Víctor Gómez Pin
Avanzaba hace unos días que la muerte voluntaria plantea para muchos una interrogación relativa a si realmente en su fuero más interno alguien puede realmente aspirar a ella. Un cierto desvío por un problema más general es necesario para abordar el asunto:
Ferdinand de Saussure señalaba el carácter contradictorio de la pregunta sobre el origen del lenguaje, dado que encontrar la respuesta, obviamente lingüística, equivaldría a erigir el lenguaje en testigo de un acontecer previo a su propia emergencia. Idéntica aporía se presenta a los antropólogos que intentan explicar la aparición entre los humanos de la ley, es decir: la sustitución de relaciones de equilibrio determinadas por la naturaleza, por una convivencia sustentada en principios (prohibición del incesto, por ejemplo). Pues la ley así definida es la condición de posibilidad de que se den cabalmente esos humanos que, teóricamente, se habrían puesto de acuerdo para establecerla.
Pero estos presupuestos sobre los que se sustenta todo discurso explicativo y toda organización de la existencia sustentada en explicación, es decir toda existencia humana, estos presupuestos que constituyen la ley y el lenguaje, son indisociables de su concreción en una subjetividad, la cual siempre es propia. Así el imperativo subjetivo de no cometer incesto es la forma en la que cristaliza la ley del incesto considerada como universal del orden social. De ahí que la imposibilidad de hacer abstracción de la ley y el lenguaje se traduzca en imposibilidad de hacer abstracción de la propia presencia, de ese pensar subjetivo que Descartes sitúa (con razón apodíctica) en el centro del universo.
De ahí que haya podido sostenerse lo inconcebible de la muerte propia. La propia razón da cuenta de la necesidad de la desaparición biológica, pero no da cuenta de la desaparición de sí misma como fundamento último de toda cuenta. Hay perfecta concepción de la necesidad de la muerte empírica, pero no habría concepción posible de la muerte entendida como abolición de esa misma subjetividad racional que tiene certeza de la muerte empírica. Cabría, paradójicamente, decir que no puede ser abolido el único ser vivo marcado por la lucidez respecto a la inevitabilidad de la empírica muerte propia. Paradoja a la que quizás alude Sigmund Freud cuando nos dice (sin pretensión alguna de aportar consuelo) que en el inconsciente todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad.
Como hace unos días indicaba, esto conduce inevitablemente a desconfiar de la auténtica motivación de aquel que cree querer acabar con su vida. Si el sujeto siente en lo profundo la imposibilidad de dejar de estar presente, entonces su decisión de morir sería de alguna manera un farol ante sí mismo.