Beltza. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene tratar de desentrañar  la verdad a estas alturas? También como mandan los cánones, a Sam Esparta las fuerzas oscuras le sacuden a conciencia y hasta tiene una empleada, la fiel y desmañada Koldobike, a la que obliga a disfrazarse y ejercer de secretaria con el pelo teñido  de rubio y una falda tubo que la deja sin respiración.

                Y, por raro que parezca, si el binomio Sancho Bordaberri/Sam Esparta provoca al principio toda clase de cortocircuitos a costa de la dichosa verosimilitud (tanto en el lector como entre los habitantes del pueblo), unos y otros acaban por aceptar con toda sencillez las andanzas y tropiezos  de ese curioso detective que no distingue entre vida y narración porque - y éste es el paso adelante que trata de dar en su carrera literaria - investiga porque quiere conocer la verdad acerca de aquello que está escribiendo. Y es en ese juego de espejos entre "realidad" y "ficción" donde surge la fuerza narrativa desenfadada y desinhibida  que engancha desde el primer momento y se va desarrollando con idéntica frescura hasta el final. Cada vez que el presunto detective se presenta ante un paisano diciendo ser Sam Esparta, el interlocutor lanza una significativa ojeada a su atuendo y dice: "Eres Sancho, el de Beltza". Después de lo cual, y unas vez clara las cosas, el interrogado entra en el juego de  los espejos y entre equívocos, palizas y falsas pistas, la verdad y la novela acaban configurando una realidad incuestionable.



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16 de marzo de 2009
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Música, teatro y cohesión social

Lo interesante del vínculo que se diera entre tragedia y música reside para el problema que vengo planteando, en si la dimensión de cohesión social atribuible al teatro, sería extensible a la música. Tendríamos un elemento suplementario para apostar por la música como una de las variables que configuran ese ámbito regido por la ley al que responde el concepto mismo de ciudad. La música sería indispensable ingrediente en la forja de espacios como ese teatro griego, en el que convergían ciudadanos de todos los estamentos, y en el que concretamente los campesinos reconocían el espacio propio de su espiritualidad.

Piénsese por contraste en esas sociedades literalmente quebradas, por ejemplo en entrañables ciudades de América Latina, donde las clases sociales europeizadas viven en barrios aislados y villas cercadas, tanto en razón de amenaza real como de la inevitable paranoia, compartiendo referencias culturales o festivas vedadas absolutamente a una población reducida a la indigencia y a la que todo ha sido arrebatado, incluidas en primer lugar las formas auténticamente festivas de su cultura, las cuales en algún caso llegaron a ser compartidas por la entera población, como resultado que eran de un fértil mestizaje.
Como resultado de este auténtico apartheid, en las capitales de muchos países de América perduran espacios para conciertos de eminentes pianistas, pero sólo el fútbol constituye la referencia espiritual para los niños de los inmensos suburbios, para esos hijos de los que, abandonando el medio rural, han sustituido la cabaña de arcilla o madera y la convivencia con lamas o vacas por la chabola de bidón infectada de ratas. En estos paisajes, amenizados (¡eso sí!) a intervalos por la parabólica, dónde los niños se ven abocados a los ocho años a la condición de pirañitas, no cabe fiesta ni rito. Pero sólo por una radical ceguera pueden los privilegiados sentirse narcisísticamente próximos a los valores de una Europa tan aséptica como mirífica; Europa que a sus ojos laboraría en orden y tendría en Mahler una referencia compartida.

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16 de marzo de 2009
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El mejor toque personal

Una de estas empresas de autopublicación de Estados Unidos, Autor Solutions, llegó a editar el año recién pasado 13.000 títulos por encargo, y ahora ha comprado a su rival, xLibris; los catálogos combinados de ambas llegan así a los 20.000 títulos, con los que superan seis veces al de Random House, uno de los gigantes editoriales de Nueva York. Blurb, otra de estas compañías de libros por encargo, ha crecido en pocos años desde 1 millón de dólares en facturación, a 30 millones. Y lo que ofrecen es un producto profesional, presentado como cualquier otro de una gran editorial: impresión impecable, papel selecto, portada atractiva.

En tiempos de grave crisis, y cuando todo el mundo mide con cautela sus riesgos, las empresas de autopublicación han dado en el clavo al explotar un sentimiento que abarca a mucha gente, y es el de ver su nombre inscrito alguna vez en la tapa de un libro. Un sentimiento que tiene un precio, pero que miles se hallan dispuesto a pagar para dejar de ser autores inéditos. Poetas, novelistas, ensayistas. ¿Por qué no tener uno o dos libros inventariados en el currículo, o colocados de manera casual sobre la mesa de la sala en espera de la visita de los amigos, o enviarlo como regalo de cumpleaños? No puede pensarse en un toque más personal.

Un libro que sale al mercado de esta manera, puede aspirar a vender un promedio de 150 ejemplares, y alguna vez puede ser la puerta abierta al estrellato y a la fama, como en una gran lotería. O también es posible que la edición entera se quede en el desván o en el garaje de la casa.

 

 

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16 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Droga dura

La Muerte toral, la mortandad de esta Gran Crisis, transforma a la Vida (con mayúsculas) en un producto de primera necesidad (de rabiosa necesidad)  ya dentro de los circuitos del mercado, se vuelve el producto que más publicidad convoca. 

Con la gran Muerte próxima -decía Freud a propósito de la primera guerra mundial- "la vida se hace de nuevo interesante; recibe de nuevo su pleno contenido". Tiene un precio cada vez superior.

 Lo decisivo en fin es que este sistema mortal, a través del bucle de la crisis y su metáfora de tercera guerra mundial,  vuelva a ser creíble porque tenga algo realmente interesante que ofrecer y será rico porque brindará a través de sus manos - bien lavadas o sustituidas mediante injertos felices- el máximo objeto innovador: la vida de colaboración y no de competencia cruel, la vida de cooperación y armonía que la Naturaleza unos años antes se ha encargado de hacernos ver y degustar. La vida del mundo, la tuya y la mía, como droga dura.



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16 de marzo de 2009
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De profundis clamavi ad te

Cuando esta semana me acerqué a la casa de mis vecinos para que su perro me sacara de paseo, lo encontré renqueante y menguado. Nadie había y nada pude averiguar. En los primeros minutos no alcanzaba a mover los cuartos traseros que arrastraba como si no formaran parte de su cuerpo. Poco después recuperaba fuerzas y hemos podido caminar hasta el almendral, unos cientos de metros. El bicho, un podenco canario bien dotado para el drama (en ocasiones imita a los reales cazadores y hace la parada con el hocico muy elevado sólo por darme gusto), es un tenorio al que no dejan salir solo porque si no se le distrae se lanza sobre las hembras del valle y me las preña de dos en dos. Son perras de alcurnia, nacidas en Edimburgo, y sus amos desfallecen cuando las pobres paren los rompecabezas que genera el podenco.

Hoy no pudo lanzarse a la génesis caótica, pero este alma de Dios es incapaz de quejarse. Parece partido por un rayo y a pesar de ello se arrastra la mar de alegre, ladra con simpar jovialidad y se le ve dispuesto a hacer diez kilómetros en busca de gazapos. A los pocos minutos estaba derrengado y pedía disculpas alzando las orejas como nosotros las cejas. Antes dije "alma de Dios" y no me arrepiento. Escribió Camus famosamente que el dolor de un niño es sobrada razón para olvidar a Dios. O no lo hay, o uno no puede tomar café con semejante entidad. Yo agregaría que el dolor del podenco nada añade al argumento de Camus, pero sí algo de irritación contra los publicitarios de la divinidad. Os lo digo en serio: que se la confiten.

Cuenta Bábchenko (Galaxia Gutenberg) que en Grozny, durante la lucha puerta a puerta, vio cómo los nacionalistas chechenos degollaban a unos cautivos rusos y lanzaban sus cabezas por las ventanas haciendo grandes burlas y risas. Cuando sus camaradas recuperaron el edificio constataron que con la sangre de los acuchillados aquellos creyentes habían escrito sobre el muro: "¡Alá es grande!".

Quienes aman a Dios, pueden pasar apuros. Se te quedan mirando con aire de decir: "Perdona, pero yo no tengo nada que ver con ESE".

Publicado el sábado 14 de marzo de 2009.

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16 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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BEBER, COMER Y POESÍAS EN EL "SEX-SHOP"

 

La vida está llena de paradojas. El Madrid sufriendo y yo quemándome en el Caribe. Se me ocurrió seguir la estela de Colón para encontrarme con el revolucionario de la cocina, el mago experimental que es Ferrán Adriá, mucho más que un cocinero. No basta con ser el primero. Hay que parecerlo, viajarlo y difundirlo. La estrella de la cocina pasa gran parte del año cobrando por su marca. Gana más dinero por hablar sobre su arte que por realizarlo. Su reino traspasa su restaurante. Su carisma, su atropellada manera de hablar, su discurso cercano, sus sueños convertidos en realidad los vende mejor que sus famosas espumas. Un genio. Un largo viaje para brindar con vino de La Mancha, servido por Zamarra y transformado por un marqués que sabe más que Julio Iglesias y Miguel Boyer juntos, pero no revueltos. Una excursión para comer un cocido que llegó de Canarias para seguir llamándose Sancocho. Una incómoda navegación para saborear un plato de fabada venido desde Prendes. Los ricos encumbran a Adriá pero regresan a las fabes. Vanguardia o retaguardia, la élite de los cocineros es la nueva clase vip de nuestra cultura en el exterior. Emergentes internacionales, compitiendo con un arroz de Dénia o con unos cuchillos de cortar jamón. Dentro de unos días, el Mesías del nuevo mundo, Barack Obama, antes de haber recibido a Zapatero recibirá a Leoncio, macarra de ceñido pantalón, simpático, greñudo y campeón cortando jamones ibéricos. Un gran paso para los jamoneros patrios. Un futuro incierto para los cerdos españoles y sus humildes consumidores. Cuando el Imperio descubra el ibérico, volveremos al serrano.

De la cocina a la poesía. De los pucheros al sexo. Del armario a la terraza, ése ha sido el camino poético de Álvaro Pombo. Hace tiempo salió del armario y ahora, desde su terraza, enseña sus amores en parques y jardines, bajo cúpulas elegantes o en tabernas de dudosa fama. Español que se queja, que añora lo que no tuvo: "Nos educaron las cañas de tinto los cardos borriqueros / Y aquel fervor iluso de Cernuda en nosotros resultó intransitiva elocuencia".

De poesía y sexo, de profesores de filosofía que se esconden en cabinas de sex-shop, de poetas homosexuales, del uso del vibrador, de las cuentas que dejan los poetas con el alquiler de películas porno, de eso también trata el más elegante premio de poesía, el Loewe que recibió Cristina Peri Rossi. Hemos pasado de la sexualidad oculta al orgullo de contarlo. En verso o en prosa. En la introducción de Sanz de Soto a los cuentos de Ángel Vázquez se recuerda que a Jane Bowles lo que le gustaban eran las vendedoras del zoco. Y Vázquez confiesa que lo suyo eran "militares ya maduros y sin graduación, curas a la española, barrigudos y catetos y los que riegan las calles de noche, encapuchados en sus uniformes amarillos". Café para todos. -

 



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16 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La estimulante desesperación de Bacon

A Francis Bacon le gustaba recordar que el otro Francis Bacon, el ilustre humanista inglés, era un antepasado suyo y que nada admiraba tanto como la mentalidad desprejuiciada del Renacimiento. Y a su modo Bacon tuvo, en efecto, algo de artista renacentista en una época en la que, sin embargo el ideal del Humanismo parecía destrozado para siempre.

La contradicción era insuperable. Bacon reconocía la maestría de Piero Della Francesca o Durero pero aún era más evidente para él el dominio del caos, al que consideraba al gran protagonista del siglo XX, una centuria de guerra y brutalidad que negaba rotundamente las ensoñaciones utópicas de su pariente, el autor de La Nueva Atlántida.

Este fervor imposible de Bacon por el Renacimiento puede conducirnos al que a mí me parece el más claro precedente del pintor, ese viejo Miguel Ángel del Juicio Final que tras sentir la fascinación florentina por la belleza física expresa el horror corporal y que no duda en autorretratarse patéticamente en el pellejo de San Bartolomé. Si observamos este autorretrato, sus facciones sin carne, su distorsión virulenta, su mirada perdida en medio del naufragio, podríamos apostar que Francis Bacon esta ahí casi entero con siglos de anticipación.

Es verdad que, más cercanos en el tiempo, están los surrealistas a los que sigue en su desprecio por la realidad aparente o los expresionistas, de los que aprende la violencia de la mirada y del trazo, o Picasso, sobre todo el Picasso cubista, que le revela una nueva arquitectura corporal, o Munch, cuyas máscaras hace suyas, o Goya, el más confesadamente próximo, en especial tras la revelación de las Pinturas Negras o, desde luego, Rembrandt, cuya Lección de anatomía será llevada hasta las últimas consecuencias. No obstante, tal vez ninguna obra como el autorretrato descarnado de Miguel Ángel nos sugiere con tanta fuerza sintética la doble faceta de sacrificador y de sacrificado que Francis Bacon se exigía en su pintura.

Naturalmente las diferencias también son evidentes. La furia sacrificadora del anciano Miguel Ángel procede de su angustia religiosa. El viejo artista ya no puede creer en las resplandecientes ideas sobre la armonía a las que fue introducido en su juventud por los neoplatónicos de Lorenzo de Medici: tras la exaltación del cuerpo ha llegado el momento del sacrificio expiatorio para salvar el alma. En sus esculturas finales Miguel Ángel ejerce al unísono de verdugo y de víctima. El resultado todavía hoy despierta enconadas discusiones por su carácter visionario respecto al futuro del arte.

Anatomías inacabadas, cuerpos troceados. Francis Bacon empieza por donde Miguel Ángel ha terminado. Su arte también está vinculado al sacrificio pero la naturaleza de este sacrificio es completamente distinta. El viejo Bacon, según propias declaraciones, lo último que espera es salvar un alma en la que nunca ha creído; el joven Bacon tampoco, previamente, se había hecho grandes ilusiones en medio de la Europa ensangrentada en la que se hace pintor. Su sacrificio, identificado con su arte, es el de un hombre solitario, insatisfecho, que crece entre éxitos profesionales y amores miserables, depredador y presa simultáneamente.

Sin ideales a los que acogerse y sin morales a las que agarrarse el talento de Bacon se dirige a la exploración de la carne. Si sus maestros renacentistas trataban de conseguir los cadáveres de los condenados para estudiar la anatomía humana, para poder así expresar el espíritu a través del cuerpo, como defiende Leonardo, Francis Bacon se abalanza sobre sus modelos para rescatar el caos, que late en su interior. En la excitada desesperación del pintor no hay lugar para el espíritu. El hombre es únicamente caos. Como el sexo, que lo mueve, como la muerte, que lo engulle. Como el mundo, en definitiva.

La reiteración del sacrificio en la pintura de Bacon explica su dependencia casi obsesiva con respecto al motivo de la crucifixión. Desde 1933 pero sobre todo desde Tres estudios con figuras y una crucifixión, de 1944, este tema se va enriqueciendo paulatinamente hasta convertirse en central. También en este caso el artista británico quiere poner en evidencia sus sólidas conexiones con la tradición clásica de la pintura europea. No obstante su Crucificado ofrece una radicalidad sin precedentes por su violencia casi insoportable. Tal vez sólo el Crucificado de Grünewald, con su desasosegante tormento, sea el adecuado antecesor de los de Bacon.

A éste le interesa remarcar la carnalidad violada de Cristo como manifestación del dolor de la condición humana y de la brutalidad de una época cruzada por la guerra, la tortura y el exterminio. El artista mismo se presenta abiertamente como víctima propiciatoria: "Cada vez que entro en una carnicería encuentro extraordinario no estar en el lugar del animal". El Crucificado de Bacon se confunde con el animal colgado sobre el mostrador de la carnicería como si hubiera una ininterrumpida continuidad en el sufrimiento de la carne. Esta perseguida confusión se hace explícita en la célebre obra titulada Painting, de 1946, quizá la más determinada para la consagración del artista al ser adquirida pocos años después por el MoMA de Nueva York: en un Gólgota atrapado en la atmósfera claustrofóbica de una carnicería un buey, abierto en canal, se nos muestra como Cristo en la cruz.

Pese a todo la exploración de la carne, aunque volcada siempre hacia el lado oscuro del ser humano, tiene la recompensa de extraer la belleza sombría del caos. Para avanzar en esta dirección Bacon utiliza, como aliados, los recursos tecnológicos modernos. Frente a otros pintores, que lo juzgan negativamente, adora el ojo frío y neutral de la cámara fotográfica. El pincel, convertido en bisturí, opera quirúrgicamente el cuerpo, lo despedaza para, liberado su caos interno, recomponerlo otra vez. En esa aventura llega un momento en el que al artista no le valen sólo los modelos de carne y hueso. Necesita ir más allá, necesita ver en su interior. Los talleres en los que trabaja Bacon, que siempre reproducen el caos que le obsesiona y magnetiza, acaban repletos de esos retratos de las entrañas, las radiografías médicas -con especial predilección por las dentarias-, que constituyen sus guías para acceder al interior de la carne.

Al fin y al cabo, Francis Bacon es por encima de todo un retratista excepcional que parte, como en las distintas facetas de sus pinturas, de la concepción clásica para demostrar, al final del recorrido, la subversión del cuerpo. No hay mejor ejemplo de este camino singular en la pintura moderna que sus variaciones alrededor de El Papa Inocencio X de su amado Velázquez. Creo que quien quiera comprender, de un solo golpe, la evolución de la visión pictórica europea puede contrastar ambas representaciones. El retrato velazqueño es en cierto modo la culminación del ojo centrípeto del Renacimiento, un ojo deseoso y necesitado de armonía. En relación a él Bacon aparece como un fin de trayecto. Y no obstante hay una belleza enigmática en su laberinto de cuerpos despedazados y en esa mirada, errática, condenada a la dispersión.

 El País, 13/02/2009

 



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16 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otro abrazo de Liza

Brevemente, ya que es de madrugada y estoy por completo descerebrado, para no dejar de dar cuenta de la buena nueva: Liza Minnelli está bien y sigue dando batalla. El domingo por la noche, en el Luna Park de Buenos Aires, bromeó de modo incansable sobre las limitaciones que acarrea la edad y aun así movió su osamenta y cantó como los dioses. (O mejor dicho: como los dioses que renunciarían a su inmortalidad con tal de cantar como Liza Minnelli.)
    Mientras se metía al público en el bolsillo a fuerza de carisma y cantaba esas canciones inmejorables (Maybe This Time, As the World Goes Round, Liza With a ‘Z’, Cabaret, New York, New York) yo no podía dejar de pensar que esa mujer con tantos problemas de salud y tantas cicatrices (de las de quirófano y de las otras) era, más allá de su pequeño físico, Historia viva. La hija de Judy Garland y de Vincente Minnelli, la favorita de Bob Fosse, la amante de Scorsese, la cliente habitual de Studio 54. El vestuario brillante que lució durante el show lo sugería todo el tiempo: esa mujer parecía estar hecha de estrellas.
    Yo crecí amando su voz y sus canciones, por culpa de mi madre que ponía el disco de Cabaret todas las mañanas y murió antes de que Liza visitase este país por primera vez. Cuando en aquella oportunidad le conté a Liza su historia, la mujer hecha de estrellas se levantó de su asiento, dio la vuelta a la mesa y me abrazó. Así que anoche no fue la única noche en que me hizo feliz. Y espero que no sea la última, como sugirió su promesa de regresar y el hecho de que haya modificado la letra de Cabaret, para decir ahora que ella no piensa terminar como la trágica Elsie de la canción.
    Liza Minnelli es un monumento viviente, con acento en la palabra viviente. Siempre fue una fuerza de la naturaleza y lo seguirá siendo hasta su último aliento. Yo podré ser muchas cosas, pero en el fondo me basta –y me bastará hasta que muera- con ser El Chico al Que Liza Abrazó Una Vez en Buenos Aires.



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16 de marzo de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Presidenta

Este texto cierra medio año de trabajo. Otros trabajos y años vendrán a continuación si los hados así lo quieren. Hoy, porque coincide con su aniversario, mi tema es Pilar. No habrá ninguna sorpresa para quien recuerde lo que sobre ella he dicho y escrito en el ya casi cuarto de siglo que llevamos juntos. Esta vez, sin embargo, quiero dejar constancia, y supremamente lo quiero, de lo que ella significa para mí, no tanto por ser la mujer que amo (que eso son cuentas de nuestro rosario privado), sino porque gracias a su inteligencia, a su capacidad creativa, a su sensibilidad, y también a su tenacidad, la vida de este escritor ha podido ser, más que la de un autor de razonable éxito, la de una continua ascensión humana. Faltaba, aunque eso no lo podía imaginar antes, la idealización y concreción de algo que fuera más allá de la esfera de la actividad profesional o que pudiera presentarse como su prolongación natural. Así nació la Fundación, obra en todo y por todo obra de Pilar y cuyo futuro no puede concebirse, a mi entender, sin su presencia, sin su acción, sin su genio particular. Dejo en sus manos el destino de la obra que creó, su progreso, su desarrollo. Nadie lo merecería más, ni siquiera de lejos. La Fundación es un espejo en que nos contemplamos los dos, pero la mano que lo sostiene, la mano firme que lo sostiene, es la de Pilar. En ella confío como en ninguna otra persona sería capaz. Casi me apetece decir: este es mi testamento. Pero no nos asustemos, no voy a morir, la Presidenta no me lo permitiría. Ya le debí la vida una vez, ahora es la vida de la Fundación la que ella deberá proteger y defender. Contra todo y contra todos. Sin piedad, si llegara a ser necesario.



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16 de marzo de 2009
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