Sergio Ramírez
Las complacencias desaforadas del presidente Ortega a favor de una organización que ha perdido todo prestigio ético bajo el peso de los actos terroristas, los secuestros de civiles, y el narcotráfico, y dista años luz de la imagen romántica que los guerrilleros sandinistas que derrocaron a la dictadura de Somoza tuvieron un día, son vistas entre los nicaragüenses con una mezcla de ira, estupor e impotencia. Nadie se siente representado en esa solitaria identificación oficial con las FARC, salvo aquellos que pertenecen al bando irreductible de la familia gobernante, por razones de rancia ideología, pero más que nada por sumisión de intereses personales, de los que tanto abundan ahora en las cercanías del poder.
Es terrible cuando las tragedias empiezan a parecerse a las comedias. La autoproclama del presidente Ortega como mediador entre las FARC y el Gobierno de Colombia, rechazada por este último, y su consiguiente respuesta de que no tiene porqué pedir permiso a nadie para buscar la paz en aquel país, con lo que se queda como mediador a la mitad, provocan risas en la platea. Pero son risas tristes, del lado donde nos sentamos los nicaragüenses.
El mismo amigo a quien aludí al principio me decía también, que el único conflicto pendiente entre Nicaragua y Colombia, que los nicaragüenses reconocen como tal, es el que se refiere al juicio sobre límites fronterizos que se encuentra en manos del tribunal internacional de La Haya, y cuyo fallo todos entendemos y aceptamos que deberá ser acatado al pie de la letra cuando se produzca. De allí en adelante, que la mano de Fátima proteja al presidente Ortega.