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Friedrich Nietzsche

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Por un saber alegre (Elogio a la Gaya Ciencia)

Ir llorando por el camino de la verdad

tiene menos mérito que ir sonriendo”

-Ramón Eder, Ironías-

¿Por qué no podemos plantearnos un saber alegre?

¿Por qué adoptamos una actitud trágica ante el drama del saber y al referirnos a él lo relacionamos que el sufrimiento y hasta con la desesperación? ¿Porqué su camino no tiene fin? Tampoco tiene fin la ignorancia, y la ignorancia sí que es un precipicio lleno de agujeros negros.

Al fin y al cabo el único puente que nos tiende el abismo es el conocimiento, y sólo a través del conocimiento el abismo empieza a esclarecer algunos de sus misterios. Pero ese esclarecimiento no tendría que ser visto como una horrible bajada a los infiernos del que nadie puede regresar riéndose. ¿Ni siquiera de sí mismo?

Pero recapacitemos. ¿Por qué se describe tan a menudo el camino del saber como un viaje muy doloroso y en buena medida inútil, algo parecido a un sendero lleno de zarzas y sepulcros? ¿Para apartarnos de él?

Los que lo han podido experimentar, saben el placer que da entregarse al pensamiento, fuera de los horarios y los trabajos ordinarios, especulando sobre los hechos de la vida cotidiana y los hechos de la historia casi al mismo tiempo, adentrándose en el misterio del hombre y sus contradicciones… No es un camino de dolor: nunca lo ha sido. Es una camino lleno de emocionantes sorpresas, lleno de fuego y de deseo, que te obliga a descender al infierno para casi al mismo tiempo elevarte al cielo.

Nada hay más placentero que permanecer días enteros en las moradas filosóficas.

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30 de abril de 2025
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Suburbio para zancos vivientes

 

“Sentía vértigo al ver bajo mis pies, y sin embargo en mí, como si tuviera leguas de altura, tanta cantidad de años (…) Como si los hombres se hallaran fijados como zancos vivientes que crecen sin cesar, a veces superando en altura a campanarios, lo que hacía que el andar se hiciera difícil y peligroso, por lo cual de repente, esos hombres acaban por desplomarse” (Marcel Proust Le temps retrouvé,  Gallimard La Pléiade tomo IV p. 624.-625).

El concepto de tiempo se vincula a una modalidad de cambio (cifra del cambio “según lo anterior y lo posterior”, señala Aristóteles). Pero este cambio tiene dos flechas, y el tiempo designa tan solo una de ellas, la del cambio destructor, de tal manera que temporal no es el proceso por el cual la simiente se convierte en planta, sino el proceso por el cual la planta decae, literalmente degenera, se arruina. Para el primer proceso (generación) se necesita energía exterior, mientras que para el segundo (corrupción, des-composición)…la planta se basta sola.

Sabedores únicos entre los seres vivos de la implacable necesidad natural que supone la ruina de sus cuerpos (y con ellos de la palabra que en los cuerpos se sostiene), los humanos renuncian a escapar al tiempo, pero buscan esa provisional neutralización del mismo que constituye una gestión sabia del relevo de las generaciones; neutralización que pasa por suponer un lugar de intersección, de vida compartida, entre los que están, los que están creciendo y los que ya se van.

Para los que ya se van, ese espacio de intersección supone mantener vivo un rescoldo de los momentos afortunados en los que se sentían suspendidos a la comunidad y escoltados por ella. Momentos de intersubjetividad que constituyen la esencia de las pequeñas alegrías, pero asimismo la esencia de la fiesta, colectiva por definición. Fiesta, esa cosa rara, consistente en que lo dado y reconocible (la frase de una sencilla melodía) mute en lo irreductible, y el conjunto de los “yos” empíricos devenga coral, sin necesidad de soporte en acuerdos objetivos.

A esta intersección (rasgo en general  de las  comunidades agrarias y signo mayor de una civilización digna de tal nombre), a esta suerte de paréntesis en lo implacable del relevo generacional,  hace contrapunto el trazado de barreras horizontales en la línea vertical del tiempo; barreras  cuyo espesor se agranda con la elevación, siendo ya infranqueable la que separa a los situados a gran altura, abocados a relacionarse exclusivamente entre ellos, en esos aparcaderos eufemísticamente llamados residencias de tercera edad,  o a buscar asténico sustituto en artefactos  o en animales sobre los que se proyecta la respuesta a la propia interpelación que, en  tiempos más afortunados, se recibía de los seres de palabra. Ya solo queda entonces la acentuación del vértigo:

Los zancos vivientes se elevan sin obstáculo, pese a que su depósito es un lugar de clausura. Clausura a cielo abierto, contrapunto de los perdidos “domoi”, donde el frío era vencido por la alianza del fuego y la palabra; lugar postrero de tránsito, donde las luces, más que iluminar el entorno de los confinados, sirven, como las señales en las casas de judíos acusados de la muerte negra, para acentuar la angustia terror en los que sienten la inminencia del traslado:

“Antes del cementerio la ciudad clausurada de los viejos mantenía sus lámparas permanentemente encendida en la bruma” (Marcel Proust, Idem, p.556).

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29 de abril de 2025
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Neumático fatal

Luego se dijo que fue un neumático, que explotó el neumático de un tráiler por el calor o por un exceso de carga. La verdad es que daba igual la causa de la explosión. Lo importante es que me despertó y, con ello, se interrumpió el sueño, un sueño sustancial, diría que decisivo, como todos los de estos últimos años en que parece que se me acaba el tiempo, que es urgente poner en circulación todo el material onírico, que en cuanto yo haya muerto no tendrá utilidad alguna. Pues verán, esto era lo que sucedía en el sueño: en el planeta Tierra la religión no existía, ni siquiera la palabra que la designa, la religión no se había inventado. Y a mí me sorprendía porque estaba recién llegado a la Tierra, a esa tierra; quizá venía de otra tierra o de la misma en una fase anterior. Me preguntaba pues cómo serían las artes plásticas, la literatura, la arquitectura, al estar desprovistas de un asunto tan sólido y notable. Y, sobre todo, cómo sería la actividad humana, carente de la candidez de los crédulos y de la altivez de los incrédulos. Y cuando iba a salir de casa, a recorrer las calles, a hablar con la gente, a visitar museos, a husmear en las bibliotecas, llegó la explosión, me desperté, y se interrumpió el sueño. Ahora, en la vejez, ya no dispongo de la facultad de enlazar los sueños, de recuperar el anterior, aunque sólo sea en el punto de ruptura, y continuarlo prosiguiendo la historia, conociendo las respuestas, por ejemplo en el caso que nos ocupa, a tantas preguntas fundamentales, averiguando cuál es, de primera mano, la situación en este nuevo mundo.

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27 de abril de 2025
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Un centro para la memoria del pueblo valenciano

 

Ahora que se desata tanta controversia en torno a la memoria histórica de la sociedad española, conviene una reflexión para la supervivencia emocional del pueblo valenciano, cuya incapacidad autocrítica ha quedado más que acreditada en estos tiempos de inundaciones y mortandades. El asunto es particularmente importante para nosotros dado que venimos de una época cultural en la que el olvido había sido el factor mental –y político– a través del cual se alcanzaba la paz social. Desde finales del siglo pasado, sin embargo, siguiendo ideas clásicas de Aristóteles, los mecanismos propios de la confesión cristiana y hasta del psicoanálisis freudiano, el olvido requiere un paso previo catártico: la justicia.

Conseguir la justicia, sin embargo, no es nada fácil, por más que se empeñen los propios jueces en señalar su independencia de criterio. Toda una ensoñación. Para alcanzarla habría que cumplir tres circunstancias antecesoras: descubrir la verdad, reparar (que no castigar) y perdonar. Empezando por la primera, apenas iniciado el proceso ya nos empantanamos puesto que la verdad es un imposible, un desiderátum, dado que la historia, encargada de custodiar lo verídico, se ha desvelado como el relato que es, incluso en los testimonios guardados en los archivos. Recordemos aquella maravillosa película con la que Akira Kurosawa, Rashomon, ganó el festival de Venecia y el Óscar (en 1952), en la que se narra una historia en la que todos los testigos cuentan el mismo suceso de modo bien diferente.

Lo estamos viendo, igualmente, en los relatos de la dana que hemos padecido estos últimos meses. Los matices y circunstancias alteran el juicio sobre unos hechos que, a priori, parecerían incontestables y que son evaluables hasta de modo matemático: número de muertes, de personas afectadas, de metros cúbicos de agua desbordados, de viviendas y negocios echados a perder o de carreteras, vías y puentes destruidos… En cambio, nadie, que se sepa, ha apelado hasta la fecha a la subjetividad y memoria de las personas. Y es más que posible que tales motivaciones tengan mucho que ver con el hecho de que las riadas en el barranco del Poyo se vinieran dilatando en periodos de retorno cercanos a los cien años… allí donde la memoria se diluye en el olvido.

El carácter valenciano actual, vinculado a una sociedad agraria, deviene muy presentista, acostumbrado a los avatares de la naturaleza y, al mismo tiempo, o por eso mismo, tan esquivo a la prevención y la planificación como fortalecido en su capacidad de resiliencia, ese concepto moderno que la lengua valenciana resume de modo más carismático: amunt, endavant…

Ocurre que esta ya no es una sociedad mayormente agraria, por más que su nuevo motor económico, el turismo, tenga también un componente aleatorio y contingente, en el que las temporadas serían equivalentes a las cosechas. La valenciana resulta en estos momentos un complejo conglomerado de intereses en el que confluyen también la industria y la energía, así como los servicios y la llamada sociedad del conocimiento. De tal suerte que ya no se puede permitir afrontar su relación con la naturaleza de modo tan hedonista y al mismo tiempo fatalista. Ese burlesco meninfotisme lleva tiempo evolucionando y sus signos de cambio se rastrean desde la Ilustración –como apuntó en su día el MuVIM–, aunque no parece que avancemos a la velocidad requerida.

Son esas las razones que me llevan a pensar en la necesidad de conocimientos históricos para la sociedad valenciana, máxime cuando las diversas lecturas del pasado han generado en fechas recientes enfrentamientos culturales incluso violentos que todavía no cicatrizan y dividen en bandos diferentes a los valencianos. No se trata de tomar partido, ni siquiera de postular un relato de la síntesis como propusieron en su día Eduard Mira y Damià Molla (De impura natione), sino simple y llanamente de recordarle a los valencianos los episodios más significativos de su historia y de su actitud ante la vida. Un proyecto de antropología valenciana de la que tan carentes estamos.

Varias y jóvenes generaciones de historiadores e investigadores de las ciencias humanas llevan años revelando nuevos datos y análisis sobre las circunstancias y las mentalidades valencianas en el pasado. Pero sus aportaciones no alcanzan a la opinión pública, debilitados los medios con los que ésta se debería nutrir. Hora sería de crear algún tipo de museo o centro didáctico en el que, pensando sobre todo en los escolares, se dieran a conocer. Comenzando por todo aquello que dé luz sobre la construcción del reino cristiano de Valencia, su imbricación con el periodo árabe, sus características como espacio soberano y confederal a lo largo de casi cinco siglos de vida, así como su tránsito a la modernidad con fenómenos tan singulares como la industrialización agraria o el blasquismo.

No sé si los valencianos, más allá de los investigadores, conocen la existencia de un Archivo del Reino, creado por Alfonso el Magnánimo en el siglo XV, o los perdurables documentos que guarda un Archivo todavía más antiguo, el de la ciudad de Valencia, ahora situado en el Palacio de Cervellón, que data del siglo XIII. Probablemente, no. Es presumible que muy pocos hayan visitado los montículos de Viveros donde estuvo el Palacio Real de Valencia –ni leído los letreros que lo dan a conocer– tras las prodigiosas excavaciones que llevaron a cabo Albert Rivera y Josep Vicent Lerma. Me temo que tampoco.

No lejos de allí se encuentra uno de los mejores conventos góticos mediterráneos, la Trinidad, cuyas últimas moradoras lo abandonaron hace unos años. El Arzobispado no sabe qué hacer con él. La Trinidad, sin embargo, guarda importantes relatos para la memoria valenciana. Allí se recluyó la esposa del Magnánimo, la Reina María, tan importante para el desarrollo de la farmacopea valenciana. Allí fue abadesa y allí escribió el más importante libro para una religión humanística, sor Isabel de Villena. Y fue médico y poeta Jaume Roig, también conseller de la ciudad. También se dice que Ausiàs March y su cuñado Joanot Martorell, el del Tirant que tanto le gustaba a Vargas Llosa, deambularon por sus inmediaciones… Al otro lado de la calle –Alboraia–, se exhiben en el Museo de Bellas Artes los grandes retablos góticos de los siglos XIV y XV. La Trinidad, no cabe duda, es el lugar perfecto para un centro sobre la historia valenciana que recupere la memoria, incluida la de las riadas.

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25 de abril de 2025

EFE/Torben Christensen

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Kravitz y el rock de las chicas

 

Nos llamaban rockeras, y nos complacía. Todavía cortas de identidad, sentíamos la cadera suelta, desplazada por el ritmo sincopado, los riffs de guitarra y las voces rotas. Nos interesaba más la estética del rock que los acordes de quinta rompiendo la barrera del sonido. A veces bastaba una chaqueta de cuero y la melena despeinada para creerse bendecida por la ruptura de los ideales burgueses.

Cuando Burning entonaba “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?” y Nacha Pop recordaba a la Chica de ayer jugando con las flores de su jardín, nos sentíamos interpeladas. ¡Éramos nosotras! Pero también soportábamos que Lennon en Run of life cantara que prefería ver a la mujer de sus sueños muerta que con otro hombre. Hoy, en cambio, criticamos las letras de los hits que escuchan nuestras hijas, del rap al trap, pasando por el reguetón, sin recordar aquel rock misógino y abusón que tanto nos fascinaba. Con él practicábamos una especie de vaciado de contenido, agarrándonos a sus formas, a su actitud, a la chulería sexy.

Asistí al concierto de Lenny Kravitz en Madrid, y me resultó asombroso que saludara encomendándose a la palabra amor, la más repetida durante su actuación. Con su look icónico, dejaba asomar un breve top metalizado al estilo Rabanne, Lenny empezó a rezar cantándole a Dios I belong to you. Sin estupor, ese temazo que siempre sonó romántico se convertía en una oración ante un público devoto. El músico explicó en The Guardian que halló refugio en la espiritualidad tras descubrir en terapia que no quería ser como su padre; él rompería con “la maldición de la infidelidad” familiar. Tan en serio se lo ha tomado que suma nueve años de celibato.

Es curioso que el prestigio moral de las estrellas del rock se haya medido más por la transgresión y el escándalo que por la excelencia y el compromiso, enredados en el cliché de los malotes melenudos de negro riguroso.

En el concierto de Lenny, el factor femenino se deslizó por el escenario entre todos los músicos: en su ropa, en sus sombreros, en sus cinturas. Una sensualidad encantada impregnaba el antiguo Palacio de los Deportes, sin ingenuidad, con curvas. En el minuto 3.44 de I belong to you, en su estribillo, sentí que la segunda voz me conducía a lo que todavía quiero ser en la vida. Esa levedad profunda. Ese eco. Ese rock.

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24 de abril de 2025

Mario Vargas Llosa, Perú / © Morgana Vargas Llosa

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La puerta que se cierra

 

Al hilvanar una vez Mario Vargas Llosa sus recuerdos de la época del boom, y rememorando a los escritores que junto con él lo integraron, comentó: “parece que a mí me va a tocar apagar la luz y cerrar la puerta”.

Era el menor en edad de esa generación que marcó, y transformó, la literatura del siglo veinte latinoamericano. Si es que debemos llamarla generación. La primera rareza fue que sus integrantes no eran necesariamente contemporáneos, pues entre las edades de Julio Cortázar y Vargas Llosa mediaban más de veinte años.

Lo que de verdad los une es la carga de dinamita que pusieron en los cimientos de la novela latinoamericana en una sola década, la de los años sesenta, que es cuando aparecen La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, en 1962; Rayuela de Cortázar, y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, en el mismo año de 1963; y Cien años de soledad de García Márquez, en 1967.

Esas cuatro novelas tuvieron un formidable poder transformador, y dieron por primera vez ámbito universal a una literatura que contaba a Latinoamérica lejos del tradicional lenguaje vernáculo, un proceso de ruptura ya empezado por Juan Rulfo con Pedro Páramo en 1955.

Vargas Llosa tenía 26 años cuando ganó con La ciudad y los perros el premio Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral en 1962, una prueba de precocidad literaria mediante la que convertía su experiencia de adolescente, internado como cadete en la escuela militar Leoncio Prado de Lima, en toda una aventura novedosa tanto de estructura como de lenguaje, al fusionar tiempo y espacio, descoyuntando las historias narradas en cada párrafo, hasta armar todo un rompecabezas capaz de mantener la tensión del relato, y darle la carga permanente de un thriller.

Entre sus muchas virtudes, igual que lo hacía Rayuela por su lado, La ciudad y los perros enseñó una nueva manera participativa de leer, convirtiendo al lector en cómplice del acto literario, por complejo que pudiera parecer.

Yo tenía veinte años cuando llegó a mis manos La ciudad y los perros, y desde la primera vez que la leí quise desarmarla para descubrir cómo estaba construida; Vargas Llosa enseñaba a cada paso procedimientos, y se podía aprender de él con menos riesgo de terminar imitándolo, como indefectiblemente ocurría con Cien años de soledad, donde el caudal verbal se volvía un río capaz de arrastrar al aprendiz entre imágenes desbordadas y el portento de las exageraciones.

La casa verde, publicada en 1996, abría la perspectiva de un universo geográfico que era a la vez un universo narrativo, desde los arenales de Piura, en el noroeste del Pacífico del Perú, donde un forastero alza los muros de lo que sería el prostíbulo de la Casa Verde, hasta la intrincada selva amazónica, Iquitos, Santa María de Nieva, y sus ríos caudalosos.

Geografía de inmensidades, páramos, serranías, selva, poblada por soldados reclutas, chulos, aventureros, misioneros, caucheros, prostitutas, contrabandistas, farsantes, explotadores, recurrente en Pantaleón y las visitadoras, de 1973, El Hablador, de 1983, Lituma en los Andes, de 1993, hasta El sueño del celta, de 2010.

Es un mundo que no deja de ser nunca picaresco, desde luego que sus personajes surgen de la entraña popular, pero que nos revela que esa geografía no se queda en paisaje; y, lejos de toda inocencia, se ampara en ella la oscuridad de la explotación más inicua, como la que ejecuta la compañía Arana en los campamentos caucheros del Amazona contra las tribus indígenas, todo un genocidio patente a los ojos de Roger Casement, el idealista de El sueño del celta, y que ya se hallaba en el relato de La vorágine de José Eustacio Rivera, novela de 1924.

La Casa verde, su novela de 1969, está poblada de periodistas, gacetilleros, policías secretos, cabareteras, estudiantes insurrectos, cantinas, burdeles, bajo la dictadura gris del general Odría. Lima la horrible. La más ambiciosa, y a la que llamaría su obra maestra si no entrara en disputa tan cerrada con otros de sus libros como La guerra del fin del mundo, de 1981; o La fiesta del chivo, del 2000.

Y el cronista del todo latinoamericano, más allá de las fronteras nacionales del Perú, como lo prueban precisamente La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo, junto con Tiempos recios, de 2019.

Guerras sin fin y dictaduras militares, fanáticos iluminados y tiranos de tricornio emplumado, la corrupción y el abuso de poder, desde el sertón brasileño del santón de los yagunzos, Antonio Conselheiro, al siniestro reinado del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, al derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz en Guatemala, por designio de la United Fruit Company y los hermanos Dulles, para instalar a un dictador obsecuente y mediocre, el coronel Carlos Castillo Armas.

Mario Vargas Llosa, con su muerte, ha cerrado la puerta de la más espléndida época de nuestra literatura. La luz, sin embargo, seguirá encendida.

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21 de abril de 2025

'Almanaque' de Péter Nádas (Temporal, 2025)

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Péter Nádas: reflexiones sobre el esfuerzo que cuesta comprender el mundo

Un almanaque es un calendario que recopila información útil, consejos prácticos y fechas importantes para el año entrante. Este volumen de Péter Nádas (Budapest, 1942), aunque se titule así, sería más bien una miscelánea. Publicado en su país de origen pocos años después de que apareciera Libro del recuerdo, el título que le otorgó fama internacional, Almanaque evita limitarse a un género, pues recoge el libre discurrir del pensamiento y la imaginación. El marco temporal encabalga dos años, 1987 y 1988. Y lo que leemos es lo más parecido al vagar discursivo y asociativo de una mente que se ensimisma con recuerdos, paisajes, la historia, objetos, amistades, sentimientos, lecturas y elucubraciones.

Por ejemplo, el capítulo "Mayo" abre con una suposición desconcertante: "Hace unos días, una tarde soleada de abril, mientras a mi alrededor resplandecían árboles de flores blancas, sentí con plena certeza que me quedaba un año de vida". "Con la guadaña uno piensa a un ritmo tranquilo", así que elucubra qué sucedería si llevara razón, aunque luego pasa a hablarnos del perro de los dueños del piso en Berlín donde vivió -"indescriptiblemente feo y tan amable como carente de belleza", aunque con "la mirada de un sabio oriental"- y a describirnos sus paseos por los alrededores con él, cuando lo dejaron a su cuidado durante un viaje. El animal, en cuya cara, insiste, la "fealdad celebra todo un festín", lo invita a teorizar sobre las razones ocultas e inconscientes detrás de la cría de razas puras, como algo innatural: "en el reverso del ideal, de la ilusión y del mito de la pureza de raza, acecha la obsesión del racismo y su ilusión asesina".

Las horas de silencioso diálogo y juego con el animal dan vida de manera misteriosa al recuerdo de cuando volvió con ocho años a casa asegurando que odiaba a los judíos (en clase le explicaron que causaron la muerte de Jesús), a lo que la madre le respondió llevándolo ante el espejo del recibidor: "ahí tienes a un judío, puedes odiarlo tranquilamente", y ya nunca, ante cualquier otro espejo, confiesa, "no me veo a mí, sino al que mira a alguien en el espejo".

Le sigue, siempre en suaves transiciones, el incidente con un pastor alemán que le sirve para meditar sobre la sospecha y acaba con un (des)encuentro, paseando al perro adefesio cerca de la estación de Grunewald, donde "habían metido en vagones a los judíos de Berlín", con un grupo de neonazis adolescentes a los que responde con ironía sus preguntas retadoras. Como punto final, de nuevo la muerte: una ocasión cuando en un entierro se quejó de algo banal como que se le habían helado las orejas, para darse cuenta de que cuando nos expresamos solemos ocultar "otras manifestaciones posibles, más esenciales".

Almanaque es una obra ambivalente. Podría ser una puerta de entrada a la ficción y ensayística de este autor referencial de la literatura europea, ahora que la editorial Temporal recupera su obra, pero también, en el caso de haberlo descubierto antes, una demostración de su versatilidad.

Desde la tranquilidad que estrenaba habiéndose mudado a Gombosszeg, al oeste de Hungría ("¿por qué tan lejos?", le solían preguntar, "¿lejos de dónde?", replicaba, "como si uno pudiera estar lejos de algo por no vivir en la capital", un guiño a Claudio Magris y su Lontano da Dove), invita a los lectores a esforzarse predicando con el ejemplo, ya que "el hombre en realidad no tiende a comprender. Debe extraer de sí el entendimiento forzándolo prácticamente en contra de sí mismo. Y sólo a través de este complicado proceso puede consolidarlo en su conciencia, por lo general débilmente cimentada".

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14 de abril de 2025
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Cuestión de segundos

 

Ese pan integral multigrano para celíacos, para diabéticos, para intolerantes a la lactosa, y quizá también para tartamudos y gonorreicos, que venden a precio de oro en las tiendas de régimen, también llamadas dietéticas, acostumbra a estropearse con cierta rapidez formándose una bonita capa de moho en el interior de la bolsa de plástico. Ayer mi hijo Miqui me preguntó si me interesaba una de esas bolsas de pan enmohecido, una bolsa que compraron en el anterior viaje y que había quedado perdida en un rincón de la despensa (mi hijo sabe de mi recia condición ecologista que me lleva a la entrega puntual de los restos orgánicos a la voracidad de la fauna silvestre). Lancé pues, desde la ventana de la cocina, para el ávido pico de urracas y cornejas, las rebanadas de pan, una a una, sobre las tejas árabes del cobertizo de uso agrícola donde, en su interior, se ahorcó recientemente el hijo del jardinero, pero una inesperada ráfaga de viento desvió la última yendo a parar a la acera de la calle María Virtudes Gimeno. Esta mañana he bajado a echar los desperdicios no degradables al contenedor correspondiente cuando de entre los coches aparcados ha surgido la figura del barrendero (“señor barrendero”, según mis socios progresistas) empujando su carrito y que, con cierta diligencia, se dirigía al punto de la acera donde aún reposaba la rebanada de pan desviada ayer por el viento. Ha sido angustioso, yo no encontraba en los bolsillos la tarjeta que permite la apertura del contenedor, y el barrendero avanzaba inexorable hacia la rebanada. Por fin, he logrado echar la basura y dando alaridos, ¡barrendero, señor barrendero!, he corrido, a toda la velocidad que permiten mis achacosas piernas, en pos del funcionario municipal y, por cuestión de segundos, lo he alcanzado cuando armado de escoba y pala se disponía a recoger la rebanada. Le he propinado un fuerte empujón, he recogido la rebanada y, cruzando la calle, la he tirado por el terraplén en el que prospera una nutrida fauna de pequeños mamíferos y activos insectos. “Barren”, que también podría llamarse así, ingresado en el hospital de referencia, cura de las heridas producidas al golpearse la cabeza, por mor de mi empujón, contra un majano de adoquines.

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3 de abril de 2025

Las cosas humanas de Katherine Tuil (Adriana Hidalgo Ed.)

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¿Qué se puede hacer con este dolor?

 

Hace diez años un chico modélico, un rubio nadador llamado Brock Turner, violó a una chica que había bebido demasiado en el campus de la Universidad de Stanford. En el juicio, Brock atribuyó su acción a la influencia de “la cultura de fiesta y las conductas de riesgo”, lo que hoy se denomina “cultura de la violación”. El juez se mostró piadoso con un muchacho que tan solo fue condenado a seis meses –cumplió la mitad–. El estupor de Biden o Harris, entonces fiscal general, resultó estéril. Mientras que la coca, el alcohol y las bragas que los chavales deben alzar como un trofeo –previa caza de sus portadoras– siguen prodigándose entre estudiantes de élite.

El libro Las cosas humanas de Katherine Tuil (Adriana Hidalgo/Amsterdam) se inspira en este caso para activar el entramado de voces subjetivas que entonan su verdad. La contundencia del agresor choca con la incomodidad de la agredida. “¿Usted se masturba?”, “¿Tenía novio?”, “¿Por qué no pidió auxilio?”, “¿Sintió placer?”, le preguntan abogados y jueces que, más allá de los hechos, enjuician la vida sexual de la demandante. Las feministas francesas de los setenta reclamaban que estos procesos tuvieran alcance público –así lo quiso Gisèle Pelicot– a fin de destapar el calvario que mortifica a todas aquellas que no encajan con el perfil de la buena víctima.

Que solo un 8% de las españolas denuncie una agresión sexual demuestra la poca confianza en la justicia y la falta de red. Vergüenza, estigma y el miedo a que su palabra no valga. Lo repitió la denunciante de Alves al inicio del proceso: “No me creerán”. A pesar de la infradenuncia, cada día se notifican 14 violaciones y 55 agresiones sexuales. Una de cada cuatro solo se lo cuenta a la policía. El secreto ensordecedor es el refugio de las mujeres heladas, conscientes de que serán señaladas por haberse metido en la boca del lobo. Se acercaron demasiado, bailaron con su agresor –como en el caso Alves– cuya denunciante incluso entró en el baño con él, y perdió “fiabilidad” y brillo.

Así lo afirman los jueces del TSJC que echaron de menos un vídeo, mira por dónde, demostrando que la sexualidad sigue siendo un terreno resbaladizo, embarrado por los mitos de toros salvajes y mantis religiosas. El nuevo paradigma de la igualdad no ha conseguido terminar con el bucle de revictimización de una mujer violada. Y ¿qué se puede hacer con este dolor?

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3 de abril de 2025

'El amor ha sido mi única culpa' de Małgorzata Nocuń (La Caja Books, 2025)

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El trauma histórico de las mujeres en el desigual y nada feminista mundo soviético

 

Aunque la Unión Soviética dejó de existir en 1991, los imperios como ideario sobreviven y perduran durante generaciones. Al espacio mental que aún se extiende por parte de Europa del Este hasta Asia Central y el Extremo Oriente ruso, la reportera polaca Malgorzata Nocun (1980) se refiere como Postsovietlandia, "un tejido vivo surcado de revoluciones". Para narrar con una mirada premeditadamente femenina lo vivido por las mujeres "hay que empezar por la Segunda Guerra Mundial", porque cimentó las mitologías y el patriarcado que todavía circulan, "cual hemoglobina", por las venas de este vasto territorio.

El amor ha sido mi única culpa se articula a partir de entrevistas, perfiles y testimonios sobre las muy diversas vicisitudes por las que pasaron mujeres bielorrusas, ucranianas, rusas o armenias desde la década de 1940 y que pusieron a prueba su resistencia física y emocional: la guerra (con especial mención al sitio de Leningrado), la falta de hombres, el maltrato conyugal, la disidencia política, el machismo, la carestía y violencia de los años noventa, la LGTBIfobia o los matrimonios forzados. Y aunque la autora da voz también a mujeres que abrazaron el patriotismo misógino soviético, la mayoría ilustran y desmienten el relato de la igualdad de género en el país de los Soviets.

Solo así se entienden las (bio)políticas rusas y bielorrusas actuales, por citar los ejemplos más claros, en cuanto a discriminación y relegación de las mujeres a amas de casa y dadoras de hijos. Recordemos que la violencia doméstica allí está despenalizada, aceptada y justificada; por eso, un lema de las protestas civiles bielorrusas de 2020 fue "mujeres, vida, libertad".

El ruso tiene una palabra, byt, para la existencia cotidiana o vida doméstica. Si algo pone de manifiesto este ensayo es que una mujer de la Unión Soviética (y luego de esa Postsovietlandia) partía de una byt desventajosa, como describe en sus relatos Ludmila Petrushévskaia.

Si no tenemos en cuenta que el grueso del contenido se refiere a Rusia y, por tanto, cae en alguna generalización -pues no están representadas todas las exrepúblicas soviéticas, especialmente las bálticas, o Georgia-, el trabajo sobre el terreno de Malgorzata Nocun descubre un gran número de interesantes detalles históricos y contemporáneos, así como nombres propios no muy conocidos para los lectores en español. Constata, además, que la beligerancia y la pulsión autocrática en Postsovietlandia se analizan con mayor nitidez desde la óptica femenina.

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1 de abril de 2025
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El Boomeran(g)
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