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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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El hombre cuenta (XI): ¿Moralidad legitimada por la ciencia o ciencia como corolario de la moralidad?

Entre los problemas metafísicos por excelencia está aquel al que alude el “Génesis” en uno de los relatos mayormente configuradores de nuestra civilización: la serpiente doblega la prudencia de nuestros primeros ancestros con la promesa de plenitud que resultaría de consumir un fruto de un árbol ubicado junto al de la vida en el centro del Paraíso.

Resulta que la manzana encerraba una promesa de saber, y sabido es Aristóteles, como tantos otros de los grandes del pensamiento y del verbo, erige la exigencia de saber en marca distintiva de nuestra condición. De ahí lo pertinente de recordar (como lo hacía Javier  Echeverría en un libro titulado precisamente Ciencia de Bien y de Mal  Herder Barcelona 2007) que Eva representa el primer arquetipo de quien “prefirió el conocimiento a la sumisión”, o sea,  del filósofo.

Muy antigua es la tradición de enfrentarse a los problemas comunes a todos los hombres (es decir, los que con legitimidad pueden ser tildados de filosóficos), apelando a la modalidad de rigor que caracteriza al método geométrico. Y en tal tradición el libro de Javier Echeverría nos presenta ni más ni menos que  una ciencia del bien y del mal expuesta “more geométrico”. Todos los conceptos que operan en el libro son aquí analizados, justificados y, sobre todo, fertilizados, configurando definiciones, axiomas, postulados, teoremas... en suma: lo que de forma arquetípica,  desde Euclides al menos, se articula como texto matemático-científico. El autor indica que esta exposición  “more geométrico” será posiblemente la parte del libro vivida por el lector como más problemática y hasta “intempestiva”. Y en efecto, la moraleja del castigo y la vergüenza viene a indicar que, tratándose del bien y el mal  conocer, e incluso aspirar a ello, es lo que está esencialmente prohibido

Se computa, describe y prevé el comportamiento del átomo de hidrógeno…pero se desespera de llegar a describir, computar y hacer previsiones respecto del conjunto de variables que permitirían emitir un juicio apodíctico sobre lo moralmente fundado de la decisión del presidente George Bush de comprometer a sus país en el pantano iraquí, embarcándose en una guerra que fue origen de una cadena de desastres que aún perdura. Cabría, en suma, una ciencia de la naturaleza, pero no cabría una ciencia del bien y del mal, ante lo cual algunos se rebelan, ampliando para ello suficientemente el concepto de ciencia, y dialectizando lo que cabe entender por bien y por mal.

Pues bien: hay razones para pensar que el sujeto último de la ética no es susceptible de convertirse en objeto de la ciencia natural, y ello por la razón más general de que es imposible su mera reducción a objeto. Y desde luego, en tal posición se repudia la presentación de la ética como una suerte de aplicación de la disposición científica, afirmando con radicalidad que, en todo caso, más bien se trataría de lo contrario:

La ciencia misma sería  un resultado de la singularísima disposición que se da en el ser humano (y sólo en el ser humano) que cabe tildar de ética, es decir, de subordinación de los lazos con el entorno natural, con los demás humanos y hasta con uno mismo a exigencias que no se hallan determinadas por la darviniana lucha por la subsistencia.

Y digo que la ciencia misma es una prueba de tal disposición, entendiendo por ciencia esa tarea motivada por puras exigencias de inteligibilidad que tantas veces he  reivindicado en estas páginas.

En ocasiones, el ser humano asume la singularidad de su condición, situando la inteligibilidad de sí mismo y del entorno como motor de su comportamiento. Mas si tal comportamiento es un caso específico de actitud ética, entonces la  ética no puede ser una consecuencia más de que la inteligibilidad ha sido alcanzada; la ética no puede ser una modalidad entre otras del saber actualizado, y en definitiva: la disposición que se designa como ética no puede ser objeto de ciencia, porque en la misma reside la condición de posibilidad de la ciencia.

Hay ciencia como consecuencia de que se da esa exigencia de lucidez  que es reflejo de la  disposición general del espíritu que denominamos ética. Cuando Einstein se esfuerza en arrancar al misterio aquello que se conocía como efecto fotoeléctrico (que al poner en entredicho la teoría ondulatoria de la luz, parecía introducir la contradicción en el seno de la física), está sentando una de las mayores revoluciones conceptuales en la historia del pensamiento…sin que haya ningún imperativo práctico que encuentre solución en dicha teoría. Así Einstein accede al Premio Nobel por haber alcanzado a explicar algo (a saber, que la luz en ocasiones funciona como si fuera un conjunto discreto de partículas) que no satisface otra cosa que la exigencia misma de explicación.

Y lo mismo cabe decir de la otra gran teoría einsteniana, la relatividad: la demolición de la tesis del carácter absoluto de tiempo y espacio, no venía a resolver ningún problema acuciante relativo a la subsistencia de los seres humanos ni al adecentamiento del marco en el que transcurren sus vidas. Venía tan sólo a dar satisfacción al deseo de transparencia y de coherencia, arrancando a la física del abismo en el que la había sometido la constatación de que los hechos, los fenómenos, no casaban con el armazón teórico a partir del cual eran interpretados.

Y el argumento se extiende a tantas y tantas teorías científicas que han enriquecido la historia de la humanidad. Cabría por ejemplo decirlo de la teoría cantoriana de los números transfinitos, recordando al respecto la sentencia de Hilbert relativa a que en ella se hallaría en juego “la dignidad misma del espíritu humano". Esta referencia a los valores en un texto matemático resulta poco sorprendente en la perspectiva considerada de que la existencia misma de la ciencia es muestra privilegiada de que se da en el ser humano una disposición ética.

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11 de abril de 2021
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El hombre cuenta (X): moralidad y sometimiento a la razón

Muchos de los grandes del pensamiento han sostenido que el  deseo de hacer inteligible tanto el entorno como la realidad que nosotros mismos constituimos es inherente a la condición de todo ser humano. El hombre no sólo está dotado de razón cognoscitiva,  sino que tiende a ejercerla.  Jacques Monod dio en cierta ocasión un paso más, sugiriendo que la exigencia moral es la disposición de espíritu que se halla en la base del deseo de saber. Pues bien: creo que esta concepción del estatuto de la moralidad tiene su raíz teorética última en el pensamiento del filósofo que con mayor radicalidad ha pensado sobre las condiciones de posibilidad de la exigencia moral. Sigo pues con Kant, en cuya visión la moral no sólo trasciende la naturaleza, sino que aparece como condición de posibilidad de una naturaleza humanizada.

Para entender la posición kantiana es necesario (perdónese la insistencia) tener bien presente la concepción antropológica según la cual el ser humano intrínsecamente se comporta racionalmente. El humano responde a su singularidad en el seno de la naturaleza cuando avanza y se desenvuelve “con la razón por delante”. Y ya en términos kantianos: el comportamiento cabalmente humano consiste en no instrumentalizar a la razón, en tener a ésta como causa final, lo cual se traduce en el imperativo siguiente: no tratar jamás como un medio (no instrumentalizar) a ser alguno en quien la razón se encarne, o sea: tener un comportamiento  ético, por supuesto dando al término ética un sentido muy diferente al que hemos visto cuando es utilizado por ciertos hermeneutas de la etología animal.

Ha de estar claro este punto: la no utilización del ser humano (por ejemplo, el no abusar del débil) aparece como simple corolario de que la razón ha sido convertida en el objetivo final de nuestras acciones; corolario de que, como antes decía, la razón no se subordina, la razón va por delante. A modo de digresión voy a exponer un ejemplo chocante.

“Las prescripciones que debe seguir el médico para curar a su hombre, aquellas que debe seguir el envenenador para liquidarle con certeza,  son de idéntico valor”

No se trata de una provocativa “boutade”, sino de un párrafo de la kantiana  Metafísica de las Costumbres, uno de los textos más importantes que se hayan nunca escrito en materia de moral.

Supongamos que una persona acuciada por una situación de penuria barrunta el resolverla por cualquier medio, lícito o ilícito, y que tras sopesar los inconvenientes adopta la decisión de desvalijar un establecimiento, una sucursal bancaria por ejemplo. A partir de este momento, tal hecho delictivo será móvil de su voluntad, en términos de Kant “máxima subjetiva de acción”

Naturalmente, hallarse determinado por una máxima, tener una meta a alcanzar, tiene poco sentido si no se está atento a los instrumentos necesarios para la realización efectiva. Si, por ejemplo, nuestro hombre se deja llevar por la abulia, el placer o la pereza, y en lugar de de vigilar cuidadosamente el dispositivo de alarma, se dedica a pasear o acude a un museo, difícilmente alcanzará su propósito. La vigilancia de la alarma, y todas las demás circunstancias análogas, es algo determinado por un fin a alcanzar, y no algo a lo que forzosamente lleva la inclinación del sujeto. En tal medida constituye una suerte de imposición o  deber (Sollen en el texto de Kant), una ley o imperativo de la razón.

Aunque desvalijar una institución bancaria sea en general considerado un acto poco edificante, cabe imaginar que las razones últimas del sujeto sí tenían alguna connotación moralmente positiva (la precaria salud de un miembro de la familia, por ejemplo). De ahí que, para aprehender la esencia del imperativo kantiano sea mejor considerar ejemplos indiscutiblemente turbios: un individuo obsesivamente atravesado por una sexualidad no correspondida, decide pasar al acto contra la voluntad de la persona deseada; un sujeto injustamente envidioso es presa de un deseo homicida contra la persona afortunada.

En uno y otro caso,  imperativo de la razón es buscar la ocasión y el instrumento adecuado. El violador cabal actuará al amparo de la soledad y el homicida ha de elegir el instrumento oportuno, según la implacable lógica que atribuye idéntico valor a la disciplina que sigue el terapeuta y a la que sigue el asesino.

¿Idéntico valor moral? No ciertamente, pero ello en razón de la diferencia de los fines a los que tales disciplinas se ajustan, y no en razón de su condición de instrumentos racionales para alcanzar los mismos, pues como tales su dignidad está garantizada. Si el envenenador probara con la primera pócima a mano, o el violador actuara a plena luz y ante testigos susceptibles de impedir el acto, cabría hablar de impulso conforme a una inclinación, no de de mediación- distancia- interpuesta por la razón, no de acto cabalmente humano.

Esta diferencia (a la que, con buen criterio, tan atenta está la lógica jurídica)  es clave respecto al problema de determinar si ha habido o no responsabilidad,  y la dignidad que la responsabilidad conlleva, en el comportamiento. Hasta para alcanzar fines que atentan a lo que un orden social racional exige, hay que usar la razón, la cual impone una ley a la  que se  subordinan las inclinaciones del individuo: tal es la moraleja de esta reflexión kantiana.

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31 de marzo de 2021
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El hombre cuenta (IX): tripartición de la razón humana

Preguntaba en la penúltima columna si una entidad maquinal podría tomar alguna de las decisiones que usualmente tomamos los humanos, sean triviales en sus consecuencias, sean eventualmente beneficiosas o catastróficas para nosotros mismos, nuestros congéneres o nuestro entorno. Ello implica que a la entidad maquinal en cuestión le atribuyamos la condición de ser racional en el sentido cabal de la palabra y que va más allá de que tenga la capacidad de conocer.

Es aquí necesaria una mediación propiamente filosófica, considerando la triple modalidad bajo la cual Emmanuel Kant considera la razón humana. Para lograr sintetizar el asunto sin recurrir en exceso a la jerga, lo abordaré mediante la consideración de tres tipos de juicio de cuya distinción Kant se ocupa escrupulosamente en sus tres críticas: Critica de la Razón pura, Crítica de la Razón Práctica y Crítica de la Facultad de juzgar.

El primer tipo lo constituyen los juicios cognoscitivos. Estos se caracterizan por su objetividad, es decir caso de que haya disparidad en el juicio, el objeto legisla. El objeto en el cual en último extremo reside el criterio puede ser un objeto empírico o puede ser un objeto que a juicio de Kant nada tiene de empírico, tal es el caso de las entidades matemáticas.

Supongamos que A dice que esto es una mesa y B dice que una silla. Si nos atenemos a la definición de silla al contemplar el objeto veremos quién tiene razón. No siempre la cosas es tan fácil: si A dice que ese individuo primate en mi presencia es un chimpancé y B dice que es un bonobo, quizás para salir de dudas sea incluso necesario recurrir al ADN.

Pero el caso interesante es cuando el objeto en el que rige el criterio carece de objetividad empírica.

A afirma ahora que  raíz cuadrada de dos es un número racional, mientras que B pretende que es irracional. Para mostrar que B tiene razón no mostraremos ningún objeto empírico sino que en el encerado como mera traducción de lo que ocurre en la mente, conceptualmente supondremos que existen dos números enteros p, q tales que p/q  igual a raíz cuadrada de dos y surgirá la imposibilidad. Así sin salir del concepto hemos mostrado una objetividad, la objetividad matemática.

En los juicios cognoscitivos legisla el objeto, es decir el acuerdo entre sujetos se reduce a la comunidad en el objeto.

Voy ahora a considera una situación diferente: estamos en una sala de concierto y suponemos que se trata de un público entendido, eventualmente compuesto de músicos.

Manejan los presentes información que les permite realizar juicios objetivos sobre  timbres de materiales,  conexiones entre ellos, influencias a la hora de efectuar estas últimas, etcétera…Y posiblemente estarán de acuerdo en lo acertado o no acertado del intérprete o intérpretes en función de estos criterios.

¿Cabe pues decir que su juicio es relativo a la obra de arte? Poco a poco.

Han emitido juicios sobre la condición material de la realización de la obra de arte, y no sobre la obra misma,  en la cual nada según Kant no prima la objetividad  aunque sí estamos en la más estricta racionalidad.

Varío un poco el ejemplo, apoyándome simplemente en un recuerdo personal: cuando la nota belcantista unifica a los espectadores del teatro, el juicio “esto es bello” que cada uno en particular está emitiendo, coincide (y ni siquiera necesariamente) con el juicio del que mide técnicamente lo ajustado de la emisión, pero es un juicio de otro orden: el segundo es un juicio racional con base objetiva y empírica; el primero es como decía un juicio racional sin objetividad alguna. La confusión de ambos registros es fuente de calamitosas actitudes sociales a la hora de determinar las condiciones de posibilidad del acceso a la obra de arte.

Si al escuchar a Alban Berg  surge una reminiscencia digamos de  Schöenberg, es porque se ha inteligido la obra del uno y del otro, con todas las connotaciones de la palabra inteligir, entre las cuales las emocionales no pueden estar ausentes. Mas si se opera meramente como  erudito, si se establecen lazos perfectamente aprehensibles por el entendimiento pero carentes de connotación emocional,   entonces no está reaccionando a una obra de arte, no está efectuando juicios del tipo que usualmente llamamos estéticos.

He de enfatizar un aspecto importantísimo del juicio estético: precisamente porque no hay mediación por objeto alguno, la razón común es inter-subjetiva y no objetiva. En el horizonte kantiano esta constituía la única manifestación de la intersubjetividad, la “prueba” de la existencia del otro, la salida del solipsismo, que el mero conocimiento no garantiza. Piénsese simplemente que en la demostración de la irracionalidad de raíz cuadrada de dos la variable soñando-despierto es despreciable, por lo cual quien realiza tal operación matemática podría perfectamente estar en ese  estado de solipsismo que es el sueño.

Todo el tiempo estamos enunciando  juicios cognoscitivos  y juicios  estéticos, más o menos sutiles, erróneos o interesantes  pero siempre “inteligentes”, pues mera expresión de nuestra condición de seres de razón. Pero además también estamos continuamente efectuando juicios de tipo moral, cuya legitimidad será más o menos cuestionable, pero asimismo expresión de nuestra condición de seres de razón. No hay ser inteligente que no haga tal cosa y cabe decir que la recíproca es cierta pues no hay ser moral que no aspire asimismo a conocer y no efectúe juicios sobre lo bello o repulsivo de sus vivencias. Este punto exige una reflexión aparte.

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22 de marzo de 2021
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El hombre cuenta (VIII): aún la ‘chinese room’

Me preguntaba en una columna anterior si una máquina podría captar el sentido de una frase fuera metafórica o no  Útil será al respeto recordar el argumento del filósofo americano John  Searle en la reflexión conocida como “La cámara china (The Chinese Room)”. Como base, no exclusiva, de discusión al respecto glosaré aquí lo avanzado desde hace ya 40 años por el filósofo John Searle, profesor en la Universidad de California, en trabajos a los que se alude a menudo con la expresión genérica “The Chinese Room”.

John Searle se sitúa a sí mismo en el interior de una habitación en la que se han dispuesto diversos cestos provistos de signos de la lengua china, la cual el pensador desconoce por completo. No obstante, opera con los signos en conformidad a un libro de instrucciones totalmente ajeno al aspecto significante de los mismos. Por ejemplo, siguiendo el libro Searle establece una función que atribuye a cada composición de signos del cesto 1, determinada composición de signos en el cesto 2.

Supongamos también que en el exterior hay personas que entienden chino y que envía un paquete de signos a Searle que, tanto individualmente como colectivamente, están cargados de significación y que constituyen, por ejemplo, una pregunta. Cuando Searle los recibe, obviamente no ve pregunta por lado alguno. No obstante los manipula siguiendo el libro de instrucciones, remitiendo el resultado a sus interlocutores. Aquí interviene la variable más importante, y fuente de grave error: resulta que el libro de instrucciones ha sido concebido de tal forma que la manipulación efectuada por Searle hace coincidir el paquete de signos por él remitido con el que constituiría una respuesta a una pregunta plena de sentido.

Por ejemplo, si los signos que Searle recibe,  carentes para él de significación,  para los de fuera de la habitación significan: “¿cuál es su color preferido?”, entonces la manipulación  de los mismos conforme al libro de instrucciones da un conjunto de signos que dicen en lengua china: “mi color favorito es el azul, pero también me gusta mucho el verde”.

Al recibir el mensaje, los de fuera de la habitación se dirán: “este Searle habla chino”, aunque los que conocemos cual la situación en su complejidad, sabemos que la impresión de lo contrario se debe a la coincidencia entre el paquete de signos (carente de sentido dentro de la habitación) que el operador del libro de instrucciones hace corresponder al paquete “¿cuál es su color favorito?” y el paquete de signos “mi color favorito es el azul, pero también me gusta mucho el verde”. Sabemos, en suma, que todo reposa en la coincidencia sintáctica que,  sin embargo, en un caso (fuera de la habitación) tiene correlación semántica, mientras que en otro caso, carece de ella.

Este asunto del adiestramiento en la sintaxis en ausencia de sentido, es una suerte de constante en nuestro tiempo y afecta concretamente a gran parte del arte contemporáneo. Pero por lo que ahora concierne, he de enfatizar el hecho de que el Searle encerrado en la Chinese Room no sólo carece de la menor noción de chino, sino que, como siga en la situación descrita es imposible que llegue a tenerla, por mucho que los de afuera sigan enviándole mensajes en dicha lengua. Pues bien:

Considérese ahora que el libro de instrucciones es el programa de una computadora, el que lo escribió es el programador, los signos depositados en cestos son la base de datos y el propio Searle la computadora. Así tendremos razones para dar una elemental respuesta a la pregunta: ¿puede una computadora hablar?

Obviamente  el Searle-computadora manipula símbolos lingüísticos, pero no les otorga significación alguna. Carencia importantísima para el Searle que habla su lengua materna (ingles en este caso) y está por ello en condiciones de reflexionar sobre lo que efectúa; carencia que sin embargo no contaría en absoluto para una auténtica máquina, la cual como máximo hará con los signos de cualquier lengua lo que Searle hace con los signos del chino. ¿Y cómo ven realmente la cosa los que están  fuera?  Depende de cuál es el presupuesto ideológico con el que interpretan lo que constatan.. Supongamos que en el caso de la Chinese Room, las personas del exterior son fieles a la escuela conductista. Como el calificativo “conductista” indica, sólo juzgan de los contenidos mentales en función de la conducta observable. Dado que la conducta del Searle-computadora coincide con la de alguien que supiera chino, afirmarían que tal es el caso, por mucho que Searle proclamara que no tiene ni idea de tal lengua. Y a la inversa: puesto que se empeñan en decir que el Searle-computadora sabe chino, se comportan como conductistas, es decir, como observadores que se niegan a hacer hipótesis más allá de lo que observan.

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12 de marzo de 2021
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El hombre cuenta (VII): el botón rojo

Formularé una pregunta hoy usual: ¿es legítima la dejación de responsabilidades consistente en trasladar a un ente maquinal tomas de decisión sobre asuntos con grandes implicaciones, y que  hasta ahora eran tratados exclusivamente por seres humanos?  La pregunta   suscita de inmediato una segunda:

¿De qué asuntos se trata? Y caso de que efectivamente se trate de cuestiones de gran complejidad, que exigen no sólo conocimiento técnico sino potencialidad de discernimiento moral o de valoración estética, entonces surgiría de inmediato una tercera pregunta: Pero, ¿es que hay realmente entes maquinales susceptibles de cumplir tal rol?

Consideremos un caso  extremo (no quizás el más problemático): el presidente de los Estados Unidos  que en todo momento tiene relativamente cerca  el maletín nuclear (Trump al parecer no lo soltó hasta el último día) se ve en la disyuntiva de apretar el botón o no, dada una presunta amenaza se potencia enemiga. Sus consultores le manifiestan carecer de criterio y le dejan efectivamente sólo ante la decisión.

¿Cabe pensar que en última instancia recurre a un ente maquinal convencido de que este tiene criterio a la vez fundado en más acusada percepción de los datos en juego, mayor capacidad de calcular las pérdidas que la acción provoca y asimismo  las que ocasionará la inevitable respuesta. Calculará si vale la pena desde un punto de vista militar y asimismo desde el punto de vista económico. Pero hay algo más:

Hemos de suponer que el presidente en cuestión no es un canalla. Palabra esta que dice muchas cosas sin necesidad de recurrir al concepto que subyace, de trasfondo kantiano y sobre el que hemos de volver, avanzando que un canalla es aquel que no tiene reparos en instrumentalizar a los seres de razón, en instrumentalizarlos para su inmediato interés empírico, en no considerarlos como fin en sí.

Estoy pues suponiendo que el interlocutor maquinal del presidente de los Estados Unidos es un ser dotado no sólo de inteligencia computacional sino también de esa  segunda modalidad de la razón kantiana que es la moralidad, que solapa en parte aquello que el pensador español Gabriel Zubiri denominaba “Inteligencia sentiente”.

Si supusiéramos que hay un ente maquinal de estas características sería perfectamente imaginable (aun no digo que sería legítimo) que en la soledad de su despacho el presidente de los Estados Unidos depositara en él la decisión final de apretar el botón rojo.

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5 de marzo de 2021
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El hombre cuenta (VI): ¿algoritmo versus duda?

En  la columna que preceden  he intentado poner de relieve que la duda no constituye un elemento contingente en el despliegue de la inteligencia. Descartes erige la duda ni más ni menos que en método, es decir en punto de arranque para intentar encontrar alguna base que permita precisamente asentar el conocimiento.

Sin la duda no habría siquiera conjeturas sino de entrada afirmación pura y simple. Decir que el conocimiento científico avanza por hipótesis y verificación equivale a decir que en la matriz del mismo está la disposición de un ser que esencialmente duda.

Y por supuesto este aspecto se exacerba cuando consideramos esas actividades humanas como son la búsqueda de creación artística o la toma de partido en una alternativa moral. Pensar no es sólo deliberar pero sí es en gran parte deliberar. Y ello en la triple dimensión que Kant otorgaba a la razón humana. Ello parece indicar que si estamos hablando de máquinas que serían verdaderamente inteligentes,  estamos desde luego yendo mucho más allá de la noción de algoritmo:

El algoritmo en el sentido convencional se enfrenta realmente  a alternativas, pero ello no significa que realmente  dude: No hay luz, ¿estará la ventana cerrada? Resulta que así es… pues la abrimos. Resulta que está abierta…ha oscurecido.

Estos datos son cualitativos, los datos a los que están sometidos las máquinas llamadas inteligentes son números símbolos o gráficas, pero el principio no cambia. Una entrada, unos pasos a dar (eventualmente alternativos) y una salida a la situación. En principio hay un programa que ordena los datos, que pueden ya haber sido previamente ordenados constituyendo así una información. Base en principio de todo mensaje.

Y aquí el asunto del “banco de datos”, del  monto de información que sobre algún asunto se ha llegado a recopilar.  Tengo ante mí una  máquina susceptible de recibir datos, someterlos  a un proceso y devolverme resultados en  torno a los mismos.

Ahora bien hay mensajes y mensajes. Supongamos que una computadora está programada para traducir  del español al inglés Introduzco el mensaje: “la piedra es una espalda para llevar al tiempo” y recibo la respuesta: The stone is a back to take to time. Y añado: “con árboles de lágrimas y cintas y planetas” recibiendo: with tear trees and ribbons and planets”. Obviamente ante esta traducción literal me digo que la máquina ignoraba que el sentido era metafórico. Pero la pregunta va más allá: ¿captó la máquina algún sentido, metafórico o no? Habrá ocasión de retomarla.

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26 de febrero de 2021
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El hombre cuenta (V): el peso de la duda

Como preliminar a las reflexiones que siguen, recupero hoy consideraciones ya aquí expuestas sobre un asunto crucial de la filosofía cartesiana:

Sorprendía a Descartes el hecho de que habiendo sido cultivada la filosofía por los mayores espíritus no se diera apenas tema alguno en el que hubiera coincidencia entre ellos. Refiriéndose a su juventud nos dice que  ya entonces encontraba razones para pensar que los que se proponen desde el primer momento hacer sus pensamientos claros e inteligibles son los que merecerían el título de filósofos “aunque no hayan aprendido nunca retórica”, pero constataba que los iniciados en esta última se imponían, haciendo que la filosofía se pareciera a algo “que proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las cosas y hacerse admirar de los menos sabios”. Precisamente uno de los objetivos primordiales de Descartes  será arrancar la filosofía a esta situación.

En cuanto a la teología, desde luego, nos dice, tiene el interés de abrir una vía a ese cielo que, confiesa, “como cualquier otro pretendía yo ganar”, aunque añade socarrón que “el camino de la salvación está abierto para los ignorantes como para los doctos”.

Cabría esperar que en las disciplinas científicas particulares, como la física, pudiera encontrar el espíritu algún tipo de satisfacción, pero Descartes objeta que en la filosofía buscan las ciencias un fundamento,  por lo cual las objeciones que pesan sobre la primera recaen forzosamente sobre las segundas.

Todo esto se encuentra en la primera parte del “Discurso del Método”, suerte de autobiografía espiritual del autor, a la que pertenece asimismo esta aseveración general sobre cuál era su estado de ánimo al llegar al colegio de jesuitas de La Flèche en Anjou, y la decepción que los años allí transcurridos supusieron:

“Desde mis años infantiles he amado el estudio. Desde que me persuadieron de que estudiando se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de lo que es útil a la vida, el estudio fue mi ocupación favorita. Pero tan pronto como terminé de aprender lo necesario para ser considerado una persona docta, cambié enteramente de opinión porque eran tantos los errores y las dudas que a cada momento me asaltaban que me parecía que instruyéndome no habría conseguido más que descubrir mi profunda ignorancia”[1].

No puedo hacer aquí otra cosa que remitir a a los primeros capítulos del “Discurso del Método”, obra admirable tanto desde el punto de vista filosófico como literario, que se lee de corrido  y que sigue  siendo la más fascinante vía  para  hacer inmersión en la filosofía.  En cualquier caso, lo que precede basta para entender que en esa duda, reflejo  de una decepción,  que embarga al joven Descartes, reside el soporte del pensamiento y proceder cartesianos, e incluso de todo pensamiento y de todo proceder filosóficos dignos del calificativo: “que para examinar la verdad, es preciso  dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas una vez en la vida”.

Afortunadamente una vez en la vida dudó Descartes de todas las cosas. Y digo afortunadamente, a fin de resaltar el hecho de que sólo el espíritu atravesado por la duda  se halla en esa disposición singular que puede ser calificada de filosófica,  y cuya reivindicación es tanto más urgente cuanto que todas las razones que inducían a Descartes a desesperar del sistema de creencias que marcaba su mundo son hoy de rigurosa actualidad.

La sentencia radical de Descartes nos pone en la pista de lo que constituiría una disposición de espíritu susceptible de desembocar en la filosofía. La duda es el mecanismo esencial en la confrontación a la verdad, al menos si por “verdad” entendemos levantamiento del velo en relación a lo que cuenta, es decir, respecto a la condición humana y a las leyes que determinan su entorno:

 “Una vez en la vida” cuestionar la marcha puramente inercial de nuestra mente; cuestionar el arsenal de pre-juicios (es decir, de convicciones que no han sido sometidas a la prueba de racional criterio) que defendemos como si se tratara de auténtico elemento vital de nuestro espíritu.

“Una vez en la vida” dejar de considerar incuestionable el sistema de jerarquías sociales en el que estamos inmersos.

“Una vez en la vida” dejar de considerar sagradas las “explicaciones” sobre la “naturalidad” de nuestros ritos, costumbres, sistemas de parentesco o lazos sexuales a ellos vinculados, y correlativamente dejar de considera todo ello  como bárbaro cuando nos es ajeno.

“Una vez en la vida” dejar de postrarnos como papanatas ante afirmaciones de los eruditos que nuestro espíritu no haya tenido ocasión de contrastar. Dejar por ejemplo de renunciar a pensar uno mismo sobre las cosas de las que tratan los científicos; dejar así de repudiar el espíritu mismo de la ciencia, haciendo  de las proposiciones de esta un equivalente de las proposiciones de la religión; dejar en suma de creer lo que no vimos, so pretexto de que otros, supuestamente infalibles, sí lo vieron.

“Una vez en la vida” dejar de dar por supuesto que hay jerarquía natural  entre grupos de humanos por lo que a las capacidades de conocimiento y simbolización se refiere, denunciando el orden social que impone tal jerarquía.

En suma: “una vez en la vida”  realmente dudar,  y en consecuencia, una vez en la vida enfrentarse a la tarea de intentar “salir de dudas”, lo cual no puede hacerse sin un gesto de propia afirmación, sintiendo  que la entera potencialidad de la razón pasa (o al menos pasó un día) por uno. “Uno” al igual que cualquier “otro” (no impedido por una desgraciada mutilación en sus facultades, la vejez o una jerarquía social que lo esclaviza) puede llegar a conocer; ciertamente  un conocer limitado a  lo que es susceptible de ser conocido.

Pues  aun asumida la respuesta cartesiana a la cuestión de quién puede conocer (a saber, potencialmente  todo ser de razón, sea cual sea la parcela de lo cognoscible) persiste la cuestión de qué cabe conocer, cuáles son los límites de la razón cognoscitiva. Abismal interrogación a la cual nos dice Descartes, hay que enfrentarse asimismo una vez en la vida: “antes de disponernos a conocer las cosas en particular es necesario una vez en la vida buscar cuidadosamente de qué conocimientos es capaz la razón humana” ( “Reglas para la dirección del espíritu”, 8).

[1] La traducción de los párrafos del  Discurso que se citan es propia.

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22 de febrero de 2021
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El hombre cuenta (IV): una rara especie

El hombre, un animal…racional. Importante rasgo diferenciador que hace su especificidad. Desde Aristóteles, primer estudioso sistemático de las especies animales, no ha dejado de señalarse que el rasgo especificador del hombre en el seno de la animalidad no es homologable al rasgo mediante el cual se diferencian una de otra las demás especies.

Pero cierto es que desde que la teoría de la evolución se abrió camino, el concepto mismo  de especie se ha hecho problemático. Una especie vendría a ser lo que a un momento dado (por conveniencia clasificatoria) un “especialista” designa como tal,  con clara conciencia de provisionalidad, es decir, sabiendo que lo realmente importante no es  la estabilidad  de la especie sino, las condiciones que han determinado su llegada y determinaran  su  sustitución. Y el hombre no podría suponer una excepción. Desde el punto de vista de la  biología y de su rama la genética, el asunto  tiene poca discusión:

El hombre tiene unos rasgos por los que se distingue del chimpancé y del bonobo, como estos últimos  se distinguen entre sí. Estos rasgos aparecieron en un momento de la historia evolutiva  como resultado de un proceso de cientos de millones de años, y esta misma historia hará que un día sean sustituidos por otros. Si se cumplieran  las previsiones de catástrofe cósmica que (por ejemplo, pues no es el único factor)  el cambio climático deja entrever, entonces, dada su  aparición reciente, el hombre  sería no sólo un momento de la historia sino un momento muy efímero Y sin embargo…

El  presupuesto de que en la historia evolutiva la aparición de un animal de razón  supone una radical singularidad,  constituye el soporte, implícito o explicito, de lo que cabe designar como humanismo. Es obvio que si lo que diferenciara al chimpancé del bonobo fuera del mismo orden que lo que diferencia al hombre del chimpancé, la defensa de su especie por parte de los humanos no tendría más significación que la defensa de los lobos frente a otro depredador, y lo mismo cabría decir de la instrumentalización o consumo por el hombre de individuos de otras especies.

Sería, en suma, como mero reflejo de su instinto de conservación específica e individual que el hombre se protegería  del lobo o daría caza a liebres para alimentarse de las mismas.

Sin duda puede sostenerse esa posición, y de hecho es frecuente escuchar argumentos en ese sentido. Bajo la acusación de “especeísmo” se repudia, o al menos se  considera como una ilusión, el hecho de otorgar papel relevante  al animal que es el hombre. Pero en todo caso quien adopta esa posición  ha de ser coherente, asumir que está rebajando el peso mismo de la actitud moral que le hace posicionarse a favor de la homologación de sus derechos con el  de otras especies. Pues es difícil no otorgar que esta preocupación es manifestación de una  moralidad general  por la cual se supone que toda sociedad humana debería regirse. En suma:

Si  la actitud moral considerada recta exige preocuparse  por las demás especies, y a la vez consideramos que no hay jerarquía entre nuestra especie y otras especies animales, una de dos: o bien esta rectitud y altruismo, en general la moral, también se daría entre otras especies (eventualmente sin que nosotros nos apercibamos de ello); o bien se daría sólo en nosotros, pero no tendría de hecho más importancia que tal o cual característica sorprendente que a veces constatamos en una especie animal y que no se da en otras; ejemplo, sin ir más lejos: la singular capacidad que permite a la abeja  designar mediante un “baile”, algo que no está presente. Nótese de pasada que una manera de quitarle importancia a la moralidad es simplemente decir que constituye un simulacro, un arma más en la lucha por la subsistencia en razón de la competencia en el seno de la propia especie. Esta sospecha sobre la oculta esencia de la moralidad ha atravesado a muchos pensadores (Nietzsche entre ellos, pero hay que insistir en que no es el único), sobre todo tratándose de las formas de moralidad que ponen el acento en la compasión. Por mi parte, creo más bien que tal crítica no llega al núcleo de un tipo de moralidad como la kantiana, en la cual el principio rector es la inevitabilidad de asumir un imperativo, sin el cual no sería siquiera comprensible la persistencia de una sociedad humana.

Como en tantos otros propósitos bien intencionados, hay también  aquí el peligro de arrojar el bebé con el agua del baño. El equivalente de esta última (ya sucia bien entendido) podría considerarse que sería la disparatada utilización de la naturaleza, a la que una pretenciosa concepción de lo que la técnica posibilita ha conducido a los humanos. La técnica sólo puede actualizar lo que la naturaleza posibilita, si pretende dar  un paso más no sólo no conseguirá su propósito sino que además  la naturaleza le llamará al orden restableciendo un equilibrio que no es favorable a nuestra especie. En este sentido la ecología no sólo es una exigencia ética sino una exigencia del anhelo de supervivencia para nuestra especie.

Pero  si se niega la jerárquica singularidad de nuestra especie, si se pretende que nuestra causa no es causa final de nuestra acción, entonces se da un paso más: se está efectivamente  arrojando el bebé, es decir, se está repudiando lo que la humanidad, en su tensa lucha por algo más que sobrevivir ha ido construyendo: se está, como decía poniendo en tela de juicio los fundamentos del humanismo.

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12 de febrero de 2021
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El hombre cuenta (III): Este anhelo de ciencia y de inmortalidad

En un día de pleno invierno (enero de 1855), el poeta francés  Gerard de Nerval aparece  colgado de la reja de un túnel de  alcantarillado  en una oscura calle de París llamada “La vieja linterna”. Había escrito que de disponer de 300  francos hubiera podido  sobrevivir al invierno. La tesis del suicidio fue puesta en tela  de juicio…En cualquier caso la voluntad o el destino le llevaron, en palabras de Baudelaire,  a “liberar su alma en la calle más negra que pudiera encontrar » (« délier son âme dans la rue la plus noire qu’il pût trouver).

En febrero de 1832, casi diez años antes de su tremenda muerte, Gerard de Nerval es encarcelado en Sainte Pélagie, al lado del parisino Jardin des Plantes.  Durante su estancia en la prisión, Nerval escribe un conmovedor poema en el que implora a los vientos y a las aves  que lleven hasta su celda un herbajo o una hoja (Dans votre vol superbe, /Apportez-moi quelque herbe, / Quelque gramen, mouvant/ Sa tête au vent!) que dieran testimonio de la existencia de una naturaleza. Es este mismo Nerval quien, refiriéndose a un poeta no nombrado escribe el siguiente “Epitafio”:

“Unas veces vivió alegre como un pájaro/ Enamorado y luego despreocupado y tierno/Otras sombrío, errático como un triste Pierrot/Un día oyó que alguien golpeaba su puerta/ ¡Era la muerte! Entonces le rogó que quisiese /Dejarle terminar su último soneto/Y luego fue, impasible, a colocar su cuerpo/Que temblaba en el fondo del helado ataúd/ Era un hombre holgazán según cuenta la historia/El tintero en su mesa se secaba olvidado/Todo quiso saberlo y nada consiguió/Y al llegar el momento en que, harto de esta vida/Al fin voló su alma una noche de invierno/ Dejó el mundo diciendo: ¿para qué vine aquí?” ( Traducción de Anne Marie Moncho en Gerard de Nerval, Las quimeras y otros poemas Visor 1974).

“Todo quiso saberlo y nada consiguió”, tremenda frase en la pluma de quien  desde sus años de estudiante de bachillerato vivió acompañado por el Fausto de Goethe y dedicó una parte de su empeño en  legarnos ni más ni menos que cuatro versiones (en prosa y verso) de la misma. Y digo bien versión, porque, más allá de los problemas  de fidelidad al estilo y al texto (que Nerval reivindica en el prefacio a la edición de 1828),  todo aquello que el alemán apunta a iluminar en su obra sirve de punto de apoyo  para dar impulso a las obsesiones y  a la propia  exigencia literaria del traductor:

 “¿Qué alma generosa no ha sentido algo de este estado del espíritu humano que aspira sin descanso a alcanzar revelaciones divinas, tensionado todo lo largo de su cadena, hasta el momento en el que la fría realidad viene a desencantar la audacia de sus ilusiones o de sus esperanzas y, como la voz del Espíritu, devolverlo a su mundo de polvo?” (Faust Nouvelle Traduction complète en prose et en vers Paris, Dondey –Dupré 1828, Observations, p. IX. La traducción del párrafo es propia).

La fría realidad…aquello que devuelve a Fausto a los límites incluso de lo que es capaz de apostar:

 “Este anhelo de la ciencia y de la inmortalidad, Fausto lo poseyó en alto grado, elevándolo a menudo a la altura de un dios, o de la idea que del mismo nos hacemos, y sin embargo todo en él es natural y previsible; pues si tiene toda la fuerza de la humanidad, posee también toda su fragilidad”.

Resulta incluso chocante que alguien vincule el anhelo de ciencia y el anhelo de inmortalidad. La ciencia se atiene a los hechos y tiene precisamente como postulado (cuando menos implícito) que no hay hechos inmortales (lo contrario sería suponer que algún hecho escapa a la flecha del tiempo). Y desde luego la ciencia no tiene entre sus interrogaciones la de si el ser que da cuenta de los hechos es asimismo un hecho. De llegar a planteársela, ha traspasado la barrera de la ciencia, aunque quizás esté obligada a dar este paso conducida por las aporías que surgen por todas partes en las propias disciplinas científicas.

Pero el ser que hace ciencia sí tiene anhelo de inmortalidad. Esta es la paradoja: anhelo de inmortalidad en el único ser que sabe de la no inmortalidad de los seres naturales y que por consiguiente sólo puede apostar a la inmortalidad abriéndose a la hipótesis de que él es un ser algo más que natural.  El ser que asume lo que la naturaleza supone, a saber que hay una evolución de la energía que ha permitido su emergencia, y ha llegado a esta asunción porque anhela la ciencia, anhela al tiempo ser una excepción (¡la única excepción!) a este su saber. El ser que anhela la ciencia quisiera no ser objeto de la misma.

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28 de enero de 2021
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El hombre cuenta (II): “El amante del mito…”

Mirar a los animales con la intención de protegerse de ellos, instrumentalizarlos o alimentarse de los mismos, es una disposición diferente de  la que  adoptamos  cuando nos admira  la fuerza del león o nos produce ternura la fragilidad de la mariposa,  pero diferente sobre todo de cuando miramos a los animales con el exclusivo afán de establecer aspectos invariantes y aspectos diferenciadores que posibiliten el establecer clases entre la variedad de los animales individuales que se presentan. Esta nuestra  disposición cognoscitiva es inequívoco  indicio de que el hombre constituye  un animal…raro; un animal  cuya singularidad  exploró meticulosamente  el propio Aristóteles (el primer gran taxónomo de la historia).

Un animal, el hombre, cuyos individuos  comparten con los individuos de otras especies toda una serie de facultades: la de percibir a través de los sentidos (aisthesis, sensibilidad), la de alcanzar saber experimental  (empereia, experiencia) como resultado de la iteración de percepciones, o la anticipar una situación que aún no se da en acto (fantasía, imaginación). Pero un animal, el hombre, que además de todo lo anterior,  tiene la rara capacidad  de idear o conceptualizar, encadenar tales ideas en forma de razonamientos (por los cuales el entorno físico queda empapado.

A diferencia de Platón, Aristóteles considera que las ideas tienen necesariamente un soporte físico,  y que consideradas con independencia de tal soporte,  las ideas carecen de realidad física: no pueden ser lanzadas como un arma (salvo metafóricamente), no son susceptibles de movimiento o reposo y en términos contemporáneos: no son materia, ni antimateria, ni partícula,  ni onda…, y el campo que ocupan no es el mismo otra cosa que un discurrir de conceptos (platónico campo eidético). Nótese que eso pasa también con las entidades geométricas: podemos mover la mesa pero no podemos mover ni la superficie de la mesa ni la línea inscrita en ella ni el volumen total de la mesa. Se mueven con la mesa, no se mueven solas.

Por  esta carencia de entidad física no deja de ser un misterio la fuerza de las ideas, y el hecho de que el hombre pueda ser afectado (no sólo en su psyche sino también en su cuerpo) por  las mismas. La singular capacidad del hombre de tratar con ideas puede tomar la forma de hacer cuentas, incluso eventualmente contemplando las cosas bajo el prisma de los números, de lo cual Aristóteles no era partidario (contrariamente a Platón y los pitagóricos), aunque no negaba simplemente esta tendencia sino que la "discutía”, es decir la “sacudía” con razones para ver si resistía el embate.

Aristóteles nos enseño a ver las cosas con la inquisitiva mirada de las cuentas de la ciencia, pero también a ordenar bajo conceptos las otras cuentas de los hombres, desde el sentir de quien en el teatro encuentra un espejo de su destino hasta el sentir de un niño al que una narración (un cuento) deja estupefacto: “el amante del mito –philomythos- es de a su manera amante del saber –philomythos- pues el mito compila a partir de cosas que dejan estupefacto” (Metafísica 982 b18-19).

Y ¿qué es lo que deja estupefacto? Pues no otra cosa que lo que simplemente ocurre: el hecho de que uno sea seguido por su propia sombra, el hecho de que el hermano pequeño con el que jugamos desde que gatea, al crecer arranca a hablar, mientras que el perrito con el que hacemos lo mismo no lo hace…Y la cosa no se detiene ahí:

Estupor pueden provocar las vicisitudes por las que los hombres atraviesan y entonces surge ese mito (composición de los hechos- sustasis ton pragmaton  Aristóteles Poética  1450 b.) que la tragedia griega constituye, pues la ordenación mítica es como la esencia de la tragedia (“arche men oun kai oion psyche  o mythos tes tragodias”- Idem).

“Al principio el estupor lo provocaban cosas que se presentan de inmediato al espíritu, más  poco a poco se extendía a cosas más sobresalientes como el comportamiento de la Luna, el Sol, las estrellas y finalmente el hecho mismo de que haya universo” (Metafísica  982 b 11-17. Traducción propia algo libre pero que creo no traiciona el espíritu del texto).

Y así lo que ocurre hace al hombre discurrir, buscando una explicación. El mito es ya un enorme paso. Carlos García Gual lo ha explicado con toda claridad: El tantas veces llamado “pensamiento mítico” se caracteriza por servirse de los “mitos” para explicar y comprender el universo, el entorno tanto físico como social, y justificar con esas narraciones míticas las normas e instituciones tradicionales de la sociedad” (Carlos García Gual “Apuntes sobre los comienzos del filosofar y el encuentro griego del Mythos y del Logos” en La invención del Logos. Monográfico de Daimon Revista de Filosofía Julio- Diciembre 2000, p.55).

¿Quiero ello decir que hay allí un pensamiento científico? No exactamente pues meramente no puede tratarse eso. En primer lugar porque algunas ce las cosas que provocan estupor no han sido nunca objeto de ciencia, al menos en el sentido que nosotros damos a esta palabra,  simplemente porque no pueden serlo (me refiero a los asuntos sociales que involucran costumbres o instituciones); en segundo lugar porque aquello de lo que ocurre que sí llegara a ser objeto de ciencia a saber la naturaleza no se presenta de entrada como marcada por aquello que posibilita la ciencia, a saber, la necesidad natural. Ello ocurre en la historia de la humanidad por vez primera en Jonia y  como consecuencia surgirá la física y tras ella la metafísica, la reflexión que viene tras la física, es decir, la filosofía.

Pero la ciencia es un fruto, sólo un fruto más de la razón humana que tiene imperativos éticos y exigencias estéticas además de  prodigiosa capacidad de contar  o mitificar:

“Desde aquel lugar fui errante nueve días y en la noche del décimo lleváronme los dioses a la isla Ogigi, donde vivo Calipso, la de lindas trenzas, deidad poderosa dotada de voz, la cual me acogió amistosamente y me prodigó sus cuidados. Mas ¿a qué contar el resto?” (Homero Odisea Canto 12 versos 447 y siguientes. Traducción de Luís Segalá y Estalella. Montaner y Simón editores, Barcelona 1910).

Y en efecto poco en principio  debería quedar por contar, a tenor de lo ya contado.  Pues en el canto XII los retornados del Hades  escuchan en boca de  la diosa (“Circe la de lindas trenzas, deidad poderosa, dotada de voz” Idem 142.) ” las  siguientes palabras: “¡Oh desdichados, que, viviendo aún, bajasteis a la morada de Plutón, y habréis muerto dos veces cuando los demás hombres mueren una sola! (Idem, Canto 12, 21-22).

Y después,  cogiendo  a Ulises de la mano  y apartándole de los demás, Circe le pide  que le contara lo ocurrido, “yo se lo conté por su orden” nos dice Ulises, tras lo cual la premonición y consejo de la hija del Sol:

“Llegarás primero a las Sirenas, que encantan a cuantos hombres van a encontrarlas. Aquél que imprudentemente se acerca a las mismas y oye su voz, ya no vuelve a ver su esposa ni a sus hijos pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a sus hogares; sino que le hechizan las Sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo  a su alrededor enorme montón de huesos y de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a fin de que ninguno las oiga; mas si tú desearas oírlas, haz que te aten en la velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil y que las sogas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte escuchando a las Sirenas. Y en el caso de que supliques ó mandes a los compañeros que te suelte, átente con más lazos todavía”

Tras un Canto que contiene el episodio quizás más emblemático de la contradictoria síntesis de atracción y terror que provoca la belleza (resuelta privándose voluntariamente  de la capacidad de sucumbir) aun quedará sin embargo mucho por contar, y ello como Ulises exige “por su orden”, con una modalidad de rigor no coincidente con  el rigor de las cuentas métricas, pero no menos inapelable que  este último.

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21 de enero de 2021
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