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La autopsia de San Simón

Por 21 de diciembre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Una de las grandes ventajas de los muertos es que puede matárseles tantas veces como convenga. En años escolares, cuando aún mi familia tenía la costumbre de visitar semanalmente el camposanto, me gustaba adentrarme entre sepulcros, primero para leer epitafios, más tarde en busca de huesos tirados, que llevaba a mi casa de contrabando y a la escuela como un souvenir exótico. Fémures, húmeros, mandíbulas, clavículas, sabría el diablo de quiénes y de cuándo. Cuando menos pensaba, ya jugaba con otro compañero a los espadazos, armados de sendos fémures que acababan despedazados en el patio, para horror de los más morigerados.

     Ventaja número dos: los fiambres no tienen dueño. Eso lo sabe tanto quien se apropia de sus huesos -ya sea con fines científicos, lúdicos o meramente decorativos- como quien aprovecha para hablar en su nombre. Lo de menos es quién haya sido el sujeto en vida y cuál fuera su forma de pensar, puesto que ya no está para contradecir a quien le cambia el gesto, la figura y el habla. Los muertos son de todos, menos de sí mismos. Llegado el caso, le pertenecen a quien se los encuentra. Si llegamos a hablar de "sus" huesos nos referimos a una procedencia, no a una pertenencia porque un cadáver nada posee. Y es allí donde estriba la tercera ventaja…

     Si queremos que un muerto tenga un collar, bastará con ponérselo en el cuello. Si precisa una historia, podemos inventarla, y si la que ya tiene nos estorba nada impide que la modifiquemos. Con frecuencia, los descendientes suman a la memoria de sus ancestros encantos y virtudes que nadie en vida les conoció. Por no hablar de esos evidentes maleantes metidos a políticos o altos jerifaltes que sólo tienen que estirar la pata para ser ensalzados como grandes filántropos, sin que suela escucharse una sola protesta porque al cabo el maldito ya está muerto, no puede aprovechar el maquillaje. Es sólo el maquillista quien capitaliza: si los muertos nada pueden poseer, todo cuanto uno tenga a bien otorgarles terminará engrosando los propios haberes. Si proclamo que el muerto era un honesto, habrá quien crea que hablo honestamente.

     Cuando el cadáver en cuestión corresponde a un cobarde, nada hay más fácil que promoverlo al rango de héroe. Y si pasa que es héroe o lo parece, lo procedente es darle el upgrade al altar. Bástenos recordar las sinuosas andanzas del coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig, tal como lo recrea Tomás Eloy Martínez en Santa Evita, cohabitando con el cadáver de Eva Perón al extremo de un día atreverse a mearlo, sin rozar una línea de su hagiografía. Mientras uno, lector, ya espera sin desearlo, en puro honor al morbo, que el cadáver de Evita realice un milagro, el autor resucita al coronel necrófilo y lo viste de acuerdo al capricho soberano de la novela. Es la mera demencia del uno lo que lleva a creer en la santidad de la otra.

     Luego de varios años de colgar toda suerte de adornos disonantes sobre el cadáver del libertador Simón Bolívar, Hugo Chávez recién ha ordenado que le practiquen una autopsia. A algo menos de 180 años de su muerte. Y es que le urge saber no sólo si en realidad murió de tuberculosis, sino de paso si ésos son sus auténticos restos. Es decir, los de Chávez, que se ha posesionado del cadáver para rehacerlo a su imagen y semejanza, tal vez sin los talentos de Tomás Eloy, pero con la patente ya en la mano. A estas honduras, Simón Bolívar redivivo sería menos bolivariano que el presidente Chávez. Pero ahí está la cuarta ventaja de los cadáveres: carecen de opiniones. Se diría que todo les da igual.

 

     No le gustan a Chávez las opiniones disímbolas, razón más que bastante para asociarse con un cadáver. En Por un puñado de dólares, Clint Eastwood usa los cadáveres de un par de soldados como señuelos contra sus enemigos, y acto seguido les dispara a placer. No pueden delatarlo, ni hacer memoria, ni volver a morirse. Prácticamente le pertenecen, igual que el hueso al niño que lo usa como espada. ¿Qué puede hacer ya el pobre libertador para evitar que un militar necrófago termine por habilitar su calavera como pisapapeles? ¿Qué quedará de su memoria original después de tantas distorsiones, aureolas y milagros ajenos? Mudo en medio de tanta metafísica, por hoy me basta con imaginar la cara de la esposa del forense cuando escuche al marido confesarle que viene de hacerle la autopsia a Simón Bolívar.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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