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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El tamaño no importa

No se sabe por qué extraña regla de tres se está imponiendo la idea en Europa de que la única persona que puede representarla dignamente y dialogar en su nombre con los más poderosos de este mundo debe ser un político que haya alcanzado la fama por su actividad en la escena nacional de uno de los grandes socios, esos países que antaño fueron superpotencias y continúan acaparando los focos de la actualidad mundial.

Es una idea absurda y sectaria, que sólo puede explicarse por la desaforada campaña lanzada por Tony Blair para convertirse en el primer presidente de Europa. En primer lugar, porque la persona que sea designada el jueves para presidir el Consejo Europeo durante dos años y medio sólo debe representarse a sí misma, no a su país de procedencia, y debe actuar al servicio del conjunto de la Unión y no de su país. Cabría aventurar incluso el argumento contrario: un político recientemente salido de la política nacional de uno de los grandes estará fuertemente tentado por los tropismos que han ocupado su vida mientras estaba al servicio de una política nacional con fuerte presencia exterior; mientras que si se trata de un ex proveniente de un país pequeño, sin papel alguno en la escena internacional, su tendencia natural será ponerse al servicio de los intereses europeos. No es la única razón para defender que el presidente salga de un país pequeño. Hay dos ?grandes?, Francia e Italia, que ya tienen una presencia destacada en la escena internacional gracias a su silla permanente y su derecho de veto en el Consejo de Seguridad. Darles la oportunidad de contar con otra personalidad con silla privilegiada en las fórmulas de cumbres más restringidas no es lo más razonable. Tampoco es lo más europeo, pues refuerza la idea de que los grandes son los que deben dirigir la UE, si no por los tratados al menos por la vía de los hechos. Todavía tiene menos sentido que utilicen este argumento los partidarios más fervientes de las sucesivas ampliaciones que han convertido la UE en un club de 27. Si se trata además de partidarios de la Nueva Europa, lo menos que se puede decir es que tienen una actitud incongruente, pues lo que debería seguirse de sus actitudes y de su apología de lo nuevo frente a lo viejo es que el presidente debe salir de uno de los nuevos socios incorporados desde la caída del Muro de Berlín. Cuestión aparte es la fama. Está vinculada al tamaño del país de origen, pues es evidente que ya no van a salir nuevos líderes aureolados de los países ex comunistas. Los políticos conocidos internacionalmente son británicos, franceses y alemanes, un poco italianos y españoles, y para de contar. La crueldad del mundo globalizado ha convertido a los otrora fulgurantes holandeses en grises desconocidos, y no digamos ya a los belgas, los portugueses o los luxemburgueses. Y en el Este ya no hay Walesas ni Havels, sino Kacinskins y Klaus. Pero esto no debiera descalificar a nadie, al contrario. La UE es lo que es. Si los Estados Unidos pueden ir a buscar un presidente a Arkansas, como hicieron los demócratas con Clinton, o a Alaska, como están barruntando los republicanos con Sarah Palin, ¿por qué los europeos no podemos tener un presidente esloveno, estonio o maltés, si tiene la talla personal y posee los conocimientos y las habilidades? Europa quiere exigir de su futuro presidente mucho más de lo exige a nadie y sobre todo a sí misma a la hora de tener poder, protagonismo y visibilidad en el mundo. Lo que toca ahora, sin duda, es un presidente de un país que sobre todo no debe ser uno de los grandes.



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17 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Funerales

De un tiempo a esta parte se respira un aroma funerario. En el noticiero de la televisión ya se ha hecho un hábito, casi mensual, las imágenes de ceremonias fúnebres: toque de corneta llamando al silencio, veintiuna salvas, el paso marcial de los soldados, lágrimas y palabras de despedida. Se inauguran nuevos mausoleos y se restauran los ya existentes. A esto se le suma una febril manía por conmemorar aniversarios de cualquier hecho y ensalzar efemérides de obligatoria celebración. La senil preocupación por la conservación de la memoria ha desplazado a la juvenil inquietud creativa. La población cubana ha envejecido, en parte por la baja natalidad, la constante emigración de los más jóvenes y la elevación de la esperanza de vida. Pero las canas se acentúan entre quienes llevan los timones del país. Quizás por eso -cada día- sean más los analistas que se inclinan a usar la palabra gerontocracia para precisar nuestra forma de gobierno. La definición pudiera parecer inexacta si se tiene en consideración el promedio de edad de los diputados a la Asamblea Nacional, pero en sentido contrario se observa que hace más de doce años no se renueva el Comité Central del Partido Comunista. Hay un buen número de ministros que todavía no rebasan los sesenta años, aunque la mayor cuota de poder está concentrada en manos de septuagenarios y octogenarios. En lugar de acelerar la marcha hacia adelante, estos veteranos se regodean en mirar el tramo recorrido y exigir agradecimiento por lo logrado. Mientras se preparan para lo que será sin dudas el funeral más espectacular de la historia de Cuba, o lo que algunos llaman ?la solución biológica?, la saga luctuosa que inunda la programación televisiva tiene visos de ensayo general. El ruido de los cañonazos ceremoniales no permite que se escuchen los golpes con los que la nueva generación está llamando a la puerta, por la que entrará como una tromba a desmontarlo todo. Arrasando -de paso- con este olor a flores secas que sentimos por todos lados.



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17 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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SIMPATIA POR LOS MALOS

 

Una de las felicidades que la literatura nos procura es poder admirar a los malos. O, al menos, mirar con muchas simpatías. He leído una corta y excelente novela con la misma simpatía que los Rolling Stones sienten/sentimos por el diablo. Se llama "El caballo amarillo", es una ficción del diario de un terrorista ruso. Está escrito por Boris Savinkov, del que casi nada sabía pero ya tiene un admirador más en mí.

La vida de este escritor y peculiar artista ruso, tiene muchos paralelismos con el personaje de su obra. Formó parte de aquello pioneros del socialismo, de aquellos anarquistas rusos exaltados que lanzaban bombas contra la corrupta aristocracia zarista.

Los anarquistas rusos son casi un género literario. Y ahora entiendo mejor, después de leer a Savinkov, la admiración y deuda que con él tuvo Albert Camus para escribir personajes tan sin sentimientos ante el crimen, ante el asesinato. "El extranjero" y "Los justos" son deudores del libro de exaltación anarquista, del asesinato como una bella arte literaria.

Escritor rescatado por la editorial "Impedimenta", hombre de vida apasionante y contradictoria. Procedente de familia acomodada que sintió simpatías por los revolucionarios. Como tantos otros de la historia de las ideas izquierdistas y anarquistas. De él dijo Lenin que era "un burgués con una bomba en el bolsillo". Un hombre de acción que tuvo que marcharse al exilio, que conoció los mejores años bohemios parisinos, que se hizo amigo de Picasso, Cendras o Apollinaire. Regresa para luchar por la Revolución, es ministro con Kerenski, entra en contradicción con los bolcheviques, es condenado a muerte y termina cayendo por una ventana- suicidio o asesinato- en una de las cárceles de la Lubianka en Moscú.

Exaltado, genial, arbitrario, todo un personaje que nos cae bien a nosotros que apenas nos atrevemos a ser en la imaginación uno de esos vengadores contra los injustos, los canallas, los dictadores y los verdaderos malos de la historia. Los anarquistas de la historia rusa, algunos otros, aquellos místicos de la revolución, esos perdedores de la historia nos siguen provocando todas nuestras simpatías.



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16 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Simetrías deseables

¿Qué es un buen libro? La respuesta varía en cada tiempo y en cada cultura, pero también se modifica a lo largo de nuestras vidas. Por lo general, al principio buscamos una historia que nos transporte: basta con que nos lleve a otro mundo -un mundo que, por supuesto, también puede estar dentro de éste- para que seamos felices. En la juventud se nos impone la necesidad de que, además de entretener (o peor aún: ¡en lugar de entretener!) el libro sea importante, o cuanto menos lo pretenda. Pero al fin, cuando el tiempo vuela y nos curamos del sindrome de la (seudo) trascendencia, volvemos a las fuentes y renovamos el contrato: aquel del autor con el del lector no debe ser el vínculo del amo con el esclavo, ni del dios con el siervo, sino uno de amistad y complicidad en un juego que debería deparar a ambos socios la clase de felicidad que la vida sólo otorga raramente.

         En estos días leí Her Fearful Symmetry, de Audrey Niffenegger, cuya primera novela, The Time Traveler's Wife, me encantó en su momento. Es una historia que mezcla elementos que encuentro deliciosos: gemelas por partida doble, romance, fantasmas, un elemento gótico y un cementerio con historia -en este caso el londinense de Highgate, donde están enterrados, entre otros, Karl Marx, Christina Rossetti y los padres de mi adorado Charles Dickens.

         No mentiré que la novela es muy buena, ni que está a la altura de The Time Traveler's Wife. Cuando llega el momento clave toma uno de esos virajes que en reglas generales escritores y cineastas tratamos de evitar, el deus ex machina que hace que las cosas sean como son no por lógica, y ni siquiera por lógica interna, sino porque conviene a nuestra historia. Pero hasta entonces Her Fearful Symmetry (cuyo título relee un célebre poema de William Blake, aquel que comienza: ‘Tyger, tyger, burning bright / In the forests of the night...') había reunido para mí todas aquellas condiciones que, a esta altura de mi vida, requiere un libro para ser considerado bueno: la historia atrapante, el lenguaje hipnótico, los personajes que me involucran en sus vidas.

         Un libro es bueno para mí hoy cuando me doy cuenta de que estoy buscando algún resquicio dentro de mi vida para apartarme de todo y leer; un libro es bueno para mí hoy cuando estoy ocupado en mis cosas y aún así no dejo de preguntarme qué pasará; un libro es bueno para mí hoy cuando la ficción que encierra entre sus páginas funciona como prisma que me ayuda a ver la vida, mi vida de siempre, desde un color y una perspectiva nuevos.

 

 



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16 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo original

"¿Que es la originalidad? Algo que no tiene nombre, que aún no puede nombrarse aunque todo el mundo lo tenga ante los ojos". La sentencia es de Nietzsche en el fragmento 261 de La gaya ciencia.

En busca de la originalidad, los artistas se esforzaron durante todo el transcurso de los últimos cien años.  Y todavía, más de uno, se empeña ferozmente en la tarea de lograr resultados desconocidos, un estilo, unos materiales, una mixtura que nunca antes se hizo o se vislumbró.

 El arte saltó a la originalidad apoyado en la singular distinción del artista, su particular calidad individual (indivisible, irrepetible)  y en el aire de las ciencias positivas que a principios del siglo XX inauguraban otra manera de ver. Ver lo que no se veía estando ahí, no generando en rigor una nueva realidad sin alumbrando algunas de sus zonas fruncidas. La ciencia daba testimonio de la verdad real pero el artista, que parecía remedar este comportamiento, ejercía sobre todo el arte de la imaginación y la mentira. Una nueva mentira que tendría su valor precisamente en su novedad creadora. Lo original no venía  a ser el desvelamiento neto del principio inmutado sino el presagio de otras significaciones volubles, bailables, divertidas. Y de ahí también que  el actual capitalismo de ficción se comprometa, siguiendo la frívola experiencia del arte, en una labor parecida y gracias a  que el mundo ha pasado ya de la simplicidad a la complejidad y del desnudo a la cosmética.

La faena central pues del capitalismo de ficción consiste en promover hechos o sensaciones chocantes tales como actualmente la gran crisis o la gran gripe, ejemplos de la (mala) composición de fenómenos no vistos. Fenómenos, en todo caso, que no se pueden nombrar a partir de  similares precedentes, historias para contar que no se contaron así antes, mundos editados en una variación constante y que el sistema capitaliza en términos de noticias bomba.

Los media son instrumentos necesarios de esa acción pero también, puesto que su negocio sensacionalista lo exige, son los íntimos colaboradores en la  producción  de titulares originales, ofertas noticiosas no conocidas ni enumeradas aún en la serie que salta por encima de la historia y se comporta con los modos del accidente. Es decir, el hecho que nunca se puede predecir, ni prevenir, ni pronunciar, ni jamás agotar. 



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16 de noviembre de 2009
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El proxeneta: sus derechos humanos

El ladrón metido en la política ya no asombra a nadie, y menos en nuestro país. Pero aún no teníamos instaurada la imagen del político que se presenta ante los electores poniendo como base de su programa el robo. Ya ha llegado, y lo más sorprendente es que no procede de Italia, donde Berlusconi ha logrado, con poca resistencia interna, hacer llevadera a una mayoría de la población la cultura del mercadeo de los valores y el acoso al oponente. Tampoco viene de la Guinea de Obiang, del Zimbabue de Mugabe ni de otras dictaduras aparentemente democráticas donde el abuso del poder se sostiene en la ley del más fuerte. La nueva política del latrocinio ha adquirido carta de naturaleza parlamentaria en Suecia, un país que durante décadas fue, y no sólo para los españoles atenazados por la bota franquista, el modelo de una socialdemocracia limpia del mangoneo y la corruptela que suelen asociarse al temperamento meridional.

   El Partido Pirata, que así, bravuconamente, se hace llamar la nueva formación sueca surgida en 2006, consiguió en las últimas elecciones al parlamento europeo la cifra de 215.000 votos (un 7,1% de los sufragios), contando gracias a ellos con un escaño en Bruselas. El ejemplo ha cundido, lógicamente, y ya existen o están en fase de organización partidos similares en otras partes de Europa, incluida España; en Alemania, donde su ascenso en las urnas es creciente, los ‘piratas' fueron votados por 845.000 ciudadanos, un 2% del total de votantes, en las recientes elecciones federales, aunque allí, dado el mayor tamaño del país, dicha cantidad no les permitió obtener representación parlamentaria (tomo los datos del documentado artículo de Abel Grau publicado en El País).

    Sobre la naturaleza del robo sistemático que estos nuevos políticos proponen hay poco que hablar, pues su propio nombre lo revela, y ustedes están hartos de oír y leer argumentos (o exabruptos) en contra y a favor de la piratería. Los músicos, los diseñadores de videojuegos, los cineastas, los productores de artefactos culturales y ya, en algunos lugares de América Latina y Oriente, los escritores, son de modo imparable objeto del robo de sus derechos de autor, dando paso a una situación de grave crisis sobre la que tampoco vamos a insistir; baste decir que, en el terreno cinematográfico, afecta a la que parecía inexpugnable industria de Hollywood e, incipientemente, a la no menos potente de Bollywood. Para unos, los ‘fans' de la facción corsaria, la situación resultante no dejaría de ser algo así como una especie de correctivo libertario ejercido sobre un cártel de altos mangantes que tienen -además de explotados-  engañados a unos pocos artistas ávidos de riqueza. Para otros, entre los que me cuento desde hace años, la defensa romántica de la piratería constituye una falacia seudo-progresista que pretende disfrazar de acto trasgresor y liberatorio lo que en la práctica es una manera cínica y astuta de aprovecharse del prójimo defraudando el derecho del creador (y de su elegido trasmisor) a cobrar un (pequeño) porcentaje legítimo por su trabajo.

    La aparente originalidad de este nuevo evangelio del atraco a mano armada de ratón o descarga ilegal estriba en lo que llamaríamos, en el horrendo lenguaje contemporáneo, su ‘argumentario', basado en dos conceptos, más bien dos ‘slogans', que, explicados torcidamente, pueden atraer y convencer a muchas almas benditas. El primero pretende asociar el (indiscutible) anquilosamiento de la política de grandes partidos al modo occidental, cada vez más sectaria (y así es efectivamente ahora mismo en el PSOE y en el PP, por no hablar de los partidos periféricos), con la maquinaria de producción de la cultura, que también, según ese razonamiento, hace aguas, está oxidada o causa entre sus usuarios el mismo desencanto de fondo que nos producen nuestros líderes electos. El corolario sería tan meridiano como irrefutable: ni los partidos asentados ni las grandes discográficas, cadenas de exhibición o distribuidores de libros responden a las demandas de una parte de la sociedad, que, lógicamente  -siguen razonando los piratas-  se muestra por ello desencantada y pone de manifiesto lo que el clásico faústico llamaba el "espíritu que niega": no molestarse en ir a votar al candidato obediente a unas siglas (más que a su conciencia) y no molestarse en comprar una música o una película que puede gratuitamente ‘bajarse' (y el verbo reflexivo usado para este nuevo menester contemporáneo encierra su carga de condena poética).

     Mucho más alarmante, aunque envuelto en los mejores sentimientos, es el segundo slogan pirata, que se escuda en el estandarte de los derechos humanos, críticamente analizado por Régis Debray en su reciente libro ‘Le moment fraternité' (Gallimard). En la segunda y más interesante parte de su ensayo, Debray sostiene que el culto de los derechos humanos ha sido santificado por un gran número de ciudadanos (no sólo anti-sistema o altermundialistas) como la norma ejemplar y a la vez difusa que sustituye a los credos ideológicos y religiosos. Dicha norma, en efecto, surge en muchos casos de intenciones loables y logra efectos benéficos (la cooperación internacional, el voluntariado, el reconocimiento de las minorías), pero en otros, también numerosos, es una abstracción retórica que reclama supuestas libertades o derechos de la persona mientras pisotea o desdeña los que no juzga oportunos.

   Y así nos es dado leer lo que Carlos Ayala, presidente de la Junta Directiva Nacional del Partido Pirata de España (la nomenclatura suena a la de toda la vida), propone al votante como esencias de su grupo político: la libre difusión de la cultura, la reforma del copyright y, lo más sabroso, el derecho a la protección de datos de los usuarios de Internet, incluyendo naturalmente, dado que estamos en un Partido Pirata, la inviolabilidad del registro de correo con el que operan sus fraudes, que ellos llaman "el derecho a la privacidad de la correspondencia". Llama la atención esto último, oblicuo pero torpe subterfugio para protegerse de lo que, hoy por hoy, aparece como única solución drástica, es decir, efectiva, a la extendida práctica de la piratería informática: la desconexión forzosa para quienes usan Internet como red prostibularia de los autores.

    Un prostíbulo, eso sí, disfrazado de ‘oenegé', pues el maestro de ceremonias, el proxeneta de un cuerpo de creadores a su involuntario servicio, chuleará al músico o al cineasta después de declararlo patrimonio cultural de la humanidad. De tal modo, ¿quien es el guapo que vaya a oponerse a que esas obras maestras  -poco importa el esfuerzo y el ‘gasto' que les supuso en su día a los artistas- estén al alcance impune de la mano de un ladrón de guante blanco que manifiesta tan infinita curiosidad por el arte?

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16 de noviembre de 2009
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Insinuaciones de un fascismo blando

En su última película, "Si la cosa funciona", mediocre traducción de "Whatever works", Woody Allen supera el bache que supuso su empalagosa postal barcelonesa y vuelve a componer un carácter habitual en su obra, ese tipo exasperado cuya inteligencia en lugar de facilitarle la conformidad con el mundo le lleva a un choque frontal. Es un personaje en extinción y cuyos orígenes cabría situarlos en los años de la guerra fría. Vayamos por partes.

El actor que imposta a Woody Allen es Larry David, el cual tiene una trayectoria muy similar a la de Allen. Ambos son judíos, ambos son cultos, ambos son lúcidos, ambos tienen notables dificultades para soportar lo que para ellos es una misteriosa capacidad de sus semejantes para comportarse de un modo irritante. Puede ser la muchacha que disparata sobre arte con lenguaje de purpurina, el médico negro que salta como un tigre cuando oye hablar del color de la piel (aunque él sea dermatólogo), la señora que grita cuando suena el teléfono a las 21.30 horas porque "las 21.00 es el límite", y así sucesivamente, el caso es que tanto Woody Allen como Larry David se sulfuran enormemente con muchos comportamientos y entonces son ellos los que hacen el ridículo.

En algunas televisiones autonómicas (aunque no sé en cuáles) se ha pasado o está pasando la serie televisiva que dirige, produce, escribe y protagoniza Larry David, "Curb your enthusiasm", algo así como "No te pongas estupendo", una invitación a callarse la boca en sociedad. En esta serie, que lleva nueve años emitiéndose, se desarrolla y matiza ampliamente el personaje de la película de Allen. Es éste alguien que cree llevar razón cuando se indigna por lo políticamente correcto, cuando ironiza sobre la discriminación asimétrica, sobre el uso de eufemismos tipo "corporalmente redimensionado", sobre quienes protestan por el dolor infligido a los caracoles, los que utilizan el palabro "miembra" o la defensa de minorías como medio para lograr privilegios, como esa ministra que aducía que la criticaban "por ser mujer", como si fuera tan fácil ser mujer. Lo curioso es que esta actitud, que hace veinte años era ampliamente compartida por la zona ilustrada de la sociedad (sobre todo en la izquierda), va siendo cada vez peor recibida, de modo que las chanzas de Allen o de David se convierten en ofensivas para las minorías que se han establecido como grupos de presión. Justo aquellos sobre los que Allen ironiza.

Esta creciente coacción de la corrección política podría tomarse por una defensa de derechos poco respetados, pero en realidad es una estrategia de poder que se basa en la creación de culpables. Ciertamente, la fabricación de culpabilidad es la técnica esencial de la sociedad consumista. La casi totalidad de la publicidad utiliza por sistema los mecanismos de la culpabilización. ¿No te has percatado de que tus amigos huyen en cuanto apareces porque hiedes? ¿No deberías suprimir esa barriga grotesca? ¿Avergüenzas a tus hijos prohibiéndoles los bollos? ¿Eres tan fracasado que no tienes un BMW? ¡Estás toda arrugada!

La política, que ha ido aprendiendo de la publicidad las técnicas de culpabilización hasta el punto de que ya no se distingue un campo del otro, se dedica intensamente a la creación de culpables. El principal culpable es, naturalmente, la oposición, la cual, cuando ejerce su obligación de fiscalizar al poder real se convierte en "irresponsable", "traidora", "frívola", "machista" o "crispadora", cualquiera que sea el partido que gobierna. Sobre los ciudadanos la acción se ejerce con mayor sutileza, pero en periodo electoral cada partido presenta al votante contrario como un cretino, un meapilas, un comprado o un franquista. No sólo en España. Todos hemos visto esos carteles en los que se tacha a Obama de fascista con motivo de la ley de sanidad pública.

Frente a la desvergüenza crítica del siglo XX y a su radicalidad furiosa (hoy sería impensable una publicación como "Charlie Hebdo") se ha ido imponiendo una represión cuya tenacidad ha acabado por instaurar una censura casi explícita. Quienes vivimos la etapa franquista en España, constatamos cómo regresan los usos intolerantes y represivos tan propios de este país, disfrazados ahora de grandeza moral. Y del mismo modo que uno vigilaba con mucho tiento lo que decía en público por aquellos años, ahora mira a su alrededor tratando de adivinar a qué lobby de privilegiados patriotas pertenecen los presentes antes de abrir la boca.

La película de Woody Allen, como la serie de Larry David, trata de ese exhibicionismo moral farisaico tras el cual sólo hay intereses materiales, pero que tapa la boca eficazmente a cualquier expresión crítica. Al salir del cine pensé con pesadumbre que esta película será enteramente incomprensible e incluso ofensiva dentro de pocos años, cuando desaparezca la generación de Woody Allen. Estos viejales gruñones, casi todos cojos y judíos, son los últimos antifascistas que quedan.

 

Artículo publicado el sábado 14 de noviembre de 2009.

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16 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Comunistas del siglo XXI

José Luis Centella, el nuevo secretario general del Partido Comunista de España, se ve a sí mismo como ?comunista del siglo XXI? y se considera ?heredero de la revolución bolchevique?. Curiosas afirmaciones que reducen todo el comunismo del XIX y parte del XX al fenómeno que monopolizó la entera ideología comunista y la convirtió en el fundamento de una aberración totalitaria e imperialista. Todo lo que hubo antes y en oposición a Lenin dentro del movimiento obrero, queda excluido de la tradición de la que se considera heredero el señor Centella. Todo lo que hubo después en disidencia con el bolchevismo en la izquierda comunista queda también excluido. Entregar el entero comunismo al totalitarismo leninista y estalinista y al nacionalismo imperial ruso que lo encarnó en la Unión Soviética sólo sirve para echar una palada más de tierra sobre este cadáver ya sepultado.

Basta con recordar la figura y las ideas de una comunista de izquierda, por supuesto antileninista, como Rosa Luxemburgo con su frase célebre y siempre insuficientemente citada para ver hasta qué punto es poco de fiar el señor Centella. Ningún bolchevique piensa que ?la libertad es la libertad de los que piensan distinto?. Tampoco lo piensan, por cierto, los auténticos comunistas del siglo XXI, los dirigentes de los únicos regímenes que reivindican esa ideología, ya sea desde el estricto purismo comunista, como en Corea de Norte y Cuba, ya sea desde el mix de lo peor de ambos sistemas, como en China: economía capitalista manchesteriana y régimen político totalitario de partido único con ausencia absoluta de libertades individuales. (Enlaces: con la entrevista a Centella, con la página de la fundación Rosa Luxembug en la que se cita y glosa la frase).



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16 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Seth y el comic como una de las bellas artes

Hace un par de semanas, en la feria del libro de Vancouver, tuve la oportunidad de asistir a una "conversación" entre Douglas Coupland y Seth. Había leído poco de Coupland, pero la pasión que le tenían algunos escritores de mi generación me llamó a la curiosidad. Una vez que se inició el diálogo, sin embargo, fui descubriendo que en realidad se trataba de una entrevista de Coupland a Seth. Una pareja a mi lado se sentía engañada; no hubiera asistido si los organizadores llamaban a las cosas por su nombre, querían escuchar a Coupland, no a Seth. ¿Quién diablos era  ese canadiense excéntrico, vestido como si hubiera salido de una película de Chaplin?

A mí Seth me cautivó desde que hizo su aparición en el escenario. A medida que pasaban los minutos, me fui enterando de que estaba ante un grande del comic contemporáneo: sus dibujos habían sido portada del New Yorker, sus relatos gráficos serializados en el New York Times. Pertenecía, junto a Chester Brown y Joe Matt, a una triada de canadienses asociados a la editorial Drawn & Quarterly, que revolucionó el comic alternativo en la década del noventa, con historias algo autobiográficas y autoreferenciales. Además, había ganado el prestigioso premio Eisner el 2005.

Lo que me llamó la atención de Seth fue su clara convicción de que los comics pertenecen a la cultura alta. No hay en él la idea de que los comics son arte pop, materiales "bajos" que, en un gesto posmo, pueden tener el mismo nivel que los de la cultura "alta". De hecho, Seth desdeña el arte pop (con algunas excepciones de la primera mitad del siglo XX). Tampoco hay en él esa idea de que, gracias a la animación en el cine y a la cada vez mayor importancia de la cultura visual, los dibujantes de comics tienen el futuro asegurado. Para él, la animación es lo opuesto a los comics: los comics son un arte que debe producir movimiento a través de cuadros estáticos, y ocupan un lugar diferente, minoritario. Un tipo de comics, el de los superhéroes de Marvel y compañía, no le interesa mucho: "Las películas idiotas de Hollywood se deben al encuentro de los guiones de superhéroes con los efectos especiales". En su postura radical, no dijo qué opinaba de grandes de la animación contemporánea como Miyazaki.

El mundo de Seth está marcado por la nostalgia. Seth suele narrar un momento que evoca otro que ya se ha ido; hay un sentido de la historia que trata en vano de sostenerse ante el avance incontenible del tiempo. Clyde Fans es la historia de los hermanos Matchcard; uno de ellos, Abe, es dueño de una compañía de ventiladores y el otro, Simon, un viajante de comercio fracasado. Los avances tecnológicos han tornado obsoleta a la companía, y Abe se lamenta ante las oportunidades perdidas. Su monólogo muestra su quieto desasosiego, la sensación de que "algo del sabor de otros tiempos y otra gente... se ha perdido". Simon, mientras tanto, intenta vender ventiladores. Su poético y alienado deambular por la ciudad recuerda ciertas páginas del Auster de La ciudad de cristal.

No pasan muchas cosas en Clyde Fans, lo cual es raro para los que estamos acostumbrados a relacionar a los comics con la acción continua. La historia es un ejemplo perfecto de lo que entiende Seth como lo esencial para un dibujante de comics: el lograr que un personaje, a través de las diferentes viñetas, se mueva de un lugar a otro. Un arte estático produce movimiento, pero el de Seth es, sobre todo, el de la desolada intimidad de sus personajes. Hay pocos colores y pocos gestos, pero no importa: el efecto acumulativo de la historia es similar al de una novela. La práctica demuestra lo que sugiere la teoría de Seth: en sus manos, y en las de otros como Chris Ware y Allison Bechdel, el comic ha alcanzado su madurez artística.

La Tercera, 16 de noviembre 2009



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16 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El último objeto de culto

Hace varios años se proclamó el inicio de la ?Revolución Energética?. Los medios oficiales anunciaron la inmediata distribución de ollas de presión que, a pesar de funcionar con electricidad, reducirían el consumo nacional de petróleo. La industria estatal comenzó a producir masivamente las necesarias juntas de goma para las tapas, que hasta ese momento eran confeccionadas sólo por productores privados y vendidas en los mercados informales a precios de abuso. Con la meticulosa precisión de una operación militar, salieron a la calle decenas de camiones a distribuir los nuevos equipos. ?Adquiéralo ahora y pague después? era la consigna, que no logró acallar a los escépticos y a quienes preguntaban cómo obtener ?sin tantas dificultades? los alimentos para poner dentro de la nueva tecnología. Sin embargo, era un momento de esperanza generalizada que ?como el amor? parecía estar entrando por la cocina. Ocurrió lo mismo que con otros proyectos anteriores: al principio la distribución marchaba bien, pero al pasar los meses, ni las ollas llegaron a todos los rincones ni en todas partes fueron bien recibidas. En algunas zonas donde se vendían, era retirado inmediatamente el servicio de gas licuado y las interrupciones eléctricas ocurrían en los momentos más inoportunos. Por otra parte aconteció algo que los entusiastas no habían podido prever, existían personas que no podían pagar aquellos efectos electrodomésticos. Aún hoy se pueden ver las listas de los morosos, colocadas a la vista pública en los mismos mercados donde se comercializaron las sofisticadas cazuelas. Aquellas ollas, que fueron el último objeto de culto del paternalismo gubernamental, dejaron de venderse y lo mismo ocurrió con las juntas de gomas, que hoy ?otra vez? los artesanos alternativos nos ofrecen en plena calle al precio que impone la demanda. * He recuperado mi condición de bípeda, abandonado la muleta y de regreso a los temas de mi cotidianidad. Gracias a todos los que me tendieron su mano solidaria, el bálsamo del apoyo y la efectiva medicina de su amistad. Aquí y aquí les dejo una breve historieta de lo ocurrido aquel viernes 6 de noviembre.



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15 de noviembre de 2009
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