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Desayuno en el sertón

Por 8 de enero de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Serían casi las seis de la mañana del miércoles cuando la realidad saltó sobre el parabrisas, en la forma de un urubú. Abrí los ojos, estiré como pude las piernas, levanté la cabeza y descubrí que el coche estaba rodeado. Serían veinte, treinta urubús. Pensé que era temprano para supersticiones, eché a andar el motor y finalmente los espanté a bocinazos. No recordaba el nombre del pueblo donde estaba, aunque sí el de Conceição do Colté, que debía ser el próximo en el camino a Queimadas. Todavía muy lejos, pero peor habría sido si la noche anterior hubiera decidido pernoctar en Salvador o Feira de Santana. Siempre será más fácil madrugar cuando se duerme entre aves de rapiña.

     Había aterrizado en Salvador a medianoche. Venía de Belem y la Amazonia, saltando con violencia de un hechizo a otro. Encima de eso, no fue fácil ni rápido salir de Salvador de Bahía, cuyas calles vacías recorrí varias veces con la feliz fascinación de un converso instantáneo. Viajar de ahí al inicio del sertón, en Feira de Santana, equivale a moverse del paraíso terrenal a una suerte de limbo seco y desolado que para el mediodía será más similar al purgatorio. Si mis cuentas no fallan, a esas horas iré llegando a Monte Santo.

     Por lo pronto viajo con tres tesoros, a saber: el mapa de carreteras que compramos en Belem (cuando aún disfrutaba del privilegio de conjugar los días en primera persona del plural), música brasileña para sobrevivir seis meses y un equipo de aire acondicionado que sonroja a mi espíritu aventurero. Por más que haya dormido hambriento y hecho un ocho, no puedo estar más lejos de las penurias sufridas por los soldados de Moreira César. Sólo la sensación de presuroso extravío que me pesca del cogote cada vez que no sé salir de un pueblo me quita la sospecha de estar inventándome un parque temático. Consulto el mapa: he dormido en Serrinha.

     "Mañana almorzaremos en Canudos", declara fanfarrón Moreira César en la noche anterior al día de su muerte. Yo me conformaría con desayunar en Queimadas, que es donde propiamente empieza la ruta, pero la carretera tiene los suficientes baches y desviaciones para ir dejando atrás las expectativas. Con dos horas de sueño y la pelambre embarrada en el cráneo, no pienso ya en bañarme ni en descansar, como en ir adelante hacia Queimadas y entrar en territorio de novela.

     En La guerra del fin del mundo, Queimadas aparece como el último contacto con el mundo civilizado de finales del siglo XIX. Ir más allá es moverse en dirección a una muerte probable y una desolación segura. Ruta de retirantes y harapientos, primero; de soldados después. De cangaçeiros, antes y después. De miserables, siempre. Los brasileños sólo saben de Canudos por textos escolares, cuando no por discursos de políticos lo bastante torcidos para hablar en el nombre de Antonio Consejero. Cuando les dije a mis amigos paulistas que pensaba viajar solo a Canudos, recibieron la idea con una mezcla de hilaridad y alarma. ¿No podía conformarme con leer Los sertones, de Euclides da Cunha? 

 

     -¡Un paseo! -se extraña el conductor del mototaxi.

     -Un paseo por la ciudad.

     -¿Por Queimadas? -arruga la frente, con gesto de entomólogo confundido. Luego estira la mano, recibe de la mía la moneda de un real y me pide que trepe a la moto. Ya en el camino, descubro que el chofer no es el único extrañado de que un fuereño llegue, se estacione y pida que lo lleven a dar la vuelta en dos ruedas. Otras motos llevan mujeres al mercado, hombres con bultos, gente que trabaja. Ciertamente es un pueblo desolado y desértico, pero apenas lo noto porque estoy demasiado ocupado en ir atrás un siglo y contemplar lo que para los hombres de Moreira César debió de ser la última orilla de la vida.

 

     "Homenaje de la Municipalidad al vaquero héroe anónimo de las caatingas nordestinas", dice al pie de una estatua en lo que debe de ser la plaza. Cuando termina el tour en mototaxi, el conductor me da las señas necesarias para salir en dirección a Monte Santo. Miro el reloj del coche: las once y media. Compro unas papas fritas y una lata de guaraná para el camino. Arranco mientras Raimundo Fagner canta Me Leve (…y si allí tampoco puedes, por tanta cosa que lleves ya viva entre tu pensar, mujer blanca como nieve, llévame en el olvidar). El sol ya comenzó a caer como plomo, pero igual no me siento cansado. Experimento comezón galopante por llegar a la Iglesia de la Santa Cruz de Monte Santo, lo cual implica recorrer a pie el Calvario de la Sierra de Piquaraçá. Me miro en el espejo, con la frente perlada de sudor. No tengo ni tantita pinta de penitente.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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