Xavier Velasco
Hay cierta atrocidad autodestructiva en el acto de racionalizar los propios sentimientos, y el punto es que este libro se ha metido allí. Uno lo sabe casi desde el inicio, nada más recibir las primeras descargas de artillería poética. Duele este libro, pero es de esos dolores que traen su propio bálsamo en el paquete, además de aliviar dolencias más antiguas. Por eso hoy, que me tocaba acompañar a su autor, terminé de leerlo veinticinco minutos antes de la presentación. No quería arriesgarme a pensarlo demasiado, prefería llegar al evento aún bajo el efecto de sus últimas líneas. No sin antes salir de la tina, secarme brazos, piernas, ojos sobre todo, y volar hacia el salón de la Feria donde estaría con Juan Cruz Ruiz para hablar de Ojalá octubre. Cuando llegó la hora, crucé la calle con una línea de la madre de Juan dándome vueltas en la cabeza: "La risa es el llanto bien llevado".
Lo pienso una vez más: preferiría no comenzar así. Recuerdo otra: "El éxito, cuando se cuenta, se parece a la mezquindad". Pero igual no es la idea. Tengo aún fresca la memoria de la carne de gallina, con el libro temblándome en las manos, y ahí vuelve a la memoria Paco, padre de Juan, que no podía pagarse una apuesta en la lotería, pero de todas formas iba y anotaba los números que le atraían, sólo para reconfortarse después al comprobar que no habían salido premiados. He ahí, pues, el llanto bien llevado. Y el lujo de todo esto es que aún soy presa de sortilegio poético y tengo allí al autor para extenderlo.
Suele ser una mezcla entrañable la de ternura y amargura. Pienso en los neorrealistas italianos. El Juanillo de Ojalá octubre bien podría ser primo hermano del niño de Ladrones de bicicletas. Pero lo pienso ahora, cuando ya es muy tarde. Pasa así cuando hablamos, no cuando escribimos. Se habla siempre de más o de menos. Y ahora que lo pienso, tampoco he dicho que éste es uno de esos libros cuyo final le deja a uno en la orfandad. Es posible que me haya tardado mucho más de lo necesario en leerlo porque la lentitud era mi único recurso para habitar más tiempo ese mundo donde "es tan alto el sol y tan pequeña la mano que lo quiere tocar". Con cierta recurrencia me venía a la memoria la imagen de Juanillo y Paco viendo el juego de fútbol desde las plataneras, ahí donde la amargura es menos amarga desde el momento en que no tiene nombre. Mal podía amargar a Juanillo la pobreza, cuando nunca había visto la riqueza, ni le habían presentado a la envidia, conocía el rostro de la humillación.
"A él le parecía imposible que las piedras siguieran viviendo cuando ya no estaban los hombres que las habían descubierto", dice Juan de su padre, mientras observa que inexorablemente va convirtiéndose en alguien muy parecido a él, y al cabo casi todo terminará heredándolo, acaso con la misma transparencia que al narrar le permite compartir lo entrañable. "Mientras dura tú no tienes aún la energía sentimental de devolver la sonrisa. A ese efecto que jamás se produce a tiempo las palabras luego lo llaman ternura." Amargura y ternura, emborracharse de ambas, leer y regresar y volver a leer, como si cada letra tuviese ya un volumen. Soltar el libro un rato, dormirse y despertar en Tenerife, deseando que sea octubre aún en noviembre.