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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Una de tipos duros

Seguramente por la dureza de sus personajes, algunos de ellos de pútrida entraña, Élmer Mendoza se ha hecho con una extraña imagen de forajido. Pero es exactamente lo opuesto. Soy incapaz de imaginar a uno solo de sus personajes duros mostrando una sonrisa en tal extremo franca. Vamos, que yo le compraría un carro usado con los ojos cerrados, y no dudo que me lo entregaría con el tanque lleno. 

Hace algo menos de un par de semanas vi a Elmer en Los Mochis, Sinaloa, y me dejó una mosca en la oreja. Había sometido, me contó, su novela al premio Tusquets, que se fallaría aquí, en Guadalajara. Y ahora hace un par de días que me enteré de la noticia: la novela Quién quiere vivir para siempre, de Elmer Mendoza, se había llevado el premio. Por la noche, cuando por fin pude felicitarlo, la sonrisa le había crecido inusitadamente. Se le veía flotar cual si, más que la Virgen, le hablara Janis Joplin al oído. 

Habrá quien crea que es precisa mucha ingenuidad para meter una novela negra a concursar a un premio literario, pero la ingenuidad de Elmer cuenta a su vez con un músculo narrativo macizo y poderoso. He llegado a pensar que no se da cuenta, o que no quiere dársela, pero como lector suyo que soy no me queda sino suponerle un colmillo cuando menos equivalente al de mi favorito entre sus personajes, que es el matón de Un asesino solitario. No es que Elmer sea ingenuo, es que es buena persona y no lo oculta, ni le preocupa. Sabe su juego, y la prueba es que allá, en su Sinaloa, los mismos tipos duros lo respetan. Acaso porque tiene en sus manos su memoria. 

Celebro que Elmer me haya hecho su cómplice, pues ello me permite hacer mía la ingenuidad de creer que acabo de ganarme el premio junto a sus detectives, que según me ha contado son un hombre y una mujer... Ladies & Gentlemen, creo que huele a zaga.

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30 de noviembre de 2007
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Borrachera de ternura

Hay cierta atrocidad autodestructiva en el acto de racionalizar los propios sentimientos, y el punto es que este libro se ha metido allí. Uno lo sabe casi desde el inicio, nada más recibir las primeras descargas de artillería poética. Duele este libro, pero es de esos dolores que traen su propio bálsamo en el paquete, además de aliviar dolencias más antiguas. Por eso hoy, que me tocaba acompañar a su autor, terminé de leerlo veinticinco minutos antes de la presentación. /upload/fotos/blogs_entradas/ojala_octubre_med.jpgNo quería arriesgarme a pensarlo demasiado, prefería llegar al evento aún bajo el efecto de sus últimas líneas. No sin antes salir de la tina, secarme brazos, piernas, ojos sobre todo, y volar hacia el salón de la Feria donde estaría con Juan Cruz Ruiz para hablar de Ojalá octubre. Cuando llegó la hora, crucé la calle con una línea de la madre de Juan dándome vueltas en la cabeza: "La risa es el llanto bien llevado".

Lo pienso una vez más: preferiría no comenzar así. Recuerdo otra: "El éxito, cuando se cuenta, se parece a la mezquindad". Pero igual no es la idea. Tengo aún fresca la memoria de la carne de gallina, con el libro temblándome en las manos, y ahí vuelve a la memoria Paco, padre de Juan, que no podía pagarse una apuesta en la lotería, pero de todas formas iba y anotaba los números que le atraían, sólo para reconfortarse después al comprobar que no habían salido premiados. He ahí, pues, el llanto bien llevado. Y el lujo de todo esto es que aún soy presa de sortilegio poético y tengo allí al autor para extenderlo.

Suele ser una mezcla entrañable la de ternura y amargura. Pienso en los neorrealistas italianos. El Juanillo de Ojalá octubre bien podría ser primo hermano del niño de Ladrones de bicicletas. Pero lo pienso ahora, cuando ya es muy tarde. Pasa así cuando hablamos, no cuando escribimos. Se habla siempre de más o de menos. Y ahora que lo pienso, tampoco he dicho que éste es uno de esos libros cuyo final le deja a uno en la orfandad. Es posible que me haya tardado mucho más de lo necesario en leerlo porque la lentitud era mi único recurso para habitar más tiempo ese mundo donde "es tan alto el sol y tan pequeña la mano que lo quiere tocar". Con cierta recurrencia me venía a la memoria la imagen de Juanillo y Paco viendo el juego de fútbol desde las plataneras, ahí donde la amargura es menos amarga desde el momento en que no tiene nombre. Mal podía amargar a Juanillo la pobreza, cuando nunca había visto la riqueza, ni le habían presentado a la envidia, conocía el rostro de la humillación.

"A él le parecía imposible que las piedras siguieran viviendo cuando ya no estaban los hombres que las habían descubierto", dice Juan de su padre, mientras observa que inexorablemente va convirtiéndose en alguien muy parecido a él, y al cabo casi todo terminará heredándolo, acaso con la misma transparencia que al narrar le permite compartir lo entrañable. "Mientras dura tú no tienes aún la energía sentimental de devolver la sonrisa. A ese efecto que jamás se produce a tiempo las palabras luego lo llaman ternura." Amargura y ternura, emborracharse de ambas, leer y regresar y volver a leer, como si cada letra tuviese ya un volumen. Soltar el libro un rato, dormirse y despertar en Tenerife, deseando que sea octubre aún en noviembre.

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28 de noviembre de 2007
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Las 24 horas de la FIL

Hace diecinueve horas que abrí los ojos, a regañadientes porque llevaba apenas cuatro de dormir y ya cruzaba el túnel negro que separa a la fiesta de la resaca. ¿O será que las une? Había que empezar temprano con la promoción: cita a las ocho treinta en una estación de radio. Dormito en el trayecto, en la sala de espera y ante el micrófono, al tiempo el corresponsal termina con alguna noticia previa. Luego, al salir, me enteraré que uno de los hombres de la estación le ha dicho a Miriam, que es la santa que me acompaña en estos menesteres, que el entrevistado se estaba durmiendo. "No", ha respondido ella, querúbica, "lo que pasa es que está pensando". De regreso, la risa me mantiene despierto. Me pregunto qué habría dicho Miriam si hubiera comenzado a roncar. "Es que así ruge él antes de las entrevistas."

La FIL de Guadalajara es el mejor ejemplo de que el placer y el trabajo son no únicamente compatibles, sino complementarios y hasta cómplices. Luego de un desayuno con poderes balsámicos, hay que correr de vuelta hacia la promoción, pero ya a esas alturas se ha juntado una buena reserva de adrenalina, bajo cuyos auspicios termino de una vez de cambiar fase y gozo ya de una exquisita euforia que en adelante sólo sabrá crecer. Una comida en Tlaquepaque, por ahí de las dos y media, contribuirá a la excitación nerviosa con antojitos, cerveza y ríos de tequila. Una comida estrictamente mexicana; es decir, de cuatro horas de duración. Esta vez entre cantos, gritos y mariachis.

El resto de la tarde y el principio de la noche se van entre presentaciones de libros y cocteles. De repente consigo escapar al cuarto y duermo diez minutos terapéuticos. Pienso: ¿y el blog? No hay tiempo, todavía. Cada año, el lunes se reserva para ir a bailar salsa en el Veracruz, donde el tequila sigue corriendo sin diques. Pero estoy en mis cinco. He evitado el exceso con el mismo rigor que me abrazo a la consistencia. Al volver al hotel, pasadas ya las tres de la mañana (las diez en Madrid, se me está haciendo tarde), advierto que no tengo ni sueño, y menos lo tendré cuando remate el post, lo suba y me recueste a escuchar música, tal vez no exactamente para deleite de mis vecinos.

Hace un año, las noches eran aún más extensas. Había abierto un club en mi habitación, a diario frecuentado por Santiago Roncagliolo e  Imma Turbau. De pronto casi nos amanecía entre música y risotadas. Cada noche, también, nos sorprendía el aguante del matrimonio Saramago, que intentaba dormir en el cuarto de enfrente, sin siquiera un amago de queja. Cosas que sólo pasan en la FIL, por eso no se debe dormir mucho. Quiere uno estar despierto veinticuatro horas, a sabiendas de que durante todas ellas hay cantidad de cosas por hacer. Con suerte, este año conseguiremos desvelar a Rubem Fonseca (tampoco logro imaginármelo llamando a la administración para quejarse).

Hace dos años, la concurrencia era más tupida y los donativos increíblemente generosos. No puedo hacer aquí una lista de la cantidad de donativos en especie que llegaron en manos de los visitantes, pero verdad es que imperó la abundancia. "Haz algo, por favor, que no quiero irme nunca de este lugar", me suplicaba Ronca el último día, con el físico destrozado pero el espíritu ejemplarmente en pie. Odia uno tener que largarse de aquí, no faltan ganas de secuestrar el Hilton a punta de pistola por tres semanas más, derogando cansancios y desafiando momios. ¿Aló, urgencias? Necesitamos ciento quince ambulancias y veinte equipos de terapia intensiva.

Adoro los efectos de la adrenalina. De pronto hace pensar que es uno inmortal. Me enferma, en cambio, el regreso a la vida citadina, cuyos primeros días pasaré tendido, no sé si descansando o aceptando la pérdida. Pero hoy empieza el martes, me quedan aún tres días de intensidad irreductible, donde cada ficción se hace realidad por pura voluntad mayoritaria. Por otra parte, son ya las cuatro y media. Y nada, que me faltan las ganas de dormir. Tiempo de sumergirse en un disco de Wim Mertens y esperar tres o cuatro horas de sueño. Ya lo dice el refrán: a descansar, los muertos.

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27 de noviembre de 2007
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Otro tequila, please

Según los entendidos, la Feria Internacional del Libro en Guadalajara es la segunda del mundo, después de la de Frankfurt. Lo malo de esto es que los entendidos rara vez saben dónde están parados, pues lo cierto es que no parece haber mejor ni más grande parque de diversiones que éste. El solo hecho de llegar, estar, irse y no verse orillado a pagar una fortuna por esto es ya una razón para ejercitar el auspicioso músculo de la fe.

Según los entendidos, México es un país de gente que no lee. Pero los entendidos son con frecuencia brutos, y hasta a veces palurdos camuflados por ese sambenito de "entendidos" que les permite no entender nada de nada y aún así opinar en torno a todo. No sé realmente cuántos lectores hay en este país, pero la conferencia de Carlos Fuentes de la que recién salgo me permite creer, una vez más, que todo este país no es sino una invención de la literatura.

http://www.elpais.com/recorte/20070326elpepucul_31/XLCO/Ies/20070326elpepucul_31.jpg"El lector conoce el futuro, el escritor no", ha dicho Fuentes durante una de las conferencias más lúcidas y entrañables que le he visto. "Dudemos para saber, sepamos para dudar", añadió, al tiempo que viajaba del día hacia la noche de la creación literaria. Y uno al fin se maldice por no poder guardar cada palabra, grabarla, transcribirla, atesorarla. Entonces me recuerdo en los años escolares, huyendo de la jaula para asistir a una de esas conferencias que me dejaban creer que todo el despropósito de ser un narrador podía, con alguna suerte, alcanzar un sentido y un destino.

Nunca vi a Carlos Fuentes como un escritor, sino como uno de esos superhéroes que arreglaban el mundo de un plumazo. Pues creo, desde entonces y hasta siempre, que al mundo se le arregla con palabras. "Un libro nos rescata del silencio para instalarnos en el diálogo", ha dicho Fuentes casi al final de su intervención, antes de que a gran parte de los presentes nos dolieran las manos de tanto aplaudir.

Estoy aún al principio del festín. Son las tres de la madrugada en Guadalajara y todavía me pregunto cómo es que no me cobran una fortuna por estar aquí. De niño, siempre quise llegar en Disneylandia. Hoy que lo he conseguido, sé al fin que Mickey Mouse no es como lo pintaban. Disneylandia es un libro, cien libros, todos los libros, y hoy por hoy está aquí, en Guadalajara. Que se acabe el tequila si digo mentiras.

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26 de noviembre de 2007
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Algo sobre supuración personal

"Envidia de la buena", suelen decir que sienten quienes no quieren ser tachados de envidiosos. Pues he aquí que la envidia se asemeja conspicuamente a los tumores, entre los cuales figuran asimismo los malignos, los levemente malignos y los benignos. Así como de pronto un viento del norte nos pega a media espalda para dejarnos chuecos y dolientes por varios días, cualquier momento es bueno para que de la nada nos brote un grano extraño, que además es notorio y provoca un creciente escozor. ¿De la nada, he dicho? Eso es lo que argüiríamos, si alguien nos preguntara por el origen del grano en cuestión, como si se tratara de alguna enfermedad non sancta. Quién va a querer, al fin, confesar que el origen de ese tumor no es otra cosa que el bienestar ajeno. 

Escribió Gore Vidal: "Cada vez que un amigo tiene éxito, muero un poco". El tumor de la envidia es maligno cuando inspira deseos de destruir al envidiado, o a su buena fortuna, y levemente maligno si nada más invoca sentimientos autodestructivos. Ciertamente, clasificar la envidia sólo en buena, medio mala y mala es como dividir al mundo entero entre los hinchas de tres equipos locales. Entrando ya en materia, valdría recordar que los tumores sólo se clasifican a partir de las células que los componen, y la envidia -enfermedad secreta e inadmisible en quien la padece- es un mal recurrente y contagioso que permea de forma distinta en cada cual. En ciertas situaciones se mitiga con unas pocas lágrimas, en otras se alimenta de derrames biliares en cadena. Y todo el mundo sabe que la bilis tiene la facultad de convertir a un simple granito de frustración en un absceso de envidia podrida. 

Una de las razones por las cuales a la gente le enferma que la tachen de envidiosa es que no hay dos envidias iguales. Nunca será lo mismo, además, la envidia de uno -que percibe pequeña, inocentona- a la de los demás -una inquina fascista, trepadora, psicótica-; tendemos a creer que los defectos propios no son notorios, nunca faltan los padres que castigan en sus hijos las mañas que ellos mismos les heredaron. Lacera a la autoestima reconocer en carne propia la presencia del grano de la envidia, pues llega uno a temer que sea privativo de perdedores, limosneros y carne de cañón irrescatable. Envidiar a los otros, y arriesgarse con ello a que lo adviertan y acaso lo disfruten, es humillarse a tiempo para presidir todo un coro de menosprecio en su contra. 

Conmueve que haya todavía quienes piensan que la envidia es patrimonio de los pobres, cuando en los ricos es aún más dañina, y para colmo absurda. A la envidia le gusta ser absurda, pues ello la hace inmune al sentido común y la inteligencia. ¿Quién, sino un heredero ocioso y tarambana, entregado al agotador quehacer de estimular minuto a minuto el desprecio y la envidia de sus semejantes, tiene el tiempo bastante para darse a envidiar todo lo que no puede comprar con su dinero? Por lo demás, la envidia del goloso hace palidecer a la del miserable, ya que mientras aquel identifica a plenitud lo que quiere y no puede conseguir, éste tiene una idea borrosa de la vida del rico, que por lo general es aburridísima, si bien muy confortable y hasta un tanto adictiva. Pero ser envidiado, aun saboreando el mezquino deleite de saberse envidiable, a nadie libra de a su vez envidiar. Cree uno que transpira, y está supurando. 

/upload/fotos/blogs_entradas/paris_hilton_y_br..._med.jpgHace unos días que un video recorre la red: Paris Hilton entrevistada en la tina, llenas las dos de espuma. No hay mucho que admirar, pero serán legiones los envidiosos que la odien por ser tan fastuosamente aburrida. Y yo creo que la pobre mujer debe de padecer secretos brotes de envidia galopante y cancerígena cada vez que ve a un pobre diablo entusiasmado por cualquier fruslería, como sería el caso de dormir con su amiga Britney Spears o acompañarla a ella dentro de la tina, mirarse en el espejo y pensarse envidiable. Esto al fin nos recuerda que en la envidia también existen jerarquías, y que las hay de pronto tan baratas que francamente llaman a la misericordia. Debe de haber docenas de presos y pordioseros a los que envidio más que a Paris Hilton, que desde su reveladora entrevista en la tina me ha despertado cierta compasión de la buena; la pobrecilla es pobre y no se ha dado cuenta. Como no se la dan quienes día con día se empobrecen envidiándola. 

Sale cara la envidia, pero está de moda. Y ni modo, a la gente le gusta darse sus lujos.

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23 de noviembre de 2007
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El afán de ser fan

Es un hecho: el fan justifica las mierdas. Lo sé porque lo he sido media vida, y con cierta frecuencia me da por reincidir con desenfreno de recién llegado, afortunadamente por poco tiempo. Hay quienes se lo toman tan en serio que hacen de su existencia un apostolado y de su viejo gusto cruzada vitalicia, de forma que se obligan a cumplir setenta años ensalzando la misma inmundicia; que es en lo que una idea se convierte luego de congelarla indefinidamente. Por más que esas costumbres las haya contraído durante la temprana adolescencia, cuando la admiración degeneraba en culto por estricta exigencia hormonal, creo aún que el idilio con un libro, una canción, una película, o hasta una colección de baratijas, es prueba irrefutable de una vida interior desmesurada. 

Nunca sé si realmente vale tanto la pena el objeto del nuevo fanatismo, pero esa precisión ningún fan se la exige con rigor verdadero. Diría incluso que la gracia del caso está en hacer la apuesta por el caballo flaco, pues evidentemente lo que tanto me gusta parecerá más mío si los otros lo encuentran intolerable. "He ahí una causa", dice para sí mismo el fan en ciernes cuando se sabe a solas con su preferencia y resuelve que es tiempo de extenderla, invadido por una mística oficiosa que cada día tendrá menos que ver con el objeto y enredará al sujeto en un largo romance con su ombligo. 

Un legítimo fan es aquel que se atreve a enamorarse a muerte de una hija de vecino sin más información que un par de coincidencias musicales -o literarias, cinematográficas, religiosas, televisivas, políticas- que para él por supuesto lo son todo en la vida. Por eso, entre otras cosas, hallo más disfrutable ser un fan ilegítimo y traidor que un temible cruzado vitalicio. He sido fan de músicos, cineastas, poetas, novelistas, aunque también de actrices, tenistas y vecinas, así como de personajes de ficción y variedad de objetos inanimados, cual sería el caso del par de calcetines que trato de no usar para que no se gasten. Nada que dure más allá de un par de horas, días o semanas de feliz autocomplacencia irreflexiva. Se es fan también, a veces, para pagarse el lujo de habitar una cierta ficción donde hay menos razones que artículos de fe. 

Cuando un fan le confiesa a un famoso cantante que posee todos sus discos y sigue puntillosamente sus huellas por el mundo, encuentra razonable que el interpelado se mire un poco en deuda con él, igual que el niño enamorado de su maestra supone que aprenderse la lección de memoria es el mero comienzo de una gesta romántica inminente. Pues poca cosa son las cuitas solitarias del fanático si se comparan con sus expectativas, nunca menos extensas que la vida misma. ¿Cómo entender que quien ha recibido nuestra vida en ofrenda prefiera sin embargo continuar a solas con la suya? ¿Cómo se hace para considerar desconocido a quien hemos seguido durante años, aunque no nos conozca, ni se entere de nada, ni le importe? 

Ser fan de alguien o algo es todo lo contrario de haberlo sido. Se experimenta un hondo pudor retrospectivo cuando alguien tiene la crueldad (envidiosa, tal vez) de recordarle todo lo que un día hizo (en vano, para colmo) por alcanzar lo que hoy parece una abstracción. Alguna vez, durante un concierto de no me acuerdo quién, el baterista echó las baquetas al aire, y una de ellas vino a dar a mi mano, aunque no sólo a ella. Diez segundos más tarde, forcejeaba sobre el piso enlodado con el dueño de la otra mano, empeñados los dos en dejar ahí la vida por una baqueta. Cuando miré hacia arriba, una mujer muy guapa me miraba perpleja, no sin un dejo de piedad indulgente. Solté ya la baqueta, me recompuse a medias y esquivé la mirada de la chica, que con toda justicia me consideraría un tremendo pelmazo. ¿Qué diablos habría hecho con el souvenir, de habérselo ganado al otro zopenco? Hasta hoy no tengo idea, ni la tendré, pero sigo encontrando sustitutos para aquella baqueta que muy probablemente ya dejó de existir. 

¿A dónde van las fotos, los carteles, las libretas de autógrafos, los álbumes? Van adentro, se entiende. Están conmigo ahora, como ayer y mañana. Son míos solamente, igual que los orgullos olvidados y la vergüenza que los reemplazó. Son causa y consecuencia, memoria y desapego, infancia traicionada y adolescencia viva, pero ya no me obligo a justificarlos, toda vez que ellos me justifican a mí, pues de ellos estoy hecho, y a la distancia no parecen mucho más insensatos que un puñado de amores mal correspondidos. Sin los cuales, por cierto, no estaríamos aquí.

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20 de noviembre de 2007
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Comezón a deshoras

Veo con cierta curiosidad morbosa a las almas en pena que van de madrugada al supermercado. Se los ve pellizcando mangos y melones, con la paciencia de quien ha rebasado la frontera de las tres y ya sabe que poco o nada dormirá esa noche. Llega uno corriendo por la comida para perros, la bolsa de hielos o los vasos desechables y los ve ahí, translúcidos en esa sigilosa cotidianidad que acaso entrañe un germen de misantropía. Ahora bien, no digo esto a la sombra protectora de un metabolismo irreprochablemente diurno, sino al contrario: creo que la noche es demasiado incitante para desperdiciarla manoseando melones sin metáfora. ¿Quién quisiera encontrarse a la chica de sus sueños sopesando pedazos de pollo crudo a la hora en que tendría que abrazar a la almohada y entregarse a soñar con él?

Lo cierto es que ahora mismo pasan ya de las cinco y no sólo estoy lejos de la almohada, sino además recién llego de hacer algunas compras, sin el inconveniente de tener que moverme del monitor. A veces, cuando no consigo conciliar el sueño por causa de algún frívolo entusiasmo -como sería el caso de una canción cuyo estribillo arrastro desde hace días-, tardo poco en saltar hacia el teclado e ir en busca de información al respecto, misma que se bifurca repetidamente, hasta al final llevarme a una tienda virtual donde recorreré muestrarios de canciones con la avidez que a otros les merecen mangos, pollos y papayas. Y es, pues, de ahí que vengo, presa del entusiasmo nocturnal que me tiene a estas horas comprobando los datos del envío del dvd que acabo de comprar desde mi terminal: The Flaming Lips en vivo en el zoológico de Oklahoma City.

No es cualquier compra, pues. Vi el concierto hace un par de semanas y tuve que esperar un largo rato para hacer regresar la quijada a su sitio. Habría ido ahora mismo al supermercado por él, de enterarme que ahí podía encontrarlo; ya sabemos cuan pródiga es la noche en urgencias y comezones intempestivas. Tal vez si en este punto pudiera ser fisgado por un par de clientes nocturnos del supermercado, provocaría en ellos morbo, extrañeza y hasta piedad, solo en la cama con la computadora encima de las piernas, quizá los ojos rojos y el gesto de avidez vital en el semblante. Algo nos dice, y contra ello no hay defensa porque ocurre en el feudo mentiroso del sentido común, que todo aquel que no duerme de noche pertenece a la estirpe de los monstruos

Se acepta que la vida, y con ella la historia de cada quien, es un tiempo que transcurre de día, cuando menos en su versión oficial.Merced, pues, al vacío que provoca este pacto social, el territorio soberano de la noche es asimismo espacio privilegiado para tomar distancia de la vida diaria y poder observarla con la justeza diáfana que nos merecen los asuntos ajenos. Puede que sea por eso que me horroriza ver a un pobre mortal perdiéndose a) La recompensa del sueño, o b) Los deleites de la vigilia, frente al pollo y la fruta del día siguiente. Como si para ellos la vida fuese mera energía continua, indiferente al paso del sol y la luna. Algo seguramente debe estar mal en ellos y nosotros, que nos vemos con mutuo espanto, quizá porque es de noche y hacen falta adefesios para darle cuerpo y a estas horas los monstruos son siempre los de enfrente.

Llego al último párrafo con el día corriendo detrás. Si no termino pronto, brillará el sol cuando caiga en la almohada y no podré engañarme con el cuento de que después de todo no me acosté tan tarde. Tal vez coincida entonces con el vecino que se acuesta y se levanta temprano, no pocas veces con la sospecha de que el raro de enfrente se trae algo muy turbio entre las garras. Gente rara, ya sabes. Los típicos que van de noche al súper.

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16 de noviembre de 2007
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Maldita epitafitis

Acepto que el problema podría comenzar a partir de unos cuantos modales adquiridos. Desde muy niño supe que no debía pintar en muebles y paredes, ya que esas eran mañas de presidiario. Cuando lo hice, siempre bajo la protección del anonimato, bien cuidé que ninguno pudiera verme, toda vez que la fama de carne de prisión es fatal para la reputación de un niño. Dada la situación, escribíamos en lugares poco respetados -baños, pupitres, bardas, cuadernos ajenos- donde las palabrotas se amontonaban con anónima y libertaria algarabía. "Puto el que lo lea", garabateaba el más inspirado, en la certeza de haber recién causado un daño irreversible a sus innumerables lectores potenciales. Nunca escribí, no obstante, en los muros y muebles de mi casa, consciente de la clase de zurra que me habría tocado en consecuencia.

Ciertos lugares exigían mayor protocolo. Me aterraba por eso encontrar que había irredentos capaces de escribir en las bancas de la iglesia, pues de seguro sus malos modales serían castigados con un boleto de ida hacia el infierno. En el panteón también había pintas, casi siempre de corazones con flechas y nombres o iniciales, en cuyo caso yo creía que el encargado de la reprimenda tendría que ser el espíritu del muerto; motivo suficiente para guardar decoro irreprochable durante la visita semanal que mis padres hacían al camposanto donde habían guardado la zalea de tres de mis abuelos. Según mi madre, cada uno podía mirarme por dentro y por fuera, más todavía si estaba al pie del túmulo. De ahí que mis modales panteoneros fuesen generalmente irreprochables. Antes muerto -debí de pensar- que comportarme como un presidiario en la última morada de mis ancestros.

Conocí el cementerio de Père-Lachaise en el verano de 2003. Había comprado un mapa con la ubicación detallada de las tumbas de artistas ilustres: Apollinaire, Chopin, Balzac, Proust, Ingres, Piaf, La Fontaine, Nerval, Musset, Eluard... Nada del otro mundo, al fin -como no tuviera uno buena disposición para el fetichismo, que afortunadamente era mi caso- hasta que apareció la de Oscar Wilde, soberbiamente tapizada de besos. ¿Qué mejor cosa podía ser la mentada posteridad que una tumba besada y sólo besada por millares de anónimos, a más de una centuria del deceso? Había una suerte de justicia poética en el pacto secreto que unía a los visitantes a esa tumba más viva que muerta, donde el rojo-naranja del lapiz labial desvanecía los grises otrora imperantes. Habría que ser, pensé al dejar la tumba, un zopenco silvestre para no sentir ganas de acercarse al trabajo de un inquilino así reverenciado.

Volví hace dos semanas y me dio rabia. Una vez que el secreto se ha extendido y la tumba de Wilde es ahora ícono parisino, no han faltado los presidiarios del espíritu resueltos a gritar lo que ninguno pedimos oír. ¿Quién le explica a cada uno de los palurdos que hoy escriben sandeces en la tumba de Wilde que el complot de los besos era infinitamente más elocuente que sus seudoconsignas de ocasión? ¿Quién se siente capaz de sumar una dosis extraordinaria de ingenio a la obra del agudísimo inquilino? ¿No fue precisamente el cretinismo imperante lo que llevó a Oscar Wilde a la cárcel de Reading, luego de destacarse durante todo el juicio como el dueño natural de la última palabra?

Dudo mucho que el habitante de la tumba más besada del mundo aprobaría el saldo de esta reciente fiebre de epitafitis, donde curiosamente son los analfabetos quienes escriben. Funcionales, que luego se les llama. O analfabestias, que les decimos aquí, abusando de tantas bestias que por supuesto nunca se atreverían a añadir epitafios no solicitados en la tumba del hombre que escribió en vida varios de los mejores concebibles. ¿Sería pedir mucho a los profanadores del crayón que escribieran de menos las frases del autor, toda vez que su estética de mingitorio difícilmente les permite distinguir elocuencia de redundancia, y aun de rebuznancia? No sé, pues, si sea cosa de modales, pero creo preciso defender a los besos del asedio procaz de las consignas. Qué más puedo decir, son los modales que aprendí de niño.

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16 de noviembre de 2007
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Vade retro, Mr. Spielberg

Hank Moody es un escritor neoyorkino con un libro exitoso: A todos nos odia Dios. Su miseria comienza cuando vende a Hollywood los derechos de la novela, se muda a Los Angeles y su mundo se viene abajo, con todo y familia. Al cabo, el título de la película reflejará la dimensión del fraude: Una cosita loca llamada amor. Hank tiene, además, un defecto congénito: dice siempre lo que está pensando. No miente. Por eso todo el mundo se entera de que está bloqueado, y para demostrarse lo contrario no tiene más que un blog, además de una hilera de animosas señoras y señoritas dispuestas a llevarlo del dicho al lecho por quítame estas pajas.

Californication, se llama la serie, y con cierta frecuencia me espeluzna. Que no es precisamente el efecto buscado en una comedia libertina, pero hay algo que asusta en el Porsche convertible de Hank Moody, uno de cuyos faros es quebrado por un marido afrentado justo al principio del primer capítulo, y seguirá así de episodio en episodio. Que es más o menos como suelen quedar las novelas luego de pasar por una adaptación cinematográfica. Por eso entiendo a Hank más de lo que quisiera. Cuando alguien se propone fastidiarme la digestión, no tiene más que hablar sobre la posibilidad de que una novela mía vaya a dar al cine. Francamente, preferiría que me escupieran en la sopa. Cuando menos tendría la opción de no comérmela.

No tuve que esperar a Californication para temer a las adaptaciones cinematográficas como a los alacranes con alas. Desde siempre me gusta el coqueteo entre el cine y la literatura, busco más las películas que se acercan a la literatura, y aprecio especialmente la narración cinematográfica en una buena novela, pero de ahí a la promiscuidad hay distancia. No consigo entender qué necesidad tiene una novela de que la filmen. Vamos, que es como si tengo una linda hijita de tres o cuatro años y un extraño se acerca a proponerme que la embalsamemos, para así preservar intacta su inocente belleza. ¿Esperaría que le festejara la broma, que le tomara la palabra, o mínimo que me abstuviera de sacarle los ojos in situ?

En otros tiempos, las personas de armas tomar llevaban espada o pistola al cinto; hoy llevan una cámara. Si yo pudiera ser un personaje de novela, temería a las cámaras como al napalm en aerosol. ¿Qué haría la pobre de Emma Bovary, soñadora y palurda, frente a una horda de paparazzi carnívoros? No me lo digan: yo también sospecho que dejaría corta a Britney Spears. ¿Quién imagina a un equipo de doscientas personas perdiendo el sueño y la salud por dar con la palabra o la imagen precisa? Solamente pensar en la legión de gente involucrada para la producción de una sola película me provoca una suerte de jaqueca espiritual; misma que contraería irremisiblemente si hubiera de adaptar una novela al cine. Que es algo así como darse a arreglarla sin que esté descompuesta.

Borges decía que para medir la importancia de un libro, es preciso esperar cincuenta años. Tiempo muy razonable para un libro, pero impensable para una película, que en el mejor de los casos llevaría para entonces varias adaptaciones sucesivas. Caducan pronto, las películas. A los veinte, treinta años hay que hacerlas de nuevo. Solamente las joyas no se oxidan, y aun así habría que ver qué película vive la mitad de los años que ha vivido el Quijote.

Personalmente, confío más en la imprenta. Usa pocos efectos especiales y sigue estrictamente lo indicado en el guión. No encuentro la necesidad de que alguien venga y me filme las palabras, que hasta hoy han vivido muy tranquilas sin preocuparse por su fotogenia. Y lo mismo me pasa con ciertos libros por los que siento algún apego especial. Por principio, no me interesa verlos en otra pantalla que la que viene gratis con el libro. Sé que Visconti, Kubrick, Pasolini y muchos otros más me contradicen ultraviolentamente, pero al cabo estoy más del lado de Hank Moody. Sigo temiendo que basta una adaptación para hacer de una intensa novela un Porsche tuerto.

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14 de noviembre de 2007
Blogs de autor

Shopping esquizoide

En primer plano está Julio César, tras él dos centuriones y a su derecha Cleopatra: rey, alfiles y reina. Los caballos son leones, las torres torres y los peones águilas. Del otro lado hay jabalíes en lugar de caballos, gallos por peones, menhires por torres, y en el papel de alfiles los héroes de la historia: Astérix y Obélix. Es decir que si juega uno del lado de los galos, poca cosa le queda al perder los alfiles. Y si lo hace moviendo a los romanos, se verá un tanto débil y ridículo frente a la proverbial apostura de los irreductibles guerreros galos. Cleopatra misma, con todo y el tigre, se mira disminuida frente a la contundencia de Klarabella, que ya viene hacia ella con el rodillo alzado en la diestra. El mismo Julio César parece poco menos que el mayordomo del jefe Abraracúrcix. Así las cosas, parecería improbable jugar al ajedrez en este tablero y aspirar a cualquier forma de equilibrio. Si se me encomendara ponerle algún nombre, no dudaría en bautizarlo como Astérix bipolar.

Hay juegos que uno compra para jamás jugarlos, y éste debe ser de ésos. Por principio de cuentas, cualquier intento de abstracción apunta hacia un fatal despropósito. No es lo mismo cambiar de blancas a negras y ceder solamente el turno de salida, que dejar a los galos vencedores para amafiarse con los romanos patéticos. Tratar de jugar bien sobre este tablero exige, más que la poción mágica del druida Panoramix, un tratamiento a base de litio que disimule el salto entre ambas personalidades. Solamente pasar de gallo a águila, de león a jabalí o de torre a menhir debe ya de entrañar peliagudos desórdenes logísticos en la mentalidad competitiva. Sólo a un inconsecuente con ketchup en las venas puede darle lo mismo jugar acá o allá, pues lo que aquí se juega no es propiamente ajedrez, sino algo mucho menos estratégico e inevitablemente corpóreo. Juega uno a ser Astérix y ridiculizar al invasor, o bien pelea del lado de los romanos y termina entendiendo a Mussolini.

Según Chico Buarque, cuando se juega un partido amistoso ganar es grosería. Si hubiera de jugar este ajedrez con las piezas romanas, no podría por menos de perder a propósito. Entregar a Cleopatra, sacrificar leones y centuriones, jugarme a César en idus de marzo, gritar “¿Tú también, Obélix?” antes de recibir el jaque inapelable. O acaso, como el ajedrecista de La tabla de Flandes, jugaría de forma tal que ninguno pudiera dar el mate. Ahora bien, si he comprado este juego es porque no necesita de mí. Cada mañana puedo mover las piezas de manera que sigan jugando solas, puesto que antes que piezas son personajes, y más que facultades ostentan actitudes. No me interesa, pues, ganar un juego, sino asistir al juego de generar historias en un mundo de sesenta y cuatro cuadros.

No es muy difícil suponer que el ajedrecista de La tabla de Flandes es en realidad un contador de historias, de ahí que le interesen todos los jaques, menos el mate; igual que se prefiere la seducción sobre la conquista. Los soldados romanos conquistan con la agresividad de un jaque del pastor, los guerreros galos seducen con la elegancia de un enroque veloz. Basta así con mover una pieza dos cuadros más allá para que el drama cambie de signo y destino: hay una nueva historia sobre el tablero.

De niño me gustaba creer que los objetos tenían vida propia, así como pasiones, fobias y preferencias; lo cual me permitía habilitar como juguete a un salero, un trapeador o un trozo de tela. Con el respaldo de esos años de práctica, me cuesta casi nada suponer que este ajedrez se juega solo y el dueño es con trabajos un espectador. Ahora que veo la imagen con mayor atención, no sé si sea del todo casual que Obélix mire justamente hacia la nariz de Cleopatra. Hasta donde recuerdo, yo no lo puse así para la foto.

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13 de noviembre de 2007
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El Boomeran(g)
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