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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El reloj

Uno de mis amigos más recientes acaba de regalarme un reloj. No una máquina cualquiera, sino un Omega. Me había prometido que revolvería cielo y tierra para conseguirlo, y ha cumplido su palabra. Se podría decir que cumplir la promesa no debe de suponer dificultades de mayor envergadura, bastaría con entrar en una relojería y elegir entre los diversos modelos, que seguramente habrá para todos los gustos clásicos y modernos, incluyendo alguno que el comprador ni imaginaba. La cosa parece fácil, pero intente el lector encontrar en una de esas relojerías un Omega fabricado en 1922, año de mi nacimiento, y cuénteme luego qué le sucedió. ?Probablemente?, pensaría el empleado, ?este señor está pasado de rosca?. Mi reloj es de los de cuerda, necesita que diariamente le renueven el depósito de energía. Tiene un aspecto serio que le viene dado, creo, del material de que está hecha la caja: plata. La esfera es un ejemplo de claridad que consuela el corazón que la contempla. y el mecanismo está protegido por das tapaderas, una de ellas hermética donde ni la más ínfima partícula de polvo conseguirá penetrar. Lo malo es que el reloj comenzó a causarme problemas de conciencia desde el primer día. La primera pregunta que me hice fue ésta: ?¿Dónde lo pongo?? ¿Lo condeno a la escuridad de un cajón?? Nunca, no tengo el corazón así tan duro. ?Entonces ¿lo uso?? Ya tengo reloj, de pulsera, claro está, y sería ridículo andar con ambos, sin olvidar que el lugar ideal para un reloj de bolsillo es el chaleco, que ahora ya no se usa. Decidí, por tanto, tratarlo como si fuese un animalillo doméstico. Pasa sus días echado sobre una pequeña mesa que hay al lado de la que trabajo y creo que es un reloj feliz. Y, para consolidar nuestra relación, he decidido llevármelo en mis viajes. Él se lo merece. Tiene tendencia para adelantarse un poco, pero ese es el único defecto que le encuentro. Mejor eso que atrasarse. El amigo que me lo regaló se llama José Miguel Correia Noras y vive en Santarém.



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6 de abril de 2009
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Buhoneros de las felicidad

Hará más de 60 años que los humanos topamos con un enigma rotundo. En 10 años los pueblos más civilizados, cultos y ricos del planeta asesinaron a millones de sus compatriotas. Se suele decir que los alemanes liquidaron a seis millones de judíos. Esa es la versión alemana. Lo cierto es que asesinaron a seis millones de alemanes, polacos, húngaros, con la ayuda de los gobiernos francés, italiano, holandés y así sucesivamente. Los pueblos más avanzados del planeta demostraron que ni la riqueza, ni la cultura, ni la civilización son garantía de humanidad. Ni mucho menos de sensatez.

La resaca fue considerable. Incontables ciudadanos contrajeron una repugnancia invencible hacia los vendedores de esperanza, fueran estos patriotas, sacerdotes, comunistas, psiquiatras o economistas. El desvío hacia Oriente, además de una frivolidad, fue consecuencia de la dificultad de creer en la esperanza occidental. ¿Qué podías esperar? Las mejores cabezas trataron con ahínco de que nadie se llevara a engaño, sobre todo los estudiantes, masa frágil y maleable. La llamada "filosofía de la sospecha" quiso dar armas de resistencia contra el canto estupefaciente de los tenores y las sopranos políticas y mediáticas. Aparecieron publicaciones destinadas a revelar las mentiras de los diarios optimistas, es decir, corruptos. La televisión era el entierro de la sardina, el espejo de la farsa gubernamental, la esclavitud moral, el analfabeto ufano de serlo.

Han pasado los años. Ya no puedes escuchar al crítico respetable sin tener que apagar la radio por el estruendo publicitario. Imposible ver la tele sin espantarse ante la masacre. Los diarios respiran publicidad, lo que da a esas empresas un poder parejo al del Estado o las finanzas, si acaso difieren. No hay político que no venda nuestro futuro, ni futuro sin traje regional. Sucias mentiras vestidas para la boda. El escéptico ve un mundo en ruinas, poblado por cadáveres joviales.
Por lo menos ahora ya sabe quién gano la guerra: los mayoristas de la droga beata, los gimnastas de la genuflexión divertida.

Artículo publicado el sábado 4 de abril de 2009.

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5 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El álbum de fotos

Una foto vale otra foto. Sin el trío de las Azores y la desenvoltura de Aznar en la reunión del G8 en Canadá, durante la presidencia española de la UE -pies sobre la mesa, puro en la boca- y en Crawford -español con acento tejano- no se habría llegado a estos cinco años de gélidas relaciones entre La Moncloa y la Casa Blanca a las que hoy pone un punto final el encuentro de Praga. Se diría que en estas cuestiones todas las fotos del álbum histórico valen lo mismo: unas siguen y sustituyen a las otras. Las imágenes de estos días entre Londres y Estrasburgo, que recogen los cruces de sonrisas y miradas entre Obama y Zapatero, y las fotos del solemne encuentro que ambos fabricarán esta tarde para todos nosotros difuminarán quién sabe si para siempre el recuerdo cada vez más lejano de aquella colección de imágenes belicistas que suscitó las mayores protestas europeas contra Estados Unidos desde la guerra de Vietnam.

Zapatero y Aznar han sido el haz y el envés de las relaciones entre la Casa Blanca de Bush y La Moncloa, un incendio de cinco años que debiera quedar totalmente apagado a partir de ahora, a menos que por alguna torpeza alguien olvide un rescoldo. Razones para temerlo existen, a pesar de las declaraciones de buenas intenciones de una parte y de otra. El anuncio de la retirada española de Kosovo, pocos días después de que Moratinos diera seguridades a Hillary Clinton de lo contrario, no permite albergar muchas dudas sobre la escasa precisión de Zapatero (esa finezza que Andreotti echaba en falta de la política española) a la hora de modular sus relaciones con Washington. Tenía razón en rechazar la participación española en la guerra de Irak sin la aprobación del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, pero ninguna en mantenerse sentado al paso de la bandera norteamericana en el desfile. También la tenía en defender el cumplimiento de su promesa electoral con una rápida retirada del país árabe, pero iba demasiado lejos al llamar, como hizo poco después en Argel, a que los otros participantes también se retiraran. Finalmente, no hay lugar a dudas sobre la coherencia entre la negativa a reconocer la república de Kosovo y la retirada de las tropas españolas del pequeño país balcánico, pero fueron merecidas las duras palabras que le dedicó un portavoz del Departamento de Estado después del precipitado vodevil organizado para el lucimiento de su ministra de Defensa. Los méritos de Zapatero son evidentes, pero no menoscaban en absoluto los esfuerzos de Aznar, desde que dejó La Moncloa, para erosionar la imagen e incluso la acción de su sucesor en Washington. Con su inglés recién aprendido y niquelado al dejar la presidencia, su sillón en el consejo editorial de News Corporation (la corporación de medios de Rupert Murdoch), su FAES y los numerosos think tanks y columnistas amigos, el antizapaterismo ha ocupado con eficacia temible todos los resquicios de la capital norteamericana hasta el 20 de enero de 2009. Nada pudo impedir, sin embargo, que en noviembre el presidente del Gobierno español entrara por fin en la Casa Blanca con motivo de la reunión del G20 ampliado en Washington para enfrentarse con la recesión mundial e intercambiara unas palabras banales con Bush. Pero Obama ya era el presidente electo y Bush se enfrentaba al calvario de tener que aplicar ante la crisis medidas que iban contra su propia ideología ultraliberal. Es decir, que ni siquiera era ya el momento adecuado para recomponer una relación que jamás pasó del frío cruce de saludos de cortesía. El reproche sobre el desconocimiento del inglés de nuestros presidentes de Gobierno, tan de actualidad estos días, tiene toda la lógica en circunstancias como aquélla, oportunidad fugaz en que Bush recibió a Zapatero en las puertas de la Casa Blanca, que se habría convertido en un arranque de conversación si el presidente español hubiera dominado el idioma de su anfitrión. Pero la historia es una musa tramposa, que ofrece extraños éxitos a veces a quienes menos se los merecen. Aznar no quiso estar en el G20 porque creyó que su apuesta arriesgada y más alta a favor de Bush le llevaría nada menos que al G8. Zapatero, que mostró abiertamente sus cartas con toda la ingenuidad y ninguna prudencia cuando reivindicó una silla en la Cumbre de Washington, ha conseguido al final lo que Aznar tuvo a su alcance y no supo ni siquiera avistar. El presidente popular tenía una visión muy compacta de las relaciones con Washington, en las que España debía convertirse en una especie de Inglaterra del sur, incondicionalmente alineada con la posición norteamericana aun a costa de la unidad europea. Y a Bush y a Blair les convenía, aunque en sus esquemas el encaje de la pieza española fuera más de oportunidad que de estrategia. Obama y Zapatero tienen afinidades ideológicas en cuestiones de sociedad, igualdad de derechos e incluso en algunas cuestiones de estilo político. Pero ninguno de los dos posee, más allá de la simpatía mutua, un diseño claro sobre el significado de las relaciones entre ambos países. Si se atiende a sus palabras, Zapatero le profesa una creciente admiración personal, reforzada en los últimos encuentros y fácilmente confundible con la obamanía, patología política abiertamente incompatible con el debate de ideas y de intereses propios de las relaciones entre políticos y entre países. Además de quitar unas fotos y poner otras en el álbum, poco más se sabe del papel que España deberá jugar en el diseño que justo ahora Obama está esbozando respecto a su política exterior. Zapatero también quisiera, al parecer, una relación privilegiada con Washington, menos pretenciosa, todo hay que decirlo, que la de Aznar, pero no a costa de Europa sino precisamente porque ahora no hay Europa ni se la espera. Lo mejor que se puede decir de las relaciones entre Washington y Madrid es que el buen clima actual es el mejor para empezar a hacer bien las cosas. Pero no basta con decirlo; hay que hacerlo, en vez de darlo por hecho gracias a las afinidades y simpatías mutuas.



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5 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El eterno retorno de García Márquez

Dice Carmen Ballcels que Gabriel García Márquez no escribirá más. Las razones tienen que ver con su salud debilitada; hace años que se dice que habría una novela corta más, titulada En agosto nos vemos, pero por lo visto el proyecto no saldrá a flote. A su paso por Ithaca, Héctor Abad, muy buen amigo de Gabo, especula que habrá más libros, pero que éstos serán, sobre todo, viejos manuscritos.

A estas alturas, ¿importa que García Márquez deje de escribir? Si hubiera dejado de hacerlo en 1985, después de la publicación de El amor en los tiempos del cólera, su reputación como uno de los grandes indiscutibles de la literatura universal no hubiera variado un ápice; hubo cosas buenas en lo que vino después -El general en su laberinto, Noticia de un secuestro--, pero para entonces su reputación estaba consolidada. Si en los años sesenta el "realismo mágico" se hizo conocido por lo lectores de todo el mundo gracias al Boom y a Cien años de soledad, los ochenta mostraron su influencia en escritores de primer nivel, entre ellos Salman Rushdie (Hijos de la medianoche, 1981) y Toni Morrison (Beloved, 1987). La literatura latinoamericana suele ser receptora de las modas narrativas que se originan en otros continentes; la obra de García Márquez es uno de los escasos ejemplos de una forma de narrar latinoamericana capaz de difundirse por el mundo. José Donoso solía bromear que había escuelas de "realismo mágico" incluso en el Tibet.

La influencia de García Márquez fue tanta que tuvo sus aristas negativas: presentó una visión exótica del continente -Macondo como el lugar donde lo extraordinario es cotidiano--, y, para los lectores y editores de otras latitudes, llegó a simplificar la diversidad narrativa latinoamericana bajo el común denominador del "realismo mágico" (la misma obra de Gabo fue víctima de esto, pues muchas de sus páginas no tienen nada que ver con el "realismo mágico"). No fue casual que mi generación, al aparecer en la década del noventa, en un momento de saturación del estilo y de sus imitadores, tratara de distanciarse del modelo. Pero ese distanciamiento tomó también la forma de un homenaje: hay una antología que se llama McOndo (1996), pero no existen similares esfuerzos para con los mundos narrativos de otros escritores del Boom (nadie escribe contra Vargas Llosa o Cortázar).

Hoy todos leen a García Márquez, aunque ya ha pasado el momento cumbre de su influencia. Se ha apagado la estrella, pero a mí se me ocurre que es sólo temporal: la obra de Gabo es lo suficientemente poderosa como para producir nuevos escritores influidos por ella. Así, mientras hoy parecería que todos quieren escribir como Bolaño, seguro hay por ahí, perdido en un país latinoamericano -o europeo, asiático o africano--, una niña o un adolescente que acaban de leer Los funerales de la Mamá grande, y que comienzan a tramar el retorno de García Márquez.

(La Tercera, 4 de abril 2009)



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4 de abril de 2009
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Retornar a la “repetición compleja”

Hemos visto que la responsabilidad de la tecnología en la omnipresencia de la música, como objeto sonoro indeseable, reside en que ha abierto la posibilidad de una repetición mecánica. Pues, obviamente, ello es lo que hace posible que el capricho de un sujeto, o la ciega economía de una institución, pública o privada, perturben el espacio urbano como lo hacen. Conviene, no obstante, enfatizar asimismo un segundo aspecto, tan deplorable quizás como el contaminante, a saber, la intrínseca debilidad, la pusilanimidad, de la música vehiculada por dígitos, cuando se trata de música no generada por la propia tecnología contemporánea.

Al parecer, limitándose a la llamada música clásica (víctima propiciatoria de lo que aquí señalamos), cada mes se enriquece el mercado con más de ochocientas grabaciones. Basta un esfuerzo de memorización del repertorio convencional para darse cuenta de que muchas de estas grabaciones coinciden en una misma obra. ¡Riqueza hermenéutica!, podría pensarse. La cosa no es, sin embargo, segura, puesto que hay mucha probabilidad de que la mayoría de estas interpretaciones estén marcadas por alguna grabación considerada paradigmática, la cual ha podido determinar con tanta más facilidad a los intérpretes cuanto que éstos han tenido la posibilidad de oírla tanta veces como hayan creído necesario.

Pero seamos optimistas. Supongamos que una o varias grabaciones de una obra dada, tienen realmente un interés interpretativo. Para mayor valor de paradigma, supongamos que se trata de una de esas obras que dejan al intérprete una posibilidad amplia de libertad, en razón de que la partitura no está excesivamente cerrada, contrariamente a lo que ocurre en general a partir del siglo XIX (Vivaldi, por oposición a Brahms para entendernos).

Ante la ausencia de excesivas indicaciones, o de la poca precisión de las mismas, el intérprete efectúa un trabajo creativo, que completa de alguna manera el del propio compositor. Es muy probable que, en tales circunstancias, esta interpretación concreta que designaremos con A, refleje, no sólo la visión más ascética del intérprete (que podemos considerar fruto de una aprehensión de la estructura de la obra), sino también elementos aleatorios que forman parte de la subjetividad del interprete, la cual, naturalmente no permanece inalterable ante las circunstancias.

Incluso suponiendo que se trata de un persona de sólida armadura psicológica y poco vulnerable ante las incidencias en lo que se refiere a su trabajo, se dará un grado de singularidad en esta interpretación concreta A; simplemente en razón de que el análisis musical, aunque tienda a expresarse de manera formalizada, no es exactamente un álgebra. Se trata de una modalidad de rigor más próxima a la del análisis textual (en el caso de una poesía, por ejemplo) que a la del álgebra. Es decir: una modalidad de rigor que no implica exactitud.

Para lo que nos interesa, lo que precede supone pura y simplemente que (al menos de tratarse de un intérprete literalmente dogmático, es decir, que se niega a ver los aspectos aleatorios de la partitura que lee) no habrá dos interpretaciones coincidentes. E insistimos en que ello ocurrirá aún haciendo abstracción de la subjetividad del intérprete, de su eventual incapacidad para impedir que las vivencias puntuales se reflejen en su visión de la música.

En resumen: aún sin llegar a "variar la interpretación según mi humor" (desafortunada frase pronunciada por el violinista Fabio Biondi) lo que el intérprete nos transmite en A será (por razones intrínsecas) diferente de lo que nos transmite en una segunda interpretación B. Esto es obvio y, sin embargo, ¿hay alguna condición de posibilidad de que se refleje en el trato concreto que tenemos con la música?

En un universo en el que la música está digitalizada, y siendo los dígitos de elemento esencial del funcionamiento del sistema, no ya cultural sino económico (se ha llegado a decir que un 15% de la economía mundial depende directamente de frutos de la Mecánica Cuántica), el aficionado concreto a la música es casi inevitablemente un repetidor compulsivo de una escucha que tiene como base un objeto sonoro idéntico a sí mismo.

Ello es hasta tal punto inevitable que, precisamente, sólo la multiplicidad de grabaciones puede dar algún tipo de salida a la exigencia de diferencia, diferencia no subordinada a la unidad, repetición compleja (según los términos de Gilles Deleuze). Exigencia que no puede dejar de estar en el alma de cualquier aficionado a la música, e incluso de cualquier ciudadano.

Ha de quedar claro que lo que precede nada tiene que ver con un repudio general de la tecnología. Ya hemos indicado que la parafernalia tecnológica que resulta de las grandes teorizaciones científicas no se daría una notable parte de la gran música de los últimos cincuenta años. Música ésta tanto más interesante cuanto que, precisamente, apunta a esa repetición compleja a la que antes aludíamos y que se haya en las antípodas del uso de las tecnologías como procedimiento meramente iterativo de una música que no resulta de ella; música ésta que (la llamada clásica, en primer lugar) que en la tecnología encuentra una pretendida potencialidad divulgativa, la cual es simplemente una potencialidad de trivializarse.

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3 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Clase XXXV. Una vuelta de tuerca sobre la focalización

Hasta el momento hemos trabajado con los narradores definiendo sus posiciones: como primera o tercera persona, como narrador testigo, protagonista o deuteroagonista... pero ahora vamos a insistir un poco sobre la focalización. Puesto que se trata de la manera en que se posiciona el narrador con respecto al personaje y al hecho narrado resulta indispensable manejar algunos conceptos para entender cómo funciona y qué posibilidades ofrece dicha posición en el relato. Digamos pues para empezar, que la focalización es el ángulo donde se emplaza el narrador para contar la historia. Viene a ser algo así como la «cámara subjetiva» que se coloca tan cerca de un personaje que parece que fuera él quien nos cuenta la historia. En atención a sus posibilidades, y según Gérard Genette, hay tres tipos de focalización: La primera es la focalización de grado cero, y ocurre cuando el narrador tiene amplia libertad para circular en el relato eligiendo su ángulo de visión: tan pronto salta de un personaje como se desplaza hacia otro y cuenta desde una y otra perspectiva. Resulta así completamente insubordinado respecto a sus personajes. Corresponde, como se puede colegir por lo dicho, al narrador omnisciente.

La focalización interna restringe su conocimiento a la mente del personaje o, en palabras de Genette, a la mente figural. Este narrador se ciñe a la observación de una menta figural exclusiva (focalización interna fija) o a la de algunos personajes (focalización interna variable). Un buen ejemplo de ello puede ser la novela «Mientras agonizo», de William Faulkner, de la cual también hablamos cuando nos referimos a los narradores. En ambos casos, la focalización condiciona el relato y lo que se cuenta en él, pues solo vemos el hecho narrativo desde una o unas posiciones limitadas. Finalmente tenemos una focalización externa, posición narrativa opuesta a la anterior por el hecho de que todo lo que se cuenta esta fuera de la mente figural, es decir, el focalizador observa y relata lo que ocurre en el espacio narrativo pero no puede acceder a la mente figural. Es una posición restringida respecto al personaje. Estas tres maneras de encarar el ángulo narrativo muchas veces dan saltos, se entrecruzan y mudan con velocidad, pero básicamente podemos concluir en que los relatos siempre eligen un ángulo desde donde se narra, y este no necesariamente coincide con la visión de los personajes.

 

La Propuesta de la semana:

Ahora vamos a aplicar un poco de práctica a todo esto. Y lo vamos a hacer contando una historia narrada desde distintos ángulos. Una boda. Vamos a contar en pocas líneas la perspectiva de la novia, la perspectiva de la suegra, y la perspectiva del ex novio (que ha sido invitado por pura mala leche) Una de estas perspectivas corresponderá al focalizador grado cero, otra al focalizador interno y otra más al focalizador externo.



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3 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El oro y Dios

En cinco años, el oro ha doblado su valor. Todos los extraños inversores que invirtieron en él en 2004 son ahora el doble de ricos en lo que se refiere a ese patrimonio.

En la especulación con los tulipanes en la Holanda del siglo XVII el delirio llevó a pagar millones por algunos bulbos de los ejemplares más hermosos más raros ¿Una rareza? Efectivamente. Una rareza de la misma clase que la que todavía se mantiene en torno al oro.

Más de dos siglos tratando de hacer de la razón el centro de la cultura humana para observar en este y otros periodos de la historia el imperio sobresaliente de la magia. Que el oro, emancipado en su función referencial del dinero continúe, sin embargo, cotizándose tanto debe atribuirse a una autoridad nacida de las entrañas mismas de la civilización. El oro que recubre a las estatuas de los emperadores, el oro que se balancea desde los cuellos de las mujeres de mayor alcurnia, el oro del becerro de oro, el oro de los Reyes Magos que visitan al Niño-Dios, el oro que recubre los altares mayores de las catedrales en relación directa con el poder del Creador.

El asunto toma así un carácter religioso y alquímico, material y supersticioso, que conforma naturalmente un trazo circular, cerrado y perfecto como un anillo. Un anillo de oro que redondea la explicación cerrándose sobre sí y concluyendo en esa operación onanista el porqué del porqué. Un porqué circular y no habrá pues que darle más vueltas. De la convención, en fin, nace la pasión por el oro, del conciliábulo con el oro nace el dinero, del antiguo templo de Moneta nace a la vez el dinero-moneda y la fe en su omnipotencia, de la conciliación de millones de puntos de vista coincidentes surge el reflejo divino, la carne Dios. El Dios creado por los hombres. ¿O es que todavía alguien cree que fue al revés?



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3 de abril de 2009
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La diputada ‘freaky’

Las electas del PP andan últimamente, las reales y las de ficción, muy levantiscas. Una de carne y hueso bastante atractivos ambos, la diputada autonómica Arantza Quiroga, denunció el domingo pasado en una entrevista realizada por Joseba Elola en El País sentirse víctima de una trama friki, que en el periódico se escribía, según la normativa de estilo ‘ancien régime', freaky. Pues bien, la cabeza de lista por Guipúzcoa y futura presidenta del parlamento vasco opinaba, entre otros asuntos, sobre la nueva ley del aborto, para ella "una insensatez". Quiroga es papista, aunque no más que Benedicto XVI. Se educó en el colegio Eskibel de San Sebastián, perteneciente al Opus Dei, el mismo centro en el que ahora estudian sus cuatro hijos varones. "No soy miembro jurídico del Opus Dei. Pero me gusta cómo forma a las personas". A partir de ahí, su locuacidad no paraba de dar sustos. "Yo nunca usaría el preservativo" (nadie se lo ha pedido, tal vez, y desde luego nadie la obliga); "el preservativo no es la solución. ¿A qué males? La señora Arantza dice respetar las ideas de los demás, pero se queja de que, por decir cosas así, los demás no respetan las suyas. Pretende ignorar que el Papa y la Obra de Dios, si de ellos dependiera, prohibirían, entre otras libertades, la de utilizar el capote, la bonita palabra franco-taurina para el condón. Y remataba así la faena: "Desde que el PSOE está en el gobierno, es difícil decir lo que piensas sin que parezca que eres un freaky. Parece que mi opción de vida es algo a extinguir".

    Yo me sentí freaky una vez dentro del Opus, dentro, para ser exactos, de la morada-madre del Opus Dei en Torreciudad. Sucedió en un viaje que, a cuenta de El País, hice en el verano de 1991, para escribir después mi parte correspondiente de un ‘Mapa de España' literario encargado a distintos escritores. Yo elegí Aragón, y disfruté enormemente conociendo, bien acompañado, esas tierras un punto ásperas pero dotadas de una singular armonía entre la belleza recia de sus paisajes y el refinamiento de sus múltiples obras de arte. La realidad aragonesa también me ofreció en la semana que pasé viajando dos momentos oníricos: uno de ensueño, el otro de pesadilla. El ensueño fue recorrer, como un zombie en un filme de terror español, las calles de Belchite, intactas en su elocuente desolación desde el fin de la guerra civil. La pesadilla, el santuario de Torreciudad, erigido en las cercanías del hermoso pueblo oscense de Barbastro, donde nació el fundador de la Obra, San José María Escrivá de Balaguer. Si el lector de este blog siente curiosidad por saber más detalles de aquel (remunerado) acto mío de frikismo, más intelectual que espiritual, puede entrar en el fichero asociado (al final de este texto) donde se reproduce un largo fragmento del correspondiente artículo publicado en su día, ‘Las ruinas del cielo'. Añado un dato que entonces no pude incluir. Torreciudad es un decorado de horror todo él, gigantesco, opulento, casi vacío en la fecha en que yo lo visité; algo así como el Hotel Overlook en la temporada baja en que lo ocupa Jack Torrance y su familia (en El resplandor, la novela de Stephen King y la correspondiente película de Kubrick realizada en 1980). Hice mi recorrido, hice en un momento dado mis necesidades, escribí mi artículo días después y me olvidé del asunto. No del todo. Me asaltan últimamente sueños hidráulicos asociados a lo que en cierto lenguaje sexual se llama water sports, y los wáteres por donde mi inconsciente navega no son los fastuosos toilets de color rojo que Kubrick hizo construir copiando un diseño de Frank Lloyd Wrigt, sino los mingitorios que la Obra de Dios tiene, con hucha para el óbolo del usuario, en Torreciudad. La conexión fecal del dinero, tan estudiada por Freud y Weber, también salpica, sin protecciones, a los numerarios del Opus.



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3 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La colmena

Amo las filmaciones. Y soy consciente de la dificultad de explicar semejante amor. Para la gente que no está interesada en el proceso, entraña un aburrimiento sublime: horas y más horas de espera en las que nada parece ocurrir (el tiempo que suele llevar una puesta de luces), a cambio de magros minutos de acción frente a las cámaras. Para peor, aquellos habituados a este régimen no expresan su propio amor con facilidad, dado que saben de las (infinitas) dificultades que supone una filmación: se trata de una lucha contra (todos) los elementos, que para peor se desarrolla en un tiempo acotado con mucho de cuenta regresiva –a matar o morir en el intento.
    En estas semanas de filmación de Las viudas de los jueves, la película de Marcelo Piñeyro basada en la novela de Claudia Piñeiro, he revivido estos aires de comedia shakespiriana que caracterizan todos los rodajes. (As You Like It, sin ir más lejos, nos recuerda que ‘Todo el mundo es un escenario, y todos los hombres y mujeres meros actores: tienen sus salidas y sus entradas; y cada hombre desempeña múltiples roles en su tiempo’.)
    Cualquier cosa puede ocurrir. El clima jugando en contra: tormentas dignas de la locura de Lear, el frío que se ensaña sobre los actores vestidos como en una noche de verano. Aquello que, pudiendo fallar, falla, como no puede ser de otro modo dado que –el mismo Piñeyro me lo recordó días atrás- la ley que rige estos emprendimientos es la de Murphy: localizaciones que se caen a último minuto, perros de la vecindad que se niegan a callar para las tomas, aviones que se estorban en el cielo para enturbiar cada registro de sonido. En los momentos más agitados, los sets se parecen al interior de una colmena: hay tanta gente haciendo tantas cosas al mismo tiempo, trayendo ropa, transportando escaleras, tirando cables, aportando utilería, que el hecho de que no haya colisiones a diario (‘Grave accidente: ¡meritorio de dirección decapita a maquilladora con una claqueta!’) no está por debajo del milagro.
    Pero claro, también existe lo otro. El placer de ver cómo se arma una puesta de luces, que es como ser testigo de un cuadro pintado en tiempo récord. La honda satisfacción (un defecto profesional, lo admito) de presenciar la forma en que las palabras escritas se vuelven vida en el cuerpo de un actor. El dulce suspenso que anticipa cada toma, en busca del plano perfecto. (La frase más repetida en un set es siempre la misma: ‘¡Hacemos una última!’, a sabiendas de que nunca lo será.) Las escenas que uno presencia y que el publico no llega a ver: Pablo Echarri haciendo flexiones de brazos junto a la piscina para liberarse del frío, Juan Diego Botto cantando Taxman entre toma y toma, Leo Sbaraglia (con ese aspecto de actor tan serio) bromeando sin parar en los descansos, Ernesto Alterio y Botto jugando al pool para matar el tiempo… Y last but not least, la camaradería que se impone a las jerarquías y a los momentos de tensión, con la regularidad de las mareas.
    En el fondo, lo que más me gusta de los rodajes es saber que esa gente (desde el peluquero hasta la estrella, desde el eléctrico hasta el director) dedica su energía a la menos redituable y más elusiva de las búsquedas: la de la belleza. Todos ellos tratan de crear una miel que perdure e inspire –aun cuando uno ya no esté aquí.



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3 de abril de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El dios del tiempo

Para gran parte de los seres humanos cumplir años acaba siendo un motivo de pesadumbre. El paso del tiempo acorta la vida pendiente de ser vivida y reduce los recuerdos hasta que la memoria exhausta renuncia a sostenerlos.

Cualquier reflexión sobre el sentido de la existencia tropieza con el interrogante abierto en la enigmática naturaleza del tiempo. No en balde ciertos filósofos lo consideran el único dios al que vale la pena rezar. ¿Más qué puede concedernos el dios del tiempo? ¿Qué criatura ha conocido su favor?

Gregory Curtis nos recuerda en su interesante estudio sobre los pintores de las cavernas la impecable continuidad cultural de una tradición artística milenaria. Las figuras de las cuevas del sur de Francia y del Norte de España fueron realizadas apenas sin modificaciones sustanciales durante un período de más de 20.000 años.

¿Podríamos considerar al arte rupestre un vestigio del culto inteligente al dios del tiempo? Evitar la novedad permitiría conjurar la sensación de fugacidad que fatalmente agobia a todas las sociedades innovadoras.

Se pregunta Curtis con asombro cómo pudieron transmitirse las técnicas artísticas de los pintores rupestres durante milenios y cómo se conservó la unidad narrativa de un reducido repertorio de motivos, elegidos por unos artistas que supieron anticipar con su destreza naturalista y simbólica los más excepcionales logros históricos del arte.

Cuando visitamos cualquiera de las 350 cuevas catalogadas en Europa y Asia podemos admirar la habilidad comprensiva de aquellos artistas y sentir la emoción que en su ánimo contemplativo causaban los animales: leones, caballos, bisontes, osos...

¿Acaso no son estas criaturas maestras en el arte de sortear al dios del tiempo? Nada parece haber que angustie su existencia, sometida al dilema de la supervivencia pero prodigiosamente reconciliada con la inminencia de la muerte.

Imaginar a los artistas rupestres elaborar su veneración por los animales, ejecutar la diestra comprensión de su elegante movimiento y de su majestuoso reposo, captar la crucial actitud de un gesto inscrito en el misterio narrativo de su voluntad, convocar con estas esmeradas obras de arte la magnitud de una existencia a la que deseaban pertenecer, convierte en grandioso aquél primitivo episodio de nuestra Historia.

Curtis subraya un detalle que nos permite adivinar tras la pericia pictórica de aquellos artistas la consecuente maestría en el arte de vivir. En las paredes de las cavernas rupestres se conserva durante veinte mil años una misma serie de ausencias.

Raras veces, dice Curtis, aparecen peces, o aves, o insectos. Nunca roedores, ni reptiles. Nunca hay árboles, ni arbustos, ni flores. Tampoco se ilustra el cielo: ninguna estrella, ni la luna, ni el sol.

¿Qué significa esta monumental omisión?

El arte de omitir denota un elaborado código de comunicación y una viva conciencia del artista rupestre acerca de sus límites. No todo debe hacerse. Lo dijo mucho después Pablo de Tarso: todo nos es permitido, más no todo nos conviene. He aquí el signo distintivo de una cultura espiritual sofisticada. Lo que no pintaron aquellos artistas rupestres adquiere para nosotros un valor tan notable como sus pinturas.

Ha sorprendido a los expertos la muy escasa presencia, en el milenario retablo rupestre, de actos, símbolos o miembros sexuales. De algún modo, esta prolongada ausencia concede un significado más relativo a los supuestos ritos de fertilidad que constantemente se quiere atribuir a unas sociedades primitivas supuestamente obsesionadas con el misterio de la fecundación.

En cualquier caso, es obvio que el artista rupestre, probablemente como taumaturgo ilustrado de sus comunidades, fue un maestro en el arte del pudor. Nuestra época, fundada sobre la evidencia, no puede comprender su pericia. Las relaciones mundanas dependen de la obviedad con que cada uno se asedia a si mismo y se pone a merced de los demás. Pero hubo un tiempo en que los hombres supieron practicar el arte de comprender el mundo mediante una mirada competente.

En lugar de hacer declaraciones explícitas de intenciones, el artista, y no sólo el rupestre, se limita a evocar con su silencio lo que podría ser.



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3 de abril de 2009
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