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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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La mentira y la muerte

Empecé estas reflexiones, hace meses, meditando sobre la esencia de la disposición filosófica, e intentando establecer un listado de interrogaciones que, por concernir a todos, constituirían el auténtico contenido de la filosofía. Sin embargo, por caminos diversos, he ido a parar a consideraciones más bien sobre la mentira que sobre la verdad, concepto este en el que parece cristalizar la filosofía. He considerado la hipótesis de que la mentira constituyera el verdadero engrasador del orden social, el motor de nuestras máximas efectivas de acción y hasta, en ocasiones, la causa final de las mismas. Ese uso falaz del lenguaje que sería un auténtico universal antropológico (según el listado de Donald Brown al que a un momento dado he hecho referencia), podría asimismo constituir una suerte de estrategia final: mentir por mentir, en lugar del hablar por hablar, al que en ocasiones me he referido.

Falacias de todo tipo y relativas a los más variados temas. Mentiras a las que no se les da importancia en el plano de la política y mentiras en torno al valor de la vida y a la manera como encarar la muerte. He avanzado hace unos días la hipótesis de que la muerte propia sólo pudiera ser contemplada en el contexto de un monumental auto-engaño. Pero esta imposibilidad de adecuación entre el yo que de todo da testimonio y la situación en la que el yo se hallaría ausente, esta imposibilidad trágica de lucidez, poco tiene que ver con la mentira sin pliegues que salivan los voceros de la ortodoxia moral en la materia, en particular en relación al escandaloso tema del rechazo a la eutanasia.

Y si la muerte es objeto de tal trato, si en boca de juristas, legisladores y moralistas no se oye una palabra verídica en relación a cómo enfocarla, excluyendo en todo caso un enfoque compatible con el mantenimiento en toda circunstancia de un ideario de libertad, cabe preguntarse ¿qué esperar entonces de la gestión de otros aspectos de la vida?

En la ciudad de Valladolid, una muchacha de 18 años acaba de obtener un reconocimiento filosófico por haber escrito un pequeño ensayo en el que defiende la imposibilidad de reduccionismo tratándose de los seres humanos. Es imposible, parecía proclamar, que se de cuenta del hombre como se da cuenta del comportamiento de un electrón en el átomo de hidrógeno. Quizás no sólo es así, sino que produce tremendo terror que así sea. De ahí la ciénaga en la que se empantanan las consideraciones sobre todo aquello en lo que nuestra entereza se pone inevitablemente a prueba, de ahí la insoportable falacia del discurso legal y moral sobre el dolor y la muerte.

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21 de abril de 2008
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Un animal para el que la vida no lo es todo

De hallarse tentado por un ideal de libertad, el instinto de conservación del ser humano pierde peso. Pues el hombre es el único ser que eventualmente puede poner fin a su vida, no por astenia vital, ni tampoco porque la vida le desborda, sino simplemente en razón de que, para bien o para mal, en el caso de los seres de palabra (y exclusivamente en este caso) aun siendo el fundamento de todo, resulta que la vida no lo es todo. Es así de sencillo: en la historia de la evolución se ha dado un momento de discontinuidad por el cual un hijo de la vida no considera que esta constituye el valor supremo. No considera tal cosa, sencillamente porque ello es incompatible con la aparición de algo tan profundamente antinatural como es un sistema de valores, tan profundamente antinatural como es la subordinación de los lazos con los miembros de la propia especie a fines que valen por si mismos, con independencia de si sirven o no para vivir.

Ciertos políticos, incómodos ante una violencia que no se atreven a condenar (pero tampoco a asumir) en aquello a lo que auténticamente apunta, por lo que tiene de voluntario atentado simbólico contra comunidades humanas, escurren el bulto con el farisaico argumento de que ellos están siempre "por el respeto a la vida", ya que esta "constituye lo mas sagrado". Creen así alcanzar (¡a precio nulo!) una comunión, un acuerdo incluso con sus adversarios. Pues ¿quién podría no estar de acuerdo con tan edificante sentimiento? La decencia exigiría sin embargo que, además de la vida, se respetara la dignidad del otro, empezando por su alteridad. Pues la singularidad absoluta de la vida humana, lo que convierte en grotesca toda tentativa de homologarla con mera vida animal, reside en el hecho de que su dignidad está por encima de su permanencia. Para el ser humano la violencia brutal empieza con el menosprecio, con la negación de la condición de interpar, o con la herida en algún registro considerado esencial.

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18 de abril de 2008
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Falacias Kantianas (2)

Si se erigiera en ley universal el humano pone fin a su vida, entonces la mera toma de conciencia de constituir un ser humano conllevaría el levantar el brazo contra uno mismo. De lo cual se seguiría, entre otras cosas, que la secuencia generacional estaría truncada desde el origen, y no nos encontraríamos aquí reflexionando sobre la conveniencia o la inconveniencia de inspirarnos de Kant para abordar el problema de la muerte digna.

Si se erigiera en ley universal el humano pone fin a su vida en las circunstancias x, y, z. todo dependería de las circunstancias concretas a las que hacemos referencia. Si por ejemplo decimos: "el hombre pone fin a su vida al menor atisbo de dolor físico", en poco nos apartamos del caso anterior, y lo mismo ocurriría si dijéramos "el hombre pone fin a su vida al menor atisbo de dolor afectivo".

Por el contrario, la diferencia entre los dos casos es enorme si en el segundo la máxima (el hombre pone fin a su vida) es determinada  mediante cualquiera de las frases: "...si al hacerlo salva la vida de los seres queridos"; "...si con tal gesto evita ser torturado hasta la traición"; "...si la prolongación de tal vida se hace al precio de la humillación". En este caso la erección en ley universal de la máxima supondría tan solo imposibilidad de aferrarse a la vida aún a costa de los que la comparten, de la causa que a la vida da sentido, o de la propia libertad. Imposibilidad en suma de desear vivir en tales condiciones; lo cual, obviamente, no significa que el gesto autodestructor pueda ser llevado a cabo, es decir: no significa  que la ley moral, la exigencia moral de morir, se traduzca en acto físico. Pues podría perfectamente ocurrir que aquel mismo que desencadena la reacción moral de no aferrarse a la vida, fuera el mayor garante de la misma; podría, por ejemplo darse el caso de  que el torturador sádico vigilara escrupulosamente, a la vez que dosifica la dosis de violencia.

Pero el complemento para el hombre pone fin a su vida que uno se halla tentado de reivindicar, con vistas a erigir el todo de la frase en ley universal, sería "si siente que ello es una prueba de su irreductibilidad al determinismo natural".

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17 de abril de 2008
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Falacias Kantianas en materia de suicidio (1)

Decía dos textos atrás que la radicalidad de Kant en cuanto a la exigencia de que la razón vaya siempre por delante, puede servir de coartada (en la medida en que el pensador de Könisberg repudia el suicidio en nombre de tal exigencia) a la pusilánime razón de los que sólo otorgan el derecho a morir en caso de radical quiebra en las funciones que hacen la vida estimable. De hecho Kant podría, en este asunto, constituir la coartada incluso de los que defienden las posiciones más radicales. Cabe, en efecto, razonar kantianamente de la siguiente manera:

Supongamos que, acuciado por la indigencia física, la impotencia intelectual o el dolor afectivo, la melancolía me induce a poner fin a mis días. Mas supongamos asimismo que el actuar de esta manera fuera erigido en ley universal (recuérdese de textos anteriores que esta es la conjetura de la que Kant se sirve para alcanzar un criterio relativo al carácter moral o inmoral de una acción). Entonces todos nuestros antepasados hubieran muy probablemente tenido la ocasión de obedecer a tal ley universal y la humanidad no hubiera persistido. Mas como sin seres humanos no hay razón de ningún tipo, erigir en ley universal de la naturaleza el que el hombre pueda poner fin a sus días, sería contradictorio con el imperativo de tener la razón como un fin.

Todo muy edificante (además de racional), pero ya dije antes que esta posición de Kant no puede ser tomada como ejemplo digamos evangélico (aunque probablemente tal cosa es lo que sea, pues "el Gran Chino de Könisberg" tenía probablemente un inconsciente devoto). La reflexión ha de responder menos a ciertas afirmaciones explícitas de Kant que a la lógica interna de su texto. Y ello, por supuesto, sólo en la medida en que tal lógica parezca la más aguda, la menos contaminada por prejuicios, la más conforme al imperativo de huir de la falacia (ya ni me atrevo a escribir "atenerse a la verdad").

He sostenido muchas veces que (sea o no virtud en materia de relaciones conyugales), en materias filosóficas la fidelidad es un vicio (esterilizante más bien que contaminante, pero vicio). No debe interesar Kant (ni Descartes ni Putnam) sino el lúcido pensar que, en ocasiones, su texto nos transmite. Sigámosle, pues, exactamente hasta este punto, y abandonémosle cuando empecemos a tener la sensación de que hay que hacerlo. Una matización de momento:

No supondría lo mismo erigir en ley universal la máxima: el humano pone fin a su propia vida, que erigir en ley universal la máxima: el humano pone fin a su propia vida en las circunstancias x, y, z.  

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16 de abril de 2008
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El derecho a morir… y a no dar la vida

Efectúo un inciso en estas consideraciones sobre la eutanasia (u otras modalidades de la muerte voluntaria y lucidamente fijada) para hacer un recordatorio de algo mil veces denunciado por toda clase de personas que, simplemente, mantienen un ideario en el que prima la aspiración a la libertad (y digo aspiración porque esta es lo que no puede ser arrancado del alma humana, mientras que la libertad en acto es quizás efectivamente algo que aun no hemos conocido).

Pues la limitación del derecho al suicidio y la eutanasia a los casos de exhaustiva quiebra del cuerpo y el alma, tiene un paralelo con la pretensión de limitar el derecho al aborto a los casos en los se ha dado violación, la vida de la mujer corre peligro (sino la del crío o la de ambos) o hay evidencias de gravísima deformación en el ser que va a nacer. En suma se acepta que no se de un sí a una nueva vida... sólo cuando esta tiene connotaciones de calamidad física o psíquica.

Una vez más cabe sospechar del auténtico grado de amor a la vida y aun a la humanidad de los que así restringen el derecho de una mujer a ser consecuente con el grado de sentimiento afirmativo que experimenta ante la perspectiva de que se renueve en ella el ciclo de las generaciones. En plena salud física, anímica, y afectiva, sin que se den problemas mayores en el ámbito social, y aun habiendo experimentado auténtica exaltación en el momento del embarazo, una mujer puede experimentar que ahora no es el momento de que se recree en ella esa vida que los que la anatematizan erigen en valor tan supremo como abstracto.

Y no estoy obviamente afirmando que el tiempo de interrupción del embarazo no deba tener un límite. En ello simplemente un mínimo de racionalidad y hasta de sentido común por parte de todos (la madre en primer lugar) ayudará a no sacar las cosas de quicio. Estoy diciendo simplemente que los humanos somos animales singularísimos y que tal singularidad pasa, entre otras cosas, por no constituir sólo un eslabón en el ciclo de las generaciones. Ser madre ha de significar tanto un al relevo generacional como un , más radical quizás, a un relevo en la palabra. Si en un momento dado tal no es sentido, entonces dar la vida es más bien un gesto nihilista. Cabe renunciar a que se haga efectiva la maternidad, precisamente por una noble concepción de lo que para el ser humano significa la vida. Quizás en una mujer el gesto auténticamente moral sea negarse a dar vida, no ya a cualquier precio (lo cual desde luego rozaría más bien la infamia), sino en ausencia de exaltación; negarse, en suma, a dar la vida como lo haría un ser determinado a ello; negarse a dar vida como lo haría meramente un animal.

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15 de abril de 2008
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…Y llega Kant al socorro

Sugería en el texto que precede que sería contrario a la dignidad de la razón (tal como Kant la concibe) el que ese testigo del persistir de lo humano que constituye mi propia conciencia individual se imponga como máxima de su acción el dejar de persistir. Lo racional, se diría, es que mientras quede un átomo de espíritu, la vida humana sea mantenida.

De tal forma, el rigorismo kantiano viene a dar algún tipo de fundamentación racional a los indigentes discursos sobre el carácter sagrado de la vida con los que reaccionarios de todo cuño cierran el paso a la menor veleidad de dar cobertura legal al recurso de la eutanasia. Y ello aun en los casos punzantes en los que la prolongación de la agonía ajena se acerca peligrosamente a la actitud consistente en apurar una inconfesada satisfacción en la tortura. Pues no olvidemos que el torturador, o el que tolera la tortura, también tiene su corazoncito, y que seguramente se dice a sí mismo que el sufrimiento del otro no es un fin en sí, sino un inevitable trance en pos de un bien.

Pero, como en un texto anterior decía, el anatema contra el que erige en fin su propia muerte no es monopolio de la reacción, sino también de los progresistas, siempre moderados, siempre sensatos, que otorgan generosamente el derecho a morir en situación ya agónica (física o mentalmente). Para la pusilánime racionalidad de estos últimos la tremenda (y por tantos extremos conmovedora) racionalidad de Kant sirve también, y quizás en mayor grado de coartada. Por consiguiente, será en torno al "zorro que volvió a la jaula tras haber quebrado los barrotes" que proseguiré con estas reflexiones sobre el derecho a morir.

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14 de abril de 2008
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A vueltas con Kant

El comportamiento humano puede, sin duda, hallarse determinado por fines contingentes, como el de adquirir mayor riqueza, abusar de un desvalido o, por el contrario, atenderle y ayudarle. Y Kant pretendía que la dignidad de la razón reposa entonces en que la intención de realizar tales actos, eventualmente inmorales, no funcione en el vacío, es decir: el ser de razón, una vez fijado un objetivo, no se deja llevar por inclinaciones subjetivas que podrían apartarle del mismo. Como hace un tiempo hemos visto, si no se actuaran de forma consecuente, el asesino o el violador añadirían a la ignominia del objetivo una suerte de traición a la condición humana. En última instancia cabría decir que vale más tener objetivos lesivos para la humanidad siendo consecuente en la disposición para alcanzarlos, que tener objetivos loables siendo sin embargo un gandul que no se sacrifica a fin de llevarlos a término.

Obviamente lo racional consistiría en tener disposición plena... a fin de alcanzar un objetivo irreprochable, es decir, un objetivo favorable a la persistencia y a la fertilidad de los seres de razón. Pues habría efectivamente un fin al que ningún ser de razón podría sustraerse, un fin que todos tendríamos como propio, a saber, pura y simplemente que la razón misma persista. Mas como la razón se da sólo en la humanidad y como la humanidad se encarna en individuos, de la postulación de tal fin racional se infiere el deber de luchar para que siga habiendo representantes de la humanidad.

Nótese que digo el deber y no el deseo, pues éste, en definitiva, poco tiene que ver en este asunto, en el que cuenta sobre todo el hecho de ser consecuente. Y ello valdría naturalmente para ese representante de la humanidad que yo mismo constituyo. De ahí que, kantianamente hablando, sea contrario a los intereses de la razón y en consecuencia poco ético el dar cobijo a la intención de acabar con la propia vida. Veremos, sin embargo, que no es obligatorio casarse con Kant en este asunto.

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11 de abril de 2008
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¿Sería falaz toda decisión de muerte propia?

Avanzaba hace unos días que la muerte voluntaria plantea para muchos una interrogación relativa a si realmente en su fuero más interno alguien puede realmente aspirar a ella. Un cierto desvío por un problema más general es necesario para abordar el asunto:

Ferdinand de Saussure señalaba el carácter contradictorio de la pregunta sobre el origen del lenguaje, dado que encontrar  la respuesta, obviamente lingüística, equivaldría a erigir el lenguaje en testigo de un acontecer previo a su propia emergencia. Idéntica aporía se presenta a los antropólogos que intentan explicar la aparición entre los humanos de la ley, es decir: la sustitución de relaciones de equilibrio determinadas por la naturaleza, por una convivencia sustentada en principios (prohibición del incesto, por ejemplo). Pues la ley así definida es la condición de posibilidad de que se den cabalmente esos humanos que, teóricamente, se habrían puesto de acuerdo para establecerla.

Pero estos presupuestos sobre los que se sustenta todo discurso explicativo y toda organización de la existencia sustentada en explicación, es decir toda existencia humana, estos presupuestos que constituyen la ley y el lenguaje, son indisociables de su concreción en una subjetividad, la cual siempre es propia. Así el imperativo subjetivo de no cometer incesto es la forma en la que cristaliza la ley del incesto considerada como universal del orden social. De ahí que la imposibilidad de hacer abstracción de la ley y el lenguaje se traduzca en imposibilidad de hacer abstracción de la propia presencia, de ese pensar subjetivo que Descartes sitúa (con razón apodíctica) en el centro del universo.

De ahí que haya podido sostenerse lo inconcebible de la muerte propia. La propia razón da cuenta de la necesidad de la desaparición biológica, pero no da cuenta de la desaparición de sí misma como fundamento último de toda cuenta. Hay perfecta concepción de la necesidad de la muerte empírica, pero no habría concepción posible de la muerte entendida como abolición de esa misma subjetividad racional que tiene certeza de la muerte empírica. Cabría,  paradójicamente, decir que no puede ser abolido el único ser vivo marcado por la lucidez respecto a la inevitabilidad de la empírica muerte propia. Paradoja a la que quizás alude Sigmund Freud cuando nos dice (sin pretensión alguna de aportar consuelo) que en el inconsciente todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad.

Como hace unos días indicaba, esto conduce inevitablemente a desconfiar  de la auténtica motivación de aquel  que cree querer acabar con su vida. Si el sujeto siente  en lo profundo la imposibilidad de dejar de estar presente, entonces su decisión de morir sería de alguna manera un farol ante sí mismo.  

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10 de abril de 2008
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Deseo moral de morir… y afirmación de la vida

Car c'est vraiment Seigneur

le meilleur Témoignage

Que nous puissions donner

de nôtre Dignité...

Cesare Pavese evocaba estos versos de Baudelaire para situar el suicidio como el único gesto portador de esa dignidad que en ellos se menciona. Albert Camus comienza uno de sus más conocidos ensayos afirmando que el suicidio es "el único problema filosófico verdaderamente serio", y que responder a la interrogación fundamental de la filosofía equivale a "juzgar si la vida vale o no vale la pena de ser vivida".

El planteamiento de estas líneas no viene trazado por la actitud de ninguno de los dos escritores. No me interesa tanto determinar si la propia vida vale en sí la pena, como determinar si merece ser conservada a toda costa o en toda circunstancia.

Algunas de las reflexiones que preceden son suficientemente indicativas de que no me son simpáticas (por así decirlo) actitudes de pesimismo existencial. El instante del nacimiento propiamente humano equivale indiscutiblemente a irremediable pérdida de la inmediata conexión con el mundo natural. Pero tal crisis (resultante de que las cosas queden empapadas por el lenguaje y que el mero percibir sea indisociable del juicio), supone precisamente que el entorno inmediato bañe para nosotros en esa exhuberancia hecha de contrastes, hecha de imágenes pletóricas anunciadoras ya, sin embargo, de quiebra, que constituyen el fermento en el que se han fraguado todas esas construcciones del espíritu que calificamos de obra de arte.

/upload/fotos/blogs_entradas/nacer1_med.jpgNacer como hombre, es decir, actualizar plenamente la humanidad que un niño potencialmente encierra, es abrirse a la estupefacción y a la magnificencia de las cosas impregnadas por el verbo, y sólo la reminiscencia de tal nacimiento da fuerza para esa suerte de creación permanente, para ese continuamente iterado, que constituye el único anclaje de la vida.

Todo humano es por nacimiento rico y digno, pues sin esta plenitud originaria el infante no hubiera dado el paso de actualizar su humanidad. De hecho sólo por una reminiscencia, consciente o inconsciente, de tal origen los humanos reivindicamos una vida acorde a un grado de excelencia, y de ninguna manera nos sentimos conformes con el vivir pura y simplemente.

¿Y el suicidio en todo esto? Pues obviamente quizás no sea el único problema auténticamente "filosófico", pero desde luego se deriva de este último, por ejemplo dada la circunstancia de que, ante el problema filosófico la ausencia de fuerza haga imposible limar sus aristas, hurgar en sus recovecos no retornar sobre lo ya resuelto y, en definitiva, plantarle realmente cara.

Estoy simplemente sugiriendo que cabe renunciar a seguir, no por resentimiento contra la condición humana, sino precisamente por haberla sumido plenamente; cabe apuntar a la muerte propia como expresión de amor a la vida... Y no obstante, tal posición es problemática y ello en base a los presupuestos mismos a partir de los cuales se reivindica la singularidad del ser humano, la subversión que su aparición supuso en la historia evolutiva y, en suma, su irreductible dignidad. Debo abrir una reflexión sobre este asunto.

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9 de abril de 2008
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La interesada mentira contra la hipótesis de la muerte propia

Habría civilizaciones que preparan al individuo para morir voluntariamente, mientras que otras no harían tal cosa. Perteneciendo la nuestra al segundo grupo, parece entenderse que, en condiciones físicas y espirituales (las afectivas obviamente incluidas) de absoluta desolación, muchas personas decidan seguir viviendo. Y ante tal imagen se abre una terrible sospecha. ¿Será quizás la muerte literalmente insoportable? ¿Será cierto que siendo la muerte el reposo el pensamiento de la misma "turba todo reposo"? ¿Aparecerá la más inmunda vida como deseable a la hora de empuñar el arma o ingerir la píldora?

Es quizás la más desoladora imagen que cabe aventurar: nos pase lo que nos pase nos anclaremos a esa vida que constituye la única fuerza impulsora de las larvas. Y, sin embargo, tampoco de esta tenebrosa hipótesis hay seguridad, ya sea estadística. Es muy verosímil la conjetura ya considerada de que la muerte propia sea inimaginable, y que en nuestro fuero profundo todos estemos convencidos de nuestra inmortalidad. Pero la decisión de la muerte no consiste quizás tanto en situarse en ella como en posicionarse respecto a la vida.

Cuando de la ciudad de Olimpia salió este año la antorcha que lleva su nombre los periódicos estaban repletos de noticias referentes al Tibet, y se decía, sin asomo de crítica, que varios nacionalistas habrían preferido suicidarse ante la inminencia de su inmediato arresto por las autoridades chinas.

Siempre que en materia de suicidio se hace referencia a Extremo Oriente y sobre todo al Japón, el tono cambia. Entre otras cosas parece considerarse que el suicidio es allí más una decisión sobre los aspectos de la vida que una confrontación con la muerte. De un banquero japonés víctima de la ruina (y en consecuencia sabedor de que están amenazados los aspectos que determinan ese reconocimiento por los demás sin el cual la vida perdería gran parte de su atractivo) aceptamos casi como algo natural que tenga la entereza para dar el salto. El aspecto digamos decisivo de su acción, el hecho, por ejemplo, de hendir el arma con la acuidad y la determinación precisas parece que fuera secundario.

La mentira anida quizás también aquí, la mentira más interesada, aunque no se sepa en realidad a quien realmente interesa. Si se nos convence de que en el momento álgido careceremos de entereza, si se nos convierte de que la muerte es lo radicalmente insoportable, entonces naturalmente no sólo llevaremos con resignación el dolor, la miseria y hasta la humillación, sino que renunciaremos a una idea simplemente espléndida, a saber: la idea de la muerte como gesto que muestra nuestro apego a la vida digna de tal nombre, o quizás nuestro apego a la vida simplemente. Es este un tópico de cierta literatura filosófica, pero no por ello debemos menospreciar lo que enuncia:

Cabe aspirar a la muerte por sobreabundancia y no por carencia, cabe una explosión de afirmación vital coincidiendo con el acto de tomar la pastilla o la pócima, cabe pensar que vivir es entre otras cosas aspirar a que los demás, evocando involuntariamente nuestra imagen, deseen al instante conservar de la misma la memoria.

¿Quién, si nadie en este terreno puede hablar por propia experiencia, puede en realidad saberlo? He conocido a personas que, por una u otra razón, han sobrevivido al trance y que afirman haber experimentado -en el momento de pasar al acto- un sentimiento más bien de sereno alivio. Mas el hecho mismo de que tal sea su sentir indica que la vida era ya para ellas una carga, que la melancolía en algún registro roía el alma, que al dejar la vida estaban simplemente arrojando lastre.

Solidario siempre del derecho del melancólico a realizar su aspiración nihilista, no es sin embargo este el morir que la exigencia de libertad reclama. Pues la idea de la muerte en ausencia de decrepitud, y aun en explosión de plenitud, es quizás algo que nada podrá erradicar, de ahí precisamente que se la combata con las armas más falaces de la moralina: no habría derecho a abandonar a los suyos, no habría derecho a hacer pensar que la vida humana puede ser relativizada... Falacias que esconden quizás algo más ruin que la obediencia. Una vez más ha de ser recordada la caracterización por Hegel del alma esclava. Pues esperar pasivamente que la astenia del espíritu se instaure es quizás la forma primordial de preferir la vida a la libertad.

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8 de abril de 2008
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El Boomeran(g)
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