Skip to main content
Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

Blogs de autor

Gajes de la fortuna

Casi todos creemos que la suerte está en deuda con nosotros. "¡Ya me tocaba!", respiramos contentos una vez que esa arisca señorita se ha puesto al fin a mano. Lo cual supone, por ese pérfido sistema de compensaciones que acostumbra tener el destino, la inminente desgracia de los otros. "¡Ya le tocaba!", exclamamos moviendo la cabeza cuando nos dicen que ayer mismo estiró la pata el simpático viejecillo de la esquina. Por más que ciertas almas buenas y puras insistan en abrir ambas extremidades superiores para abrazar cálidamente al universo entero, lo probable es que varios millones de salados permanezcan imperturbablemente infelices, más aún si tuvimos el mal gusto de sonreír en su triste presencia.

     Si atendemos a las leyes de probabilidades, encontraremos el consuelo de que matemáticamente cada nueva desgracia nos acerca al opuesto correspondiente, pero ya bien sabemos cómo la suerte juega con las variables, sin dignarse siquiera ver hacia las constantes Solamente observemos al salado tenaz que va perdiendo sueño, autoestima y apego a la existencia frente a una insaciable tragaperras. ¿Quiere acaso ganar un dineral, o se conforma con recuperar lo perdido? ¿Y si sólo aspirase a dar un golpe espectacular, por más que todo lo recuperado, y veinte tantos más, terminen escapando por el mismo agujero? Romántico insaciable, el perdedor no espera que la fortuna se quede a dormir, pero reclama a gritos el derecho a llevarse -a la tumba, aunque sea- la huella de sus labios agridulces.

     El suertudo comete, por default, el desliz de pensarse simpático. Y guapo, y ocurrente, y adorable, cuando a leguas se ve que ya no es él, sino sólo su suerte quien cosecha esas dosis groseras de popularidad, odiosas a los ojos de todo salado. Pues la suerte acostumbra llegarnos como el balón a los pies del futbolista: rica en promesas y oportunidades, pero asimismo perseguida por decenas de pies dispuestos a aplastarnos por arrebatárnosla. ¿Nos parecen acaso simpáticos quienes por el momento usurpan esa cumbre despeñadiza que desde tiempo ha nos corresponde?

     Poco sabe de suerte quien la ha tenido siempre de su lado, y por lo tanto desconoce el vértigo magnético que habita las entrañas de la perdición. La costumbre del triunfo es, como bien recuerdan quienes ya la han perdido, predecible y de paso traicionera: ese doble atributo que escolta a la soberbia y de pronto delata un pacto con el diablo. Perder, en cambio, nunca es una rutina. Puesto que si realmente asumiera uno la condición de perdedor, tendría que ser un bestia para seguir jugando. Como el ferviente amante para quien deseo y distancia son factores directamente proporcionales, quien soporta el asedio de la mala sombra avista en su destino un inminente cambio de señales, sin el cual ni una sola de sus penurias habría tenido algún sentido. ¿O es que a alguien le apetece padecer sin sentido? ¿Quién, que salga hecho polvo de una mesa de black jack, no va a sentirse entero y vigoroso si colige que todo tuvo un por qué?

     Nadie como el salado para desarrollar teorías personales en torno a la fortuna. Así como el fallido seductor tiene todas las fórmulas químicas y esotéricas para obtener el sí de una mujer esquiva, el salado se basa en su falta de experiencia como triunfador para, teóricamente, dominar el tema. Por lo demás, ser los favorecidos por la suerte difícilmente ayuda a comprender cómo fue que llegamos hasta allí, menos aún a predecir cuándo y cómo la suerte nos dará la espalda. Y esa es precisamente la gracia de la suerte: no hace cita con nadie.

     A diario cortejada con rastrera insistencia por catervas de vagos y tramposos, no son pocas las veces que la suerte prefiere entregarse a los guiños chulescos del fullero antes que responder a las rosas y orquídeas del pretendiente honesto. ¿Por qué nos sigue una, si queremos a la otra? ¿Será que no ha aprendido a distinguirnos? Según reportan ciertos usuarios exigentes, parece que la buena fortuna nunca será tan buena para dejar de sospecharla mala, pues al día siguiente del idilio ya resulta aburrida y ordinaria. La mala suerte, en cambio, cuenta entre sus ventajas la camaradería de todos los salados del mundo. Porque es cierto que la desdicha inspira confianza, tanto como la extrema ventura provoca algún recelo inexplicable. ¿Cómo entonces queremos que la suerte se quede, si la obligamos a vivir escondida?

     Con frecuencia, los optimistas incurables apostamos la vida a que el día siguiente será mejor que el previo. Que volverán las risas, los besos, el amor. Y aquí estoy, contemplando girar a la ruleta con la suma final de mis fichas sobre el tapete verde, creyendo que mañana será al fin otro día.

 

Leer más
profile avatar
1 de febrero de 2008
Blogs de autor

¿Reglas a mí?

Hay cínicos que dicen que esta ciudad no tiene arreglo. Basta, no obstante, con asistir a esas conversaciones tensas-pero-cordiales que día a día entablan ciudadanos y servidores públicos para entender que en estas calles todo puede arreglarse. Para eso existe la pregunta esencial de la autoridad correspondiente: ¿Y cómo va a querer que lo arreglemos?

     Una de las habilidades que definen y clasifican al estoico habitante de la ciudad de México tiene que ver con su capacidad de negociar con las autoridades correspondientes. Un chilango curtido en las artes retóricas del regateo sabe que el policía no es necesariamente un desalmado, sino a menudo lo contrario: un alma subalterna atormentada por la diaria metralla que supone fungir como guardián de todos en tierra de nadie.

     Pocas autoridades soportan tantos insultos y denuestos impunes como ese policía adolorido que en consecuencia exige ser tratado con el ungüento del respeto. Para entender mejor esta cuestión, observemos las exquisitas maneras de ese motociclista chilango que se quita los guantes como un dandy para hacer el alarde de civilidad que nos ubicará del lado de los bárbaros. Estamos ante un caballero, en el sentido medieval de la palabra, de manera que incluso después de recoger el óbolo correspondiente invertirá un par de minutos en sermonearnos sobre nuestra seguridad personal y el consiguiente bienestar de la familia. Todo este protocolo, incomprensible para el extranjero, nos permite asumir, a la hora de despedirnos del policía, que no fuimos lo que se dice chantajeados, sino en cierto tenor aleccionados por la módica suma de...

     A falta de literatura, estándares o tabuladores fidedignos, el chilango profesional se jacta de llegar a niveles de regateo tan escandalosos como la moneda en el aire: cien o nada. Sobran los policías prestos a probar suerte a costillas del infractor, y éste, por su parte, no conoce placer más deleitoso que el de ver a ambos patrulleros retirarse vencidos, sin un peso en la bolsa.

     Por más que, ya en la práctica, estas negociaciones nos resulten desde siempre familiares, cierto es que los chilangos gustamos de juzgarlas con un apego estricto a la teoría, según la cual se trata cada vez de un hecho extraordinario. Un favor personal, incluso, puesto que el oficial preferiría levantarnos la multa, y no se cansará de repetir que tal es su deber, pero tratándose de una persona tan decente está dispuesto a hacer una excepción. Así las cosas, el infractor no es un corruptor, ni el policía un extorsionador, sino que ambos son personas tan finas que comprenden a plenitud el carácter excepcional del entuerto, y por lo tanto están dispuestos a resolverlo con la parte más abierta del criterio, que en estas situaciones suele ser la cartera. Armados de impecable diplomacia, uno y otro despliegan los más nobles argumentos para entablar un sutil duelo entre voracidad y tacañería, mentiras y pretextos, ínfulas y complejos, halagos y cumplidos: una lección de esgrima entre gentiles. ¿Quién osaría creer que están regateando?

     Otros hacen vasijas, telas, platillos, muebles; los chilangos nos especializamos en hacer excepciones. Y ello no puede menos que reflejarse en la flexibilidad de un lenguaje a diario deformado por tribus inconexas de supervivientes. Por más que las autoridades se empeñan en echar a andar programas de Tolerancia Cero, el chilango es biológicamente incapaz de asumir semejante concepto: equivalente, según rancias costumbres locales, al grosero ejercicio de la mamonería. Pues sucede que aquí, entre los chilangos, un cerotolerante vive a merced del público pitorreo. ¿Por qué? Pues muy sencillo: por mamón.

     Rígidos en la forma y elásticos en el fondo, gastamos diez centavos en promulgar las leyes y cien pesos en eludirlas, básicamente porque a mí nadie me va a decir lo que tengo que hacer. Y ahí sí no hay arreglo: regla que no se tuerce a nuestro gusto no es derecha. Se entiende así la paradoja chueca del chilango: malo para la regla, bueno para la excepción.

     Se sabe que las reglas viven una existencia austera y recatada, mientras las excepciones son proclives a excesos y desenfrenos. Todo lo cual incide en la probada fertilidad de las unas, ante el estéril pasmo de las otras. De modo que al final sobreviven sólo las excepciones, y eventualmente desempeñan la función antaño reservada a las reglas: esas plebeyas cortas de criterio.

Leer más
profile avatar
30 de enero de 2008
Blogs de autor

Celos. Jealousy. Ciume.

Se saben feos, y aun así se pasean por la vida con inexplicable orgullo. Creen que son glamorosos, además, como le pasa a aquellos narcisistas que viven a la moda consigo mismos. Se les ve siempre airados, cobradores, cargados de razones hechas en casa: sus documentos de identidad. Según ellos, están totalmente justificados, aun cuando con frecuencia pecan de abstractos. Podría incluso decirse que los celos son, entre más abstractos, más concretos, y ello los hace verse en el espejo como esos chicos sesudos y solícitos sin cuya generosa ponzoña pecaría uno de ingenuo en esta vida.

     Nadie quiere vivir con ellos, menos aún con quienes acostumbran padecerlos. ¿Cómo explicar entonces que en ciertas situaciones aborrecibles resulten bienvenidos como un sicario que se jura a nuestro servicio? ¿Por qué les damos todas esas facilidades para llenarnos la cabeza de su veneno pútrido y cancerígeno? ¿Y si fuera porque su sola presencia nos recuerda que estamos vivos y jugando a la ruleta? ¿Qué no daría el solitario vitalicio por ser de cuando en cuando aguijoneado por celos de verdad? Y ahí está el escozor: no los queremos pero vamos tras ellos, o en todo caso vienen tras nosotros y nos dejamos alcanzar como unos principiantes. Ahora bien, ante los celos todos somos principiantes.

 

     ¿Alguien recuerda las últimas lágrimas de Hillary Rodham Clinton? Hay quien piensa que fueron por estricta ambición decepcionada, pero sólo hay que oír hablar a su marido -"el más negro de los presidentes blancos", le llaman sus adeptos memoriosos a Bill Clinton- para entender la clase de celos con los que el matrimonio tiene que cargar, pues a leguas se ve que no soportan ser menos negros que Barack Obama. Si los republicanos se pelean por aplastar inmigrantes, hoy los demócratas han apostado a ver quién es más negro; quedarse atrás en tamaña carrera les dejará un regusto a celos irrevocable. Y ya lo dijo el Soberano de Las Vegas: We can't go on together with suspicious minds.

     Hay quienes piensan que Barack Obama -"Barry" en su juventud- no es suficientemente oscuro. De poco vale que en su temprana mocedad pareciera antes un miembro de los Jackson Five que un futuro candidato a la presidencia de su país, pues de acuerdo a los radicales de la negritud su ascendencia parcialmente blanca no alcanza para hacerlo digno de confianza entre los brothers. Más oscuro que nunca, el consorte de Hillary llegó a insinuar que el rival de su esposa siente nostalgia por Ronald Reagan, blanco entre los blancos. ¿Y quién, sino un celoso desenfrenado, es capaz de llegar tan lejos en la pura especulación precoz?

 

     Francamente, a Bill Clinton lo prefiero sin celos y a solas. Vamos, era infinitamente más simpático cuando dormía en la sala con el perro, mientras Hillary y Chelsea se reponían del huracán Lewinsky, que contagió de celos a media humanidad. ¿Qué hace este hombre que toca el sax y fuma mariguana sin aspirarla convertido en un blanco celoso y renegado? Por lo demás, quienes hemos sentido el látigo de los celos agudos encontramos pueriles los celos de los Clinton, que quisieran ser negros y no lo consiguen.

     Malcolm X se quejaba de los negros afectos a alaciarse el pelo para parecer blancos ante todos, menos ante los blancos de origen, varios de los cuales se habrán pitorreado de sus empeños. Hoy la risa ha cambiado de bando, y ya los brothers quieren ver rapear a la mulata Hillary y el zambo William, en su camino de regreso hacia la Casa Blanca, que a estas alturas tendría que ir mudando de color.

     No suena mal: The Black House. Y ya entrados en gastos, The Funky House. Cualquier cosa con tal de no seguir pensando en celos. Que ya se sabe, son muy pegajosos. Pobrecito Barack: yo en su lugar ya traería la melena lacia y rubia. Sólo por darles celos a los de enfrente.

Leer más
profile avatar
30 de enero de 2008
Blogs de autor

Después del ventarrón

Apenas anochece cuando arrecia el rugido. Subes a la recámara, te asomas al balcón y te miras tan frágil como esos espectaculares que ahora mismo se están viniendo abajo en otras partes de la ciudad. Supones que exageras cuando percibes aires apocalípticos en este ventarrón desenfrenado que ya apagó las luces en todo el horizonte. Subes a la terraza tras los perros, que en momentos como éste suplantan los ladridos por aullidos lobunos que dotan a la atmósfera de un aire tan siniestro que comienza a gustarte, toda vez que es tu tribu la que ahora patrocina los efectos especiales. Las antenas oscilan y prefieres no imaginarte lo que podría pasar si al viento se le ocurre llevarse a la más grande como una sombrilla. Mary Poppins From Hell.

     Cuando vuelve el silencio se han ido ya las últimas sombras de la tarde. Recuerdas que la MacBook está sin carga y el no-break también. Intentas el teléfono pero algo pasa con las comunicaciones. Cuando por fin consigues hablar con alguien, te enteras de que no hay semáforos en media ciudad. Hubo un muerto, te dicen. Le cayó encima un árbol, dentro del coche. En términos estrictamente personales, todo el Apocalipsis se puede reducir a un apagón definitivo en el interior del coche. Sin rechinar de dientes, ni caballos, ni Bestia. De la nada y por nada. Muchas gracias y adiós, la salida está al fondo. Cualquier día vienen y te lo dicen a ti.

     No hay una sola vela en la casa. Te alumbras con el mismo Treo 650 que te mantiene en contacto con lo que pueda quedar del mundo. Das con el PSP, los audífonos, una barra de Snickers, un par de almohadas. Podrías intentar escribir en el Treo, pero esta suerte de fatalismo bíblico apenas si te deja escurrirte hacia afuera de la nada imperante por vía de un veneno que acaba de cortarte los lazos con el resto del mundo. Chet Baker, Time After Time. Si el mundo se viniera abajo ahora mismo, te agarraría al menos con Baker & Snickers. Morirías sonriendo, eso sí.

     Te preguntas qué música oiría el hombre del coche cuando le cayó el árbol encima. Tendría prisa, acaso. Como tantos ahora, sin luz ni semáforos. Como tú no la tienes porque Chet Baker no lo permite. ¿Cuánta gente estará cantando en el día y la hora que te apaguen la luz para siempre? ¿Por qué los padres de antes prohibían a sus hijos escuchar música durante Semana Santa? "Sólo música sacra", concedían, pero no incluían allí a Van Morrison. Tampoco había PSP, ni llegaban a México los Snickers. Había que contentarse con el siniestro espectáculo de la quema de Judas el sábado de Gloria. Que no era poco, al fin. Pero un momento: ¿qué estás haciendo allá, tan lejos del tema? ¿No será que Chet Baker te ha pegado tan fuerte que te escapas igual que un niño a su cuarto de juguetes?

 

     Siempre que la naturaleza se manifiesta de forma violenta, incontables parejas se entregan a besarse instintivamente, resueltas a llegar a mayores por el bien y el futuro de la especie. A saber si los perros aullarán de pasión. Por lo pronto, sus aullidos entran en los audífonos y se cuelan a lo hondo de la canción, intrusos bienvenidos. Piensas en besos largos y remotos. Besos con aquel mismo sabor a Snickers. Ahora mismo deben de estar engendrándose nuevos ciudadanos que tal vez nunca sepan que son hijos casuales de un ventarrón, como otros lo serán de un huracán, un derrumbe o un ataque terrorista. De repente la cercanía de la muerte llama con desesperación a la vida, tal como la negrura deja paso a la luz. Chet Baker lo sabía, nada tan luminoso como sus crepúsculos.

     Cuando vuelva la luz te habrás dormido. Despertarás ya con el sol arriba, recordarás el pequeño tornado y prenderás la tele preguntándote si otro ventarrón no habrá cargado ya con las antenas. Ahí estará la imagen, sin embargo: antenas y satélites en su sitio de siempre. También la corte de aparatos resurrectos que de nuevo sostienen la mentira piadosa de que estamos seguros y todo va a seguir por siempre así. Como decía Chet Baker, time after time

Leer más
profile avatar
25 de enero de 2008
Blogs de autor

Objetos entrañables: el calendario

Cuando niño, vivía pendiente de él. Iba contando los días que faltaban para vacaciones, cumpleaños, Navidad. Mi abuela tenía uno con una hoja para cada día, que yo presto arrancaba nada más enterarme que era ya medianoche. Claro que entonces los días eran largos; por no hablar de semanas y meses, que se extendían como eras en medio de una infancia cuya última orilla aparecía distante como el juicio final del que hablaban los curas.

     Cada enero, recibía los nuevos calendarios como si se tratase de álbumes vacíos. Después, cuando tocaba recorrerlos lerda, y en ocasiones tortuosamente, miraba hacía los días o meses venideros en busca del primer salvavidas a flote. Más que creer -cosa muy complicada durante la zozobra de una larga noche- asumía que los días pasaban de acuerdo a una progresión lógica, segun la cual todo tendría que ser mejor al siguiente.

     El final de la infancia es también el comienzo de una aceleración vital que apenas deja tiempo para voltear a ver el calendario. Se vive enamorado, en muchos casos, pero ya no con la paciencia de la niñez. Ahora se tiene prisa por poseer la luna, y la prisa no mira hacia los calendarios. Pero ellos ahí siguen, señalando los días con el celo de un cancerbero bien pagado. Cree uno que el mero hecho de ir y comprarlo le convierte en el dueño del calendario, cuando es él quien le tiene atenazado.

     Vivir de espaldas al calendario puede llegar a ser tan delicioso como olvidarse totalmente del reloj. Parecería que el tiempo no transcurre y uno puede cruzarlo como una playa interminable, por eso nos molesta y nos aburre cuando alguien trata de ponernos de nuevo bajo la tiranía de las manecillas. Cuadrado, le llamamos, forzando alguna mueca que revuelve lástima con sarcasmo, amén de cierta envidia inconfesable. De cualquier forma, hay un reloj interno. Puede uno vivir sin reloj y saber qué hora es con una respetable aproximación; si bien muy pocos lujos parecen tan costosos como olvidarse del calendario.

     Puedo verlo mirándome desde aquella pared insoslayable, algo menos de un metro arriba a la derecha de mi almohada. Lo veo incluso cuando no lo veo, no sería tan raro que lo observara en sueños. En realidad, me importa poco el día que pueda ser. Martes, jueves, apenas si me entero. Lo que realmente cuenta son los números: cada día, al final de otro trecho de escritura, corro por las planillas de pegotes y con ellas registro el avance de folios en el calendario. 292, 296, 300. Ver cada uno de esos tres dígitos en el espacio de cada día me sumerge en la vieja sensación de aquellos excitantes álbumes de estampas que nunca conseguí llenar, probablemente porque nunca se me ocurrió ayudarme con el calendario.

     ¿Qué hace un niño cuando por fin llena un álbum? Arrumbarlo, supongo. Tal vez entonces no llenara los álbumes porque alguien muy adentro temía que tamaño logro acabaría de tajo con la diversión. Que es también lo que pasa cuando por fin terminas la novela. Queda un hueco en la vida, no sabe uno qué hacer con los días que vienen. Se relee, se corrige, se recuerdan con pasmo restrospectivo los zarpazos y rugidos del león, cuando matarlo parecía quimérico. El drama, sin embargo, está en la tiranía bendita los números: el calendario lleno de pegotes cuenta una historia íntima comparable a la de los marcadores deportivos.

     Más que sencillamente comprar un calendario, lo que hago es contratar a un capataz implacable, al que nunca podré sobornar ni engañar. Si pasa una semana sin pegar nuevos números, la vida se transforma en vil sobrevivencia inmerecida. Come uno y duerme con la sensación íntima de ser un ladronzuelo de sí mismo. Un bueno para nada. Un mequetrefe. Un cínico. A tres días de haberse interrumpido una marcha que ya creía espectacular, me detengo al principio del miércoles y digo que ya basta. Me desafío. Me orillo. Me amenazo. Le repito al espejo que ay de él si mañana no crecen mis números.

Cerca de ahí, un par de ojos acecha. Son los del calendario: nadie como ellos duda que mataré a ese león. Y es gracias a esas dudas que sigue uno peleando, ruja quien ruja.

Leer más
profile avatar
23 de enero de 2008
Blogs de autor

De domingueros demonios

Las del domingo suelen ser tardes tristes y añorantes. Para quienes gustamos de hacer de la añoranza un deporte de alto rendimiento, ello también es una oportunidad de visitar abismos poco frecuentados. Visitarse. Zarpar saudade adentro, navegar el recuerdo de domingos que no parecieron domingos. De manera que ahora, cuando menos me da la gana que sea el día que es, lanzo conjuros a la televisión y acabo castigándola sin sonido. En la pantalla está Venus Williams, que es una bailarina dando un grand jeté al ritmo de la música que invade totalmente la habitación.

     Hace un rato apareció Roger Federer. Decía que le gusta jugar el quinto set, sobre todo porque muy pocas veces llega hasta allá, y al hacerlo puede recolectar información de gran valor sobre sí mismo. Conocerse en situaciones extremas, acreditar sus límites y buscar la manera de extenderlos. Vive uno a veces la tarde del domingo como Federer su más reciente quinto set, un par de días atrás. Setenta y ocho minutos, para un total de cuatro horas y media. Engaño a la saudade dominguera revisando estadísticas de Nadal y Federer. Ha sido gracias a ellos que a varios nos volvió la pasión por el tenis, de la que un día Pete Sampras nos echó a golpes de aburrimiento puro.

     Hace un ratro vi el juego de Nadal, ahora comienza apenas el de Federer. No he querido perderme el sonido del primero, pues al cabo de cuatro raquetazos vivo cada pujido como si fuera mío, situación que se intensifica notablemente si quien juega es María Sharapova. El problema es que no soporto a los locutores, que amén de distraer mi atención con gringadas gaznápiras, tienen voz de domingo. Se diría que intentan hablar al oído del patriarca cervecero que eructa complacido frente a la pantalla. Uno de ellos, el famoso Bud Collins, acapara de pronto la pantalla, mientras atrás Federer está a un punto de quebrarle el servicio al checo Tomas Berdych. Subo el volumen de la televisión pensando solamente en insultar a los dos locutores atorrantes que entrevistan a Collins a media jugada.

 

     Federer se equivoca más de una vez. Pierde el servicio pronto en el segundo set y más tarde, en la muerte súbita, cae hasta 2-5 y ya los locutores se preparan para defenestrarlo. El insufrible Collins vaticina que la caída de Federer "será una buena noticia para el tenis". Dos minutos después ya cambian de opinión porque Federer ha resistido dos set-points en contra y regiamente se hace con el segundo set. Federacity, llama ahora Collins oficiosamente a la cualidad de "estar siempre en el lugar y el momento preciso". Justo cuando me armaba de la federacidad suficiente para callar de nuevo a los locutores, irrumpe en la pantalla un comercial que en sesenta segundos hace pedazos la melancolía del domingo. No sé si esta sonrisa se deba a un buen recuerdo o a que me acaban de vender un jeep.

     Hace ya muchas horas que en Melbourne se acabó el domingo, pero son diecisiete las que nos separan. Cuando Federer remata el tercer set y avanza a cuartos de final, son ya más de las once. Miro atrás y descubro que el domingo termina de rendirse. El jeep de Roger Federer me ha dejado tomar un atajo tan sorprendente como esas bolas de ángulos imposibles que solamente el suizo sabe aterrizar y tal vez sólo Nadal le devuelve. Para el domingo próximo en Melbourne -sábado por la noche en México- habrá un nuevo campeón del Abierto de Australia, y muy probablemente será el mismo. Luego vendrá el domingo mexicano: a ver qué jeep lo saca a uno de ahí.    

   

Leer más
profile avatar
21 de enero de 2008
Blogs de autor

Objetos entrañables: la regadera

 

Todos la llaman ducha, pero aquí le decimos regadera. "Voy a darme un regaderazo", anunciamos, si la idea es hacerlo en un par de minutos. No obstante, para algunos, los momentos pasados bajo el chorro se cuentan entre los más importantes del día. No es casual que la escena más recordada de Hitchcock -la más copiada, también- sea la de la mano con el cuchillo penetrando el espacio sagrado de la ducha, donde la gente canta y habla sola porque se sabe o cree saberse libre de testigos. Si al cabo han de llegar a asesinarme, por lo menos espero que tengan la decencia de agarrarme vestido, seco y lejos del oráculo húmedo. Pues habemos quienes creemos que en el interior de ese entrañable mecanismo residen todas las respuestas que importan. Iré por partes.

     Fue desde siempre un sitio fundamental. De muy niño, recuerdo que escribí mis primeras palabrotas con el dedo, sobre uno de los cristales opacos a los que cada noche el vapor convertía en pizarrón. Y lo recuerdo porque al día siguiente a mi padre le dio por preguntar quién había escrito cabrón, puto y pendejo en el baño. Allí también jugaba a inventar las personas y aventuras que al día siguiente, ya en el salón de clases, invadirían con fruición secreta mis cuadernos. Todo empezaba debajo del agua, en ese espacio impune y decisivo donde uno se hacía muchos, y nadie nunca lo iba a saber. No imaginaba entonces lo poco que los años cambiarían de aquellos rituales.

     Cuando una persona concibe fácilmente ideas atractivas y peligrosas, se dice que es una cabeza caliente. Y bien, que a mí nadie me quita de la cabeza la idea de que el solo hecho de estar bajo la regadera calienta las neuronas y hace posibles pensamientos raudos e inspirados. ¿O será acaso que la libertad íntima de la que uno disfruta en ese reducto permite a la cabeza sobrevolar latitudes imaginarias insospechadas? En cualquier caso, encuentro que el espacio de la regadera es un vibrante punto de introspección. Acudo a ella, a veces, craneando ya una agenda de invenciones que me devuelve a la niñez y la tina, cuando chapoteaba uno entre patos y otros muñecos de goma que hacían de la hora del baño un carnaval privado. Es posible que todavía sea el momento cumbre del día.

 

     Ha cambiado el horario, por supuesto. Mojarse de mañana es emerger alerta del reino del cuerpo para integrarse al mundo con la frescura que la cama desconoce, plantar una frontera entre sueño y vigilia e instalar una aduana capaz de distinguir posibles de imposibles. Por eso a veces trato de conducir los pensamientos sólo por los carriles que me interesan, pero la regadera no me lo permite. Le vienen mal la disciplina y las órdenes; lo suyo es distraer, divagar, distender. Con frecuencia, por tanto, dejo la regadera con la cabeza llena de entusiasmos desconectados de lo que previamente a la inmersión eran mis intereses inmediatos.

     No vayamos más lejos: hoy mismo entré a bañarme con el coco totalmente ocupado por la voz de Quincy Coleman y salí con la idea, extraña en un principio, de escribir justamente sobre el impostergable tema de la regadera. Y ahora que lo recuerdo, me ha pasado allá adentro lo mismo que a lo largo de estos párrafos: olvidé por completo el tema del jabón

Leer más
profile avatar
17 de enero de 2008
Blogs de autor

Adulterio literario

Creo en el blog como en una chica mala, de esas que hacen el mal sin mirar a cual, pero igual lo hacen bien sin mirar con quién. Estoy formalmente casado con una novela en proceso, que no es exactamente una mujer de su casa, sino una furcia de la peor estofa. Es un hecho, no obstante, que goza de un lugar de privilegio en mis días, tanto como que nunca la toco de noche. Y eso ahora la enfurece, pues ve que por las noches se me escurren las manos hacia la chica mala. Sé que suena gratificante y divertido, y puede que lo fuera por un par de semanas, pero después ha sido la guerra. Antes de El Boomeran(g), dedicaba la noche de un casto día de escritura a soñar y dejarme soñar por los personajes de la novela; hoy éstos tienen que pelear con singular sevicia para recuperar el territorio perdido durante una febril noche de blog.

     No me puedo quejar. Antes los personajes iban y venían de acuerdo a su capricho, sujetando el avance de la historia a las diversas veleidades del día o la semana. Llegó a pasar un mes sin que uno solo llegara a la cita. Lo cual, siguiendo el hilo de la metáfora, equivaldría a una severa crisis conyugal. Y justo cuando estábamos reconciliándonos llegó la chica mala. En la mezquina esfera de las relaciones interpersonales, ese remate habría bastado para poner punto final a la historia, pero en los territorios de la novela esos problemas con trabajos ameritan un punto y aparte.

     Llamarle a una novela chica buena es poco más que insultarla. Novela que no es perra, tampoco muerde. Y a uno le gusta que los libros muerdan, que le jodan la vida como Dios manda porque llegó la hora de tocar fondo y rebotar violentamente hacia arriba. Veo, pues, a la novela como una Shirley Manson que salta de mañana, en la última orilla de los sueños, cantando "Tú me crucificaste mas yo volví a tu lecho, igual que Jesucristo de entre los muertos". Por eso digo que los vicios se amafian, igual que en su momento lo hacen los personajes, cuando está de por medio la supervivencia.

     He grabado un concierto de Garbage, al cual encuentro drásticamente literario, frente a cuyas imágenes apilo estas palabras. No está a mi alcance ahora sustraerme al instante en que la Manson se pesca del micrófono para escupir de nuevo aquella vieja frase que bien podría dar inicio a una historia de ritmo compulsivo: I can't use what I can't abuse. Escribir es también abusar de casi todo aquello que se usa, empezando por uno mismo, que contiene ya el virus y el antídoto. Y no se puede hacer de otra manera. Y es más, si se puede no quiero saberlo. I'm only happy when it rains.

      El punto es que la chica mala, reputación aparte, ha hecho efectivamente más bien que mal. Solamente saber que nos fuimos de juerga una vez más me provoca el impulso irreprimible de correr a los brazos de la novela, que me espera ya ansiosa en la libreta, lista para creerme todo lo que le cuente mientras me voy perdiendo entre sus meandros y creo una vez más que no hay más realidad que esa ficción. No es, al fin, a pesar de la chica mala que escribo en las mañanas con disciplina férrea y furia desbocada, sino precisamente por su causa. O sea que lo dicho: forzados a vivir en promiscuidad, los vicios siempre acaban conspirando.

     Una de las virtudes cardinales de las furcias de mala entraña consiste en no perder el cool ante nada. Gozo de esta bigamia emocional porque en ambos lugares soy capaz de rascarme cualquier comezón. Dice el proverbio árabe que el hombre que tiene dos casas pierde la razón, y el que tiene dos mujeres pierde el alma. No aclara, sin embargo, qué sucede cuando las dos mujeres lo poseen a él, y ninguna se distingue por buena. "Derrama en mí tu miseria", canta ahora la mala de la Manson, y una vez más siento que me hace bien. Que la ponzoña es bálsamo y el ardor frescura. Gracias, pues, chica mala. Me ha dicho La Señora que no hay hard feelings.

Leer más
profile avatar
16 de enero de 2008
Blogs de autor

La ruta del desconsuelo

Da un poco de vergüenza escribir desde el desconsuelo, pero hay días en que es preciso hacerlo. Parecería que se busca el consuelo, peor aún la compasión, cuando a veces se quiere sólo más desconsuelo: un estado poético donde los haya. La primera acepción de la palabra, de acuerdo al diccionario de la Real Academia, peca un poco de obvia: "Angustia y aflicción profunda por falta de consuelo", pero ya la segunda hace el esfuerzo de invadir territorios metafóricos: "Desfallecimiento, debilidad de estómago." Imaginemos a ese órgano lánguido y nihilista que se mira incapaz de hacer lo suyo por causa de una pena sin alivio. "No tengo hambre", alardea el desfalleciente, discretamente ufano de estar inconsolable, y en tanto indiferente a las pequeñas recompensas de la vida. "No puedo más", reconoce el estómago, incapaz de ofrecer otro consuelo que el de soltarse vomitando de pena: prueba de que se sufre de manera fehaciente.

     Me encantaría poder narrar el desconsuelo de un personaje sin adquirir el virus a mi vez, pero eso sería tanto como hacer el amor manteniendo la calma. Pobre de quien lo logre, me consuelo, siguiendo ya la senda de contagio que desemboca en esa debilidad de estómago por cuya causa cree uno que el amor es heroico. Ahora bien, mi personaje vive desconsolado pero intenta disimularlo ante el espejo, razón más que bastante para quebrarlos todos y a partir de ese día sobrevivir a espaldas de sí mismo, entre espartana y sibilinamente. Y me pasa ya por tercera vez en la semana que he salido a la calle sin haberme mirado al espejo y demasiado tarde me doy cuenta que traigo la pelambre como Sid Vicious, sólo que sin glamour.

     Nada indigna tanto a un desconsolado como que alguien le crea capaz de ser práctico, objetivo u optimista. Cuando mi personaje es visto con extrañeza porque está mal peinado y peor afeitado, lo hace con el derecho que le da el desconsuelo. Esto es, cautivo de un egocentrismo que le ahorra la más elemental reflexión en torno a la naturaleza viral de su padecimiento. De muy poco me sirve ponerle alguna de esas canciones californianas hechas precisamente para aliviar la debilidad de estómago; él insiste en oír sólo aquellas que garantizan el sano crecimiento de su desconsuelo. Como era de esperarse, acabamos metidos en una vieja canción de Peter Hammill cuya letra y espíritu hacen desfallecer al más plantado. Traduzco libremente por el puro deleite de la flagelación:

     He estado solo hace tanto que he olvidado cómo es sentir a alguien a mi lado y escucharla respirando cuando despierto a la noche. He estado solo hace tanto que he olvidado qué decir; y si me encuentro con alguien que se parece algo a ti, sonrío y miro sin ver. He estado solo hace tanto que he olvidado qué hay que hacer; como armarlo todo bien, cómo asistirla si sufre, cuándo huir, cuándo pelear, cómo hacer que no se vaya... si lo supe alguna vez.

     A diferencia de las personas, los personajes no acostumbran padecer en balde. Necesitan llorar por el bien de la historia, y saberlo es de gran ayuda cuando no entiende uno por qué hace días que se pelea con quien tiene el mal tino de ponérsele enfrente. Hay un sentido en ello, nada es porque sí; también por eso se rechaza el consuelo. Te arde porque te cura, intentaba mi madre consolarme cuando me untaba merthiolate en una herida. Cierto es que nada cura la carne viva del narrador como sumarle páginas al proyecto. Y eso debe de ser lo más desconcertante para la empleada del almacén que no sabe si debe mirarme con lástima u horror porque algo en mi sonrisa le dice que la estoy pasando en grande, aun con esa pinta de ciclotímico en abierto descenso. Qué mal pero qué bien, confiesan ambos ojos.

     Está desconsolado el personaje. Luego, hay un personaje -consuelo de consuelos, me permito opinar- y tras su mal fingida indiferencia se revuelve una bestia temperamental que en momentos padece debilidad de estómago, aunque pienso que de eso se alimenta. Cree que sólo es posible levantarse del suelo cuando al fin ha llegado hasta el subsuelo, donde los otros ya lo dan por fiambre. Con permiso, que lo vengo siguiendo.

Leer más
profile avatar
14 de enero de 2008
Blogs de autor

El cielo de Canudos

Massacará, Jeremoabo, Uauá, Cocorobó. Los nombres de los pueblos evocan una familiaridad emocionante, más todavía llegando a Bendengó, que es donde hay que dejar la carretera, dar vuelta hacia el oriente y seguir adelante por la brecha que lleva a Canudos, bordeando lo que, creo, tendría que ser el río Vassa Barris. Si es así, me entusiasmo, podría estar ahora mismo cruzando el Tabolerinho. Pero sé mucho menos de lo que creo, prueba de ello es que busco una montaña que nunca estuvo ahí y un lugar que ha perdido para siempre su nombre.

     Hay todavía menos gente que vehículos, el coche se abre paso entre pedreríos y terregales que a otros les podrán parecer desoladores; no para quien los ha recorrido imaginaria y febrilmente, y ahora no puede ver un cacto en el camino sin atisbar detrás yagunzos emboscados con fusiles, pitos y cerbatanas. Son ya más de las cinco de la tarde cuando subo por una rampa en dirección a un monumento: el Memorial de Antonio Conselheiro. Salgo del coche, doy unos pasos en torno a la estatua, miro el paisaje y algo no cuadra. Toda esa agua, para empezar, no aparecía en el libro de Vargas Llosa, ni en el de da Cunha. Se suponía que el Vassa Barris estaba medio seco. Pero aquí no hay un alma que me saque de dudas, apenas unas cabras que suben y bajan, mientras en la cabeza pasan lista Antonio Vilanova, su hermano Honorio, las Sardelinhas, Galileo Gall, Rufino, Jurema, el periodista miope, Febronio de Brito, el Barón de Cañabrava. La sola fuerza centrípeta de los personajes me recuerda que no voy tras la Historia, sino tras la novela.

     Según las flechas, el pueblo que está tres kilómetros más allá del Memorial es justamente Canudos, pero no me coinciden las referencias. El pueblo es muy pequeño, apenas unas cuatro cuadras maltrechas y un pequeño museo dedicado a la guerra de Canudos, donde un guía me explica por qué no estoy donde creía estar. Lo que hoy se conoce como Canudos es lo que en esos tiempos era Cocorobó. La hacienda a la que el Consejero bautizara como Belo Monte nada tenía que ver con superficie montañosa alguna. Para llegar allí hay que regresarse varios kilómetros en dirección a Bendengó, señala el guía y se ofrece a acompañarme a cambio de un billete de cincuenta reales.

 

     Hace ya muchos años, bajo el gobierno de Getulio Vargas, que el Vassa Barris creció hasta sepultar bajo el agua lo que un día fue Canudos, merced a un proyecto de represas que cambió para siempre el sertón. Son ya casi las seis, camino entre los muros derruidos de la Fazenda Velha, que es donde habría muerto el Coronel Moreira César. Todavía no oscurece, hay tiempo para ver con calma las trincheras y encontrar entre piedras y arena restos de huesos de los combatientes. Sorprenden las distancias, cómo tantos soldados y yagunzos podían disputarse tan poco espacio. Y en un rato, cuando estemos de vuelta en el pueblo y el guía me recomiende un cuarto de diez reales en el hotel Brasil, la sorpresa estará toda en el cielo.

     La noche del sertón tiene dos atracciones ancestrales: beber cachaça y contemplar el firmamento. Constelaciones sobre constelaciones, un tejido de luz que pasma y embelesa. Qué de raro tendría, insisto, que los más miserables entre los sertaneros fueran, dado el contraste entre la tierra seca y el cielo generoso, clientes naturales del misticismo a ultranza. Quiero creer que el cielo sigue igual y de Canudos queda entero el firmamento. Afuera del hotel hay tres casas habilitadas como bares. De un lado de la barra, los clientes bebiendo a media terraza. Del otro, la familia en la sala viendo televisión. Salgo al coche, me tumbo sobre el cofre, con un bote de guaraná en la mano, mientras la otra sostiene el PSP de donde brota la voz de Chico cantando Mujeres de Atenas. Es entonces que la mirada incisiva de un niño de cinco o seis años, apostado en la orilla de una ventana de su casa-bar, me recuerda que más que un extranjero soy aquí un bicho raro que escucha con audífonos canciones cariocas, habla con un acento de ninguna parte y se atreve a pedir una caipirinha, para aguda extrañeza de los presentes. Razón más que bastante para escapar de vuelta al hotel Brasil y caer como un muerto sobre la cama, en la esperanza muda de despertar oyendo las campanas en las torres del Templo del Buen Jesús.

     -Alabado sea -responden desde el sueño varios ex cangaçeiros rozados por el ángel.

Leer más
profile avatar
11 de enero de 2008
Close Menu
El Boomeran(g)
Resumen de privacidad

Esta web utiliza cookies para que podamos ofrecerte la mejor experiencia de usuario posible. La información de las cookies se almacena en tu navegador y realiza funciones tales como reconocerte cuando vuelves a nuestra web o ayudar a nuestro equipo a comprender qué secciones de la web encuentras más interesantes y útiles.