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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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En las pestañas del huracán / I

De niño, en los odiados días escolares, recibía como un festín secreto la noticia de una mañana lluviosa. Algo había en aquellos goterones que relajaba la rigidez de la jaula, o sería tal vez que semejante ambiente de excepción tenía un efecto analgésico sobre el ánimo de mis huesos encerrados. Nada me parecía más odioso, en contraparte, que cargar la mochila con el sol golgotesco de las dos de la tarde, como una cruz camino del cotidiano chasco de llegar a la mesa y quemarme la lengua con la sopa caliente, y encima de eso tener que acabármela. Pero todo se desquiciaba con la lluvia, y ya el tiempo pasado en cautiverio me había enseñado que ese desquiciamiento solía funcionar en mi favor. A los grandes como que les ganaba la prisa, de repente ya no era tan importante que las cosas se hicieran al pie de la letra. Un niño siempre sabe encontrar rendijas en la rutina de un adulto fuera de quicio. Y así es como la lluvia permitía que una mañana en el ergástulo casi se pareciera a un día feliz. Nada divierte tanto a un niño amurallado, cuya noción del tiempo es exponencialmente más ancha, como saberse parte de una rotura de la rutina.

—Déjame adivinar, Cariño: eras de los que hacían la tarea después de las nueve...

—Aproximadamente quince minutos antes de las nueve de la mañana del día siguiente, cuando ya mero había que entregarla. Era otra forma de romper la rutina.

—Y si por suerte era una mañana lluviosa, todo se desquiciaba y había más oportunidades de salirte con la tuya. Muchos llegarían tarde, el profesor entre ellos...

—¿Ya me entiendes? El sol, en cambio, es un verdugo industrioso. Cuando está granizando no te castigan media mañana parado a medio patio, saben que eso a tu edad sería como un premio.

—Lo que aún no terminas de explicarme es por qué ahora recibes con maldiciones, conjuros y blasfemias la llegada de un nuevo huracán, si al final el paisaje lluvioso te va a hacer el favor de recordarte los mejores momentos de tus peores años.

—Los aguaceros me hacen un holgazán. Si fuera profesor, sencillamente me quedaría en la cama, o en todo caso iría a trabajar sin emocionalmente salir de ahí. Ardería en deseos de decretar anarquía general y hacer una fogata con los pupitres...

—¿A media lluvia? ¿Con el avieso fin de incendiar todo el edificio desde adentro o con la idea piadosa de sofocar a muerte a sus ocupantes?

—Una de las claudicaciones que conduce al horror de maldecir lo que antes se adoraba tiene que ver con la costumbre triste de arder siempre en deseos de hacer lo que uno sabe que jamás hará.

—¿Por ejemplo, Querido?

—No me pidas ejemplos, Afrodita del Carmen, que bastantes ideas me da ya tu presencia.

—¿Me estás dando a entender que en ciertas circunstancias, contractualmente inaccesibles, podrías eventualmente celebrar la llegada de la lluvia con el júbilo de un sertanero bahiano?

—¿Qué tienen los contratos de seductores? ¿Por qué hay que firmar uno para sentirse a salvo del granizo? ¿No te da cierta pena comportarte como una virgen casadera?

—Mira, Mi Sol, voy a hacerte el favor de pretender que jamás escuché, ni olí, ni me enteré del asqueroso eructo que acabas de soltar en mi regia presencia. ¿O prefieres que asuma que te tapaste la boca y me pediste perdón de rodillas?

—Sabes bien cuánto me molesta que me eches abogados a la mitad de una conversación.

—¿Me has visto acaso pegando los pedazos de nuestro contrato, o siquiera salvándolos del basurero?

—¿Quieres decir que estás conmigo así, informalmente? ¿Por qué entonces insistes en apelar a documentos rotos?

—Por la misma razón que los adultos evitamos la lluvia. Me siento más segura disparando cláusulas, aunque no haya manera de hacerlas cumplir… —Afrodita da dos pasos atrás, sonríe con inédita timidez, pestañea y se enroca mirando en dirección al piso. Presiento que en cualquier momento va a granizar…

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23 de agosto de 2007
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Un poco de zoología

La escritura es un bicho asustadizo. Basta un ínfimo cambio en el paisaje para que huya despavorida. Y ahí va uno tras ella, como el protagonista de El túnel, de Sábato. Comprando cada día más complicaciones de las que puede en vida pagarse, cualquier cosa con tal de que regrese el animalito. Y mientras tanto el tiempo se desfasa y la noche se angosta y las horas se encogen y no quiere uno ni empezar a contarlas, no sea que eso también espante al bicho...

  —Ya que estás en el tema del tiempo, Cariño, te agradezco que al fin te hayas deshecho del trozo de salami petrificado que hasta ayer adornaba la alacena.

  —Salami... ¿Cuál salami?

  —No me vas a decir que fueron los perros, se habrían roto las muelas en el intento.

  —Hace dos meses quise darle un pedazo de ese salami a Boris y me gruñó inmediatamente.

  —Ni una hiena indigente se lo habría tragado, Baby. Para eso están las rocas volcánicas, que son más suaves y tienen mejor sabor.

  —Entonces solamente nos queda un sospechoso...

  —Créeme que no era mi intención traer a cuento al ratón que lleva una semana entrando y saliendo de la PC. Que, por cierto, es la mejor razón para que sigas escondido tras las prácticas faldas de la MacBook.

  —No me mires así, y además no le tengo miedo. Es pura antipatía a primera vista. Nos topamos ya un par de veces cara a cara, para tremendo susto de los dos. Puedo, como otras veces, llamar a Himmler & Heidrich Inc., pero quiero evitarme el karma respectivo. Me gustaría creer que va a irse por las buenas.

  —Y para eso pusiste la caja gris con lucecitas verdes que produce sonidos en teoría intolerables para los roedores, pero de hecho odiosos para las visitas, cuyo prurito sensorial va creciendo junto con la sospecha francamente incómoda de ser un poco ratas. De modo que hasta ahora el efecto, me temo, ha sido el opuesto: tus amigos vienen cada día menos y el ratón como nunca está a sus anchas.

  —Es posible que el ruido del aparato surta en él los efectos de cierta música minimalista, que en un principio aturde y a cualquier hora envicia. Por eso me pregunto si soy tan miserable para exterminar a un seguidor potencial de Philip Glass. Y ahí está la neurosis, un día quiero mandarlo fumigar y al siguiente le pongo entero el Einstein on the Beach, por si llega a gustarle.

  —¿Tienes idea del efecto que produce Einstein on the Beach en los seres humanos? Solamente las musas morfinómanas soportan de principio a fin esos cuatro cds, y eso por las virtudes somníferas del piquete.

  —Entiéndeme, Afrodita, si le pongo a Wim Mertens no se va nunca.

  —Yo en su lugar traería a mi familia.

  —Por eso mejor sigo confiando en la cajita gris: si logró hacer huir a mis amigos, algo tendrá que hacer contra el ratón. Cambiando de tema pero hablando de lo mismo, supongo que me sentiría mucho mejor si renovara de una vez el antivirus de la PC, el problema es que no puedo hacerlo desde la Mac.

  —¿Y el antivirus va a ahuyentar al ratón? Mira, Sugar, si ese animal realmente vive dentro de la computadora, tal vez sea suficiente con encenderla. Lo electrocutarías inmediatamente, y de paso podrías desconectar esa caja maldita que ya hasta a mí me trae con los nervios de punta. Tus amigos volverían, por lo menos.

  —¿Quién va a querer entrar en un lugar que apesta a ratón chamuscado? ¿Quién me asegura, aparte, que sus exequias no van a hacerle daño al disco duro? Lo que tú me propones equivale a matar a una taenia solium con nitroglicerina. Además, le causarías un trauma irreparable al otro bicho. Que es del que me ocupaba, hasta que introdujiste el tema repugnante del salami.

  —Pobre animal. Debe de haber una docena de matarratas más ligeros que ese salami. ¿Quieres decir que vamos a esperar hasta que se consume su horrenda muerte por intoxicación para electrocutar el fiambre?

  —Decía, pues, que el de la escritura es un bicho asustadizo, pero ahora que lo pienso puede que no sea más que la taenia solium de las musas.

  —Y ahí está tu tragedia, Amado Mío. La mujer de tu vida lleva una solitaria dentro.

  —¿Debo creer entonces que la mera existencia de tu huésped garantiza el futuro de mi trabajo?

  —Afirmativo, Sweety. Aunque tengas que electrocutar a una estirpe completa de roedores.

Vídeos de pie de página

Glassworks # 1, por Philip Glass.

Fragmento de Train/Spaceship part 1, de Einstein on the Beach, por el Philip Glass Ensemble.

Close Cover, por Wim Mertens.

Struggle for pleasure, por Wim Mertens.

Escena de El vientre del arquitecto, con música de Wim Mertens.

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22 de agosto de 2007
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Los cuernos informáticos

Una de las ventajas de vivir en México es que aquí las computadoras son mujeres. Para quienes almacenamos fobias no negociables contra el término orden, es gran consuelo no tener que someterse a los caprichos de un ordenador. Que era el caso de HAL, el maligno procesador de 2001 que a muchos nos dejó para siempre aquejados de suspicacia. Ahora bien, se equivoca quien piensa que una computadora hembra es necesariamente más amigable que un ordenador macho. Yo que vivo con dos, cada una orgullosamente incompatible con la otra, puedo decir que entre ambas me desquician la vida un poco más de lo que me la ordenan. Dice el proverbio árabe que quien tiene dos chicas pierde la cabeza, y quien tiene dos casas pierde el alma, pero no ha habido un alma caritativa que lo actualice y nos deje saber qué es lo que pierde el dueño de una Mac y una PC.

  —Pierde el tiempo, Mi Amor. Y eso sí que es fatal, porque al fin puedes hasta vivir más ligero sin cabeza ni alma que te estorben, ¿pero sin tiempo? Wendy Carlos, conocida hace tiempo como Walter y convertida en una laboriosa señora de su casa que programa computadoras y sintetizadores, igual que otras prefieren tejer colchas y carpetas, dice a sus críticos que la llegada de un nuevo procesador a su vida, lejos de facilitarle las cosas, le suma un 14 % de tiempo de trabajo al proyecto. La gente pierde tanto el tiempo peleando por dinero que cuando lo consigue ya no le queda tiempo para gastarlo más que en medicinas. Tú mismo vives, aún en el exilio que compartes conmigo, en permanente angustia por el paso del tiempo. Mira el reloj: son las dos de la tarde y apenas vas en el segundo párrafo. ¿Son esas las ventajas de traerte la MacBook a la cama?

  —Siempre creí que nunca me metería con una Mac. Su misma pulcritud me parecía chocante, sus fanáticos infumables, su personalidad falsamente amigable. De entrada, abominaba la idea de una computadora que me hiciera la vida tan sencilla. Desconfío de los seres serviles, más todavía cuando son robots. Había, por contraparte, una cachondería inexplicable en el cinismo sádico de una y otra PC, quizá precisamente porque me parecían poco confiables, e inclusive traidoras naturales. Se duerme más contento con una callejera conocida que con una virtuosa amurallada.

  —Las Mac no son exactamente serviles, pero ninguna oculta sus propósitos matrimoniales. Mírala aquí, en tu cama. Hace tres meses que en esta casa puede perderse todo menos la MacBook. Y mientras tanto la otra permanece apagada por semanas. ¿Sirve de algo decir que en la Vaio también recibes correo, y que a este paso va a tardarse en llegar el triple que una carta desde el Mato Grosso? ¿Por qué no le haces frente al problema y como un caballero las presentas?

  —¿Comunicarlas? Nunca. Son irreconciliables como la morenaza y la pelirrojota, y si un día se entendieran sería para contagiarse las peores mañas. Además, no sé cuántos días tendría que pasarme aprendiendo a instalarle el Windows a la Mac, cuando precisamente de ahí vengo huyendo. Si alguien se encuentra en el camino a Bill Gates, dígale que hace tiempo no sabe de mí.

  —¿Por qué entonces no vendes la Vaio?

  —Porque a veces con ella me siento extrañamente libre, y porque armado de un buen antivirus me aventuro a recorrer los sitios para forajidos digitales, a lo largo de noches libérrimas en las que nada cunde como el desorden y no hay lenguaje informático que se atreva a ponerme límites racionales...

  —Tranquilo, Mi Rey, no tienes que gritar para que entienda. Ya me di cuenta que la Vaio es tu amante y no quieres que nadie se lo vaya a decir al señor Gates. ¿Tú crees que él no tiene otra MacBook en la cama? ¿Sabes cuánto se excita la gente con esas cosas?

  —Sí, pero no, Afrodita... —intento iluminarla mediante un par de señas que apuntan justamente a este monitor.

  —Vaya, pues, lo que no quieres es que le llegue el chisme a Miss Mac. Mira Querido, si te enteraras sólo de la mitad de lo que ella te sabe, la echarías ahora mismo por la ventana. A menos que esperaras a saberlo todo, y entonces te aventaras junto a ella.

  —¿Debería temerme que estás celosa de mi computadora?

  —De una no, de las dos. Y ellas también están celosas de mí, así que estás en manos de las tres. A ver cómo haces para contentarnos.

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21 de agosto de 2007
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Los hombres son PC, las mujeres son Mac

Siempre he tenido algo en contra de la palabra orden. Ya sea en su variante femenina, que incita a la obediencia irreflexiva, como en la masculina, que asume al otro como subordinado, el término me es en primer lugar antipático. Especialmente en toda su pureza, la mera idea de una orden o un orden absolutos suena tan escabrosa como los quince yuanes que cobra el gobierno chino a la familia de cada ajusticiado, correspondientes a la bala empleada en el empeño. Y no es que no quiera uno tener su casa, o su escritorio, o al menos su buró en perfecto orden, o siquiera en cualquier especie de orden; tampoco me disgustaría que los meseros trajeran siempre lo que uno ordenó, pero tanto las órdenes como los órdenes presentan toda suerte de fisuras. ¿Para qué, por ejemplo, iba uno a hacer un blog, sino para tratar de abrir una de esas rendijas?

—Mira, Cariño, yo estoy completamente de acuerdo en que un escritorio ordenado es signo claro de una mente enferma, pero de ahí a creer que las horas que pasas buscando cosas que otros encuentran en segundos no afectan gravemente tu salud mental, hay un trecho como el que va del dicho al lecho.

  —De eso se trata, a veces. La razón también sirve para perderla. Juega uno a jugárserla, como cuando de niño se balanceaba colgado de las últimas ramas de los árboles, sobre todo si sus mayores le habían ordenado lo contrario. Como dice la canción de Liliana Felipe: Porque no puede ser sano lo que nunca se ha podrido...

  —Psst, psst, hazme caso, Sweety. ¿Ya te asomaste al refrigerador? Hay más frutas podridas que latas de coca-cola, y eso es tanto como decir que ya no cabe ni una coca-cola. ¿De verdad crees que le haga daño a la novela echar a la basura los duraznos de abril, por decir algo? ¿Perderían intensidad los nuevos párrafos si mínimo una de cada tres veces pagaras el recibo del teléfono antes de que nos corten el servicio? ¿Sabes qué porcentaje de razón se recupera luego de tanto haberla perdido? —se enciende una luz roja intermitente: amenaza la musa con volverse esposa.

  —Sólo recuerda que oficialmente tú no eres tú, sino un disturbio de mi personalidad. Si mi cabeza estuviera en perfecto orden, tus encantos serían invisibles. El solo hecho de sostener ahora mismo una conversación contigo me aparta radicalmente del orden del mundo.

  —Un orden bien imbécil, Schatz, si admites la opinión de una fuereña. ¿O sea que te apartas del orden del mundo cada vez que te paras a hablar con un perro? ¿No es posible tener un pie cómodamente instalado en un mundo y el otro en otro, y ya? ¿Por qué los hombres sólo pueden pensar en una cosa al mismo tiempo? ¿Es problema de hardware o de software?

  —No puedes entenderlo. No es un asunto de configuración, sino de plataforma. Nuestros mutuos sistemas operativos se comunican sólo primitivamente, lo cual no necesariamente es un problema grave. A la gente le basta con eso para aparearse, unirse y procrear.

  —Explícame primero los duraznos de abril.

  —¿Ya entiendes por qué digo que no lo entiendes? A una Mac no le puedes explicar para qué quieres un mouse con dos botones.

  —Que ya en la realidad equivaldría a una rata con cinco patas.

  —Las mujeres preguntan encantadoramente por dónde está el camino, uno tiene antes que eso la dignidad de perderse.

  —Antes de que termine de imponerse la falosofía sobre la razón, y ya que has mencionado el tema de tu personalidad perturbada, Mi Cielo, déjame preguntarte: ¿no será todo este discursillo sobre el orden, las órdenes y tus desórdenes un signo de la angustia de quien vive con una Mac y una PC, cada una peleándose por acaparar sus obsesiones?

  —Súmale a eso una musa, dos cuadernos y un intento de vida personal.

  —A mí tendrías que ponerme de tu lado, Querido. ¿Cómo sabes que no soy yo el orden que te espera al final del desorden?

  —¿Y cómo sé que no obedeces a la orden de ordenarme como a un ordinario?

  —¿Qué tiene tu desorden de extraordinario?

  —Que está secretamente ordenado.

  —De eso ni te preocupes: nadie se va a enterar.

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20 de agosto de 2007
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La conexión neozelandesa

Afrodita volvió precedida por su habitual puntería: corrían los mejores treinta minutos de la semana cuando se deslizó y acurrucó a mi lado, bajo las sábanas; gesto provocador al cual contraataqué con una larga salva de silencios. Pero era un gran momento y ella así lo entendió, de forma que los dos nos sumergimos en un sigilo a coro tan perfecto que ya sólo fue interrumpido por progresivas risotadas en estéreo. Uno puede aceptar e incluso saborear el llanto sin compañía, pero las carcajadas vale más compartirlas, por aquello del feedback. Siento un respeto limitado por el llanto (arma de chantajistas, frecuentemente), no así por la risa (que es libre y no se deja fingir). Por lo demás, arreglar un entuerto con lagrimitas es empeño tardado, costoso y fatigador, sobre todo si se compara con la eficiencia de un par de carcajadas coincidentes que se retroalimentan mutuamente.

La mejor media hora de la semana la pasamos delante de la televisión, en el silencio ya reverencial de quienes abominan la idea de perderse siquiera dos palabras de Flight of the Conchords, un evento tan raro como la perspectiva de reírse a solas frente a la pantalla y de un momento a otro descubrirse cantando junto a los personajes. Que a todo esto no son personajes, sino músicos reales interpretándose a sí mismos a partir de una idea ficticia, aderezada con un par de canciones por programa: clásicos instantáneos y contagiosos cuyas solas letras hacen especialmente antipática la idea de morirse sin escucharlas. "Eres tan hermosa que podrías ser una mesera; eres tan hermosa que podrías ser una sobrecargo en los sesentas; eres tan hermosa que podrías ser una prostituta de categoría", rezaba el hit romántico del primer capítulo.

Flight of the Conchords es originalmente un dúo de músicos neozelandeses, Jemaine Clement y Bret McKenzie, nominalmente adscritos al folk pero capaces de parodiar cualquier cosa, pertrechados por sendas guitarras, ante un público que apenas tiene tiempo para guardar silencio entre una y otra risa. Partiendo, pues, de su exitosa rutina escénica y radiofónica, Jemaine y Bret se reinventan en dos personajes misérrimos y patéticos que cargan con sus mismos nombres y sobrenombres —Hip-hopopótamo, Ritmoceronte— y sobreviven como virtuales parias en Manhattan, armados de bajísima tecnología y presupuestos rara vez mayores de tres dólares. Vemos así a la banda de dos pasando lista ante una computadora casera de los tardíos setenta o grabando su primer videoclip con la cámara de un teléfono celular. Pero no hay que engañarse: las letras son veneno y los dos que las interpretan son tan buenos cantantes como actores. Perdedores de extremo a extremo de la pista, los personajes de Jemaine y Bret se desquitan de las diarias humillaciones —las mujeres los tratan como a leprosos, no sin motivos amplios y cumplidos— con líneas del más puro nihilismo hi-tech: "Es tan cachonda, la perra, que me está haciendo sexista." "¿No sientes frío allá afuera, Bowie? ¿Empleas tus pezones puntiagudos de antenas telescópicas para transmitir datos a la Tierra?"

—¿Te digo algo, Cariño? —me gusta el nuevo estilo, entre amenazador y complaciente, como es característico en las musas triple A —Hace tiempo que no me hacía fan de nada. Y hace más todavía que la vergüenza ajena no me simpatizaba tanto. Sólo tengo una leve objeción: los pelmazos no son así de encantadores.

Mel, se llama la única fan de la banda de dos. Está casada con otro perdedor, carece de la mínima vida propia y los acosa de esquina en esquina, con una devoción que acusa sueños húmedos monotemáticos. Murray, el manager, otro neozelandés disfuncional, prefiere referirse a ella como Base de Fans, que al menos suena a algo más numeroso. ¿Quién más me garantiza media hora completa de reír, sonreír y canturrear, sin hacer ni pensar otra cosa porque literalmente no se puede? Hasta donde se sabe, Flight of the Conchords tendrá una duración de doce capítulos; nueve de ellos han sido ya estrenados y son de riguroso culto. Solicito, por tanto, a la piadosa muerte que si viene en camino se aguante tres semanas. Noventa minutitos, por vida del Señor.

—Amén, Darling —siempre soñé con una musa encimosa. Al cabo no la quiero por sincera, como por convincente.

Vídeos de pie de página

En concierto

Los humanos están muertos.

Hip-hopopótamo vs. Ritmoceronte.

Piénsalo, piensa, piénsalo.

De la serie

La chica más hermosa de la habitación.

Capítulo uno: Sally.

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17 de agosto de 2007
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Etérea remitente / y II

Colega de mis desvelos,

No te voy a decir desde cuándo empecé a merodearte, pero tú sí sabrás desde cuándo te dio por invocarme. No llegué pronto, claro. Quería estar segura de que estabas seguro de lo que pedías. Un trámite enfadoso hasta para nosotras, las etéreas. Siempre que una mujer pregunta "¿estás seguro?" sabe que pierde el tiempo, porque el que obtendrá no es de seguridad, sino de calentura. Ya sé que hay otros más diligentes que yo. Los demonios, digamos, se tardan mucho menos en llegar que una pizza de un solo ingrediente. No los profesionales, ¿verdad? Con esos haces cita y firmas un contrato. Pero también llegan más pronto que yo. Pensarás de seguro que me he dado a desear por estrategia, método respetable y eficaz para quien busca seducir al contrario, pero ése no es mi caso. O en fin, nuestro caso. Lo que yo me he propuesto no es seducirte, aunque sí conquistarte. Y hasta donde yo sé, toda conquista consta de dos pasos: aislar e intoxicar. En orden, o al revés, o a la vez, pero había que hacerlo.

Tú lo has dicho, los vicios son celosos, y yo no prometí ser la excepción. Puedes ir y contarle a quien te quiera que aquello que nos une no es sino un compromiso profesional, pero bien sabes que esto, lo nuestrito, peca de personal, emocional, ideológico, erótico y teocrático, todo en un mismo producto. Cualquier noción menos comprometida de profesionalismo, Queridísimo, me parece un desliz de aficionados, y sábete que a una como yo no le basta con que uno como tú venga y se le aficione. Guarda esa vena de hincha para el próximo estadio. Como ya te lo he dicho, el inicio, desarrollo y mantenimiento de la bonita relación que nos une han dependido sólo de mi capacidad de aislarte e intoxicarte, igual que haría una obsesión invencible. Es decir expansiva, controladora, despótica. ¿Vas a decir ahora que no era así la musa por la que tanto aullaste, como niño que escribe su carta a Santa Claus?

Voy a ahorrarte el bochorno de enlistar a las advenedizas a quienes en mi ausencia habilitaste como seudomusas; tú has visto ya, Cariño, los resultados de tanta temeridad. Me es preciso, eso sí, subrayar que ni tres entre ellas supieron como aislarte e intoxicarte, y eso es gracias a mi arduo trabajo en la penumbra. Pero igual lo sabías, y bien que cooperabas. Años antes de deslumbrarte con mi presencia súbita en tu vida diaria, ya me habías olido el rastro etéreo. Era una obsesión sexy, la nuestra. Lo suficiente cuando menos para sacarte de las mejores fiestas y echar abajo tus romances más sólidos en el nombre del vicio que a muy temprana hora nos hizo cómplices.

He visto por ahí que hay quienes se interesan por mi edad y mi ascendencia, insinuando que tengo los venerables años de Sharon Stone o soy acaso la sobrina perdida del tío Joseph. Si hiciéramos las cuentas escrupulosamente, descubriríamos que la oveja hocicona de la familia viene a ser mi sobrino, o sobrino-nieto, pero considerando el impecable proceso de autorreencarnación de los seres etéreos como yo, sujetos además a la voluntad lúbrica de quien los invoca, habría que ser un depravado total para pensar que paso de los veintiuno. Dime tú quién sería lo bastante observador, o siquiera se tomaría el tiempo necesario para distinguir entre una musa jubilada y una bruja. Y como no se trata de preparar pócimas, sino de ser una misma el veneno, ni de levantar diques, sino de hacerme agua para hacerte isla, necesito ponerme pecaminosa, y a ratos un poquito ilegal. Soy tu ponzoña, Dear. Soy tu almena, tu dique y tus cocodrilos. Tu gran muralla y tu opio. No vine de turista, ni de negocios. Considera a esta carta vanguardia de un ejército enemigo y a tu nombre en la punta de todas mis lanzas.

En cuanto a mi opinión personal, coincide plenamente con la profesional: a partir de esta raya en nuestra historia, el Oriente comienza en tus fronteras. Estarás en mis sueños, Bebé. Y viceversita.

Tuya como una obsesión nocturna,

Afrodita del Carmen M-G

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16 de agosto de 2007
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Etérea remitente / I

Coleguita My Love,

Te extrañará el tuteo, tanto como toparte aquí con mis palabras. La verdad, no me atrevo a seguir tratándote de usted después de haberme dado esta libertad. Puedes, si te acomoda, entender la presente como otro de mis diarios abusos, pues en el colmo del protagonismo he violado quién sabe cuántas cláusulas del que hasta ayer fue nuestro contrato. Me he puesto en tu lugar, literalmente. Y aquí estoy, donde nadie me llama. Puedes también soltar, como lo hiciste ayer, otra de esas sentencias lapidarias que te permitirá negarme de un plumazo y atribuir cada una de mis palabras al estado febril de tu imaginación. Por eso, y porque cada día tienes la generosa iniciativa de incluir aquí unos cuantos entre mis comentarios —los menos memorables, en mi humilde opinión— te correspondo con una cita extraída directamente de los tuyos:

—Tú cállate, que ni existes —me demoliste la última vez, y lo curioso fue que te hice caso. Me callé, pero pensando sólo en no enturbiar el eco chocarrero que te acompañaría después, como una maldición gitana sembrada en territorio católico, apostólico y chilango. Perdóname, Cariño, pero como te he dicho soy muy profesional, y eso incluye saber cuándo y cómo cobrar el alto costo de una rotura contractual. Digo, no esperarás que yo la pague. ¿Me entiendes o te explico?

Perdona una vez más que me atreva a tanto. Ya sé que es raro y hasta desconcertante que de repente sean tus comentarios los que aparezcan solos, entre guiones, antecedidos por mis parrafadas. Un lector distraído podría figurarse cualquier cosa, y hasta contradecirte y sospechar que existo, más allá de tu autorizado parecer. ¿O será que aún no atinas a enterarte que, existencias aparte, soy infinitamente más verosímil que tú? Pobre de ti, Querido, si fuera de otra forma. Escribir es borrarse por principio. Nadie quiere ver al titiritero, se aterriza en la historia con la ilusión de que cada muñeco tiene voluntad propia y todo lo que pasa está pasando. Si yo no existo, Darling, te borras tú conmigo, porque estás apostando tu vida a la mía. No pretendo, por cierto, tener la razón. Soy una musa, no la necesito. Lo que busco, eso sí, es darte una pequeña muestra de mi arbitrariedad. Aquí la tienes, Baby, es toda tuya: igual que yo, insiste en existir.

Te decía, en fin, lo que ya nadie tiene que decirte: el vicio de escribir tiene que ver con el deleite propio de empequeñecerse igual que un titiritero. Ya lo canta Paquita la del Barrio, si te borras es mejor. Y como tú también existes con insistencia en mi reino, no podía hacer menos que ayudar a borrarte un rato de la escena, antes que abandonarte a tu inexistente suerte. No niego tu derecho a denunciar mis abusos en UNaMuNo; comprobarías entonces que la Unión Nacional de Musas Novelistas tiene la facultad de despedirme, pero tú no. Y eso lo arruina todo, Corazón. De manera que puedes, si te divierte, dejarme sin salario, aunque no sin misión, y convertirme así en tu enemiga entrañable; lo que no está en tus manos es que me vaya. Ni siquiera en las mías, vamos. Echamos a andar una maquinita cuyo funcionamiento comprendemos a medias y cuyo control no podemos ejercer. Sólo nos queda creerla, con la pasión que nunca merecerá la verdad. Ese es nuestro negocio, Queridito. Créeme que estoy bien lejos de Mary Poppins, y deja ya de confundirme con tu hada madrina, que yo con esas perras ni el saludo.

—Tenerte a ti es como vivir con Alf —alcanzaste a bromear, para acabar de hundirte. ¿Sabes qué habría sido de Alf, el programa, sin Alf, el personaje? ¿Creíste que apodarme Alfrodita me iba a minimizar como a las ventanitas del monitor? Pues mírame, Cosita, que me has puesto a escribir en tu lugar. ¿Quieres saber ahora cuáles fueron los trucos que me dejaron llegar hasta acá? Vale la pena, créeme: pura teoría literaria, como para ponerte guapo con un sesudo ensayo. Yo sé que te interesa, no te niegues negándome. Y como dijo Schere, mañana te lo cuento. Hasta entonces, Mi Vida.

Siempre tuya,

  Afrodita del Carmen M-G.

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14 de agosto de 2007
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El diablo me obligó

"¿Estamos negociando?", pregunta Keanu Reeves en papel de discípulo. "¡Siempre!", le responde Al Pacino con un brillo de azufre en la mirada. Y eso es lo que uno olvida con trágica frecuencia. Nos esmeramos en negociar las nuevas relaciones y damos a las otras por negociadas. Lo cual sin duda explica nuestra sorpresa al advertir un cambio súbito y radical en la relación, mismo que en realidad se vino gestando —debería decir gestionando— a lo largo de todo ese tiempo en el que negociamos sin saberlo, en condiciones consecuentemente desventajosas. Pues resulta que en ese transcurso la otra parte asumió una serie de hechos —probables primero, seguros después— a partir de su personal interpretación de nuestra actitud, no pocas veces hija del complejo y la paranoia, amasios que negocian en lo oscuro aquello que nosotros sólo sabremos cuando sea ya tarde para enmendarlo.

—Nosotros por aquí, nosotros por allá. ¿A qué nutrida turba se refiere, colega? Digo, para ponerle un podio a la altura. ¿No será que se está escondiendo detrás de la manada para no verse orillado a reconocer que, oops!, volvió a cagarla?

No sé cómo empezó, pero esta relación se ha ido envenenando de un modo que Afrodita calificaría de extremadamente productivo, si no estuviera tan entretenida pergeñando sarcasmos en mi contra. Nada como el conflicto, el fastidio, las jetas, los egos arrasados y los tensos silencios para pertrechar las probables narraciones futuras. Como si cada relación destruida fuese una ofrenda al vicio y un altar al oficio. Hay una voluntad oscura y destructiva que se solaza en ir derribando piedra a piedra el santuario que un día pensaste indispensable y hace tiempo que se alza como un obstáculo. A veces, ejercer la fidelidad a uno mismo implica traicionar al resto del mundo. Y lo peor es que sepa tan bien como perder por gusto el coche en el Black Jack. No hay lujo más extremo que arruinarse por el puro gustito de afirmarse.

—¿Negarme es afirmarse, colega? No sé si debería seguir llamando así a un miembro más del gremio de Judas Iscariote.

—En primer lugar, todavía no me has dejado darte un beso. En segundo, el negador es Pedro, no Judas. En tercero, Afrodita, no me atrevo a negarte ni con el pétalo de una amapola. Y este es precisamente el problema, que entre musa y autor hay por lo menos uno desechable. ¿Sabes cómo vienen al mundo los alacranes? Crecen sobre la espalda de la madre, se alimentan de ella y poco a poco van devorándosela. Cuando no puede deshacerse de la crías, y esto lo sé porque de niño tuve a una encerrada en un bote, la madre acaba por exterminarlas. Mi duda es la siguiente: ¿Vas a comerme o voy a matarte?

—¿Estamos negociando?

—¿Y el amor, Afrodita?

—¿Le importa si en lugar de mí le contesta Al Pacino en la misma película? "Sobrevaluado. Bioquímicamente no es distinto a comer grandes grandes cantidades de chocolate."

—O sea que no estamos negociando, sino litigando.

—Ahora le va a responder Norman Mailer: "Una no conoce a un hombre hasta que conoce a diez."

—Norman Mailer no dijo eso.

—¿Le importa si lo dejo en manos de Borges? "Lo que te pasa con un hombre te pasa con todos."

—Estás haciendo trampa, Afrodita...

—...y ya lo decía Faulkner, "entre la pena y la nada, elijo nada de pena".

No es preciso ser musa para echar mano de esta vieja técnica. Se encadenan burradas con objeto de enfurecer al contrario, y esto equivale a echarle pimienta en los ojos. Con las entendederas propiamente cegadas, el pobre polemista no es más peligroso que un becerro astigmático. Se le torea fácil, entre risas, y esto lo hace meter aún más la pata. Entonces ya no es uno, sino él, quien dice las burradas. Todavía mejor: está gritando. Entre más fuerte lo haga, mejor abdicará de la razón que ahora ya no puede reclamar. Y acabará firmando el voucher por el karma completo, no sin antes guardar en sitio seguro la factura por todo el rencor que ahora mismo no puede cobrar y con seguridad causará réditos. El punto es que al final de esta discusión, cuyo destino los dos predecíamos y cuyo contenido he desechado atendiendo a mi honesta sed de revancha, Afrodita se ha ido con todo y equipaje, rompiendo en mil pedazos nuestro contrato.

Desde entonces camino entre cláusulas rotas. Ni para ir por la escoba tengo ánimos. Descubro en este punto que ya estoy negociando la compasión del personal y me levanto en pos de la aspiradora. Cuando Iggy Pop se encerró en un departamento neoyorkino a componer las canciones de su Blah Blah Blah, mataba a los demonios echando mano compulsivamente de esa máquina amiga. No sé qué tal funcione como terapia, pero al menos me encargaré de que no quede ni un inciso en el suelo. Y que me lleve el diablo si estoy negociando.

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13 de agosto de 2007
Blogs de autor

Mi blog cumple 20 años / y VI

El retorno del dragón.

Uno sabe que tiene huesos de novelista cuando un párrafo no le alcanza para nada; y luego, ya por ahí del séptimo, se da cuenta que no puede parar; y al final no le queda más que aceptar que para terminar de contar cualquier cosa precisa de una larga hilera de capítulos. Llevar esa visión al hipertexto no es mucho más imprudente que presentar a dos esquizofrénicos y esperar que por eso se entiendan de maravilla.

—¿O sea usted y yo, colega?

Una vez más, ya en un nuevo siglo, sentí que algo no estaba listo aún. Algo en mí, o quizás en la máquina, o en lo que los ingleses llaman timing. Escéptico hacia las casualidades y un poquito devoto de las coincidencias, descubrí que entre todos mis experimentos virtuales había uno que me satisfacía: mi novela Cecilia en versión shockwave, que es como se conocen las aplicaciones de Director adaptadas para la www. Con no más de cincuenta páginas de longitud, Cecilia sólo había sido publicada por una editorial subterránea —Doble A, se llamaba— propiedad de mi amigo Sergio Monsalvo, cuyas ediciones de 100 ejemplares volaban raudo hacia una lista preestablecida de destinatarios. Mas la historia de marras no era un hipertexto, sino una narración lineal en siete capítulos, y si al final la publicaba allí, en mi sitio, era porque no había dónde más conseguirlo. No quería más ni menos que construir una suerte de libro virtual. Tiempo después, cuando vi por primera vez un e-book, entendí que no había hecho más que inventar a solas el hilo negro.

—¿Y entonces cómo explica su satisfacción?

—De la misma manera que se explica la dicha embriagadora que alza en brazos al ego cuando se mira caer al último villano del videojuego.

—El puro gusto de vencerse a sí mismo...

—...y a los cobardes que se esconden adentro, que ojalá fueran pocos.

—Pobrecito de usted. Deben de ser un gentío espantoso.

Y aquí estoy, en El Boomerang, haciendo justamente lo que había planeado con los faxes, sólo que sin pasarme el día entero enviándolos. Me muerde, en cambio, una preocupación carnívora. Si antes traía el coco sumergido hasta el fondo de una novela en proceso, ahora debo nadar entre dos aguas. Motivo suficiente para pasar el día y la noche alunado, pues ambos animales —la novela, el weblog— son voraces y exigen alimento a cualquier hora. Todavía hace un año me divertía intentando sonsacar a Santiago Roncagliolo justo a la hora en que él, padre amantísimo, tenía que darle de comer al blog; recién ahora cumplo cinco semanas de haber perdido tanto la noción del tiempo como la esperanza de alcanzar la cama antes de que los pájaros comiencen a trinar. Y lo peor es saber que de eso se trata.

—Si el proyecto no cumple con desquiciarle la vida, ni siquiera merece nombrarse proyecto.

Lo que no duele no cura, y uno escribe pensando en curarse. Aunque sea para volverse a contagiar. Llevo cinco semanas enfermo de esto, corriendo el día entero detrás de mi sombra y con cierta frecuencia derrapando en los charcos de adrenalina. Nada de lo que pueda quejarme, si tomamos en cuenta desde cuándo y por cuántos atajos he buscado llegar hasta aquí. La idea, finalmente, es no saber. Avanzar por los párrafos mientras suceden, subir el texto a media madrugada e irse a la cama dándolo todo por acontecido; levantarse pasado el mediodía, tratando a trompicones de ganarle centímetros al caos.

—¿Y todo eso por darle de comer a un par de animalitos?

¿Animalitos? ¡Dragones hambreados! Tengo que alimentar, además, a un rebaño de vicios y monomanías, sin los cuales jamás termina uno de ser uno.

—O dos, que es lo común.

O tres, o cuatro, o siete. Hacerse uno y los otros, como quien juega a ser uno y trino con cuernos. ¿Quién querría tirarse a escribir o leer una historia si no pudiera emplearla en multiplicarse? Dejar que las palabras fluyan a partir de su propia maquinaria, ser testigo y al propio tiempo instigador, lanzar la piedra y esconder la mano sólo para sacar una nueva piedra. Ser leído, entendido, apreciado, insultado, corregido, aumentado, querido o lamentado por cualquiera, y también por cualquier motivo, o por ninguno. La ficción sucediendo aquí delante, borradores que encarnan en sucesos y un secreto guardado entre una tribu heterogénea y multinacional cuyo único vínculo es quizás una suerte de lujuria por las palabras. Lascivia por la vida, que cantaba Iggy Pop sangrando sobre el escenario.

—Here comes Johnny Yen again, with the liquor and drugs, and the flesh machine, he's gonna do another strip tease...

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10 de agosto de 2007
Blogs de autor

Mi blog cumple 20 años / V

El Karate Geek.

Cuando el juego se hace verdadero, bienvenido al laberinto eterno, me perseguía a todas horas la canción. La traía incrustada en la conciencia, como los ecos de un terapeuta con cuernos que blasfema en hip-hop sus profecías. Tras unos cuantos cientos de noches entregadas al solo quehacer de poner los cimientos de mi laberinto, la experimentación periférica seguía creciendo en proporción inversa al proyecto central. A ese paso, primero iba a llegar al castillo el agrimensor K que yo a empezar al fin a pergeñar aquella historia, de la cual no tenía sino un mapa de meandros sin destino. Mi sitio web, en tanto, iba albergando los resultados de esos experimentos, que por lo general consistían en resucitar textos previamente publicados, ahora con formatos y mecanismos que sospechosamente remitían al vetusto Nintendo Entertainment System. El mismo sitio, al principio cargado de animaciones, iba detrás de dos conceptos básicos: The Legend of Zelda y SuperMario Bros. Nada que ya en 1999 no fuese una antigualla; o, como preferí verlo, un clásico.

—Ya que habla de los clásicos, ¿no cree que nos caería bien una notita de pie de página donde se informe que el título de hoy es una cita de la eminente Ph.D. A. del C. Martínez-Goebbels?

—Me he robado palabras de Sor Juana, también llamada "la décima musa", para ponerle nombre a una novela, y le he pagado apenas con un epígrafe. A ti, en cambio, te cito varias veces al día, con tu nombre. ¿Qué número de musa eres, a todo esto? ¿Traes ahí tu credencial del sindicato?

—Pues sí, pero Sor Juana no vivía con usted. Además ya le he dicho, las mujeres son musas de sí mismas. Condición que a menudo las transforma en autogestivas trágicas.

Sor Afrodita. Podría ser el título de una novela erótica. Habría que practicar mucho, eso sí.

—No sé cómo planeaba hacer una novela de sepetecientos capítulos, que sería como encerrarse a tejer una colcha para tapar una alberca olímpica, con tamaña capacidad de dispersión. ¿Qué decía de Zelda y SuperMario?

El proyecto, en el fondo, contenía una sola ambición desmedida: trabajar simultáneamente con ambos hemisferios del cerebro. Un empeño probablemente tan ingrato como forzar a un zurdo a copiar todo un libro con la mano derecha. Y tal vez, por qué no, una quimera necia, como la compulsión que tuerce el sentido común de los cautivos de un videojuego, hasta el punto de hacerles asumir que nada hay en el mundo más importante que continuar jugando. ¿Cómo hacer para conectar en un solo circuito la parte más sensata de sí mismo con la más arbitraria e irracional y hacerlas funcionar en armonía? ¿Estaba procesando las enseñanzas de Borges o bebiendo las pócimas de Borgia? ¿Por qué los pasos dados hacia el proyecto no servían sino para alejarme de él?

—¿Usted habría leído una historia así, colega? ¿Cuánto habría cobrado por llegar al final, si es que había final?

—No había ninguna historia. Llevaba tiempo ya planeándolo todo en el orden inverso, como si pretendiera sabotearlo. Pensaba día y noche en la estructura del laberinto, dibujaba los nodogramas en mi cuaderno, recordando unas veces los mapas del Zelda y otras los infinitos destinos del Dungeons & Dragons. Me había ido construyendo en la cabeza una estructura rígida y simétrica, y ahora pretendía que palabras y personajes se adaptaran a eso. Me entusiasmaba solo calculando el efecto que sufrirían unos y otras al quedar a merced de una cadena de prótesis aleatorias, y hasta ingeniaba guapos eufemismos para añadir ornato a la obsesión. "Forzar al español a copular con los lenguajes electrónicos", escribí por entonces sobre aquel quehacer, sin reparar aún en el disparate: por más que en un principio los cibercódigos deslumbren al recién llegado, hay que ir escandalosamente lejos para atreverse a equiparar un lenguaje de programación con una lengua, y además pretender que se reproduzcan.

—Borges decía que a una isla desierta sería mejor llevarse un libro de matemáticas. ¿Quería usted someter a las simpáticas variables al imperio de las odiosas constantes?

Nadie sabe qué clase de novela va a escribir, ni lo que necesitará en el camino para sobrevivir a la corriente adversa de la realidad. Quien consigue saberlo pasa sin advertirlo de navegante a remero, pues ni la historia ni él pueden ser libres ya. Pero es allí, remando en la penumbra de la galera infame, donde mejor entiende uno que algo tuvo que haber salido mal. Era el año 2000, llevaba desde fines del '98 haciendo sitios web por encargo, tenía un asistente y pensaba en fundar una compañía de multimedia. Despropósitos todos, me temía en el fondo, hasta que una mañana mandé todo al demonio: sentía unos deseos desbocados de echarme bajo de un árbol del jardín y escribir finalmente en mi libreta, con mi pluma fuente. Quería hacer una novela, de las de papel.

—...y descubrió que había perdido tres años.

—Había perdido mucho más que eso, llevaba media vida en busca de la persistencia elemental para un día pasar de las ochenta páginas, pero la golfería siempre me ganaba. Hasta el día en que el HTML y sus secuelas me calzaron el hábito de monje. Sin él, ni tú ni yo estaríamos aquí.

—¿No echó de menos el mecanismo aleatorio?

—Me hizo casi tanta falta como una tabla de logaritmos. Uno puede contar los senderos probables de una historia con miles de nodos y múltiples enlaces, pues al final ese número existe; lo que no puede hacerse es sacar esas cuentas con una novela, natural soberana de las ambigüedades cuyos senderos necesitan ser, desde el mismo lenguaje, infinitos. Tenía ya el principio de una historia. No me quedaba claro hacia dónde iría, pero sabía bien de lo que me escapaba. Tenía que volar del reino de las constantes a la república de las variables, que era como saltar del laberinto hacia el infinito.

—Lo cantaba tal cual Celia Cruz: Los pelos que tiene un buey nadie los puede contar, porque todos los que han muerto no han podido regresar.

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9 de agosto de 2007
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El Boomeran(g)
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