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'El patio' de Thomas Korsgaard (Random House, 2025)

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Thomas Korsgaard: el drama de una vida que se pudre en el fin del mundo

 

Algunas veces el condicional es la única tabla de salvación, el último reducto de la esperanza, el frágil sostén de toda una infancia. Si por aquí pasara un ser humano es la traducción literal del título de la primera parte de una trilogía del danés Thomas Korsgaard (Viborg, 1995). Es un enunciado que no promete amparo, pero deja abierto un resquicio para el que Tue, su protagonista, se pregunte si un día alguien descubrirá su soledad.

En la traducción española, ese susurro se convierte en El patio. Ya no hablamos de una posibilidad, sino de un lugar real, casi brutal. El espacio donde se pudre todo lo que la familia de Tue desecha y no quiere ver: ratas partidas en dos a palazos, perros atropellados, restos de terneros muertos por pulmonía. Entre la esperanza de que algo cambie -o de que un extraño traiga algo de humanidad- y el peso de la realidad brega esta novela.

Estamos en los márgenes de Dinamarca, en un "arrabal de la oscuridad" llamado Nørre Ørum, un "agujero" en el mapa detrás de Skive, la ciudad más cercana. "No creo que a nadie le haga ningún bien pasar allí mucho tiempo", reflexiona Tue, que todavía no ha cumplido los dieciséis. Hay demasiada muerte alrededor. Y, lo peor, la pena no parece mitigarse, salir de los corazones de sus habitantes, sino que se enquista en un silencio sin lágrimas.

En el periódico local, hay más páginas de esquelas que de noticias Podemos situar la historia a finales de los años noventa y, más bien, a principios de los dos mil. Hay juego online, telefonía móvil y CDs piratas, aunque Korsgaard nunca se molesta en precisar fechas. Pero sí queda claro que asistimos al final de un modelo rural, antes de que las macrogranjas y la deslocalización discriminara a los pequeños granjeros y convirtieran las explotaciones tradicionales en un páramo de deudas y bancarrotas.

Un mar de inercias tóxicas Cuando se incendia uno de los mataderos, se cuenta, se prefiere trasladar la producción a Polonia que levantar uno nuevo. Tue vive en una de esas granjas que se cae a pedazos, con unos padres que no saben amar sin condiciones. Lonny, la madre, bascula entre la depresión y la adicción a los casinos en línea. Tiene una voz agradable, pero rara vez la usa para preguntar a sus hijos si tienen frío o miedo, y su decadencia física, que expone por la casa en ropa interior, avanza con cada página: "Mi madre tenía la cara hinchada (...) Como si la fatiga que debería haber desaparecido con el sueño se le acumulara en las mejillas".

El padre, Lars, cultiva una violencia cortante, casi rutinaria. A Tue le enseña a callar, a sostener una pala, a robar cables de cobre si es preciso, a beber café y otras lecciones de vida ("No puedes ir por la vida tragándote toda la mierda que te echen, si no te aplastarán"). La abuela materna Ruth es el único rayo de ternura ("Yo sabía que me quería con todo su corazón. En las paredes solo había fotos mías") y su fallecimiento supondrá la estocada final a su frágil red afectiva y el derrumbe emocional de la hija. El resto de secundarios -el tío Chresten, una figura que tensa al padre de Tue por su intervencionismo u O.J., el abuelo político, una mezcla de testarudez, vulnerabilidad y pragmatismo- orbitan a su alrededor, demasiado ocupados en sobrevivir como para salir al rescate de nadie.

Si Tue se abre camino en este mar de inercias tóxicas, estancamiento, pobreza y violencia es, en parte, por su capacidad de disociación que le permite, como narrador, ver(se), como quien mira su propio cuerpo desde la otra orilla. Su voz combina cercanía y distancia, como si al describir su microcosmos estuviera creando una habitación propia donde poder respirar.

El patio se compone de un mosaico de viñetas, momentos cotidianos hilvanados por una misma mirada prospectiva. No hay un clímax ni un giro que lo redima todo. Como diría Sontag, el estilo es más que una técnica: es una forma de insistir en una percepción del mundo. Lo primero que sabemos de Tue es que fantasea con la muerte. Imagina que entierran a su padre. "Diré unas palabras. No muchas. Se lo merece", piensa.

Y ese hilo de pensamientos lo lleva a recordar que las deudas seguirían allí y, como herencia, le quedaría "una granja abandonada, los peros locos, un calefactor eléctrico para los días más fríos del invierno, una partida de baldosas viejas, el pie de un árbol de Navidad sin estrenar, tres congeladores, un mono azul, una nevera americana que consiguió en un truque y unos calzoncillos largos".

Derrota, desamor, podredumbre Otras muertes irán puntuando su existencia, como la de la abuela materna, la hermana que nace muerta o la de animales. Todo huele a derrota, a sumisión ante el destino, a impagos. La escuela no es refugio, solo otra forma de exhibir una vergüenza asentada en las entrañas: Tue es el payaso de la clase, pierde el tiempo y distrae a los demás. Es impulsivo y peca de falta de control, una forma de lidiar con los problemas en casa, que pronto se solapan con el despertar sexual y una primera experiencia homoerótica.

Aquí, la forma es el ambiente: fragmentos sueltos, frases sin adornos, imágenes duras como piedra. La fragmentación tiene su precio: algunos pasajes se repiten, la monotonía del campo se filtra en la lectura. Hay escenas que podrían intercambiarse sin alterar la atmósfera. ¿Es parte del efecto buscado? Probablemente. La vida de Tue no avanza: se pudre a la vista, como los animales que nadie entierra del todo.

Y la familia no es un refugio, sino una amenaza: lo que debería protegerlo es también lo que coacciona su derecho a existir. Los perros se multiplican mientras la comida escasea; los cadáveres de animales se apilan mientras los vivos apenas respiran. Esa acumulación de podredumbre se vuelve un idioma secreto: Tue hereda no solo una granja hipotecada, sino un patio mental donde todo lo muerto se queda. No hay buenos ni malos: hay un entorno que devora todo afecto. Lo que más hiere no es la falta de dinero, sino la imposibilidad de querer y ser querido sin sentirse un estorbo.

Pero lo que eleva esta novela por encima del realismo rural es la forma en que deja entrever -sin nombrarlo nunca del todo- el deseo. Tue es un niño que no encaja en la masculinidad que lo rodea. No sabe ponerle nombre, pero intuye que algo de lo que siente, mira o fantasea no cabe en ese mundo de palas, puñetazos y silencios. Tue aún no se va, pero ya sabe que un día tendrá que huir para hinchar los pulmones libremente.

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29 de julio de 2025
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No olvidar que centroamérica existe

Centroamérica ha sido una región de encuentros desde los tiempos prehispánicos, no sólo de pueblos que se cruzaron en éxodos milenarios provenientes del norte y del sur del continente, sino también de la flora y de la fauna. Un permanente cruce de caminos.

Un istmo que vio multiplicarse las lenguas y las especies, y tuvo por tanto un don creativo desde sus inicios geológicos. Una mezcla étnica que llegó a ser múltiple, indígena, española, africana, y también europea, y asiática cuando desde finales del siglo XIX crecen las corrientes migratorias al iniciarse la construcción del canal de Panamá. Una conjunción humana y ecológica como pocas en el mundo, en un territorio tan angosto y tan codiciado a lo largo de su historia.

Cuando se la ve en los mapas, Centroamérica no parece ser sino un paisaje que se estrecha entre dos mares, selvas, lagos y volcanes que alternan sus erupciones, un territorio sacudido por terremotos y huracanes que soplan con fuerza descomunal, alterando el paisaje.

Un paisaje volcánico, también en lo político. Desde la independencia en el siglo diecinueve, y a lo largo del siglo veinte, nuestra marca fueron las disensiones políticas resueltas en asonadas y golpes cuartelarios, las intervenciones militares extranjeras, la plaga endémica del caudillismo y las dictaduras militares, las revoluciones armadas. Un rostro siempre velado por el humo de la pólvora.

¿Pero cuál es verdaderamente ese rostro de Centroamérica? Uno y distinto, varios rostros en uno, una identidad que a veces parece contradictoria, pero que existe quizás precisamente por eso, porque no se deja ganar por la homogeneidad. Un rostro fragmentado, difícil de apreciar en su conjunto porque aún estamos lejos de la integración política que se frustró después de la independencia en 1821.

Puestos juntos, nuestros países alcanzan casi los 50 millones de habitantes en una superficie de más de medio millón de kilómetros cuadrados, con una economía que crece modestamente, pero en la realidad cotidiana siguen abiertos los grandes abismos de desigualdad social, con la riqueza concentrada cada vez más en pocas manos, mientras padecemos de déficits notables, el primero el de la educación, con bajas tasas de escolaridad y muy altas de deserción escolar; y la lucha entre autoritarismo e institucionalidad que aún se sigue librando.

¿Por qué saltamos a veces a las primeras planas? Porque habiendo sido puente de pueblos y puente ecológico, Centroamérica es hoy puente del tráfico de drogas. Porque el crimen organizado desafía a los estados, apoderándose de territorios enteros. Porque los más pobres siguen huyendo de la miseria y de la violencia hacia los Estados Unidos, en busca del perverso sueño americano al que hoy Trump pone cerrojo; porque el primer producto de exportación son los emigrantes que envían de vuelta sus remesas, 45 mil millones de dólares el año pasado.

Porque algunas de las dictaduras que padecemos, como la de Ortega y su esposa en Nicaragua, se transforman cada vez más en monarquías absolutas de antes de la ilustración. Porque el más pequeño de nuestros países, El Salvador, tiene la cárcel más grande América Latina, donde Bukele ofrece alojar a reos extranjeros, en una especie de turismo carcelario.

Anastasio Somoza, fundador de la dinastía que imperó en Nicaragua por casi medio siglo, solía decir de manera socarrona que la democracia es un alimento demasiado fuerte para el estómago de un niño, y que por eso había que dárselo a cucharadas. El niño es el país. El dictador es el padre, cuidadoso de que sus hijos no se empachen. Esto mismo es lo que venimos escuchando desde aquel 15 de septiembre de 1821 bajo diferentes retóricas. Esta mezcla de paternalismo burlón, de garra oligárquica, de caudillos de rostros primitivo y hoy de dictadores cool, no parece haber desaparecido.

El siglo veinte vio en Centroamérica revoluciones triunfantes que luego fueron malversadas, sueños humanistas que terminaron pervertidos en pesadillas de las que aún no despertamos en el siglo veintiuno, y que han mutado hacia dictaduras de nuevo cuño.

El deterioro de la democracia viene de tendencia autoritarias que buscan legitimarse en el espíritu de los votantes, y una vez conquistado el poder, en el debilitamiento calculado de las instituciones; pero también tiene que ver con el avance del crimen organizado, y el tráfico de drogas, ahora que los carteles buscan poder político, mientras al mismo tiempo deterioran gravemente los niveles de seguridad ciudadana.

 Es lo que ocurre en Costa Rica, tradicionalmente una isla democrática y pacífica en Centroamérica, donde la violencia de los carteles ha disparado la tasa de homicidios al 17%, el doble que diez años atrás, e igual a la Honduras o Guatemala.  Buen caldo de cultivo para las propuestas de mano dura y caudillos providenciales.

El autoritarismo y las dictaduras, lejos de ser fuentes de estabilidad, tarde o temprano desatan crisis de proporciones impredecibles, cuando surgen las rebeliones como respuesta a la opresión política y la violación sistemática de los derechos humanos.

Es a lo que Europa debe estar atenta, y no olvidar que Centroamérica existe.

 

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28 de julio de 2025
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Destierro y filosofía

Las admirables líneas de Octavio Paz, citadas aquí de nuevo en una columna reciente centrada en el tema de la impotencia humana ante la naturaleza, hacen un guiño a la filosofía y aún al arranque de la misma en la controversia presocrática sobre la precariedad del hombre en la guerra abisal entre los elementos: “no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.  Pues bien:

La filosofía es también el trasfondo de la presente reflexión sobre el estado de nuestra sociedad. En múltiples foros he tenido ocasión de señalar que (a diferencia de otras manifestaciones del espíritu humano como la música o la poesía), la filosofía no es un rasgo inherente a toda comunidad humana, no es eso que se denomina un universal antropológico. Hubo grandísimas civilizaciones que no conocieron la filosofía, dado que la filosofía tiene lugar, fecha y lengua de nacimiento.

Pero, sin ser un rasgo presente en toda sociedad humana, la filosofía es una consecuencia de algo que sí lo es. Pues no hay lugar en el cual los hombres no se asombren ante ciertos fenómenos astronómicos, ante la emergencia de un nuevo ser vivo, ante el hecho de que, a diferencia de un niño que no habla, pero llega a hacerlo, cachorros domésticos como la cría del perro, estando también desde el nacimiento rodeados de seres que hablan, nunca llegan a hacerlo ellos mismos. En fin, no hay sociedad en que el hombre, constatando la finitud de sus congéneres y sabiendo la certeza de la propia, no se sienta “desterrado en la tierra” y no se interrogue por la causa de tal injusticia.

La filosofía es hija de esta disposición interrogante del espíritu humano, pero añade algo a la misma. “Los hombres empezaron a filosofar movidos por el estupor”, dice Aristóteles”, señalando de paso las etapas de tal estupor, en primer lugar, los fenómenos del entorno natural. Es difícil sintetizar el cambio en la disposición ante los fenómenos que lleva a la filosofía, pero si tuviera que avanzar unas líneas diría:

 La filosofía es consecuencia de que tal entorno natural es visto como regido por esa intrínseca necesidad a la que hacen referencia los versos de Lucrecio; la naturaleza no es un marco teatral en el que los hombres, y sobre todo los dioses, puedan intervenir cambiando la urdimbre y la trama.

Hija de inquietudes inherentes a todo espíritu humano, a todo ser para el que la tierra es exilio, la filosofía tiene, como decía, lugar de nacimiento en la Jonia de los pensadores presocráticos. Pero, desde este origen, la filosofía ha sentido como casa propia toda lengua que estuvo dispuesta a acogerla, mostrando así ser patrimonio potencial de la entera humanidad.

De ahí que, arraigada desde siglos en la cultura de Venecia, Friburgo o Salamanca, hoy, de Pekín a Puerto Príncipe, pasando por Malabo, se den departamentos universitarios de filosofía, en algún caso creados y mantenidos gracias a una tenacidad literalmente heroica. En el caso de Puerto Príncipe este departamento funcionaba admirablemente hace sólo cinco años, en precarias edificaciones erigidas sobre las devastadas por el terremoto. Ignoro si consigue mantenerse en la calamitosa situación actual.

En lo referente a sus materiales de trabajo, la filosofía es poliédrica y puede ser relacionada con múltiples disciplinas, la matemática o la física, pero también la creación musical o literaria y, desde luego, las llamadas ciencias sociales. Pero, en todos los casos, la disposición con la que el filósofo se aproxima a una u otra materia de conocimiento, o simplemente a una u otra actividad humana, viene marcada por el rasgo que, en todas sus variedades, caracteriza a la filosofía, a saber, la exigencia de hurgar en la condición del ser de razón y acercarse a los límites de la misma. La filosofía (por decirlo de una manera que, desde luego, no casa con nuestros tiempos) refleja un hastío de la existencia pasivamente aceptada, una nostalgia por reencontrarse en los límites de lo incondicionado.

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25 de julio de 2025
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Augurios

Esa entidad bancaria de tanto renombre me invita a escribir un texto breve para el librito de relatos que piensa regalar a sus clientes principales en el próximo San Valentín. Busco pues material, inédito en papel, en mis almacenes virtuales -blog personal, blog de El Boomeran(g), Facebook- y así verifico, de modo no intencionado, una circunstancia alarmante: se están dando en mi persona los incidentes médicos que describo como propios de algunos de los protagonistas, inventados, que pueblan mis historias.

Puedo referirme en primer lugar al ‘caso’ (utilizando la nomenclatura del profesor Viñuales) titulado “Comparativa” que publico en mi blog personal, el 7 de marzo de 2009, en el que junto a otras descripciones de carácter urológico se cita al factor de una estación ferroviaria apodado ‘Calzones colorados’, dadas las habituales manchas de sangre que adornan sus pantalones fruto del sangrado que acompaña el acto de la micción y el poco cuidado en enjuagarse.

Y en segundo lugar puedo referirme a los versos ‘Ellos / ausentes / masticando sangre coagulada, / mientras bailan sus muelas en las inseguras encías’ situados al final del poema “Qué ingrávido sosiego” en el libro Ciudad corvina, de 2018.

Ahora, ambas trágicas situaciones se han cumplido, en mi persona. Quizá el tratamiento de la fibrilación auricular mediante el potente anticoagulante Xarelto ha propiciado las cosas pero, sea por lo que fuere, una madrugada reciente hube de abandonar a la carrera un hotel de la ciudad de Murcia, para no avergonzarme ante la recepcionista por haber teñido de rojo la ropa de cama tras un violento acceso de tos al atragantarme con la sangre, en parte líquida y en parte coagulada, de ignota procedencia, que llenaba mi boca y mi garganta.

Y en lo referente a la sangre en la orina he de decir que, no hace mucho, ya en mi domicilio, convaleciente de la intervención en la que me colocaron dos catéteres para remediar la litiasis bilateral, tuve que avisar a gritos a los transeúntes para que se apartaran cuando me disponía a orinar, desde el balcón a la calle, preso de una hematuria tan feroz que temía obturar los desagües del cuarto de baño.

La escritura es un mecanismo fundamental y no suficientemente estudiado en la construcción de procesos generadores de situaciones miméticas.

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23 de julio de 2025
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Sebastian Schoepp: La ‘mirada alemana’ a América Latina

 

En 1755, el rey Federico el Grande de Prusia encargó a su compositor de cabecera, el hoy olvidado Carl Heinrich Graun (1703-1759), una ópera sobre la conquista de América por los españoles. Esa ópera, Montezuma, tiene como protagonista al último emperador azteca. El propio Federico escribió el libreto, en el que mezcla el mito del buen salvaje roussoniano y la leyenda negra de los malísimos españoles para crear un déspota ilustrado en el que Federico quería proyectar su propia imagen.

El rey prusiano estaba en guerra contra el imperio español, y su ópera era un arma en esa contienda. Fue uno de los primeros productos de la mirada romántica alemana sobre el Nuevo Mundo. Una mirada semejante a la que muestra Karl May con su construcción del ‘buen apache’ Winnetow.

Mientras que autores españoles, franceses e ingleses poblaban sus epopeyas de ‘indios malos’, la mirada romántica alemana construía estos ‘indios buenos’. ¿Significó esto que los conocieron mejor? No, de ninguna manera. En un país que estaba creando su propia identidad, la mirada positiva sobre un continente exótico era, en el fondo, una forma de hablar de sí mismos.

Pero junto con la mirada romántica, los alemanes se adentraron desde la época colonial en América Latina para estudiar, registrar, aprender, cartografiar y catalogar lo nuevo. Era el otro gran impulso germánico: el ideal científico de abarcar y entender el mundo entero. Viajeros, estudiosos y científicos alemanes se internaron en nuestro territorio desde hace siglos, y descubrieron tesoros, problemas y defectos nuestros que no sólo nutrieron de conocimiento el acervo cultural alemán. También nos enseñaron a nosotros a vernos de otra manera.

Hay, por supuesto, un gran referente en esto de ver el mundo de allende el Atlántico con los ojos profundos y limpios del científico de alma: Alexander von Humboldt. Entre 1799 y 1804, antes de la independencia de los países latinoamericanos, Humboldt recorrió el territorio de lo que hoy es Venezuela, Colombia, Ecuador, Cuba, México y la mayoría de los países de Centroamérica. Durante las siguientes dos décadas, escribió y publicó en 30 volúmenes su ‘Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente’.

Humboldt dio a conocer plantas, animales, costumbres, accidentes geográficos, climas, montañas, ríos, historias, personajes y hasta la corriente oceánica que lleva su nombre. No lo movía el afán de dominar y ‘civilizar’, como a muchos viajeros norteamericanos e ingleses. Tampoco el deseo de construir una identidad nacional que oponer a otras, como ocurre con los relatos de viaje de intelectuales de la misma región. Su deseo era aprender.

Y aprendió más que nadie. Aprendió a entender y apreciar a los extraños habitantes de esas regiones, en quienes constató un peligroso ánimo de pelearse entre sí, y una tendencia a seguir a los líderes y no luchar con tanto denuedo como los norteamericanos por la libertad individual. Pero al mismo tiempo, apreció también una riqueza natural y cultural que lo hicieron pronosticar un futuro de paz y prosperidad en la región.

“Confieso mi deseo de que esta obra pueda ser digna de atención cuando las pasiones se hayan acallado y hayan dado lugar a la paz, y cuando bajo la influencia de un nuevo orden social, estos países hayan hecho rápidos progresos en su bienestar público”, soñaba Humboldt en medio de las revueltas por la independencia de los países del sur del Río Bravo, hace 200 años.

Desde entonces, miles de investigadores, empresarios, técnicos, músicos, pintores, escritores y cineastas del área cultural germana siguieron sus pasos. Muchos descubrieron tesoros naturales e históricos de Iberoamérica, y también ejercieron la docencia. Y la mayoría se adaptó también en el Sur a las costumbres de la diversión, la gastronomía y la amistad ‘a la latina’.

Y también están los que llegaron para quedarse. Entre trabajo duro y juergas, estos herederos de Humboldt construyeron una cultura nueva, híbrida, mestiza, del ‘rubio con poncho’, un personaje que cobra especial vitalidad en la Patagonia chilena, en los alrededores de Buenos Aires, en los montes cafetaleros de Guatemala y en el sureste de Brasil. Son parte de nuestro paisaje, y a la vez una mirada de adentro y de afuera sobre nuestras sociedades.

Por todo esto, a los latinoamericanos nos importó siempre la mirada alemana. Porque más allá de derivas románticas y más allá de las guerras y totalitarismos del siglo XX, sigue prevaleciendo en nuestros países esa visión del ‘alemán que nos mira’ que inauguró Humboldt: una mirada fresca, cuidada y profunda.

Ese fue el camino que emprendió hace más de 30 años el periodista Sebastian Schoepp, cuando se instaló en Buenos Aires a realizar su tesina universitaria sobre un interesante punto de confluencia entre ambos mundos: el diario Argentinisches Tageblatt, órgano de información de alemanes demócratas en tiempos de autoritarismo. El Tageblatt, donde mi tía escribió una columna durante casi medio siglo, era a la vez una defensa emocionada de la racionalidad y la convivencia en Europa y una mirada extraña y muchas veces acertada al Nuevo Mundo.

En Buenos Aires Sebastian adquirió una admirable maestría en la lengua de Borges, una mirada cercana e irónica sobre los extraños andares de los países del Sur, y un sentido del humor latino que lo sigue acompañando en los fríos inviernos de Munich.

En 2001, cuando Schoepp ya había terminado sus estudios de periodismo y trabajaba con éxito en el Suddeutsche Zeitung, se animó a dar un paso más en su formación. Y ese paso lo acercó nuevamente a nuestro mundo y nuestro idioma.

Tuve la suerte de que decidiera estudiar en el Master en Periodismo que yo dirigía en esa época, un programa hecho en conjunto por la Universidad de Barcelona y Columbia University de Nueva York. Durante un año lo tuve como alumno excelente, activo, inquisitivo y crítico. En su año barcelonés, Sebastian Schoepp leyó, escribió y discutió durante miles de horas y cientos de litros de cerveza (otra pasión conjunta de alemanes y latinos) con compañeros de México, Nicaragua, Brasil, Argentina, Chile, Venezuela y Colombia, y con otros de diversos rincones de España.

Tengo la impresión de que fue ese momento, al hacer una pausa en su carrera como periodista y pararse a pensar en el complejo mundo que lo rodeaba, en que comenzó a gestarse El fin de la soledad, su primer libro, del que quiero hablar hoy.

Ya de vuelta en el Suddeutsche Zeitung, Schoepp comenzó a dar talleres y seminarios en redacciones periodísticas latinoamericanas, y a especializarse como reportero en la política, la cultura, la economía y la sociedad de los países de Latinoamérica, que en esta década comenzaban a dejar atrás sus sangrientas guerras y dictaduras, y empezaban, más lentamente, a sacudirse la profunda injusticia de sus estructuras feudales.

Durante unos años, a comienzos de siglo, fue profesor invitado en este Master de Barcelona. Cada uno de esos años, cuando venía a dar clases, me contaba sus nuevos viajes, sus descubrimientos latinoamericanos, y su decepción por la falta de atención de los medios internacionales – y sobre todo los alemanes – a una región olvidada.

Ya lo sabíamos: la violencia y la miseria son noticia, pero la estabilidad y el crecimiento económico pasan desapercibidos. Pero en América Latina, esta constatación de la superficialidad periodística esconde una realidad nueva.

Su desconocimiento es un crimen, porque constituye una alternativa positiva, creativa, posible, a los desastres que nos rodean.

¿Puede el ejemplo de América latina ayudar a Medio Oriente, a África? ¿Puede el desarrollo del Cono Sur extenderse a la dura realidad centroamericana? Este libro es, también, una parte importante en el debate actual sobre modelos de desarrollo en el siglo XXI.

“Alguien debería contar lo que está pasando en América Latina”, me solía decir Sebastian en esos encuentros de hace casi dos décadas. Como reportero sagaz, seguía viajando y entrevistando a líderes, empresarios y campesinos. Como intelectual agudo, hacía acopio de lecturas e ideas. Tardó unos años Sebastian Schoepp en comprender que el encargado de poner juntos la información, el orden y la claridad para contar, analizar y explicar el ‘nuevo Nuevo Mundo’ era él mismo.

Finalmente, en 2012 publicó El fin de la soledad (publicado en alemán con el sonoro título de Das Ende der Einsamkeit, una manifiesta contestación a los clásicos El laberinto de la soledad de Octavio Paz y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Es un libro que permanece vigente pese al tiempo pasado: tiene que ver con un continente en cambio constante pero también con las dinámicas de los medios hegemónicos que no cuentan asuntos complejos sino anécdotas efervescentes: hoy Latinoamérica es más interesante que nunca para un público europeo, y al mismo tiempo, se sabe cada vez menos de estos países lejanos.

En este, el primer libro de Schoepp, convergen el pasado, el presente y el futuro de un continente que en esa segunda década del siglo comenzaba por fin a despegar. Tal vez no sea casualidad que está encontrando su camino justo cuando Estados Unidos, el Gran Vecino, está preocupado por otras regiones del mundo y no tiene tiempo para dictar el rumbo a su ‘patio trasero’. ¿Habrá relación entre ambos hechos? Nada es fácil en la tierra de Bolívar, Martí, el Che, Pinochet, el tango y la ranchera, y hoy de Lula, Milei, Scheinbaum y el reggaetón. Hay mucho que entender, mucho que explicar.

La vía para contar y explicar esto no es la de Federico el Grande, inventando un reino inexistente para librar sus propias batallas. Tampoco es la de los poetas románticos, que crearon un mundo para mirar en su interior. Tenía que ser un viajero sistemático y preguntón, profundo y alegre, que se lanzara por los caminos polvorientos de Humboldt, hoy transformados en carreteras atiborradas de autos de la creciente clase media, que sigue creando nuevas identidades mientras los medios sólo se fijan en narcos, selvas y miseria.

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21 de julio de 2025

'100 razones por las que lloró Leon Tolstoi' de Katia Gushina (Impedimenta, 2023)

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¿Por qué vamos solas al médico?

 

Nos miramos de reojo, sin querer molestar, porque el minutero de la sala de espera se encapsula en una órbita interior. “Estos tonos son más algodonosos”, le escuché decir a un visitante del Museo del Prado contemplando las maravillas de Veronese, el pintor veneciano que captó el rosa más profundo. En el hospital, aguardando a que aparezca nuestro número en la pantalla, los colores pierden toda su belleza. Neutros, impersonales, a veces infantiloides, no refulgen ni se empolvan. Borran sus matices, y en parte es lógico, pues la verdad del TAC solo entiende el blanco y negro.

Las máquinas que escudriñan el mal son heladas, aunque suelen manejarlas enfermeros jóvenes que bromean al darte instrucciones. Piensas que el éxito de la prueba depende de ellos porque te permites caprichosas transferencias; son esos destellos los que colorean el tránsito ambulatorio.

Somos mujeres que esperamos una revisión oncológica. Los días previos a la cita, el cuerpo se enrabieta pese a que la cabeza pretenda estar fría. Le llaman trauma silencioso, una mezcla de estado de alerta, ansiosa negrura e incertidumbre. Tan solo la paciente más joven va acompañada. El resto formamos parte de ese 75% de ciudadanas –según datos de una encuesta de Organon– que acudimos solas a las visitas médicas, demostrando un glorioso nivel de emancipación femenina. Resulta tan paradójico como previsible: las grandes cuidadoras que han aliviado miles de males acuden sin red a una cita extremadamente sensible.

Habrá infinitas razones que expliquen esa soledad: muchas no podrán permitirse un mal día porque de ellas dependen quienes no pueden valerse por sí mismos; también están las que expresan así su firme autosuficiencia, acaso para no comprometer a nadie, y cómo no, aquellas a quienes les enerva tener compañía porque les recuerda cada instante a qué se enfrentan.

Los teléfonos suelen quedarse sin cobertura en los sótanos hospitalarios. Algún libro, miradas perdidas, olor a crudo. “No se puede aguantar de puntillas mucho tiempo”, leo en la novela gráfica Razones por las que lloró Leon Tolstoi (Katia Gushina), y miro los rostros sufridos de las mayores, rostros heroicos a los que regresará el rosa Veronese, o el rosa Tiepolo e incluso el de La vie en rose cuando les den la mejor de las noticias: “Todo está bien”.

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21 de julio de 2025
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Crónica del homenaje a Martín Caparrós de sus amigos porteños

Es hoy, 10 de julio de 2025. Hay un homenaje a Martín Caparrós organizado por sus amigos de Buenos Aires, y no me lo quiero perder. Viajo a Buenos Aires y cuando llego a Corrientes y Montevideo, a media cuadra del Teatro Alvear, ya veo una cola de unos cincuenta metros. En seguida me encuentro con amigos: somos muchos los que queremos ver y escuchar al autor que nos acompaña desde más tiempo del que podemos o queremos acordarnos.

Cristian Alarcón, María O’Donnell y muchos de los que fueron y son amigos, colegas, compañeros de aventuras, están aquí. En el escenario una veintena de escritores, periodistas, fotógrafos, dibujantes, amigos de todas las épocas de su vida. En la platea y los palcos, más de mil lectores agradecidos, participantes en talleres y muchos de los que no imaginamos nuestras vidas y nuestras ideas sin Martín.

Las entradas son gratis pero numeradas. Me toca en la fila H butaca 5. Antes y después del acto me cruzo con amigos, algunos a los que no veía hace tiempo: veo que a otros les pasa lo mismo. Martín es como una clave de inteligencia y sensibilidad en esta Argentina dura y a menudo incomprensible.

Me pongo a hablar (no sé quién empezó la charla) con una mujer sentada a mi lado. Me dice que se llama Charo, que es profesora jubilada, que tiene 62 (mi misma edad), que nunca salió vivió en otro país pero que con la lectura viajó mucho. Martín Caparrós es para ella una voz insustituible, como para mí.

Sin conocernos, pero compartiendo generación y lecturas, nos ponemos a recordar libros, reportajes, entrevistas, viajes de Caparrós como si los hubiéramos viajado nosotros. No recuerdo cuándo Charo pasó de Caparrós a otra de sus voces queridas, María Elena Walsh: son esos guiños de vida que nos hacen saber que estamos en casa. Las canciones compartidas con sus hijos y nietos, el humor inteligente como antídoto a lo que está pasando, como contraseña.

Cuando empezó a circular por los círculos de la crónica y la literatura, sus colegas y amigos, que tenía una enfermedad extraña que lo había confinado en una silla de ruedas – a él, el viajero más audaz – se organizaron encuentros para rendirle honores: en los últimos años estuve en uno en el Festival Gabo en Bogotá, que abarrotó la sala principal del Gimnasio Moderno, la sede del festival, en 2024, y en otro en Barcelona, que coincidió con una de mis visitas. En el gran auditorio de una coqueta librería barcelonesa, sus amigos de la ciudad, como Jorge Carrión, Pere Ortín y Eileen Truax, hablaron de él y de su obra, y otros enviaron videos de saludo, de cariño, de recuerdos divertidos.

En la sala amplia bogotana la crema y nata de la crónica iberoamericana se puso de pie para aplaudirlo. En las dos ocasiones, parecía genuinamente abrumado por el cariño de los suyos y de los que se enamoraron de la prosa danzarina y punzante para contar el mundo y dudar certeramente sobre los cambios de nuestras vidas.
Hace poco en un teatro de Madrid se organizó una lectura conjunta de Antes que nada, con muchos de sus amigos de la península. Tomando la idea de ese homenaje, los amigos porteños pensaron esta.

Llegó el momento. En la majestuosa sala del Teatro Alvear se apagan las luces y como si estuvieran en un pequeño círculo de amigos, Cristian Alarcón y María O’Donnell dan la bienvenida, agradecen, presentan a los que van a leer fragmentos de Antes que nada. Hay unas seis mesas, como en un bar preparado para un cantautor, que se va llenando de cabezas blancas o canosas, como casi todas las de la platea. Y entonces aparece la silla rodante, negra, sólida como antes era él, que avanza llevándolo inmóvil, como si levitara entre tanto cariño.

De las veces anteriores, siento que ahora mueve menos los brazos, le va subiendo dramáticamente la inmovilidad, la jodida enfermedad, la condena, como él la llamó en un memorable reportaje de febrero en la revista dominical de El País. No quiere que nadie cuente lo que le pasa: lo cuenta él. Si siempre fue el mejor para contar los dramas de los demás, no va a dejar que otro cuente el suyo.

Empieza con un recuerdo y un homenaje a dos amigos queridos que murieron el año pasado: Jorge Dorio y Jorge Lanata. En los últimos años, estos jorges estuvieron en bandos opuestos en la grieta de la época kirchnerista. Distingo algunos rostros conocidos, sobre todo periodistas. A veces la tragedia, sobre todo una como esta, en cámara lenta, hace olvidar las viejas rencillas: aquí todos están unidos por Martín, en el recuerdo, en el escenario, en la pantalla, en la platea.

En la enorme pantalla se proyectan las manos de Rep (Miguel Repiso, gran dibujante de efusiones líricas y precisión política, con un trazo aparentemente infantil, mentirosamente dubitativo, que encuentra el punto exacto para contar la realidad y también los miedos y los sueños de sus “lectores”. Es el dibujante de siempre de la contratapa de Página 12, para mí el heredero del gran Hermenegildo Sabat, el caricaturista mítico de Clarín.

Rep está sentado en un costado, con papelitos sobre la mesa con los nombres de quienes van a hablar: los va mostrando a medida que los aludidos toman la palabra. El orden es el de la biografía de Martín: muy bien elegidos fragmentos cuentan en breves viñetas, aguafuertes personales, momentos de su vida y el sentido que tienen para él y para pensar el país, el mundo, el rostro frente al espejo.

Empieza el mago, el autor. Con uno de los fragmentos más duros, más emotivos, más orgullosos del libro: aquel en el que declara que no quiere dar lástima. Que no quiere ser la víctima.

"Hago todo lo posible por no hablar del tema. No quiero convertirme en ay, pobre, qué mala suerte tuvo [...] No quiero convertirme en ese héroe de la época, la víctima [...] No quiero que los que me quieren me vean con tristeza. No quiero que, al verme, vean al muerto. Mientras siga vivo, quiero seguir vivo."

Yo, que sorbí este libro como se toma con fruición el mate amargo y caliente, siento un dolor y un disfrute especial. Pero creo que somos mayoría los que ya leímos lo que nos van a contar. Como los fanáticos de un cantante, de una película clásica, de una ópera que vimos veinte veces, venimos a reconocernos en palabras ya sabidas.

Cristian Alarcón lee esos párrafos sobre haber vivido una vida y haberse perdido tantas otras, haber nacido hombre, en Argentina, en una época convulsa (¿cuál no?), y no haber vivido vidas alternativas: sus lectores sabemos que no es así, que, como gran escritor, en sus libros vivió decenas de aventuras, incluso las que después de experimentarlas, las inventa para nosotros.

Eduardo Anguita, el aliado de La voluntad, lee sobre su primer recuerdo de infancia.

Margarita Garcia Robayo, colombiana, gran escritora del yo, el primer amor que yo le recuerdo, lee sobre su visita con el padre a la casa de Juan Domingo Perón en Madrid. Al niño Martín y a su hermano les sirve desayuno el mayordomo, a quien el viejo caudillo trata con desdén. Desde siempre Martín estuvo en los pliegues de la historia: el mayordomo del General, el ex cabo de policía José López Rega, sería después de la muerte de Perón quien dirigiera los destinos del país e iniciara los asesinatos de opositores.

En la pantalla, Leila Guerriero lee sobre los sueños de cambiar el mundo. Era una ilusión, fracasaron, pero durante un breve tiempo de juventud fueron felices.

Al costado izquierdo del homenajeado, su pareja, la periodista española Marta Nebot lee sobre la cicatriz que, como la peligrosa marca de un bucanero, le cruza la mejilla. Se confunde (¿se confunde?) con el nombre de la novia francesa que Martín tenía en el momento en que un loco le raja la cara en plena calle parisina. El la corrige con dulzura: es Patriciá, con acento al final, a la francesa. Un momento de ternura y complicidad.

Leen editores, compañeros de redacciones fenecidas, el periodista deportivo Ezequiel Fernández Moores, el fotógrafo Dani Yaco, incluso su compañera de colegio Silvia Labayru, la protagonista de La llamada, de Leila Guerriero.

La única que lee una página de la que es protagonista es la estrella de la noche, la médica y psicoanalista Martha Rosenberg, la madre. La escena es desopilante: en su libro de memorias, Martín trata de imaginar el momento de su concepción. O sea, cuando su madre y su padre “se echaron un polvo”. Se pregunta quién estaba arriba y quién abajo, imagina que, por las fechas, fue la noche en que su madre cumplía los veinte años.

Por un momento, el inmenso dolor de una madre acompañando a su hijo sentenciado por una enfermedad terrible e incurable se disuelve en risas. Martha, una gran luchadora por los derechos de las mujeres, que logró uno de los pocos triunfos de justicia en estos tiempos argentinos, el derecho al aborto, lee las palabras con las que su hijo imagina cómo fue creado.

Como a lo largo de la velada, en la pantalla se ve la mano febril de Rep dibujando algo referido a lo que se está leyendo. Dibuja a la madre, grande, a la izquierda. A la derecha, pequeño, con bigotón como siempre, el hijo. En el globito de diálogo, la madre dice: “Nunca lo sabrás”. De debajo del bigote, un globito más pequeño estalla en: “La puta madre”.

Antes, el más divertido de los dibujos de Rep. No recuerdo quién fue el que leyó uno de los momentos más comentados del libro: Caparrós revela que tuvo un escarceo sexual con el gran novelista Juan José Saer. Lo presenta como un acercamiento a la gran literatura: nunca se había acostado con un hombre, pero este era un escritor que admiraba. Rep dibuja en una cama sugerida la cara redonda, mofletuda de Saer y dándole la espalda, el bigotón juvenil de su admirador. En la mesa de luz, dos libros de Saer.

Cuando el relato continúa con otro escritor veterano que intenta acostarse con el joven Caparrós, el final es distinto: es el filósofo Fernando Savater, a quien Martín no admira. Lo rechaza. Y mientras en el relato el narrador abandona la casa de Savater, Rep alcanza a dibujar el nombre de este escritor burlado en la tapa de un tercer libro que descansa en el tacho de la basura.

Para terminar, Caparrós lee el final de un poema gauchesco que escribió para otro homenaje, aquel en el que le dieron el Premio Rey de España a la trayectoria. Estaba escribiendo su libro en verso en el que Martín Fierro acusa de mentiroso a su autor, José Hernández, y cuenta la verdadera historia del poeta. Imbuido de rima martinfierrista, Martín agradece, filosofa sobre la amistad, celebra que no se olvidará de esta velada de amigos.

Ahora debo despedirme:
lo bueno, si breve, bueno
y así lo malo, si breve,
puede parecer mejor.
No suele ser el temor
lo que define mis frases
pero hoy la emoción me hace
temer y temblar entero.
Muchas gracias, compañeros,
muchas gracias, mis queridos,
me han dado felicidá,
de esa que, cuando se da,
nunca cae en el olvido.

Esa misma noche, los principales diarios dieron cuenta del acontecimiento. Así comenzaba Leila Torres en Clarín: “‘La patria, si la hay, es un helado de dulce de leche’, soltó el escritor y cronista Martín Caparrós apenas se encendieron las luces del Teatro Alvear para leer de manera coral Antes que nada. Todas las personas presentes corroboraron que aquello no sería la típica presentación de un libro, sino una fiesta de memoria, arte y amistad que desbordaría el escenario.”

Javier Lorca escribió en El País: “La sucesión de hechos narrados fue recorriendo la vida de Caparrós como un tejido que, detrás, dejaba ver la historia argentina. Así pasaron las ilusiones de una generación que quiso y no pudo construir un mundo mejor, la revancha del terrorismo de Estado durante la dictadura (1976-1983) y la desaparición de compañeros, las noches interminables de charlas y cocaína en los ochenta, una persecución periodística al dictador Jorge Videla, entre muchas otras escenas.”

“La lectura combinó emoción, intimidad y humor”, publicó en La Nación María Belén Carballeira. “Hubo dos momentos especialmente celebrados por el público: el primero, cuando se compartió un pasaje del libro en el que Caparrós narra un encuentro sexual con el escritor Juan José Saer y una insinuación de Fernando Savater; el segundo, cuando su madre, Martha Rosenberg, tomó la palabra para leer un fragmento sobre la concepción del propio Martín. (…) ‘Este fue el único fragmento que Martín Caparrós eligió quién debía leerlo”, explicó a LA NACION apenas terminó el evento Cristian Alarcón, uno de los impulsores del homenaje. ‘Todo fue mucho más vibrante de lo que imaginábamos’, agregó Alarcón.

La noche porteña está inusualmente cálida, suave, tranquila. Una veintena de libros de Caparrós se venden como churros en una mesa a la entrada. Random House había decidido hace unos años publicar la obra completa del autor en una merecida “Biblioteca Caparrós”, comenzando por la novela juvenil de la militancia revolucionaria No velas a tus muertos y terminando, por ahora, con La verdadera vida de José Hernández (contada por Martín Fierro). Afuera, en la puerta del teatro, corrillos de amigos siguen comentando con emoción sus momentos preferidos de la lectura. Sopla, tenue, una leve ventisca de final de época.

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17 de julio de 2025
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Desconcierto

Estoy en una calle de Amán que es al mismo tiempo una calle de Pekín. Estoy soñando pero yo pienso que no. En todo caso acabo de entrar en un fractal. ¿Del espacio y el tiempo? No, de mi mente, seguramente de mi mente. Me hallo en Jordania, y en China, y en  ninguna parte, y en una calle que se repite en el espacio y el tiempo, que está aquí y que también podría estar en otras dimensiones, repitiéndose incesantemente, como en esos juegos de espejos que se forman en los ascensores y en los que tu imagen se repite hasta el infinito.

Una mujer se detiene junto a mí, lleva en la mano un teléfono móvil y se cubre la cabeza con un pañuelo. Está lloviendo en Amán y en Pekín, junto al mar Muerto y en el lago del Palacio de Verano. Está lloviendo en Asia, África y Oceanía, según dice la radio portátil de un transeúnte de Amán y de Pekín, un transeúnte que como yo transita a la vez por dos ciudades o por mil.

Estoy en Amán y en Pekín. La mujer del teléfono dice:

-Seiscientos sesenta y seis, es mi número preferido. Una vez le dije a mi novio: hazme el seiscientos sesenta y seis, cariño, házmelo ya que me muero, que me muero.

Me echo a temblar. Según me han dicho, hacer el 666 es… Bueno, ya podéis imaginar... Hay que torcer la pelvis y luego frotar el…. Dios, qué difícil es hablar del… estremecimiento.

La mujer me mira ruborizada y desaparece sorbida por una tormenta de arena que parece una tormenta de agua, o que es ambas cosas a la vez. Estoy en Amán y en Pekín, bajo la lluvia y junto a una parada de taxis. Y tengo miedo. A lo lejos oigo un grito y una voz que dice en chino mandarín que en algún momento llega a parecerme árabe:

-¡Todos los que miren esta noche al cielo se volverán locos!

Agacho la cabeza y corro como un desesperado  a un establecimiento lleno de luces. Sé que es un hotel de Amán o más bien de Pekín. Lo sé al fin, lo sé, y sé también todo lo contrario. De pronto empieza a cae un granizo espantoso. Bolas como naranjas y limones revientan contra los cristales de las ventanas del hotel. Es la apoteosis de Dios jugando a los bolos tras haber jugado a los dados. Cierro lo ojos y creo morir de pura delicia: es como si a mi alrededor estuviese estallando todo el universo. Me inunda el clamor, me hundo en un abismo de ruido aterrador, estoy estallando como la luz en medio de la oscuridad y no puedo mirar al cielo porque no quiero volverme loco. De pronto me despierto. Está amaneciendo y siento un frescor delicioso. Todo es silencio a mi alrededor y me inunda una paz indecible al saber finalmente donde estoy: en el desierto de Laurence de Arabia, bajo un cielo hondo y rojo.

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17 de julio de 2025
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Ceniza

Es conocido el correlato entre la turbiedad de la atmósfera, tras las numerosas e importantes erupciones volcánicas sucedidas entre los años 1830 y 1835, y el incremento del color rojizo en las pinturas de William Turner y Caspar David Friedrich correspondientes a aquel periodo.

Ahora, avezados investigadores, amplían el campo de influencia de esos fenómenos geológicos a la redacción de varios títulos indispensables en la historia universal de la literatura de terror.

1816 fue llamado en Europa “El año sin verano”; los vientos trajeron gigantescas nubes de ceniza procedentes de la erupción del volcán indonesio Monte Tambora, provocando que en los meses estivales reinara la oscuridad y las temperaturas, muy bajas, no fueran las propias de la estación. En Villa Diodati, famosa mansión cercana a Ginebra, tradicional lugar de veraneo de escritores y artistas, las malas condiciones meteorológicas y, por tanto, el obligado encierro, fueron el detonante para que Mary Shelley escribiera Frankenstein, John Willian Polidori escribiera El vampiro (que años más tarde inspiraría a Bram Stoker la escritura de Drácula) y, en poesía, Lord Byron escribiera Darkness [Oscuridad].

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Texto elaborado a partir de los artículos “Lo sublime y la toxicidad del aire” y “El año sin verano” apud La condición postnatural. Glosario de ecologías para otros mundos posibles (Madrid, Cthulhu Books, 2024).

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14 de julio de 2025
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El abuelo enterrado en el jardín

 

Hay una película georgiana de tiempos de la perestroika, donde un abuelo con los mismos bigotes y casaca de Stalin es enterrado por sus nietos en el jardín y vuelve siempre a resucitar después de la lluvia. La he rastreado en las redes sin fortuna, pero la recuerdo como una comedia punzante e irreverente, toda una parodia de la persistente sombra histórica de una figura siniestra, que ha vuelto a mí memoria cuando he conocido la noticia de que en la estación Taganskaya, una de las más concurridas del metro de Moscú, el padrecito Stalin ha resucitado una vez más.

En 1950 Stalin reinaba como soberano absoluto en la Unión Soviética.  Proliferaban entonces las calles, plazas, universidades, escuelas, teatros, y aún ciudades enteras que llevaban su nombre, y lo mismo sus bustos y estatuas en bronce, granito mármol, y aún en vil cemento. Ese año el vestíbulo de la estación Taganskaya fue adornado con una escultura mural titulada “Gratitud del pueblo al líder y comandante”, donde el adalid supremo aparecía de pie en la plaza roja, al centro de una multitud proletaria que lo rodeaba con admiración, sin que faltaran los niños. En el conjunto de mármol, al mejor estilo del realismo socialista, las figuras de un hombre y una mujer que flanqueaban a Stalin elevaban sobre su cabeza ramilletes de flores, como si fueran antorchas.

Stalin murió a consecuencia de un derrame cerebral en su dacha de Kúntsevo en 1953, y tres años después, el 25 de febrero de 1956,  Nikita Kruschev pronunció el “discurso secreto” en el pleno del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) que daría pie a la desestalinización, al denunciar como “ajeno al espíritu del marxismo-leninismo elevar a una persona hasta transformarla en superhombre, dotado de características sobrenaturales semejantes a las de un dios. A un hombre de esta naturaleza se le supone dotado de un conocimiento inagotable, de una visión extraordinaria, de un poder de pensamiento que le permite prever todo, y, también, de un comportamiento infalible”.

El cadáver de Stalin había sido embalsamado, como correspondía a una deidad en envoltura corporal, y expuesto al lado de Lenin en el mausoleo de granito levantado junto a la muralla del Kremlin, que remeda la pirámide de Zoser y la tumba de Ciro el Grande. Pero un nuevo congreso del PCUS celebrado en 1961, siempre bajo la tutela de Kruschev, resolvió que usurpaba un lugar que no le correspondía, nada menos que lado a lado con Lenin en catafalcos gemelos en el santuario supremo, y fue sacado a medianoche, en una operación secreta ejecutada por agentes de la KGB, para ser enterrado bajo una losa de concreto al pie de la muralla, pero antes despojado de todas las condecoraciones que adornaba su guerrera de mariscal, y hasta de las charreteras y botones dorados.

El conjunto escultórico de la estación de Taganskaya resistió algunos años la limpieza que se hacía por todas partes de la figura de Stalin, hasta que fue retirada sin mayor alboroto en 1966. Ahora se ha instalado en el mismo lugar una réplica exacta, un gesto oficial de voluntad política en un país donde nada ocurre sino es gracias al ukase del Kremlin donde hoy, en lugar de Stalin reina Vladimir Putin, con los mismos poderes absolutos.

En la medida en que Putin necesite de Stalin como encarnación de la figura heroica que condujo a la victoria en la Segunda Guerra Mundial, de la que precisamente se cumplen ahora 80 años, irán apareciendo más estatuas suyas. En 2017, en una de las cuatro entrevistas para la televisión grabadas con Oliver Stone, Putin declara que “la excesiva demonización de Stalin ha sido una de las formas de atacar a la Unión Soviética y a Rusia”.

Como nuevo zar de todas las Rusias, Putin echa mano de Stalin para alentar la campaña bélica contra Ucrania, el pequeño país vecino al que decidió someter a una “operación especial” que ya cuesta más de un millón de muertos, y por tanto hay que presentarlo como un demonio sobre el que no se debe exagerar. La maldad de estado, más que banal, se vuelve a una maldad necesaria, y el diablo debe ser apreciado en su justa medida, más allá de las cuentas, siempre tan molestas, de la historia:

Millones perecieron en los Gulags, a consecuencia de las purgas masivas, de los desplazamientos forzosos de campesinos, de las hambrunas y de las limpiezas étnicas, y sólo el periodo de represión sanguinaria conocido como “El Gran Terror”, entre 1936 y 1938, dejó 700 mil asesinados.

Mientras tanto, los pasajeros del metro se habitúan a contemplar la figura bonachona que avanza hacia el provenir con la mano metida en la casaca, se detienen a hacerse selfies, y otros hasta depositan flores al pie.

Por eso la certeza de la parodia que queda en mis recuerdos en forma de una película. El viejo de bigote frondoso y casaca bien planchada enterrado en el jardín, que vuelve cada tanto a resucitar.

 

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14 de julio de 2025
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El Boomeran(g)
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