Vicente Molina Foix
Recibo una carta perfumada que lleva el membrete de la Comunidad de Madrid. La huelo y la abro. Va firmada por Esperanza Aguirre. La presidenta, escribiéndome en nombre de su gobierno, me propone la cesión gratuita de una vivienda cómoda y amplia donde por fin, pienso, podré dar cabida a toda mi biblioteca. El inconveniente del ofrecimiento es que el piso forma parte de las dependencias de la sede oficial del gobierno, aunque está situado en una parte retirada de las mismas. Vuelvo a oler la carta. La oferta me parece, en principio, limpia, ajena a cualquier tufo de corrupción; tal vez las autoridades estén dando casas gratis a los escritores de la comunidad (como se hace, o se hacía antes de la crisis, en Islandia. Pero en Islandia son pocos. ¿Cuántos escritores vivimos en Madrid, oriundos y nativos, estables o de paso, publicados e inéditos?).
Reúno en el apartamento prestado donde vivo ahogadamente a un grupo de amigos y, antes de mostrarles la carta oficial, les explico su contenido. Ninguno quiere olerla, ninguno la lee. Sólo dos me animan a aceptar la proposición de Esperanza Aguirre; el resto se escandaliza, vaticinando que en cuanto se sepa la noticia de mi aceptación todo el mundo irá contra mí, acusándome, dice Luis, de "haberme vendido al enemigo". ¿Podré seguir escribiendo en El País? Los amigos más adversos a la idea me rodean, como policías estrechando el cerco de un delincuente. Dudo, cae la carta al suelo, se desprende de ella su aroma a nada. El nuevo piso sería el lugar soñado para mis libros, más que para mí mismo. Me despierto.