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Por 13 de noviembre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

En primer plano está Julio César, tras él dos centuriones y a su derecha Cleopatra: rey, alfiles y reina. Los caballos son leones, las torres torres y los peones águilas. Del otro lado hay jabalíes en lugar de caballos, gallos por peones, menhires por torres, y en el papel de alfiles los héroes de la historia: Astérix y Obélix. Es decir que si juega uno del lado de los galos, poca cosa le queda al perder los alfiles. Y si lo hace moviendo a los romanos, se verá un tanto débil y ridículo frente a la proverbial apostura de los irreductibles guerreros galos. Cleopatra misma, con todo y el tigre, se mira disminuida frente a la contundencia de Klarabella, que ya viene hacia ella con el rodillo alzado en la diestra. El mismo Julio César parece poco menos que el mayordomo del jefe Abraracúrcix. Así las cosas, parecería improbable jugar al ajedrez en este tablero y aspirar a cualquier forma de equilibrio. Si se me encomendara ponerle algún nombre, no dudaría en bautizarlo como Astérix bipolar.

Hay juegos que uno compra para jamás jugarlos, y éste debe ser de ésos. Por principio de cuentas, cualquier intento de abstracción apunta hacia un fatal despropósito. No es lo mismo cambiar de blancas a negras y ceder solamente el turno de salida, que dejar a los galos vencedores para amafiarse con los romanos patéticos. Tratar de jugar bien sobre este tablero exige, más que la poción mágica del druida Panoramix, un tratamiento a base de litio que disimule el salto entre ambas personalidades. Solamente pasar de gallo a águila, de león a jabalí o de torre a menhir debe ya de entrañar peliagudos desórdenes logísticos en la mentalidad competitiva. Sólo a un inconsecuente con ketchup en las venas puede darle lo mismo jugar acá o allá, pues lo que aquí se juega no es propiamente ajedrez, sino algo mucho menos estratégico e inevitablemente corpóreo. Juega uno a ser Astérix y ridiculizar al invasor, o bien pelea del lado de los romanos y termina entendiendo a Mussolini.

Según Chico Buarque, cuando se juega un partido amistoso ganar es grosería. Si hubiera de jugar este ajedrez con las piezas romanas, no podría por menos de perder a propósito. Entregar a Cleopatra, sacrificar leones y centuriones, jugarme a César en idus de marzo, gritar “¿Tú también, Obélix?” antes de recibir el jaque inapelable. O acaso, como el ajedrecista de La tabla de Flandes, jugaría de forma tal que ninguno pudiera dar el mate. Ahora bien, si he comprado este juego es porque no necesita de mí. Cada mañana puedo mover las piezas de manera que sigan jugando solas, puesto que antes que piezas son personajes, y más que facultades ostentan actitudes. No me interesa, pues, ganar un juego, sino asistir al juego de generar historias en un mundo de sesenta y cuatro cuadros.

No es muy difícil suponer que el ajedrecista de La tabla de Flandes es en realidad un contador de historias, de ahí que le interesen todos los jaques, menos el mate; igual que se prefiere la seducción sobre la conquista. Los soldados romanos conquistan con la agresividad de un jaque del pastor, los guerreros galos seducen con la elegancia de un enroque veloz. Basta así con mover una pieza dos cuadros más allá para que el drama cambie de signo y destino: hay una nueva historia sobre el tablero.

De niño me gustaba creer que los objetos tenían vida propia, así como pasiones, fobias y preferencias; lo cual me permitía habilitar como juguete a un salero, un trapeador o un trozo de tela. Con el respaldo de esos años de práctica, me cuesta casi nada suponer que este ajedrez se juega solo y el dueño es con trabajos un espectador. Ahora que veo la imagen con mayor atención, no sé si sea del todo casual que Obélix mire justamente hacia la nariz de Cleopatra. Hasta donde recuerdo, yo no lo puse así para la foto.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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