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Antiguas ediciones del 'Quijote' en la Biblioteca Rogerio-Casas Alatriste del Museo Franz Mayer de Ciudad de México. Aggi Garduño

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La lectura como un viaje

 

Toda lectura es un viaje, y siempre estaremos encantados de escuchar lo que le ocurre a alguien que emprende el camino y empieza a encontrarse con obstáculos y aventuras imprevistas que rompen con la normalidad, o la monotonía, de ese viaje.

Después de los diez años que dura la guerra de Troya, Ulises se embarca de regreso a su patria. Quiere llegar lo más pronto posible a Ítaca, sin interrupciones; pero son las interrupciones las que hacen que aquel viaje lleno de aventuras dure otros diez años. Sin esos obstáculos siempre inesperados, que se presentan a cada paso, no habría historia que contar, y no existiría La Odisea, cantada por Homero, un ciego andariego, y viajero también, que va por las islas de la Helade contando las aventuras del viaje de Ulises.  Fue él quien puso las reglas de la narración, útiles hasta para los folletines y los guiones de telenovela que viven de los obstáculos y las interrupciones de la felicidad.

En todo caso, para que haya historia, y para que comiencen a presentarse los obstáculos, el viaje tiene que empezar. Cuenta Plutarco que Pompeyo Magno enfrentaba la situación de que los marineros de su armada no querían hacerse a la mar por la manera tempestuosa en que aquella se encrespaba, y entonces los arengó para animarlos, y una de las frases de esa arenga ha quedado para siempre: “navegar es necesario, vivir no es necesario”.

Ismael, el marinero que como único sobreviviente del naufragio del Pequod nos cuenta la historia del viaje fatal en Moby Dick, la novela magistral de Herman Melville, explica desde la primera página el porqué de sus ansias de navegar. Lo mueve la tristeza de hallarse demasiado tiempo en tierra firme: “…cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes…entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda”. Ya se ve que se puede empezar el viaje empujado por las ansias de aventura, o por la melancolía. O por la sed de venganza.

Cuando el capitán Ahab zarpa del puerto de Nantucket al mando del Pequod, no va en busca de su hogar añorado, como Ulises, sino de la venganza. Quiere llegar cuantos antes a encontrarse con Moby Dick, la ballena blanca, que destrozó años atrás otro barco suyo y le arrancó una pierna. Y la buscará a través de los mares hasta encontrarla de nuevo, lo que significa encontrarse con su perdición.

Tras el naufragio del Pequod, atacado ferozmente por la ballena blanca hasta echarlo a pique, Ismael, el que se detenía a contemplar los ataúdes al sentirse melancólico, se salvará agarrado a un ataúd que aparece flotando a su lado en el mar, fabricado por el carpintero de abordo. Será el único sobreviviente. Si Ismael no salva la vida, no tendríamos quien nos contara la historia.

Los personajes más memorables de Honoré de Balzac en La Comedia Humana, son los que hacen el viaje desde la provincia a París. Son los arribistas típicos que buscan la fortuna a toda costa, como Eugène Rastignac de Papa Goriot, o el perfumista de origen campesino de Grandeza y decadencia de Cesar Birotteau, dueño de la mejor perfumería de la Place Vendôme, caído en la tragedia de la bancarrota.

Joseph Conrad, emigrado a Inglaterra desde Polonia, fue él mismo un viajero buena parte de su vida, como marino mercante, y no pocos de sus libros versan sobre la aventura del viaje. En El corazón de las tinieblas Charles Marlow se interna en los meandros del río Congo, en tiempos de la brutal colonización belga en África, para cumplir el encargo de encontrar a Kurtz, el misterioso y diabólico personaje, jefe de una estación comercial en lo profundo del territorio, que ha enloquecido. Pero es a la vez un viaje a las insondables profundidades del alma humana donde campean la violencia, la explotación, y la ambición de poder y riqueza.

De los viajes en la literatura me he acordado al leer El verano de Cervantes, el espléndido libro de Antonio Muñoz Molina, donde nos cuenta el viaje de cada verano, en su adolescencia y por el resto de su vida, leyendo El Quijote, o los dos Quijotes, como bien lo aclara, el libro que cuenta el mejor y el más ameno de los viajes. Ulises no quisiera tener obstáculos porque quiere llegar cuanto antes. Don Quijote, al contrario, quiere los obstáculos, que son la razón de su viaje.

Un viaje reincidente, emprendido de nuevo cada vez a pesar de las penurias, los descalabros y las derrotas. Las aventuras, convertidas en obstáculos, van eslabonando el camino, hijas de la invención e hijas de la locura.

Muñoz Molina emprende de nuevo el viaje cada vez que empieza una nueva lectura de El Quijote, y evoca esas lecturas mediante una prosa memorable y llena de halagos para el lector. Un viaje que hace montado en la tercera cabalgadura por los caminos de la Mancha.

 

 

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15 de septiembre de 2025
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El gran estilo

Cuando Nietzsche habla del gran estilo no se refiere al gran estilo literario, aunque también, se refiere al autocontrol, a la posesión integral de la propia vida, colocándose por encima de las contradicciones de la existencia y por encima de las fuerzas activas y reactivas que dominan la vida y la desgarran. Nietzsche vio la emergencia del gran estilo como una revelación, como un despertar, pues el verdadero despertar era caer en la cuenta de que había que colocarse por encima de las fuerzas desgarradoras. Lo real es un tejido de fuerzas contradictorias que el gran estilo debe superar. El gran estilo es armonizante y no excluyente: una dimensión que amansa los opuestos y articula las fuerzas en litigio de la existencia, y también es apostar por la vida, con todas sus consecuencias. Dicho de otra manera: el gran estilo es un arte de vivir y un arte de pensar que, por más que nos extrañe, tendría mucho que ver con la bondad, entendida como una forma de generosidad más allá de lo que solemos entender por bien y por mal.

La bondad no es una debilidad humana, es simplemente una inclinación a ayudar, y es también una de las formas de la generosidad. Extendiendo más la idea, la bondad es también una de las formas de la inteligencia. Y en algunos casos, es la inteligencia sin más. No conozco a ninguna persona verdaderamente inteligente que no practique, al menos esporádicamente, la bondad. En algunos afortunados, es una disposición natural y una característica de su estilo personal. Pensamos en Nietzsche, que a pesar de ubicarse más allá del bien y del mal, ejerció la bondad a niveles sobrehumanos. La obra que nos dejó es la prueba de una generosidad elevada a la enésima potencia. Desconfiemos de los simplismos a los que nos tiene tan acostumbrados las nuevas demagogias. Los bondadosos no son dóciles. Su bondad no es una forma de moral, es una postura libre y soberana en un mundo de iniquidad donde se juega tramposa y demagógicamente con las ideas de bien y mal. Por lo demás, el bien y el mal no son verdades absolutas, pues están sujetas a los vaivenes de la historia. 

Todas las ideologías, absolutamente todas, intentan imponer su idea del bien y del mal. Ciertas ideologías y más de una religión pueden hacerte creer que la guerra es buena, cuando en nuestra intimidad sabemos que la guerra es el infierno. También lo puede ser la paz, pero de forma menos sangrienta, y en general es un bien que nos ayuda a crecer y a disfrutar de la vida. Las dimensiones de la guerra y las dimensiones de la paz son las que más nos han ayudado a construir las nociones del bien y del mal, que cambian con el tiempo como ya dije, pero que en algunos terrenos permanecen idénticas probablemente desde la edad de piedra, y es que el hecho de poner en cuestionamiento la estabilidad histórica de las ideas de bien y mal no implica negar que en algunas materias lo bueno y lo malo han estado siempre bastante claros.

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11 de septiembre de 2025

4º entrega de la 'La inteligencia hispana' de José Luis Villacañas (Guillermo Escolar)

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La inteligencia hispana

 

La inteligencia hispana; ideas en el tiempo. Así titula José Luis Villacañas su extensa obra histórica en veintiún tomos. Inteligencia hispana; mi buen amigo el poeta y latinista Jaime Siles, parafraseando una cita de Pío Baroja –tal vez falsa–, me dice que ambos términos son antitéticos, no pueden formular una idea común. Pero el profesor Villacañas se refiere a «inteligencia» en el sentido marxiano dado a «intelligentsia», significado que amplía más allá del referido al conjunto de intelectuales o pensadores que conforman un grupo social para acercarlo a la cosmovisión (la westalchauung germana) que propuso el filósofo Wilhem Dilthey, un pensador decisivo al otorgar a la historia una importancia trascendente en la configuración de las formas de pensar y, por ende, en el nacimiento e irradiación de las ideologías.

De hecho, podríamos decir que José Luis Villacañas, ampliamente reconocido como pedagogo de la filosofía –es catedrático de dicha disciplina en la Complutense madrileña–, lleva años transitando el camino «diltheyano» mostrando interés en sus investigaciones y análisis sobre la historia. Acreditado kantiano, Villacañas se ha mostrado activo como filósofo político, incluyendo algún periodo en la gobernanza cultural o en el propio activismo, amén de ser un fino y ameno analista como lo demuestra a menudo en este mismo periódico donde sus colaboraciones son muy seguidas.

En paralelo ha llevado a cabo, también, una amplia actividad como divulgador de la historia, cuyo eslabón inicial lo constituyó su profusa biografía del rey conquistador Jaume I (Espasa, 2003), a la que han seguido no menos de una docena de títulos dedicados en lo fundamental al mundo medieval hispánico, esa «marmita» donde se construyeron pueblos y formas de entender la existencia que darán lugar –está por ver cuándo– a la nación que finalmente llamamos España, una preocupación orteguiana y de sus coetáneos cuya génesis comparte Villacañas y que le ha llevado, asimismo, a polemizar con populares superventas de la difusión histórica española como García de Cortázar o Elvira Roca.

Buena parte de tales textos o acercamientos analíticos los está reorganizando Villacañas en un colosal proyecto a través de la editorial Guillermo Escolar que él mismo coordina, y que se agrupan bajo el ya referido epígrafe, «La inteligencia hispana», uno de los más ambiciosos y exhaustivos proyectos de historia de España que, según avanza el plan general de la obra, constará de veintiún volúmenes que abarcan desde el periodo visigodo a la Constitución del 78, más de mil quinientos años condensados en un programa historiográfico que superará las 7.000 páginas, y cuya bibliografía para un aficionado a la historia puede resultar inabarcable, como laberinto de resonancias borgianas.

Un rey de Aragón en un juicio. Imagen del manuscrito «Vidal mayor» de Vidal de Canellas, siglo XIII.

 

Un servidor se ha leído tres de los citados volúmenes, así como las introducciones aparecidas en internet de otros dos. Cinco en total, que son los que hasta la fecha han visto la luz pública, y cuyo apasionante acaecer da pie a una serie de conclusiones brillantes, listas para un debate riguroso –alejado a ser posible del politiqueo cotidiano–, sobre los problemas que la naturaleza de lo español provoca, «el estilo psíquico hispano» en palabras del autor que introduce en esta obra los conceptos de estilo y carácter, «dos formas de desconocerse» añade irónico. Antes de nada, sin embargo, Villacañas debe justificar su presencia en un campo que, a priori, no es objeto de su especialidad intelectual. A lo largo de una profusa introducción, Villacañas da cuenta de la integración del estudio de las ideas –o las pulsiones psíquicas de la cultura– en el análisis de la historia, recuperando al propio Dilthey y a varios de sus principales seguidores, como los sociólogos Max Weber o Pierre Bourdieu, quienes en su momento abrieron la historia social de par en par.

En realidad, los propios historiadores más recientes han centrado sus estudios en los procesos de construcción de las ideas, desde los teóricos de los llamados ciclos largos –Arnold Toynbee o Fernand Braudel, entre otros–, a la escuela francesa de los Annales, a cuyo frente Georges Duby o Jacques Le Goff dieron un giro antropológico en el medievalismo al desarrollar el concepto de mentalidad, tan próximo a la cosmovisión alemana. No es extraño ni inconveniente por tanto, más bien todo lo contrario, que filósofos, sociólogos o antropólogos, incluso psicoanalistas, entren en el campo de la historia dada la vocación de totalidad que se abre en su estudio, mucho más allá de la investigación en archivos a la busca de legajos reveladores o de legendarias arcas perdidas.

Imagen romántica del interior de la Mezquita de Córdoba. Pintura de Edwin Lord Weeks, fechada en 1880 y depositada en el Walters Art Museum de Baltimore.

Así pues, y a modo de una antropología social que busca sus orígenes –la genealogía de las ideas que propugnó Nietzsche y desarrolló Foucault–, la historia sobre las nociones que han configurado la hispanidad que analiza Villacañas supera antiguas disputas como las que protagonizaron Sánchez Albornoz y Américo Castro –el primero más celtiberista, el segundo más semítico–, al tiempo que reconoce también la ingente tarea de eruditos como Menéndez Pidal y Vicens Vives o el diagnóstico de Ortega y Gasset sobre la debilidad visigótica, cuya influencia terminará siendo menor incluso que la de los francos, grandes aliados de Cluny y el Papado de Roma. Para Villacañas, a pesar de los múltiples avatares históricos, España, como Alemania o Italia, es una nación tardía y es por ello que presenta tantas insuficiencias y problemáticas. En suma, Villacañas considera a España una nación muy heterogénea con poca capacidad racional y refractaria a las «aperturas históricas», lo que la abocaría a un acontecer, un ethos si se prefiere, por lo común «trágico».

Queda claro en cualquier caso que España no es «ser» para Villacañas sino «devenir», sobre cuyo marco geográfico –el ausente en esta obra– se propiciaría un Estado unitario muy temprano, que desembocó en Imperio y que, tal vez por esta misma razón, no pudo crear un proyecto de nación, una, hasta tiempos más tardíos. Faltan todavía por publicar dos tercios de esta obra completa, futuros volúmenes que deben incluir momentos clave en la historia hispánica como el desarrollo de la política exterior tanto de Aragón como de Castilla que configurarán el Compromiso de Caspe, o la influencia del gran choque cultural que supuso la aventura americana además del nacimiento de las ideologías románticas y liberales tras la Ilustración… Pese a lo cual se atisban algunas conclusiones en este hercúleo trabajo de Villacañas, como que la herencia castellana está arraigada en el poso del islamismo, dando lugar a una sociedad más jerarquizada, endogámica, guerrera y agrarista, frente a los estados de ascendencia aragonesa, más comerciantes, marineros, urbanos y conectados a las ideas europeas. Un Estado finalmente español con, al menos, dos potenciales naciones en su seno. Y algún que otro intento más dispar. Seguimos, a la espera

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9 de septiembre de 2025

Función de Werther para jóvenes en el teatro Colón. Foto de Juanjo Bruzza (Prensa Teatro Colón)

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Las alegrías de los jóvenes Werther

Juan tiene 28 años y vive en Belgrano. Está sentado en un palco del Teatro Colón, por primera vez en su vida a punto de ver una función de ópera.
Su novia, Mora, de 24, lo invitó. “Me dijo: ‘va a ser un momento…’” y Mora, sentada a su lado, completa la frase: “…que te vas a acordar toda la vida”.
Cuando se prenden las luces en el primer entreacto de la ópera Werther, de Jules Massenet, compuesta en 1892, Juan aplaude con energía y sonríe. “¿Qué te está pareciendo?”, le pregunto. “Me sorprendió, no esperaba algo tan bueno, aunque tenía altas expectativas. Me asombra la escenografía, el buen uso de los espacios en un escenario tan grande, como se crean atmósferas por una pared de tela, el uso de las luces… y las voces, qué naturales que suenan”. Mora lo mira complacida.
Juan y Mora son dos de los más de 2.000 jóvenes de hasta 30 años que el miércoles 3 de septiembre llenaron la platea, los palcos y los pisos superiores del Teatro Colón en una experiencia inédita. En El Colón y otros teatros de ópera del mundo hubo funciones en las que los jóvenes podían comprar entradas baratas. Pero es la primera vez que una función entera se dedica a crear nuevos públicos.
Y es un acierto que sea con Werther, la exquisita obra de uno de los grandes maestros de la ópera francesa, porque está basada en un texto que definió las pasiones y dolores de la juventud en el comienzo de la era romántica.
Fue en 1774 que Wolfgang von Goethe, el padre de las letras alemanas, publicó una novela epistolar, Las penas del joven Werther (una de las pocas novelas cuyo título contiene la palabra ‘joven’) en la que este poeta y soñador, alter ego del autor, le cuenta en sucesivas cartas a un amigo cómo se enamora perdidamente de Lotte, una joven de su edad obligada por su madre a comprometerse con un comerciante serio de su ciudad. La madre muere, y Lotte queda a cargo de sus hermanitos menores. El amor profundo de Werther es correspondido en secreto por Lotte, llamada Charlotte en la ópera de Massenet, pero es un amor imposible.
En el segundo intervalo, hablo con más jóvenes que dan al hall de entrada y al Salón de los Espejos del primer piso de un ambiente de jolgorio juvenil inusual en las funciones de ópera del Colón. Diría que ni siquiera en conciertos de música popular se ve este panorama: es la primera vez que la edad del público es inferior a la edad de los miembros de la orquesta y de los cantantes.
Nicolás, de 21 años, vino de San Miguel. Vio, como la mayoría, la promoción en Instagram y compró su entrada que, a 30.000 pesos para todas las localidades, es entre un tercio y un cuarto del precio usual en estos eventos líricos.
Como Juan, Nicolás también está asistiendo a su primera vez en el Colón. Él invitó a su pareja porque se acerca el cumpleaños de ella. “Increíbles las voces”, me dice. “Y la arquitectura del Colón, una maravilla”.
Belén tiene 30 años, vive en Capital y sigue la página web del teatro. Suele ir a los pisos altos. “Es mi primera vez en platea”, comenta. “Otra experiencia, es tremendo cómo se ve desde acá abajo”. Jacob, de 20, vino por recomendación de compañeros de trabajo. Rodrigo, de 25, tenía miedo de aburrirse en su primera función de ópera. “Para nada, no me aburrí”, dice riendo.
Otros jóvenes me comentaron la actuación del tenor mexicano Arturo Chacón-Cruz, que puso dramatismo en su creación del personaje y una potente voz que se elevaba sobre la orquesta. Un par alabó la puesta en escena, el movimiento de los cantantes, una escenografía simple y muy adecuada y sobre todo, el diseño de luces de Gonzalo Córdova, todo bajo las manos del experimentado director Rubén Szuchmacher. Un estudiante de música se regodeó comentando el buen actuar de la orquesta estable, dirigida por el español Ramón Tebar.
La función dura casi tres horas y media. Desde un palco se ve la platea, sin canas, en completo silencio, ningún celular encendido, y al final aplauden a rabiar. En el momento en que Goethe publicó su novela, fue una revolución en la juventud europea que entraba en el romanticismo. Los jóvenes se vestían como Werther. Incluso, porque termina (spoiler) con el suicidio por amor del protagonista, muchos imitaron su decisión fatal.
Todo lo contrario sucedió la noche del miércoles en Buenos Aires. Grupos de chicas y muchachos salían del Colón comentando entre risas que, como Mora la había prometido a su novio Juan, sería una noche para no olvidar.

Crónica publicada en Ideas de La Nación Argentina el sábado 6 de septiembre de 2025.

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8 de septiembre de 2025
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Toda belleza está empañada

Leslie Jamison (Washington D.C., 1983) escribe sobre su ambición. Con distancia, como si ya hubiese renunciado, o cual atributo que se asume y del que una no se puede desprender. Escribe que el éxito (profesional) es una especie/una suerte de premio de consolación. Cuando un tribunal imaginado le pregunte si fue feliz, dirá que no, pero que hizo muchas cosas, que escribió mucho y viajó defendiendo sus libros por todo el mundo.

La clave está en cuántas cosas y cómo hay que hacerlas para que la operación compense cuando llegue la hora de ese juicio. La autoexigencia, o la autoexplotación que dirían otros. Y cómo cambia todo cuando llega el momento del cansancio o de la aceptación de “lo que hay”. En algunas ocasiones, la aceptación puede ser un descanso, una liberación.

Leslie Jamison es una escritora y una ensayista de renombre. Sus libros fascinan a miles de lectores en todo el mundo. Ha escrito sobre su adicción al alcohol y sobre su anorexia, pero también sobre conflictos sociales, internacionales y problemas personales que son universales. Cuando escribe, no exhibe sus éxitos, aunque sí se muestra consciente y orgullosa de lo conseguido. Sin embargo, tampoco olvida que toda belleza está siempre empañada. Por la insatisfacción, por la avidez de lo que nunca podrá conseguirse, por la angustia de querer estar siempre en un sitio diferente al que se está.

Narradora y periodista de una intuición afilada, sabe escoger las imágenes cotidianas precisas para convertirlas en metáfora de un sentir generalizado: “La yuxtaposición de las deprimentes cajas de fruta y la ridícula plenitud de las baldas de yogures parecía una reprimenda: no pidas lo que no hay. Limítate a llenar el carrito con yogures que nunca habrías imaginado. No odies al trotamundos porque no quiere ser el padre de tu hija. Agradece que te haya recordado que aún puedes arder de deseo.”

“No pidas lo que no hay”: el imperativo resume en buena medida todo el contenido de Astillas. Una historia de amor diferente, que publica Anagrama con traducción de Rita da Costa. Otra frase que igualmente concentra muchas de las reflexiones: cuando el psiquiatra le pregunta para qué le servía la anorexia. Para qué sirve el dolor que nos infligimos a nosotros mismos, de dónde surge, qué buscamos con él, quién tiene la culpa si es posible que la tenga alguien más que nosotros mismos. Entendiendo que pertenecemos al privilegiado grupo de aquellos a quienes no están bombardeando, masacrando o matando de hambre.

Porque, de nuevo, el éxito, el privilegio y la belleza, para algunos, siempre van a estar empañados. Un vaho que nos envuelve, una pátina pegajosa que parece hacer imposible cualquier historia de amor, como demuestra Jamison. La maternidad y el amor fracasado son los dos grandes temas del libro. Rompiendo esquemas muy en boga actualmente, la autora se atreve a bordear e incluso sumergirse en las turbias aguas del amor romántico. Sin etiquetas antiguas ni nuevas, aceptando que todo imaginario personal ha sido fruto de un adoctrinamiento cultural, ideológico, moral y emocional. Ella analiza y disecciona el suyo. Y lo hace desde una posición consciente y responsable, que no significa coherente. A cierta edad, no queda más remedio que hermanarse con las propias incongruencias.

Son muchas y minuciosas las páginas dedicadas a la maternidad y los problemas para amamantar a su hija. Llegan a poner a prueba la paciencia de determinado tipo de lector. No obstante, nada en Jamison sobra, puesto que nos está transmitiendo su cansancio. Y su soledad en su autoexigencia. Una autoexigencia que, en última instancia, únicamente busca la mirada del otro y su aceptación. Ser vistos por otro al que ella misma es incapaz de ver, porque, en su lugar, prefiere la imagen idealizada de lo podría llegar a ser. Una relación frustrada y el dolor aniquilante que deja al acabar puede estar justificada porque nos hizo sentir vivos, porque nos recordó que nuestro cuerpo quiere seguir viviendo, como el del heroinómano que no puede detener su adicción. El ejemplo es de Jamison.

Si la autora consigue fulminar el tópico del amor romántico no es por empoderamiento, al contrario, es mediante la aceptación del dolor, de la mezquindad y de los miedos. Por eso su lectura cobija y ayuda a sobrellevar cicatrices y a convivir con las punzadas que de vez en cuando producen las astillas interiores al rasgar la piel.

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8 de septiembre de 2025

Fiesta en París, de Max Beckmann Max Beckmann

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El verano en que Europa perdió el alma

 

En el centro del cuadro, un hombre con bigote rubio y esmoquin mira al frente con gravedad mientras su mujer, más alta que él gracias al moño, cierra los ojos. Se trata de la obra Fiesta en París, de Max Beckmann, y la primera vez que la vi me removió pues todo en ella es premonición, como si un ave negra acechara a los personajes, caricaturas de sí mismos, que quieren divertirse aunque se miren sin verse, dando la espalda al cantante. El cuadro se ha explicado con nombres y apellidos. Beckmann lo empezó en 1925, lo retocó seis años más tarde, y en 1947 introdujo nuevos personajes, como el embajador alemán en París, que en la esquina inferior derecha se cubre la cara con espanto.

Cuatro escotes aparecen en la obra, pero ni la piel de las damas enjoyadas logra rebajar la tensión siniestra de unos personajes comprimidos y asfixiados. Entre ellos se halla el príncipe europeísta Karl Anton Rohan, impulsor de la Europäische Kulturbund, que disolvió el Tercer Reich. La sensación de presagio invade la atmósfera, dentro y fuera del cuadro. Y no es extraño: cuando Beckmann terminó por primera vez la obra, Hitler publicaba su enloquecido Mein Kampf, escrito en la cárcel. Hace dos meses, el escritor José Lázaro ha publicado un ensayo titulado El éxito de Hitler. La seducción de las masas (Triacastela), en el que analiza sus ideas y mensajes. “Se acabaron las humillaciones y frustraciones. Vamos a ponernos en pie y a reclamar lo que es nuestro”. ¿Les suena?

Así hablan Trump, Putin o Netanyahu. Volvamos a hacer grande América, Rusia o Israel, dicen. Señala Lázaro como de­tonante la vieja rabia de Hitler, muy profunda, capaz de conectar con la frus­tración del pueblo llano. El libro es valiente al explorar el pensamiento del genocida que durante años subyugó a los alemanes, quienes paseaban sus cuellos de piel por los bulevares de Berlín o Munich mientras millones de judíos eran enviados a las cámaras de gas. Los asesi­natos tenían lugar bien cerca de los espacios en que los niños alemanes jugaban o disfrutaban de sus vacaciones.

Este verano he vuelto a pensar en la pintura de Beckmann mientras nos bañábamos en aguas turquesa y las noticias anunciaban insoportables capítulos de la masacre en Gaza. ¿Cuántas veces oímos decir a nuestro alrededor “ya no volverá a haber una guerra como las de antes, con morteros y carros de combate”? Todo será más sofisticado. Pero esa guerra antigua, de acoso y derribo, nos ha desnortado. En Gaza se desprecia todo principio básico de humanidad y no existe derecho internacional que valga. Sus habitantes no tienen adónde ir, a diferencia de iraquíes o afganos, que podían hallar refugio en los países vecinos. Aún menos compasión que alimentos. Josep Borrell, impotente ante la barbarie, dio con las palabras acertadas: “Europa ha perdido su alma”. ¡Qué poco ejemplares han resultado los paños calientes tendidos a Netanyahu, igual que la servil adulación a Trump! La posición moral del Viejo Continente, antaño tan influyente, es hoy sumisa hasta la complicidad.

Acaba agosto y la luz empieza a acortarse, aunque la tarde todavía sea holgada. El clima funesto y las malas políticas han calcinado un buen trozo de España. El mundo parece cada vez menos fiable. Tanto, que en los cursos de inteligencia artificial nos subrayan que la primera regla es no fiarse, sospechar siempre; ejercer la vigilancia para no ser invadido por un misil virtual. En el vagón de un tren destino a Alicante me encuentro con tres niños y sus pantallas desaforadas. Entablo conversación con el padre en voz baja. Son pa­lestinos de Cisjordania, y regresan. “Es nuestra casa, ¿qué vamos a hacer?”, me dice el hombre, confiado en que pronto acabará la guerra. Los dos hijos y su madre siguen absortos en sus iPads , pero la niña, siete u ocho años, nos mira de reojo y escucha sin que se note. Al salir del tren, me sonríe tan dulce que vuelvo a sentir un pellizco, entre la impotencia y la vergüenza. Se alejan con sus maletas de colores estridentes cargadas de resignación, rumbo a casa, donde el viento les trae cada día el olor a pólvora mientras el resto del mundo apura la copa del verano mirándose sin verse, como los personajes del cuadro de Beckmann.

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8 de septiembre de 2025

Rubén Darío (1867-1916)

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Un cañonazo abortado

 

Los golpes de estado han abundado en la historia latinoamericana, encabezados por generales de botas altas y casacas engalonadas que derrocan a otros generales, no pocas veces compadres suyos, o parientes cercanos. De esos cuartelazos nace el tirano esperpéntico que trajo a la literatura Valle Inclán en Tirano Banderas, y que dio paso a la novela de los dictadores. Y los golpes de estado y las dictaduras han estado ligados a la vida de los escritores.

En 1890 Rubén Darío vivía en El Salvador, donde a los 23 años dirigía el periódico oficial La Unión, cuando en el mes de junio de ese año, el general Carlos Basilio Ezeta, que usaba casco prusiano terminado en pincho, como todo un Kaiser, depuso a su íntimo amigo y protector, el presidente Francisco Menéndez, quien murió de un infarto al conocer la traición. Cayó fulminado en pleno salón de fiestas, pues esa noche se celebraba un baile de gala a en la casa presidencial.

Darío, quien acababa de casarse con Rafaela Contreras, huyó a Guatemala temiendo la persecución de Ezeta, pues era cercano a Meléndez. Al no más llegar fue llamado por el presidente, el general Lisandro Barillas, para que le diera cuenta de los sucesos, y lo nombró de inmediato director de un nuevo periódico, El correo de la tarde.

En su autobiografía cuenta el poeta que durante su estancia en Guatemala se hizo amigo de parrandas del general Cayetano Sánchez, uno de los líderes de la revolución liberal de 1871, y hombre de confianza del presidente Barillas, “militar temerario, joven aficionado a los alcoholes, y a quien todo era permitido por su dominio y simpatía en el elemento bélico”.

Entre los cófrades parranderos se hallaba también el poeta cubano José Joaquín Palma, quien desde el año 1868 se había incorporado a la lucha por la independencia de su patria, y fue ayudante de campo del prócer Carlos Manuel de Céspedes a partir del levantamiento de La Damajagua. Amigo íntimo de José Martí, para esa época vivía exiliado en Guatemala, donde ganó el concurso para componer la letra del himno nacional.

“Una noche de luna habíamos sido invitados varios amigos, entre ellos mi antiguo profesor, el polaco don José Leonard, y el poeta Palma a una cena en el castillo de San José”, cuenta Darío. “Nos fueron servidos platos criollos, especialmente uno llamado «chojín», que por cierto nos fue preparado por el hoy general Toledo, aspirante a la presidencia de la República. Sabroso plato, en verdad, ácido, picante, cuya base es el rábano”.

Se trataba de una celebración en toda regla, con abundancia de aguardientes; al final, se pasó al coñac, del que bebieron no pocas botellas. “Todos estábamos más que alegres”, relata Rubén, “pero al general Sánchez se le notaba muy exaltado en su alegría, y como nos paseásemos sobre las fortificaciones, viendo de frente a la luz de la luna las lejanas torres de la Catedral, tuvo una idea de todos los diablos. «A ver, dijo, ¿quién manda esta pieza de artillería?», y señaló un enorme cañón. Se presentó el oficial y entonces Cayetano, como le llamábamos familiarmente, nos dijo: «Vean ustedes que lindo blanco. Vamos a echar abajo una de las torres de la catedral. Y ordenó que preparasen el tiro. Los soldados obedecieron como autómatas; y como el general Sánchez era absolutamente capaz de todo, comprendimos que el momento era grave”.

Fue al poeta Palma a quien se le ocurrió una idea salvadora. Propuso que se improvisaran versos alusivos al hecho del inminente cañonazo, y que mientras tanto se trajeran más botellas de coñac. “Todos comprendimos”, dice Rubén, “y heroicamente nos fuimos ingurgitando sendos vasos de alcohol. Palma servía copiosas dosis al general Sánchez. Él y yo recitábamos versos, y cuando la botella se había acabado, el general estaba ya dormido. Así se libró Guatemala de ser despertada a media noche a cañonazos de buen humor. Cayetano Sánchez, poco tiempo después, tuvo un triste y trágico fin.”

El chojín es una ensalada típica de la cocina guatemalteca, que, como afirma Darío, se prepara en base a rábanos cortados en rodajas delgadas, hojas de menta picadas, chicharrones de cerdo desmenuzados, y jugo de naranja dulce y de limón; un plato picante pero incapaz, por sí mismo, de alentar humores bélicos, de no mediar los alcoholes; el general Sánchez, como se ve, era hombre de tomar, y de armas tomar. No hay noticia de cuál fue ese trágico fin suyo, pero no sería extraño que lo hubieran matado a balazos en alguna reyerta de la cual la poesía no pudo ya salvarlo.

Imaginemos todo lo que ya había bebido el general, y todo lo que bebió, hasta caer redondo, esa noche de luna en que vio en las torres de la catedral el mejor de los blancos, y entre los vapores etílicos pensó que al derribarla se cubriría de gloria. Y lo que bebieron los demás, según Darío como un sacrificio heroico, o sacrificio táctico, para evitar la hecatombe.

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4 de septiembre de 2025

'La gran família' de Antònia Carré-Pons (Club Editor, 2025)

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La carne y el cuerpo en la última novela de Antònia Carré-Pons

Menuts (Menudillos), Llibrets (Libritos/Sanjacobos) y Llom de dos colors (Lomo de dos colores) son las colecciones de la editorial catalana Cal Carré, que se propone –según se presenta en su página web– “acercar los grandes clásicos de la literatura universal al público generalista, desde los medievales hasta contemporáneos, porque los clásicos son todos uno y nos hablan del presente de una manera que nunca pasa de moda”. La fundadora de la editorial es la escritora y estudiosa medievalista Antònia Carré-Pons (Terrassa, 1960). Las colecciones de libros llevan los nombres de los productos que se podían encontrar y adquirir en la tocinería y ultramarinos que regentaba su familia desde mediados de los cincuenta del siglo pasado y en el que se trabajaba siguiendo tradiciones del siglo anterior. Cerró en 2016 y reapareció como editorial en 2021.

Aunque ha hecho tímidos intentos por separar su prolífica trayectoria académica de su bibliografía como autora de ficción y de su experiencia como editora, en su última novela, La gran família, publicada por Club Editor, se acaban imponiendo las lógicas naturales para ofrecer una suerte de inventario vital. Mejor dicho, inventario Vidal, puesto que Vidal es el apellido escogido por la escritora para la familia retratada. Los juegos de palabras, la ironía y el humor están muy presentes en la historia, como si fuesen los únicos lenitivos para soportar el dolor.

Tal vez porque en el escenario de la primera parte de la novela –así como de la vida de la autora– ocupa mucho espacio el sótano de la tocinería donde su abuelo y su padre descuartizaban los cerdos que les traían ya sacrificados del matadero, el dolor carnal está muy presente. Nada nos detiene a distinguir el físico y el anímico o psicológico. El segundo, en la infancia de las niñas protagonistas, tal vez era una excentricidad de gente ociosa. Algo así se insinúa cuando la madre de la narradora principal, Rateta, se lamenta suspirando que su hija es un poco rara.

La sangre de los animales y la carne roja a pedazos se sitúa junto a los diagnósticos, operaciones, disecciones y quimioterapias que persiguen a todas las mujeres de la familia. Como si los miedos infantiles, el pavor al tener que bajar al sótano donde trabajan el padre y el abuelo, fueran un aviso indescifrable pero intuido de lo que iba a venir, una preparación para las enfermedades ante las cuales lo único que puede hacerse es buscar la reconciliación. La reconciliación con el propio cuerpo, que ha sido el continente de la existencia que nos ha correspondido, como también la reconciliación con el pasado. Descubrir que la infancia no está tan lejos, que nunca deja de estar en nosotros, mientras que los padres son unos seres plurales que tampoco se alejan nunca, como si estuviéramos poseídos por una infinidad de presencias y ausencias. Así es imposible abarcar la identidad. Para Foucault, la identidad era un gran problema. Carré-Pons no cita a Foucault, lo suyo es más Christine de Pizan y los escritos médicos medievales. Pero siempre libre de afectación, más preocupada por saber quién son los demás que quién es ella misma. De ahí la verdad que alcanza en los retratos de la hermana enferma o de los padres ancianos. Incluso en el de la amiga invisible, Ojalà Vidal.

El cuerpo es el gran tema en el libro. Se aborda la enfermedad, pero sin caer en una prosa somática. De hecho, las informaciones más cruentas y más impactantes se ofrecen como en un descuido, como si la narradora no fuese consciente de la gravedad de los términos. Así consigue Carré-Pons esa liviandad que es uno de los principales de los muchos atractivos de su escritura y de la novela. Desparpajo, humor e ironía también están presentes en la conferencia que dicta la protagonista en un congreso internacional. Habla sobre el cuerpo femenino narrado por los médicos, cirujanos y estudiosos medievales: los úteros circulando descontroladamente por la anatomía femenina ilustran sólo uno de los numerosos y, ahora, hilarantes ejemplos. Reivindicar la actualidad de los clásicos también sirve para aceptar y comprender sus errores. En el fondo, todo parece conducir a ese ejercicio de aceptar para comprender, para reencontrar o reconciliarse con los misterios que nunca van a esclarecerse, sin grandes aspavientos.

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2 de septiembre de 2025
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Fingida alarma… ¡verdadero odio!

Doquiera que estamos lloramos por España(El morisco exiliado Ricote a Sancho Panza).

Si usted pasea por la villa cordobesa de La Carlota, verá un monumento que reza lo siguiente: “en conmemoración del nuevo centenario del fuero de las nuevas poblaciones” Recordemos de qué fuero se trata y a qué nuevas poblaciones se hace referencia.

En el siglo XVIII, bajo el reinado de Carlos III se creó una quinta provincia andaluza, que se unía a las ya entonces reconocidas Córdoba, Jaén, Sevilla y Granada.  La gestión de estos territorios fue encargada al ilustrado Pablo de Olavide (que hoy da nombre a una universidad pública sevillana), cuya primera tarea fue la de crear pueblos en el trayecto de Madrid a Andalucía que aligeraran el carácter silvestre de ciertas zonas, entonces refugio de bandoleros. La idea central era fomentar en esos pueblos una agricultura avanzada. Pero para que haya agricultura se necesitan agricultores. Olavide estimaba que la organización tradicional de las poblaciones campesinas en España acumulaba aspectos que constituían un lastre. Por ello pensó en que los habitantes de las nuevas aldeas y feligresías fueran procedentes de otros lugares. Bajo la mediación de un aventurero bávaro, 6000 colonos sobre todo alemanes, flamencos y suizos, pero también algún francés, fueron reclutados. No todo fue ideal en esta aventura. Hubo inviernos durísimos que ponían en entredicho la idea de ir a trabajar a un país de clima meridional, hubo abusos de todo tipo y se pusieron dificultades a aquellos que querían regresar a sus países de origen. En suma, como en toda aventura humana fuera de los territorios de origen… Pero en La Carlota y otras poblaciones aún hay muchos apellidos extranjeros y se preservan costumbres que denotan el origen de sus habitantes. Tras este preliminar me acerco a la actualidad.

 “No se pisotea a un hombre ya caído (On ne piétine pas un homme à terre)”, es una expresión francesa, para señalar lo indecente de quien abusa o hace mofa de alguien en situación de indefensión. El precepto no es siempre seguido.  Por el contrario, abundan los casos de complacencia en aterrar al ya aterrado, tanto a nivel individual como político, en la entera geografía y, desde luego, entre nosotros. Sitúo los hechos en el contexto informativo.

22 de agosto de 2025.  Uno de los momentos álgidos del enquistado conflicto  de Gaza. El gobierno israelí anuncia la ocupación militar de la capital del enclave y da como única opción a la población trasladarse al sur, zona fronteriza con un Egipto que ha mostrado nula voluntad de acoger en su territorio a esos potenciales desplazados. La organización de las naciones Unidas hace las tan usuales como inútiles llamadas a evitar la previsible hecatombe. Los supervivientes se hallan abocados, sea a un exilio más o menos clandestino, sea a vagar como sombras en el territorio de la franja, emulando a los millones de colombianos (es sólo un ejemplo de los muchos en el mundo) que hace ya decenios fueron víctimas de una feroz rapiña que les arrebató sus tierras, y hoy siguen condenados a errar por el país, extraviados entre recuerdos presentes y entorno social ausente.

Pues bien, en un diario español de línea editorial conservadora (variable que en este caso poco importa), un articulista lanza una propuesta, obviamente con clara conciencia de su inviabilidad, reflejada en el título, “Utopía palestino-española”. En síntesis:  España se acerca a los 50 millones de habitantes, irregularmente distribuidos entre zonas de intensa concentración de población y enormes zonas semivacías, lo que se llama España despoblada. Acoger en nuestro país a esa población asediada y repudiada, con reglas estrictas para garantizar la adecuación (como se hizo, en el siglo XVIII con colonos del norte de Europa) no sólo garantizaría la repoblación y futura prosperidad de zonas hoy privadas de elemental atención, sino que también lavaría parcialmente la afrenta histórica que significó la expulsión de los moriscos. Hasta aquí los argumentos del articulista. Como indicaba, a ojos del mismo, la propuesta es, dadas las circunstancias, inviable, pero sin por ello dejar de ser racional. Pues bien:

No sé si el autor del escrito esperaba lo intenso de las reacciones. Decenas de mensajes, algunos sarcásticos, otros avanzando alguna argumentación, pero (me excuso si se me ha escapado alguna excepción) con un denominador común: alarma y temor falsos (conscientemente falsos, pues nadie de verdad consideró la posibilidad de que gobierno alguno llegue a implementar la propuesta), pero ¡odio verdadero! A veces odio a todas luces consciente, otras veces envuelto en alguna consideración que intenta tamizarlo a ojos mismos del que lo experimenta. El autor es descalificado por su prosa, su “cinismo” incluso su “mala leche”, pero sobre todo en razón de la (¡dada por supuesta!) indigencia moral de la población que propone integrar en nuestro país.

Desde felicitarse en razón de que “hace 800 años les dimos con la puerta en las narices”, hasta considerar que la expulsión de los moriscos “no fue pecado, sino profilaxis”, las expresiones que rezuman inquina proliferan en casi todas las reacciones. Temo que hace 80 años, para quienes las pronuncian, “profilaxis” había sido también la expulsión de los españoles judíos. De hecho, en esos años de tiniebla nacional-católica, los judíos tenían prioridad a la hora de ser sujetos de anatema ideológico, generador de fobia “in absentia”, pues casi nadie en España tenía sentimiento de convivir o haber convivido con un judío.

Una persona con la que hablaba de este asunto me indicaba que las respuestas a los artículos son a menudo generadas masivamente por algún grupo interesado; no hay que imaginar tras cada uno de esos mensajes a una persona concreta. Mas en tal caso, sorprende que los lectores de un comentarista habitual del periódico no reaccionen protestando por el aluvión de insultos que su escrito genera.

En todo caso, la impresión es la de que, por conservador que se muestre en su línea editorial un medio, los lectores u oyentes del mismo exigen una suplementaria vuelta de tuerca. De tal manera que el periódico se puede ver en la disyuntiva de mantener el tono (¡todo lo conservador que sea!) o hacerse eco de las pulsiones de ceguera y odio de parte de su audiencia; hay que dar salida a una suerte de barbarie ciudadana de la que ha habido otras manifestaciones recientemente, así las sarcásticas consideraciones respecto a la tentativa de suicidio de un político cuya mala suerte quiso que emergiera un oscuro episodio de cuarenta años atrás, relativo a su formación académica (“suicidio tan fake como el propio curriculum”, llegó a salivar un rencoroso anónimo). Verdaderamente… ¿ “On ne piétine pas un homme à terre!”?

 En cualquier caso, ya que he evocado a los moriscos, es oportuno citar más ampliamente la dolida queja de Ricote, que ha retornado a su pueblo disfrazado entre peregrinos:

Se sentaron al pie de una haya, dejando a los peregrinos sepultados en dulce sueño, y Ricote, sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones.

-Bien sabes. ¡Oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón y bando de Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación terror y espanto en todos nosotros(…) ordené, pues, a mi parecer  como prudente, (…) de salir yo solo, sin mi familia, de mi pueblo y ir a buscar dónde llevarla con comodidad y sin la priesa con que los demás salieron, porque bien vi y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran solo amenazas, como algunos decían, sino verdaderas leyes (…) Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero al nuestro la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España”.

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2 de septiembre de 2025

'Los pájaros' de Tarjei Vesaas (Nórdica, 2025)

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Tarjei Vesaas: una hermosa y honda reflexión sobre cómo aprehender el mundo

En una cabaña apartada junto a un lago rodeado de abetos, álamos y abedules viven Mattis y su hermana Hege. Entre el silencio de la madera y el rumor de la lluvia, sostienen una rutina hecha de agujas y palabras. Hege teje sin cesar prendas de punto -rosas de ocho pétalos, gorros, chaquetas- con las que compra harina, hilo y todo lo básico para subsistir. Es su manera de mantenerse a flote. El dinero siempre escasea.

Mattis, a quien llaman el Simplón, vive atrapado entre la vergüenza de saberse una carga y el miedo a quedarse solo; entre el orgullo herido y la gratitud. Lo toleran, pero con una mezcla de lástima y desdén, como a la pareja de álamos secos más allá de su cerca, que en el pueblo llaman Mattis-y-Hege, para ridiculizar su dependencia mutua. Sólo ella sabe traducir el balbuceo del hermano, compuesto de asociaciones insólitas fruto de una extrema sensibilidad. "Eres como un rayo", le dice una tarde a su hermana. "Le parecía que, cuando pronunciaba la palabra rayo, una especie de curiosos surcos se formaba dentro de su cráneo, y eso le atraía", leemos en la novela del noruego Tarjei Vesaas (1897-1970).

Lo que para otros es una simple ocurrencia, en el caso de Mattis es su modo de comunicarse con el mundo, más denso y más puro. Donde él percibe mensajes en el vuelo de las becadas y su rastro en la superficie del cieno, los demás solo ven simples pisadas. Con esas aves, que cruzan cada noche la cabaña, Mattis tiene una conexión especial, y cuando un cazador las abate, se acentúa su sensación de pérdida y fragilidad.

El corazón de Los pájaros late en la tensión entre los cuidados y el sacrificio. Hege sabe que Mattis, ya en la cuarentena, está necesitado de ternura, pero el desgaste ha hecho mella. Ella lo anima a ser barquero -aunque nadie necesite su barca- o a ofrecerse para escardar nabos. Mattis lo intenta, porque no renuncia a la esperanza de ser un "avispado" (esa gente que "se mostraba fuerte y diestra, yendo al trabajo con la misma naturalidad con la que respiraba y vivía"), aunque intuye que está fuera de su alcance.

La única vez que logra sentirse mínimamente conectado con el exterior es cuando dos despreocupadas turistas de paso, Inger y Anna, aceptan dejarse llevar en su barca. Ese breve episodio, teñido de un aire juguetón pero también de fatalidad, deja en él una huella imborrable: al presentarse, no da su verdadero nombre, como si así se le concediera acceso, por un instante, a otra identidad posible, a un destino distinto. Pero nada bueno parece que pueda durar. Así se entretejen dos relatos superpuestos: el del individuo desplazado por la dureza del mundo y el del tesoro secreto que habita en los pliegues de la realidad y que solo aquellos que saben mirar sin juzgar pueden entrever.

El vínculo entre lengua y entorno

Que Vesaas escribiera Los pájaros en nynorsk alude a otra forma de fragilidad, la lingüística. Cuando se publicó en 1957, el nynorsk -basado en dialectos rurales del oeste y centro-sur de Noruega- se oponía al bokmål, derivado del danés y usado entonces por las élites urbanas. El nynorsk ancla la lengua a una cadencia oral, a la naturaleza. Permite estructuras impersonales y pasivas que disuelven la voz del narrador; no prima la lógica, sino la inmediatez de un idioma surgido del habla rural, con sus pausas, rodeos y palabras sin pulir, donde el pensamiento se confunde con el rumor del bosque.

Ese vínculo entre lengua y entorno refuerza la materia misma de la novela: la dificultad para habitar el lenguaje. Mattis se aferra a las palabras como si cada una tuviera un sabor distinto: las repite, las prueba, las recoge de lo que oye y las devuelve al mundo a su manera, casi siempre de forma torpe, a veces desconcertante. Su habla es sencilla, cortada, pero deja asomar una poesía involuntaria sin audiencia. El narrador de Los pájaros no es exactamente Mattis ni su razón, sino esa parte que no obedece a la gramática de la cordura.

Vesaas, que escribió esta novela lejos de la ciudad, convirtió esa distancia en un espacio donde la lengua se hace porosa y la realidad, más honda. Se lo ha comparado con Knut Hamsun, pero sin la crispación ni el rencor. A diferencia de otros modernistas, no se cubre con la dificultad como con un escudo: su prosa es deliberadamente clara, pero deja huecos por donde respira lo que no encaja.

A merced de las aguas

La aparición inesperada de un tercero alterará para siempre el precario equilibrio entre los hermanos: un leñador llamado Jørgen. Figura ajena a la sintaxis compartida de la cabaña, introduce un lenguaje nuevo: corta troncos, habla sin rodeos, y pide instalarse en el desván, un espacio que hasta entonces había estado vacío. Es el primero -y el único- que se sube a la barca de Mattis, cuando intenta ejercer de barquero entre las dos orillas del lago, sin burlarse, pero ese gesto, lejos de acercarlos, abre una grieta.

A Hege le devuelve algo parecido a la alegría -"su rostro apenas resultaba reconocible, sin cansancio, nada huraño, sin pena alguna"-; a Mattis, en cambio, lo sumerge en una soledad más densa. No por crueldad, sino por contraste: Jørgen representa la posibilidad de una cotidianidad que no necesita traducción. Él no desplaza a Mattis con violencia, pero su sola presencia redefine los vínculos. Mattis, atrapado entre la gratitud y el miedo, no consigue entender cómo formar parte. Y así, la trama se tensa hacia su desenlace.

No hay fábula ni moraleja. Mattis se adentra en el lago con su barca. La corriente lo acoge sin ceremonia: el agua, que siempre reflejó su confusión, sigue fluyendo. Nada se detiene. Nada se redime. Los álamos secos -Mattis-y-Hege- continúan ahí, testigos mudos de una dependencia que nadie supo cuidar del todo. Mattis no es un mártir. Habita un mundo solitario, pero colmado de una belleza que sólo él parece capaz de ver, pese a sus esfuerzos por compartirla. Es un hombre que mira un ave y pronuncia rayo como si la palabra pudiera sostenerlo. Y aunque nadie lo entienda, esa palabra sigue sobrevolando la página mucho después, mientras el lago mantiene su sublime indiferencia.

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29 de agosto de 2025
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