La cabellera constituye a la Mujer misma, decía Roland Barthes. En las religiones, a la mujer se la requiere para recoger sus cabellos antes de entrar en los templos como una acción destinada a borrar su sexualidad.
El sexo se anula en el espacio sacro mediante la ocultación de la cabellera profana que, de otra parte, según Freud, sería, convertida en trenza, otra suerte de falo que la norma religiosa castraría para impedir toda lujuria y su impuro placer.
Incluso examinados más superficialmente, la cabellera y sus peinados constituyen el principal accesorio de la mujer, el complemento central por excelencia. El pelo y el peinado son tan decisivos para las mujeres que el mundo se encuentra poblado de peluquerías para su atención y arreglo; y la melena, no sólo el pelo raso, trasciende por completo el mundo del aderezo para convertirse en una enseña de la feminidad. Es así coherente que las lesbianas, orgullosas de su identidad y de su proclama, busquen abolir este signo cortándose radicalmente el cabello. No haciendo uso, en suma, de la melena como bandera que, en el código general movería a confusión y errores en la interpretación del gesto.
Porque en los gestos, la melena desempeña un importante papel de instrumentación en el arte de la seducción femenina y de la seducción en general. Ella realiza la función paradigmática de enseñar y ocultar, el juego de fragmentar la imagen y hacer más deseable el objeto a través de las punzadas de lo entrevisto, el rostro que se deja a medias contemplar y se reserva, siendo la melena el telón y directa porción del espectáculo. Puertas que se entornan, cortinas que descorren parcialmente, sombras que celan y encelan el objeto velado. Las mismas caricias prestadas a la melena poseen también este mix equívoco mezcla de dulzura y de agresividad, de suavidad y crimen que viene a ser la primaria receta del erotismo. Erotismo que muerde y besa la carne, lamida como una miel y aspirada como una droga. Pieles que deliciosamente se aman juntas en un silencio infinito o que aproximadas estallan en una ensordecedora flama.

Hasta ahora, la proclamada pérdida del dominio masculino no ha sido sustituida por otro tipo de dominio ni valor superior sino que, por el contrario, el fin de la lucha intersexual procede, sobre todo, del clamoroso triunfo de la masculinización.
Podría ser que el Movimiento de Liberación Femenino no haya logrado, en realidad, una liberación del dominio masculino sino tan sólo la liberación del estereotipo de la feminidad. Lo que no sería poco. Sería tan transtornador como haber eliminado la antigua mirada propia de la mujer para haber dejado el espacio despejado para la mirada del modelo del hombre. No exactamente la antigua mirada masculina que incorporaba el contrapeso de la simulación femenina, no el espacio absoluto de la mirada obscena del macho frente a la mirada de la pudibundez y el espionaje femeninos dentro del teatro general del cortejo, sino la mirada masculina sin sus viejos atributos, desprendida de penetración, extraviada en la vastedad, viuda de sí. Una mirada que se pierde sin réplica, una pupila sexual que no encuentra horizonte, un panorama visual, en fin, sin pliegues ni añagazas en que lo masculino y lo femenino se hunden en la ausencia de la dura dialéctica relacional.
En la literatura, en la pintura, en la canción abundan masivamente los sujetos idealizados con nombre de mujer, desde Beatriz a Helena, desde la Gioconda a Gala, desde Carol a Diana, pero apenas de hombres. Casi por antonomasia, el desnudo en la pintura es el desnudo de la mujer pero aún tratándose del desnudo actual del hombre, el autor es un artista del mismo género. La celebración de la belleza, el canto al amor, las desesperadas melodías que evocan al amado, se refieren concretamente a una amada. ¿Cuándo abundarán las coplas en que se requiebre habitualmente a un hombre? Probablemente ya no sucederá nunca. Ha caducado ya el tiempo de la desigualdad y con él los pedestales y la veneración, el arrobamiento o la esclavitud ante el deslumbrante poder concedido al otro. Esto es lo que tiene la democracia, tanto social como sexual. El erotismo pasa de actuar como un paso hacia la adoración del ser supuestamente amado para convertirse, poco a poco, en un paseo por la entretenida piel del otro. ¿Somos menos importantes entonces los unos para los otros? Efectivamente. Necesitamos que sea así de acuerdo con el sistema general de la circulación rápida, la fácil comunicación, el lastre cero. Cuanto menor es el afianzamiento (romántico o no) mayor es la disponibilidad de supervivencia, la capacidad para cambiar, la plasticidad para ejercer otras funciones. ¿El arte? Fin de la cultura sagrada, acabamiento de la adoración, desprestigio de la inspiración. En adelante, las musas serán sólo las circunstancias propicias y los musos..., los musos, como siempre, inservibles mostrencos en la escritura, la pintura o la composición.
Me contaba un amigo que, durante algunos meses que se veía abandonado por su pareja, sentía la firme necesidad de ajustarse más el reloj. De experimentarlo -o experimentarse- más cerca de sí acaso a través de la insignia que representaba su desvalida muñeca. Así, contra la costumbre de dejar el reloj abandonado en la mesita de noche, pasaba todo el sueño con el reloj ceñido a las circunstancias de su estar. Sincronizado a su insonoro latido o algo así porque aproximando el reloj a su piel, el tiempo a su pulso, la marcha del destino se unía quizás a su marcha vital tal como si, por el momento, a través de estas horas aciagas, no existiera otro posible consuelo o que la autodefinición y ninguna otra contabilidad (la cuenta o el cuento de su historia) que la relativa al exiguo círculo que delimita la coerción de la correa, tan angosto como su angustia, y tan insignificante al fin como su pobre repetición. O incluso tan nulo -pero amado- como el cíngulo igual a cero que redondea la correa de la soledad en sí. Solo y cercado, acercado y repetido en el vano auxilio del yo. ¿Desvinculado? Atado a sí.
Giordano Bruno, un gigante en el arte de la memoria, propuso un severo y pormenorizado sistema nemotécnico no ya para recordar algo sino para comprender, recrearlo todo, y en suma para alcanzar un remedo de inmortalidad puesto que si la eternidad no se halla al alcance de los seres humanos, la memoria sin fin puede traspasar la delimitación de la muertes y generar un espacio infinito y continuo por donde pasean simuladamente el pasado y el presente, siendo el futuro la inercia de su enunciación. 




