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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Turismo redentor

Fue el fraile capuchino Apolonio de Toddi quien vió en la sierra de Piquaraçá la forma de un calvario similar al de Jesucristo, tras lo cual no tardó en concebir la idea de construir allí mismo una capilla y dar al sitio el nombre de Monte Santo. Cosa muy sintomática justo donde las severísimas sequías solían diezmar a la población con regularidad pavorosa. Por las noches, el cielo estrellado del sertón alcanza una belleza que luego el día irá deslavando en paisajes de tierra seca y desolada: situación asimismo favorable a la irrupción de un misticismo desenfrenado y penitente. Ciento veinte años después de su bautismo, cuando ocurre la guerra de Canudos, Monte Santo ya es la Jerusalem del sertón.

     Según cuenta la novela, Monte Santo atraía a los falsos profetas "como la miel a las moscas". No es difícil creerlo, una vez que se ha puesto pie sobre el calvario. Es la una de la tarde, voy todavía entusiasta por la escalinata que parte del final de un callejón, ansioso por llegar a la primera de las veintitrés capillitas del camino. Llevo una Coca-Cola de medio litro en una mano y una cámara en la otra, pienso aún que estaré de regreso en veinte minutos porque ya tengo prisa por llegar a Canudos. Antes que en el camino escarpado que me espera, pienso en el Consejero Antonio Mendes Maciel y la beata María Quadrado recorriendo estas mismas escaleras, voy ya dentro de la novela que he leído siete veces -la última hace días, de Macapá a Belem- y el hechizo me impide asumir que esto, la Vía Sacra, es un calvario.

     Lenta y accidentadamente, los escalones han ido siendo reemplazados por senderos de piedra viva. La subida se torna irregular y se va haciendo interminable a la vista. Me detengo por ahí de la octava capilla, calculando que debo de haber subido ya el equivalente de tres pirámides del sol, observo con cuidado la línea hacia arriba y comienzo a temer que sea la misma que avanza horizontalmente hasta lo alto de la montaña a mano derecha, donde se mira una capilla muy lejana. Reanudo la subida concluyendo que no puede ser, y si es ya me jodí porque no pienso echarme para atrás. No hay un alma hacia arriba o abajo, me he cruzado sólo con dos parejas que bajaban. Las únicas señales de vida humana son los envases de agua y refresco regados a lo largo del camino. Diríanse los restos de la última crucifixión.

     No he contado ni quince capillas, pero ya veo que subo hacia donde temía. Subo ya sin pensar, mecánicamente. Puedo ver los tejados de todo Monte Santo, pero aquí hay distracciones tan apremiantes como las dos consecutivas víboras que me han hecho saltar y correr hacia arriba, cuando más ganas daban de hacerlo a la inversa. Todavía con algún sentido del humor, me pregunto qué religión extraña abrazaré si consigo llegar con vida hasta la cima. Por lo pronto, a cada pujido voy entendiendo más a María Quadrado y menos al Coronel Moreira César. Pienso ahora con la lógica del Gólgota.

     Ya en las fases indiferentes del cansancio, casi al final de los -según sabré después- cuatro kilómetros de subida, tendido junto a la capilla número veintidós, veo bajar a dos niños que se ríen abiertamente de mi penoso aspecto. Uno de ellos murmura la palabra gringo, y yo que estoy a menos de doscientos metros de convertirme en santo lo perdono ipso facto. Cuando al fin los recorra, el viento y la visión de un horizonte infinito me dejarán por un momento tieso, ante lo que cualquier persona sensata sufriría el resbalón de llamar milagro. Es como si el cansancio se esfumara frente a la sensación de frescura y ligereza que concede ese viento libérrimo, en el punto más alto -ojo: el más cercano al cielo- de todo el horizonte. ¿Qué de extraño tendría que un lugar así fuera el sitio de encuentro de beatos y profetas, allí donde la vida era ya penitencia?

     Si he de dar crédito a los dioses paganos, no he sido el día de hoy testigo de un milagro más grande que el realizado por la Coca-Cola de dos litros que devoré tras alcanzar de vuelta la plaza. Todavía en el camino una víbora más me ayudó a convertir el paso acelerado en carrera, como si me empeñara en salir de un mal sueño. Pero la realidad es que hay prisa. Podría esperar a que el coche se ventilara un poco, pero ya tengo el mapa en la mano y confirmo que Cumbe no debe de estar lejos. Ahora se llama Euclides da Cunha, es el punto en el cual se vira al norte para tomar camino hacia Canudos.

     Antes de ir tras Antonio Conselheiro, la beata María Quadrado vivía en una cueva a media Vía Sacra, "donde hasta entonces sólo habían dormido pájaros y roedores". No sé si la alegría que me trae canturreando a las tres de la tarde por la carretera se deba a que por fin voy a llegar a Canudos, o es porque al fin entiendo a María Quadrado.

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9 de enero de 2008
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Desayuno en el sertón

Serían casi las seis de la mañana del miércoles cuando la realidad saltó sobre el parabrisas, en la forma de un urubú. Abrí los ojos, estiré como pude las piernas, levanté la cabeza y descubrí que el coche estaba rodeado. Serían veinte, treinta urubús. Pensé que era temprano para supersticiones, eché a andar el motor y finalmente los espanté a bocinazos. No recordaba el nombre del pueblo donde estaba, aunque sí el de Conceição do Colté, que debía ser el próximo en el camino a Queimadas. Todavía muy lejos, pero peor habría sido si la noche anterior hubiera decidido pernoctar en Salvador o Feira de Santana. Siempre será más fácil madrugar cuando se duerme entre aves de rapiña.

     Había aterrizado en Salvador a medianoche. Venía de Belem y la Amazonia, saltando con violencia de un hechizo a otro. Encima de eso, no fue fácil ni rápido salir de Salvador de Bahía, cuyas calles vacías recorrí varias veces con la feliz fascinación de un converso instantáneo. Viajar de ahí al inicio del sertón, en Feira de Santana, equivale a moverse del paraíso terrenal a una suerte de limbo seco y desolado que para el mediodía será más similar al purgatorio. Si mis cuentas no fallan, a esas horas iré llegando a Monte Santo.

     Por lo pronto viajo con tres tesoros, a saber: el mapa de carreteras que compramos en Belem (cuando aún disfrutaba del privilegio de conjugar los días en primera persona del plural), música brasileña para sobrevivir seis meses y un equipo de aire acondicionado que sonroja a mi espíritu aventurero. Por más que haya dormido hambriento y hecho un ocho, no puedo estar más lejos de las penurias sufridas por los soldados de Moreira César. Sólo la sensación de presuroso extravío que me pesca del cogote cada vez que no sé salir de un pueblo me quita la sospecha de estar inventándome un parque temático. Consulto el mapa: he dormido en Serrinha.

     "Mañana almorzaremos en Canudos", declara fanfarrón Moreira César en la noche anterior al día de su muerte. Yo me conformaría con desayunar en Queimadas, que es donde propiamente empieza la ruta, pero la carretera tiene los suficientes baches y desviaciones para ir dejando atrás las expectativas. Con dos horas de sueño y la pelambre embarrada en el cráneo, no pienso ya en bañarme ni en descansar, como en ir adelante hacia Queimadas y entrar en territorio de novela.

     En La guerra del fin del mundo, Queimadas aparece como el último contacto con el mundo civilizado de finales del siglo XIX. Ir más allá es moverse en dirección a una muerte probable y una desolación segura. Ruta de retirantes y harapientos, primero; de soldados después. De cangaçeiros, antes y después. De miserables, siempre. Los brasileños sólo saben de Canudos por textos escolares, cuando no por discursos de políticos lo bastante torcidos para hablar en el nombre de Antonio Consejero. Cuando les dije a mis amigos paulistas que pensaba viajar solo a Canudos, recibieron la idea con una mezcla de hilaridad y alarma. ¿No podía conformarme con leer Los sertones, de Euclides da Cunha? 

 

     -¡Un paseo! -se extraña el conductor del mototaxi.

     -Un paseo por la ciudad.

     -¿Por Queimadas? -arruga la frente, con gesto de entomólogo confundido. Luego estira la mano, recibe de la mía la moneda de un real y me pide que trepe a la moto. Ya en el camino, descubro que el chofer no es el único extrañado de que un fuereño llegue, se estacione y pida que lo lleven a dar la vuelta en dos ruedas. Otras motos llevan mujeres al mercado, hombres con bultos, gente que trabaja. Ciertamente es un pueblo desolado y desértico, pero apenas lo noto porque estoy demasiado ocupado en ir atrás un siglo y contemplar lo que para los hombres de Moreira César debió de ser la última orilla de la vida.

 

     "Homenaje de la Municipalidad al vaquero héroe anónimo de las caatingas nordestinas", dice al pie de una estatua en lo que debe de ser la plaza. Cuando termina el tour en mototaxi, el conductor me da las señas necesarias para salir en dirección a Monte Santo. Miro el reloj del coche: las once y media. Compro unas papas fritas y una lata de guaraná para el camino. Arranco mientras Raimundo Fagner canta Me Leve (...y si allí tampoco puedes, por tanta cosa que lleves ya viva entre tu pensar, mujer blanca como nieve, llévame en el olvidar). El sol ya comenzó a caer como plomo, pero igual no me siento cansado. Experimento comezón galopante por llegar a la Iglesia de la Santa Cruz de Monte Santo, lo cual implica recorrer a pie el Calvario de la Sierra de Piquaraçá. Me miro en el espejo, con la frente perlada de sudor. No tengo ni tantita pinta de penitente.

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8 de enero de 2008
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Cita en el fin del mundo

Hasta esa noche había leído el libro seis veces, pero algo me faltaba. Desde hacía varios años, albergaba un proyecto descabellado que no obstante consideraba compromiso ineludible conmigo mismo. Había decidido, por ahí de la tercera lectura, que algún día iba a visitar los escenarios de la novela. Es decir, el sertón bahiano brasileño, donde transcurre La guerra del fin del mundo. Con los años, la idea fue tomando forma, que no formalidad, de manera que no sabía cómo ni cuándo, pero concretamente deseaba recorrer la ruta de la tercera expedición del Ejército Republicano a Canudos, comandada por el coronel Moreira César: un personaje grave y austero, jacobino fanático, místico del progreso y militar implacable, apodado Cortapescuezos en la novela.

     Era noviembre de 2005, al inicio de la FIL de Guadalajara, estábamos en una cena informal de autores y editores. Tres horas antes, todavía en el aeropuerto de la ciudad de México, había hecho una cita romántica para principios de enero siguiente, en mitad de la Amazonia brasileña. Una promesa tan intempestiva como irreversible, que cerca de las diez de la noche aún me tenía presa de una suerte de estado de flotación mental. No iría hasta Manaos, pero ya entre Belem y Macapá encontraría escenarios afines a los del Fitzcarraldo de Herzog, otra historia que he frecuentado con golosa recurrencia. Andaba en ésas cuando llegó a la cena Mario Vargas Llosa.

     Si es que así me interesa, puedo ser tan supersticioso como el fanático Antonio Conselheiro. ¿Qué otra cosa podía significar en ese momento la súbita presencia del autor de La guerra del fin del mundo, sino la puntualísima oportunidad de preguntarle cómo podía hacer para ir a Canudos? No habían pasado diez minutos de cena cuando ya lo tenía contándome cómo había llegado él al sertón bahiano, todavía en los años setenta. No estaba propiamente cerca de Salvador de Bahía, pero tampoco era difícil llegar. Una vez ahí, valía la pena conseguirme un guía. ¿Pensaba irme directamente? No. Quería subir por Queimadas hacia Monte Santo, y de ahí a Cumbe en dirección a Canudos, justamente la ruta de Moreira César. Conocía algunos mapas, si bien ninguno de carreteras. Una vez más pensaba vertiginosamente, y acaso lo que más me emocionaba era ver en la simpatía del autor por mis planes un nuevo compromiso contraído: si cualquier día lo veía de nuevo y a él se le ocurría preguntarme por el viaje a Canudos, ¿con qué cara le iba a decir que reculé?

     La mañana siguiente, me encerré varias horas en el business center del hotel. Imprimí información, fotos y mapas, así como lo referente a hoteles, aviones y coches de alquiler. Podía volar de Belem a Salvador con escala en Brasilia, y de ahí a la aventura. Dos días más tarde, ya tenía itinerario y reservaciones. Si todo salía bien, estaría aterrizando en Salvador de Bahía la noche del diez de enero, luego de una semana al lado de la selva.

     Vi por última vez a Mario Vargas Llosa poco después de su actuación al lado de Aitana Sánchez-Gijón en La verdad de las mentiras. Seguía emocionado como un actor adolescente, entusiasmaba verlo exultante luego de haber tirado los dados sobre el escenario y ser ovacionado por seguidores y escépticos. Cuando se despidió, alguien dentro de mí consiguió divertirse dibujando una escena donde el autor acude a la estación a desear suerte al lector que parte tras el rastro de su novela. O mejor: tras la huella filosa del Cortapescuezos.

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7 de enero de 2008
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Ahórrense los manifiestos

"El arte no es sino una intensificación de las emociones a la que no tiene ningún derecho a entrar nadie que pretenda preservarse", me dijo una vez Juan García Ponce, al fin de la entrevista que nunca olvidaría. Reptaba en sus palabras una inconformidad que iba del desafío al regocijo y de regreso, algo así como la mala leche infantil en un malandro adulto. Varios años después, asistí a una pasmante actuación de Ney Matogrosso, quien se mira a sí mismo como artista, más que como cantante. No entendí entonces las palabras de la canción escrita por Cazuza. Sólo hasta días más tarde, ya con el dvd girando, pude leer y escuchar la letra de esa rara tonada hechizadora -sintomáticamente nombrada Poema- que era en sí todo un manifiesto estético, pues respondía en el plano de los hechos a la misma pregunta que Juan García Ponce. Debería arderme la cara el mero intento de traducirla...

     Hoy tuve pesadilla y desperté atento. A tiempo. Me levanté con miedo y busqué en lo oscuro a alguien con tu cariño y recordé otro tiempo (porque el pasado me trae una memoria del tiempo en que era niño y el miedo era motivo de llanto, disculpa para abrazos o consuelos). Hoy desperté con miedo pero no lloré, ni reclamé abrigo. De entre lo oscuro vi un infinito sin presente, pasado o futuro. Sentí un abrazo fuerte; ya no era miedo, era una cosa tuya que se quedó en mí. De repente notamos que perdimos o que estamos perdiendo alguna cosa... tibia, ingenua, que va quedando en el camino (que es oscuro y frío, más también bonito porque está iluminado por la belleza de lo que aconteció minutos atrás).

     Se cuentan con los dedos de un ciempiés, y hasta de miles de ellos, quienes gozan de llenarse la boca hablando de hacer arte, sin jamás elevar de ahí la apuesta. No es, a menudo, muy distinto teorizar sobre el arte y sus caminos que hacerlo en torno a amor o erotismo, por eso irrita que alguien lo haga virginalmente, dando por hecho un lecho donde jamás durmió. Apesta en este tema la frigidez, más para quienes somos dados al furor y apreciamos la desmesura muy por encima del buen gusto imperante y, ay, estéril como piedra quebradiza. ¿Quién le dijo a la corte de los exquisitos que este trabajo era una exquisitez?

     Aquella vez, Ney Matogrosso actuaba junto a Pedro Luis e a Parede. Nada que se acercara a lo que fui encontrando en cada nuevo dvd, donde había siempre una apuesta estética diferente, de la cual Matogrosso ejerce un control ancho y vigoroso que comienza por el diseño de la iluminación. Finalmente, cualquiera de esas actuaciones podría hacer las veces de manifiesto estético. Me quedo, por ahora, con la imagen del intérprete que se transforma en protagonista y pregunta qué harías si fuera hoy el último día. A lo mejor el arte, como el amor, es aquello que se hace como si no quedara más mañana.

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4 de enero de 2008
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Ya te he dicho un millón de veces que no exageres

La imagen que encabeza estas palabras corresponde al perfil de Morrissey. Escucho un par de álbumes de Morrissey desde temprano, en la crencia más bien supersticiosa de que algo harán en contra del clima que me tiene temiéndome friolento terminal. Es un frío mediocre, además. Nadie que haya vivido bajo esas cotidianas heladas que hacen doler intensamente las orejas respeta estos inviernos de pacotilla, donde bastan dos noches apenas bajo cero para que a los chilangos nos dé por consultar en Google los síntomas de la pulmonía fulminante.

     Somos dramáticos, y con el frío peor. Hace un rato me preguntaba si estaría en condiciones de pasar del primer renglón en medio de esta catástrofe light que no alcanza siquiera para hacerme compadecer como Dios manda. A veces me pregunto si no la mala fama de los mexicanos provendrá de esa vocación dramática que hace de la exageración un mero requisito estilístico, mejor emparentado con el sabor que con la exactitud de lo referido. "Tú me vuelves a hablar de ese modo y te mueres", dice cualquier chilango a cualquier hora, sin ánimo homicida alguno, con la sola intención de medirle el agua a los camotes y enseñarle al profano de qué lado masca la iguana. No marcamos la raya porque busquemos pleito, sino como el principio de una negociación para evitarlo. Que no diga que no se lo dijimos.

     Trouble loves me, canta Morrissey por millonésima vez. Uno encuentra romántica la idea de mirarse incapaz de escapar al asedio de los problemas. Decir "así son ellos, qué puedo hacer yo". Jugar a que se vive en un mundo metafórico donde cada problema tiene cuerpo, alma y voluntad, y al final escudarse en esa misma superstición cretina para explicar su percepción exagerada, aunque no exactamente incómoda. "Salí malo, ya qué le voy a hacer", me explicó alguna vez un inquilino del Reclusorio Sur de la Ciudad de México. Lo mismo le había dicho a su padre, el primer y último día que lo visitó en una de las tantas cárceles que había ido habitando inevitablemente. A él también los problemas lo amaban, y así llevaba media vida encerrado.

     "A la próxima sí te rompo el hocico", he dicho y escuchado millones de veces, y hasta donde recuerdo me lo rompieron sólo una vez, a los catorce, y yo rompí otro a los diecisiete. Literalmente, en ambas ocasiones, con la sangre brotando de los labios en flor. El resto han sido puras promesas incumplidas. Y es que uno sólo anuncia que le va a reventar el hocico a un impertinente para ya no tener que reventárselo. Por no hablar de las veces que ofrecemos romperle la madre a equis fulano. Una encomienda más bien abstracta, cuya mención airada suele cumplir estrictas funciones cosméticas. Se siente uno hasta guapo cuando anuncia a los cuatro vientos su intención de romperle la madre a ese güey. Y en este punto los locales convenimos (aun si nuestros aspavientos rompemadres indican teatralmente lo contrario) en que ya no es preciso ir más allá. Con la intención, bastard.

     A las noches muy frías las acompaña además un silencio unánime. Hace al menos cuatro horas que mis dos gigantes de los Pirineos, acostumbrados a pasar la noche patrullando el jardín y ladrando con exageración chilanga, no se mueven del lado derecho de la cama. Tal vez ellos también se engañen creyendo que la música de Morrissey arde como una torre de leños, o de menos protege contra el silencio helado de allá afuera.

     Vi a Morrissey hace una tercia de años, en el Zenith de París. Llovía, hacía frío y viajábamos en una scooter rentada, temiendo a cada nuevo derrapón reventarnos la madre en el pavimento helado. Esa vez, Morrisey también funcionó. Y es más, yo diría que funcionó un millón de veces mejor. Por eso digo que hoy nos morimos de frío.

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3 de enero de 2008
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Cansado de no hacer nada

Unos le llaman inventario, otros corte de caja. Lo raro es alguien salga con las cuentas claras, o por lo menos con números negros. Un año es más del uno por ciento de una vida, y hay quienes todavía no se enteran en qué invirtieron los últimos diez. Si ahora mismo tuviera a un auditor ante mí, y hubiera de justificar la inversión de 365 días en una vida que apenas se movió, me vería obligado a hacer ficción extrema. Pues de cualquier manera no soy capaz de verlo panorámicamente, sino apenas desde la perspectiva de quien va en un vagón de la montaña rusa y pretende trazar un mapa de la feria.

     Leí hace unos días un artículo potencialmente incómodo en torno al verbo procrastinar, que es lo que hacemos los supuestos abúlicos respecto a numerosos deberes que omitimos a fuerza de prorrogarlos. En todo el año, pensé mientras leía, no he logrado una sola vez pagar a tiempo la cuenta del teléfono. Cierto día me llamaron para ofrecerme el pago automático vía tarjeta de crédito, pero antes que sacar provecho de la oportunidad, debí seguir mis rígidos lineamientos en torno al hecho de por sí abusivo del marketing telefónico, que me exigen mandarlos al carajo tan pronto como ofrezcan el producto. Por lo demás, sigo creyendo que cualquier día de estos me enseñaré a pagar a tiempo los teléfonos y evitaré el promedio de dos desconexiones por trimestre que me zancadilló a lo largo del procrastinador 2007.

     El artículo de marras contenía una suerte de sintomatología numerada del procrastinador, misma que me apliqué con resultados punto menos que preocupantes. Ya se sabe, además, que los afectos a procrastinar difícilmente se preocupan por nada. Cuando el artículo empezaba a alarmarme, le descubrí una errata que le quitó mi crédito de tajo: en lugar de procrastinar, el artículo empleaba el término "procastinar", que sólo conseguí ubicar entre extremos tan indeseables como procacidad y castidad. Seña inequívoca de que tanto el redactor como los correctores procrastinaron una cita esencial con el diccionario. Supongo que ése debería ser otro síntoma del abúlico a ultranza: pensarse afortunado ante la proliferacion de procrastinadores.

     Escribir es vivir sospechándose un procrastinador de tiempo completo. Nunca escribimos ni leemos todo lo que quisiéramos, a diario hay que pelear con monstruos variopintos para lograr dos páginas en no sé cuántas horas. Avanzan raudas ellas, nunca yo. Pero la historia igual sigue moviéndose, aunque uno se torture con el temor de ir siempre demasiado lento, no saber exprimirle el jugo a todas esas horas y al contrario, dejarse exprimir por ellas. Una vez dentro de la obsesión grande, me autorizo a procrastinar alegremente en torno a los asuntos mundanos. Puede que hasta me tranquilice cada vez que levanto el auricular y una grabación me invita a ir a pagar para que me reanuden el servicio. Si eso pasa, concluyo, es que el trabajo me ha absorbido lo suficiente, y entonces la novela se ha movido más de lo que el simple avance en blanco y negro permitiría concluir. Wishful thinking, le llaman.

     ¿No hacemos nada cuando no hacemos nada? En mi caso, lo que hago -con esmero y paciencia- es ir hartándome de no hacer nada. Unas veces toma horas, o hasta minutos; otras días y noches de escepticismo intenso y nihilismo crudo. Ellos, los industriosos, son incapaces de imaginar lo agotador que puede ser pasarse una tarde completa sin hacer absolutamente nada. Mirando la pared, recorriendo la textura del techo, perdido en un trip-hop imaginario. Se escribe a veces con la pura cabeza, sin meter ni las manos, y ello deja en el coco la sensación culposa de que se holgazanea. Pero luego se queda uno dormido y al despertar encuentra que sucedieron cosas. La historia se movió, incluso algún entuerto alcanzó a resolverse. Si la obsesión es ancha y persistente, uno trabajará también durante el sueño, así en el inter se haga fama de haragán.

 

     Hoy me llegó el recibo de la luz. Podría ir a pagarlo en cuestión de horas, pero los personajes tienen cosas más importantes que hacer, y ellos sí que detestan procrastinar. Me horroriza la idea de lidiar con un protagonista abúlico, de ésos que aman pasionalmente a la hoja en blanco. Prefiero que sea yo al que tachen de abúlico, con tal de que la historia me prohíba salir a hacer lo que hay que hacer y me ancle tenazmente a su destino.

     La historia: ese atajo secreto hacia la dicha, perdido en el camino entre la pena y la nada.

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28 de diciembre de 2007
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Sísifo prefiere pólvora

Regalar es un gusto egocéntrico y un gesto aristocrático, sobre todo en quien da más de lo que la sensatez aconseja. Tiempo, empeño, recursos. Propasarse en la generosidad es sentir que se incurre en la excentricidad, y al cabo nadie olvida el regalo de un excéntrico. El problema del generoso compulsivo es que no siempre tiene los pretextos bastantes para dar curso a la comezón de dar, ni cuenta de antemano con la anuencia del receptor (recibir también tiene su ciencia y sus límites).

     Regalar de verdad, calificadamente -preocuparse, ocuparse, hacer causa preciosa de la búsqueda del regalo que porta el mensaje preciso-, es hacer una apuesta por el alarde. Se dispara una flecha directo al corazón de la parte receptora, presumiendo tener conciencia micrométrica de su ubicación. "Te conozco", queremos ya gritar desde el fondo de la caja, donde se oculta la prueba fehaciente, camuflada por una bonita envoltura cuyo papel consiste en dilatar el suspense y hacer de la ocasión un espectáculo. Un regalo calificado, por supuesto, es aquel que se entrega con premeditación, alevosía y ventaja.

     Pierden el tiempo quienes buscan pretextos para hacer El Regalo, pues cualquier ocasión le queda corta. Ahora bien, hay regalos que queman, más todavía cuando los recibimos con la estupefacción de quien no entiende ni comparte la razón de las mayúsculas. Prefiere uno el regalo pequeño del cariño grande que el regio regalazo de quién sabe quién, adivine el demonio con qué propósitos. Hay individuos que van por la vida con el Piaget envuelto en la diestra y el anillo de compromiso en la siniestra, y chicas que darían la vida por hallarlos a tiempo. Pero eso nada tiene que ver con el placer premeditado y alevoso que nos ocupa.

     ¿Qué le regala uno a quienes no conoce pero sí conoce? Ayer, mientras sobrevivía a las últimas horas de la Navidad y caía hasta el fondo de la enorme hondonada que la suplanta, me dediqué a adquirir uno de esos conocimientos chatarra sin los cuales se es poco menos que analfabeto: cómo extraer fragmentos de un dvd, pasarlos a MPEG-4, comprimirlos y enviarlos a un servidor. Nada muy complicado luego de unas doce horas de tropiezos que comenzaron por buscar poco menos que a ciegas los programas idóneos y culminaron tarde, sin que me diera cuenta de la hora porque ya para entonces me hallaba entre las garras del diablo cibernético. Divertidísimo. Porque insisto, esto de preparar los regalos es un quehacer profundamente egocéntrico.

     La lista es algo larga, hace más de seis meses que andamos por aquí. Hay, sin embargo, algunos reincidentes, cuyos nombres, reales o ficticios, siento hace tiempo la tentación de escribir. Los leo cada día, finalmente, y hacerlo me recuerda de pronto los años de la preparatoria, cuando ponía la mecha de un cohetón a la mitad de un cigarrillo agujerado y prendido, salía del baño con total sigilo y me asilaba en el salón de clases, junto a los aplicados que estudiaban durante los descansos, a esperar la explosión intempestiva y gozar del colapso consecuente. Ya entonces escribía con la misma intención, pensando en los posibles lectores como cómplices de mis fechorías. Leer hoy -cada noche, antes de perpetrar el consabido post- las palabras de mis compinches, de pronto estimulantes por desconcertantes (y de eso justamente se trata el juego) es también una forma de pararme a cargar combustible, amén de constatar que no estoy loco. O que si al fin lo estoy no soy el único.

     Guada. Tamiris Lippi. Escarola. Fátima. HjorgeV. Dulce Geisha. Gabriel Revelo. Mayté Palas. York Perry. Antonio Larrosa. Námor Adenip. Rana. Démina Demiana. Mentiría si dijera que escribo para ustedes, pues no lo hago siquiera para mí mismo. Escribo cada noche con el deseo de encontrar aventura, y con suerte meterme en un problema. Igual lo haría si estuviera en su sitio y me colgara un nombre distinto cada noche. Ahora que lo pienso, estallar un cohetón en el baño escolar es también una forma de regalar. Por eso se disfruta largamente, de los primeros planes a las últimas risotadas. Se quiebra la rutina, se fractura el silencio, se cuartea la nada. ¿Para qué más querría uno escribir, o leer, o explotar, si no para atentar contra el vacío?

     No sé cuántos seamos, ni lo sabré jamás. Esa parte del juego me emociona en secreto. Porque lo cierto es que todo esto del blog me sucede un poquito a escondidas. Salgo a la calle pretendiendo que no llevo una doble vida y casi brinco si alguien me habla de El Boomeran(g). No quisiera uno tener que dar la cara por sus delitos, menos por sus deleites. Cuando vuelvo a la casa y me siento a leer los comentarios alguien adentro empieza a descansar, sólo para tensarse media hora después porque hay que colocar un nuevo cohetón. Escribo luego considerando que no pasamos de veinte; ni para qué sacar el megáfono. Me acomoda pensar que este blog es un cuarto pequeño con más ecos que voces.

     Tarde y ya sin pretexto navideño dejo aquí los regalos, que son tres, a escoger:

Margareth MenezesFaraón, grabado en la concha del Teatro Castro Alves, en Salvador de Bahía. Antes de ella, creía ingenuamente que comprendía el mundo de Jorge Amado. Que es casi tanto como saber de amor sin haber sido nunca contagiado.

Babado NovoCai fora (Esfúmate). La milagrosa Claudia Leite ha hecho de mi casa un fervoroso sitio de peregrinación masculina. Ningún amigo acepta irse sin contemplar un rato el concierto bahiano donde la Leite exige ser canonizada in situ, asimismo filmado en la concha del Castro Alves.

Cassia EllerTodo el amor que haya en esta vida, de Cazuza, grabada en 2001, apenas unos meses antes de perderla, como el propio Cazuza en 1990. Dice la letra: "Quiero la suerte de un amor tranquilo, con sabor de fruta mordida (...) ser tu pan, ser tu comida, todo el amor que haya en esta vida, y algún veneno antimonotonía".

 

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27 de diciembre de 2007
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La autopsia de San Simón

Una de las grandes ventajas de los muertos es que puede matárseles tantas veces como convenga. En años escolares, cuando aún mi familia tenía la costumbre de visitar semanalmente el camposanto, me gustaba adentrarme entre sepulcros, primero para leer epitafios, más tarde en busca de huesos tirados, que llevaba a mi casa de contrabando y a la escuela como un souvenir exótico. Fémures, húmeros, mandíbulas, clavículas, sabría el diablo de quiénes y de cuándo. Cuando menos pensaba, ya jugaba con otro compañero a los espadazos, armados de sendos fémures que acababan despedazados en el patio, para horror de los más morigerados.

     Ventaja número dos: los fiambres no tienen dueño. Eso lo sabe tanto quien se apropia de sus huesos -ya sea con fines científicos, lúdicos o meramente decorativos- como quien aprovecha para hablar en su nombre. Lo de menos es quién haya sido el sujeto en vida y cuál fuera su forma de pensar, puesto que ya no está para contradecir a quien le cambia el gesto, la figura y el habla. Los muertos son de todos, menos de sí mismos. Llegado el caso, le pertenecen a quien se los encuentra. Si llegamos a hablar de "sus" huesos nos referimos a una procedencia, no a una pertenencia porque un cadáver nada posee. Y es allí donde estriba la tercera ventaja...

     Si queremos que un muerto tenga un collar, bastará con ponérselo en el cuello. Si precisa una historia, podemos inventarla, y si la que ya tiene nos estorba nada impide que la modifiquemos. Con frecuencia, los descendientes suman a la memoria de sus ancestros encantos y virtudes que nadie en vida les conoció. Por no hablar de esos evidentes maleantes metidos a políticos o altos jerifaltes que sólo tienen que estirar la pata para ser ensalzados como grandes filántropos, sin que suela escucharse una sola protesta porque al cabo el maldito ya está muerto, no puede aprovechar el maquillaje. Es sólo el maquillista quien capitaliza: si los muertos nada pueden poseer, todo cuanto uno tenga a bien otorgarles terminará engrosando los propios haberes. Si proclamo que el muerto era un honesto, habrá quien crea que hablo honestamente.

     Cuando el cadáver en cuestión corresponde a un cobarde, nada hay más fácil que promoverlo al rango de héroe. Y si pasa que es héroe o lo parece, lo procedente es darle el upgrade al altar. Bástenos recordar las sinuosas andanzas del coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig, tal como lo recrea Tomás Eloy Martínez en Santa Evita, cohabitando con el cadáver de Eva Perón al extremo de un día atreverse a mearlo, sin rozar una línea de su hagiografía. Mientras uno, lector, ya espera sin desearlo, en puro honor al morbo, que el cadáver de Evita realice un milagro, el autor resucita al coronel necrófilo y lo viste de acuerdo al capricho soberano de la novela. Es la mera demencia del uno lo que lleva a creer en la santidad de la otra.

     Luego de varios años de colgar toda suerte de adornos disonantes sobre el cadáver del libertador Simón Bolívar, Hugo Chávez recién ha ordenado que le practiquen una autopsia. A algo menos de 180 años de su muerte. Y es que le urge saber no sólo si en realidad murió de tuberculosis, sino de paso si ésos son sus auténticos restos. Es decir, los de Chávez, que se ha posesionado del cadáver para rehacerlo a su imagen y semejanza, tal vez sin los talentos de Tomás Eloy, pero con la patente ya en la mano. A estas honduras, Simón Bolívar redivivo sería menos bolivariano que el presidente Chávez. Pero ahí está la cuarta ventaja de los cadáveres: carecen de opiniones. Se diría que todo les da igual.

 

     No le gustan a Chávez las opiniones disímbolas, razón más que bastante para asociarse con un cadáver. En Por un puñado de dólares, Clint Eastwood usa los cadáveres de un par de soldados como señuelos contra sus enemigos, y acto seguido les dispara a placer. No pueden delatarlo, ni hacer memoria, ni volver a morirse. Prácticamente le pertenecen, igual que el hueso al niño que lo usa como espada. ¿Qué puede hacer ya el pobre libertador para evitar que un militar necrófago termine por habilitar su calavera como pisapapeles? ¿Qué quedará de su memoria original después de tantas distorsiones, aureolas y milagros ajenos? Mudo en medio de tanta metafísica, por hoy me basta con imaginar la cara de la esposa del forense cuando escuche al marido confesarle que viene de hacerle la autopsia a Simón Bolívar.

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21 de diciembre de 2007
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Donde hubo plumas

Los levantan del suelo, por la noche, literalmente sin decir ni pío. No habrán dado las dos cuando ya los primeros están en el camión, amontonados dentro de jaulas de madera que durante horas viajarán apiladas. En la granja son más de cien mil, distribuidos en gigantescos corrales diseñados para albergar veinte mil pollos cada uno.

     Los hombres del camión han llegado listos para vaciar un corral entero. Los alzan de las patas, aprovechando la somnolencia y el aturdimiento imperantes. Se los van colocando entre los dedos, hasta que cargan cuatro en cada mano. De ocho en ocho, hasta hacer veinte mil. Dos mil quinientos viajes al camión, a lo largo de tres o cuatro horas corridas. Luego viajar al rastro y descargar las jaulas. Vida de cargapollos.

     A los pollos ya no se les cría; se les revoluciona. Del cascarón al rastro, un pollo criado en condiciones normales vive doce semanas. Pero los productores quieren abatir costos, de modo que alimentan a sus pollitos entre ocho y diez veces diarias, a través de unas bandas transportadoras que recorren completo el corral, y cuya sola puesta en marcha les provoca el impulso pavloviano de salivar y volver a comer. Con nueve revolucionadas semanas de vida, los avechuchos lucen tan corpulentos que va siendo hora de llamar al camión...

     Un pollo acostumbrado a comer cada tres horas desecha la comida casi entera, de forma que el granjero se la vuelve a servir. Se engaña así al metabolismo igual que al aparato digestivo, y una vez más se abaten los costos. Cuando alguno se enferma, el granjero lo aísla y llama al veterinario. Hay, detrás del corral, un altero de pollos muertos y moribundos, esperando que llegue el doctor a revisarlos y acaso prevenir a tiempo la epidemia, que tal como su nombre lo indica es una muy costosa calamidad.

     Se sabe que el pollito está enfermo o herido porque sufre el asedio de los otros, que lo agreden a picotazos, y en un descuido acaban devorándoselo. Más que sólo picar, le arrancan pedacitos de carne. Lo mismo pasa si el pollo es distinto, empezando por el color de las plumas. En la granja repleta de pollos blancos, uno gris o café difícilmente llegará a las nueve semanas. Si los cerdos castigan la extranjería, los pollos no perdonan la diferencia.

     Las granjas de postura no son menos espeluznantes. Las gallinas viven en jaulas de metal poco más grandes que ellas, con un agujero en la parte baja, por el cual sale y rueda cada huevo hacia una canal. Aun con las limitaciones de espacio que se le imponen, podría la gallina romper el huevo de un picotazo, si los granjeros no le hubieran cortado el pico. Hay una indignidad grotesca en la visión de todos esos picos sin pico, cacareando impotencia vitalicia.

     (Durante un tiempo cercano a las cuarenta semanas, las gallinas ovulan diariamente, tras lo cual un descanso de varias semanas las haría productivas por unos meses más, pero los contadores aconsejan abatir esos costos y enviarlas de una vez al matadero.)

     Recuerdo que en las fiestas escolares -aborrecía ir, más todavía si ocurrían en el patio del pútrido colegio- había siempre un puesto de concursos donde se daba como premio un pollito vivo. Regresar a la casa con un par de mascotas de días de nacidas diciendo pío-pío parecía un privilegio del destino, hasta que horas o días después se me morían. ¿Qué crees, hijo?, disparaba mi madre, compungida, camino de la casa, y yo sabía ya de lo que hablaba. Si quería, podía enseñarme dónde lo había enterrado...

     Un pollo rostizado se vende por el equivalente a seis latas de Coca-Cola. Vienen todos sin plumas, ni patas, ni cabeza. Son carne a la que sólo diferenciamos por el sabor. La pierna, la pechuga, el muslo. Cuando un niño se enferma del estómago, los padres lo alimentan de pollo cocido. Cuando un niño parece original a los ojos de los demás niños, su suerte se asemeja a la del pollo pardo. ¿Y quién ha oído hablar de un pollo afortunado? La única ventaja de los pollos consiste en no saber que son pollos.

 

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20 de diciembre de 2007
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La opinión del jamón

Entendí a las personas cuando supe cómo eran los cerdos, aunque eso ya fue mucho tiempo después. Mi abuela me contaba de su muerte espantosa, con el cuerpo ya abierto y todavía chillando. Decía el refrán: A chillidos de puerco, oídos de matancero. Luego supe que chillan desde antes, nada más se dan cuenta que van a matarlos. ¿Quién no, pues? Cuando sea grande -me decía, convencido de que uno muda de tamaño sin cambiar de opinión- voy a dedicarme a visitar carniceros, para pedirles que no vendan carne de puerco. Sabía casi nada sobre cerdos y muy poco de seres humanos.

     No es que haya exactamente cambiado de opiniones, sino que con el tiempo se hicieron flexibles. Fue así como no sólo abandoné la idea de recorrer carnicerías, sino que me hice colaboracionista de los matanceros. Suena fuerte para quien a la fecha nunca ha pisado un rastro, ni hizo más que unos cuantos anuncios para vender pollo, pero así lo sentí la mañana en que nos llevaron a recorrer las granjas.

     El guía nos contó que además de cientos de granjas de pollos y gallinas, la empresa poseía también granjas de cerdos. Otro día, si queríamos, nos llevaría. Tal vez después haríamos anuncios. ¿Y ahí estaría yo, enviando cochinitos al matadero? Todavía horrorizado por la idea, escuché al guía explicar cómo se hace para reducir la mortandad durante la crianza de cerdos: basta con no cambiarlos de corral. Que aquellos que han crecido y vivido juntos sigan así hasta la hora de su muerte atroz. De otro modo, se entabla entre los inquilinos y los recién llegados una rivalidad que comienza a mordidas y termina en tocino prematuro. 

     ¿Quién va a comer primero? ¿Quién va a gozar de los favores de la cochina más apetitosa? ¿Quién va a dormir en el mejor lugar? Me pongo en el lugar del cerdo residente, luego en el del transferido, y entiendo que no hay más salida que la guerra. No necesito hacer un gran esfuerzo para asumir la angustia del animal recién llegado a un corral agreste, cuyos códigos no conoce en absoluto y donde nadie está dispuesto a respetarlo. En la infancia, un mal cambio de escuela podía resultar así de violento. ¿Quién, que ingrese a la cárcel sin dinero, no enfrentará un infierno similar?

     En su Rumble Fish, ñoñamente traducido como La ley de la calle, Francis Ford Coppola cuenta la fábula de un pandillero joven que sólo luego de un viaje a la costa entiende que los peces de pelea no lo son por naturaleza, como por circunstancia. En la pecera luchan, en el río se toleran. El cautiverio los orilla a poseer el espacio. Tratar de avasallar al otro igual que los cuchillos del matancero se imponen sobre las ganas de vivir del cerdo.

     Una de las ventajas de ser gente y no cerdo es que no necesita uno del corral para sacar las uñas como fiera cautiva. Basta con que un prejuicio o un atavismo idiota le tapen los oídos para que ya no escuche ni sus propios chillidos. El matancero levanta el cuchillo con la certeza de pertenecer a una especie superior, pero a juzgar por la evidencia sabe uno ser bastante más bruto que los cerdos, y más cerdo también. Somos, unos y otros, animales conservadores, al menos mientras nos miramos cautivos. "Pese a toda mi rabia sigo siendo una rata en una jaula", chillaba la canción de los Smashing Pumpkins. ¿"Pese a"? ¿Y si fuera por eso?

     Desde aquella mañana reveladora, cada vez que me topo con una situación inusualmente hostil, imagino a mis malquerientes automáticos gruñendo desde el fondo del corral. ¡Oink!, gritan, iracundos, como diciendo "estábamos mejor sin ti". Pero no los escucho, la rabia gratuita me da claustrofobia. Quisieran encerrarme en su corral, para una vez allí arrancarnos pedazos de chamorro a mordidas. Y allí sí que he cambiado de opinioink.

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19 de diciembre de 2007
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El Boomeran(g)
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