Vicente Verdú
Me contaba un amigo que, durante algunos meses que se veía abandonado por su pareja, sentía la firme necesidad de ajustarse más el reloj. De experimentarlo -o experimentarse- más cerca de sí acaso a través de la insignia que representaba su desvalida muñeca. Así, contra la costumbre de dejar el reloj abandonado en la mesita de noche, pasaba todo el sueño con el reloj ceñido a las circunstancias de su estar. Sincronizado a su insonoro latido o algo así porque aproximando el reloj a su piel, el tiempo a su pulso, la marcha del destino se unía quizás a su marcha vital tal como si, por el momento, a través de estas horas aciagas, no existiera otro posible consuelo o que la autodefinición y ninguna otra contabilidad (la cuenta o el cuento de su historia) que la relativa al exiguo círculo que delimita la coerción de la correa, tan angosto como su angustia, y tan insignificante al fin como su pobre repetición. O incluso tan nulo -pero amado- como el cíngulo igual a cero que redondea la correa de la soledad en sí. Solo y cercado, acercado y repetido en el vano auxilio del yo. ¿Desvinculado? Atado a sí.