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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La silla

El mueble más inmediato y sencillo, el primer eslabón en el sistema del mobiliario doméstico es la silla. Otras figuras del mobiliario podrían escogerse como ejemplo de sencillez pero ninguno lo es tanto en intención, concepción y elocuencia.

 El banco o el taburete son todavía más simples pero se diría que pertenecen todavía a un tiempo primitivo, casi animal, y de hecho, ambos encuentran una fácil connotación con el pesebre, el pretil o el escabel para ordeñar el ganado. La silla, sin embargo, mercede a su respaldo, es ya algo humano.

Una fabricación pensada, aún esquemáticamente, con el pensamiento humano, tanto que, a  la manera de los pictogramas  designa por anticipado su función práctica. Todos entienden con facilidad su referencia a un uso determinado y de hecho, su dibujo crea una dialéctica  exacta, desde el boceto a la cosa y de la cosa al trazo.

 Sin desdeñar el amplísimo surtido de sillas diferentes dentro tanto de la simplicidad como de la retórica, el hecho viene a ser que acaso ningún arquitecto llega a sentirse del todo completo, sea Le Courbusier, Miess, Siza o Moneo, sin haber pergeñado una silla con su nombre. El arquitecto consigue así desarrollar no sólo su particular concepción del espacio puro sino, además, su concepción respecto a la confortabilidad de su habitáculo.

 En la Edad Media apenas había muebles en las habitaciones y de ahí que el espacio desnudo cumpliera las veces no sólo de refugio indiscriminado sino de ámbito diferencial según los mundos que deseara crear y los estados de ánimo que pretendía suscitar en ellos producir. Las iglesias, los conventos, los dormitorios, los oratorios, las lonjas, se autonombraban a través de la inspiración  que hablaba en su seno.

 Los muebles, después, han  venido a ser quines califican una y otra habitación con una fuerza - a veces torpe, a menudo burda- que, en ocasiones, perturba la calidad intrínseca al  espacio básico. Un buen arquitecto es aquél que aúna la espacialidad a sus contenidos pero siempre el promotor le permite llevar a cabo la labor completa. Cuando se lo autorizan, sin embargo, el diseño de muebles, armonizados en su espacio,  viene a ser la obra íntegra.

Pero no faltan sino que abundan los ejemplos de excelentes  interiores perjudicados y hasta estragados por la presencia de muebles horrísonos o, al cabo, inapropiados.  Podría así decirse que los muebles son los primeros habitantes de ese inmueble y así como es común que los ocupantes de una vivienda la estropeen con una mala decoración o un mal uso, los  muebles sin tino invadiendo los cuartos torturan o malbaratan a su contenedor y establecen al cabo una atormentada pugna que desestabiliza el ambiente. y su destino.

 Muebles incómodos para ese espacio al margen de la máxima confortabilidad que posean por sí mismos para ser expuestos y admirados.

La silla sería la primera letra en la secuencia semiótica del mobiliario. Es como una letra inicial que llama hacia un estar en el lugar, el primer punto que invita a permanecer un tiempo en ese concreto espacio. "Dar silla a alguien" es invitar a otra persona a sentarse ante quien lo desea aunque otra manera de dar silla más o menos duradera es procurarle la postura yerta mediante  la silla eléctrica. La palabra silla procede del latín sella, asiento, y hay tantas sillas como las que discurren en una sucesión casi infinita desde la silla de enea a la silla a la silla de montar y desde la silla gestatoria a la silla de ruedas.

La mayor parte de los hogares se definen por los muebles escogidos y muy especialmente por las sillas que se disponen alrededor de la mesa de comer.  A través de la interpretación que propicia su diseño, el visitante alcanza a ponderar tanto el gusto estético de los amos como acaso el gusto mismo de los platos que se servirán ante ellas. Sillas mullidas o sillas estrictas, sillas desacopladas y sillas que forman un amable juego o una melodía perfecta. Ese comedor, en cuyo aspecto, ha venido interviniendo mucho las mujeres  habla del carácter de ella y hasta de su fisonomía en cuanto persona y en cuanto esposa.

No pocos detalles del mobiliario completarán el perfil de los amos y, obviamente, en una casa abundan las pistas de todo tipo, textuales, textiles, tectónicas, que orientan las conclusiones, pero la silla, excepcionalmente, es una información de gran alcance sobre el carácter integral de un domicilio y el bienestar o el malestar que allí se esconde.

 



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4 de enero de 2010

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El despertador

El despertador es el rigor, el símbolo del rigor y su práctica. Inexorable, despiadado, cumple la orden tajante que se le inyecta y la culmina con obediencia exacta, con  una puntualidad ciega o inapelable.

El interior de este cronómetro es, ante todo,  reglamentación pura. Posee el mecanismo de los otros relojes pero está concebido o amestrado no para dar las horas sin ton ni sin sino comunicar un momento crítico de forma tronante.

De este modo, su espíritu de diana  transforma lo que fuera una ordenación más en una orden militarizada. Ni una vacilación, ni una holgura, ni un más o un menos se admite en su conducta estricta. Conducta de ordenanza extrema como principio y razón de ser.

 Los despertadores pueden servir sucedáneamente como relojes vulgares pero son ellos mismos, inconfundibles y aterradores, al manifestar la fuerza de su idiosincrasia salvaje.
Porque en apariencia, a primera vista, el despertador contemplado como una esfera más no encierra agresividad alguna sino tan sólo esa brutal candidez de los relojes. Efectivamente todo reloj muestra, tarde o temprano, destino siniestro pero en la vida corriente  se comportan como elementos fijos cuya disciplina, siempre de una manera inocente o bobalicona, nos corta las alas, la voluptuosidad, la libertad o el gozo. El reloj es ajeno a su amo. Lo más ajeno que se pueda imaginar. Sin embargo el despertador se deja hacer, se ofrece insidiosamente a la voluntad y a sus planes. Ambula mansamente a lo largo del día pero, como los animales feroces, posee un gen  programable para atacar o abalanzarse sobre sus propios dueños en momentos prefijados e hirientes.

De aquí que se trate de un objeto doméstico pero muy extraño a la vez. Se ve domesticado pero domesticado, al cabo, para atacarnos, manipulado para a la vez someterse y  contravenirnos.

 De ese latigazo del despertador e deduce que el aparato goza de esa clase de personalidad rara o epiléptica. Cierto que nosotros se la inyectamos para nuestro servicio pero ¿qué decir de las criaturas o personajes que los autores crean y se acaban rebelando contra ellos? Que ese instinto subversivo pueda hallarse en el despertador y no en el resto de los relojes lo convierte en la pieza que araña o puntea, sacude y desdeña. Aun cumpliendo un dictado.

Ninguno de los relojes proclama con estridencia su hora e incluso los de pie se afana cuidadosamente en dulcificar melosamente sus sonidos. En el despertador, el cómputo de los minutos se realiza generalmente en silencio y desgranándose naturalmente a través de su mecánica. El despertador ni el reloj gritan el posible dolor que esta operación de constante contabilidad les  causa. Solo berreará, se desgañitará el despertador cuando, sabiéndonos dormidos, materializa la asignada función de hacernos conocer en qué momento estamos, a despecho de nuestra merecida inconsciencia.

 No es extraño, por tanto, que algunos sujetos muy dormidos incluyan, por unos instantes, esos estrépitos del aparato en sus sueños y hasta que la delirante persistencia del reloj clamante, lo arranque literalmente de su engaño.

 El despertador, en suma, nos despierta -nada menos a la realidad y comete este acto por decreto. Este despertador- como cualquier otro reloj- no duerme nunca pero, además, contiene el dispositivo preciso para proclamar que la realidad nos reclama a toda prisa. Desde ese punto de vista el reloj nos provee de conciencia y quién sabe si también de una confusa autoestima.

 Todo cuanto ocurre a lo largo de la jornada no importa al despertador que tras unos momentos de intensa importancia regresa a la rutina casera. O bien, su voz de alerta se hunde en el silencio común y sólo resucitará otra mañana si nuestra mano y nuestra mente en una combinación coactiva lo coaccionan o restituyen militarmente.

Gracias a ese enrevesado proceso que pasa por darse órdenes a si mismo a través de inculcar la orden a un tercero, el mandatarios primero se reúne, mediante el despertador, con el segundo mandatario dormido.

De este modo, el despertador realiza la milagrosa función de unir dos partes del mismo ser humano, la parte inconsciente y la consciente y a través de una suerte de electroshock que provocando sobresalto hace brincar al cerebro desde la molicie a la mollera.

El sujeto unido ya en sus dos mitades se halla en condiciones de presentarse en público y mientras va desprendiéndose de la  experiencia traumática que ha experimentado al pasar de  la escisión a la integración en décimas de segundo. Un lance          que maniobra el despertador y que pone al alcance de la vista,  asomando entre sus pliegues, el ser y el no ser de uno mismo.



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30 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El plato

Hay un abismo entre el plato vacío y el plato lleno.  O mejor, hay un abismo entre el plato lleno y el plato vacío. Este hiato se describe pictóricamente como el clamor del hambre y, semióticamente, como la palabra y el mutismo. La mudez, la oratoria y el silencio, el argumento y la nada.

 La casa da el plato impulsa a hablar. La casa da el habla. Siendo de un linaje alimentario se posee un lenguaje y teniendo un lenguaje sustancial y propio se posee un poder. El discurso del poder del plato en su variada versión.

Del plato llano se parte para el discurso llano y del plato hondo - el segundo plato capital- para el discurso más trascendencia. Juntos forman, en combinación  con otros que componen la integridad de la vajilla la  pertinencia a un sistema donde el conjuntos se integra como un juego de juegos significantes en el valor general.

No cualquier valor general, sino el valor particular concebido y respetado como una enseña de familia, de manera que es en los juegos de platos, como en los de la cubertería o en la cristalería donde se plasman o inscriben las señas ( o iniciales) de la casa.

Esa casa es dueña de una insignia que trasmite su marca a los alimentos que sirve y, en consecuencia, su característica alimentaria forma parte de  su territorio y su campamento distintivos. Esa familia,  esa nobleza, ese linaje, se graba en las piezas de comer como lo fuera en su armamento, puesto que disponer con propiedad de la comida concede un estatus de privilegio, de prevalencia o de identidad social

Sólo los mendigos carecen de platos propios y marcados. Exponen sus platillos mendicantes y anónimos como soportes de una limosna que indiferenciadamente reciben de aquí y de allá. Son mendigos  y nómadas. no poseen el alimento por su casta sino por amor de Dios, azarosamente, milagrosamente. Son, de este modo, por-dioseros. Deben su sustento a la caridad en cuanto trasunto del posible amor de Dios repartido caprichosamente sobre la conciencia de los hombres.

Se alimentan, por tanto,  basados en la piedad o, lo que es lo mismo, en la estocástica intersección de la benevolencia divina. La providencia les provee, los files le ofrecen  sus cosechas en un juego de benevolencia y azar.

El plato vacío, en la vida tradicional es sinónimo de una petición extrema. El plato lleno es equivalente a la gula pero el plato vacío es patrimonio e Dios. Entre ambos extremos se halla la virtud, el alimento que se reparte en forma de cuerpo místico o el sustento que se dona en nombre de la  caridad.

Dentro de las casas modernas el plato se apila como  un rutinario  instrumento del almuerzo o de la cena pero todos los platos reunidos, presentados en resma, dan a entender el desahogo de la economía doméstica y su potencial capacidad para cubrir el aforo de los diferentes platos requeridos.

 Hondos y llanos, bandejas y platillos de postres, se reúnen en el sistema  del banquete que la familia se otorga u ofrece festivamente a los parientes o la los demás. He aquí una seña de poder burgués que no se representa en las cuentas corrientes, ni las escrituras, sino en los atributos instrumentales para invitar a comer en el hogar.

Contar con  una vajilla,  una cristalería y una cubertería completas remite a un nivel social que no sólo come bien y holgadamente sino que invita a comer  gentes del exterior. La  casa goza del poder de invitar y, virtualmente, cuenta con  invitados plurales. Gentes que procediendo del exterior se atienen al interior a través del régimen que dispondrá el menú. s.

La cocina es una máquina de poder. Lo constata el cocinero, sea o no profesional, y lo exhibe la casa en cuanto  bajo su menú particular ve sometidos a los comensales. Agasajados sí pero, a la vez, gobernados por el firme dictado de los platos. La cocina es una máquina de poder: obliga al asentimiento de los invitados e  impone con su composición el gusto de los invitados.

n todos estos actos, el plato cumple una función  esencial. En su superficie se deposita el alimento propio de la casa, su interpretación del gusto o  el linaje y de su contenido han de participar los comensales, los partícipes de   su digestión posterior, realizada en cada estómago individual más o menos orquestada por la dirección de la casa. El plato actúa, en consecuencia, como un intermediario entre la oferta y su metabolismo, entre el rito de la invitación y la realidad del colon.

Todo plato, como en el ofertorio católico, es una ofrenda al más allá pero, en cuanto elemento mediático, conlleva una surte de  regalo social que reclama una contraprestación social.

Todo plato en soledad es un espejo del fracaso individual  mientras todo plato en la concurrencia de una mesa conlleva una positiva manifestación social. Frente al plato en soledad donde prevalece el espejo deletéreo, el plato desplegado en sociedad y convertido en vajilla disponible. Entre uno y otro extremo discurre la escala del vasallaje. la asimetría del don y el contradón, la evidencia del plato como un plano en donde se provoca la deuda infinita, teológica, o la deuda humana de la contraprestación. Acaso nunca, con más contundencia, se advierte que todo regalo alimenticio reclama su equilibrio igual. Y de ahí las interminables cenas de sociedad siempre incapaces de cumplir, plato a plato, la deuda social del banquete y su simbólica simetría institucional.



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28 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La bombilla

Que la luz  eléctrica provenga de la bombilla requiere que su interior sea un vacío o se la haya dotado de un gas inerte. Es decir, la luz proviene de una incandescencia que pasa por la muerte real del filamento.

Y no sin consecuencias. El 90% de la energía de esa incandescencia se gasta en calor y sólo un diez por ciento en luz. La luz requiere, por lo tanto, una abnegación casi absoluta del efecto que Edison procuró con su invención. Una invención muy discutida por otros investigadores y que, al cabo, Edison se apropió en buena medida porque su mismo nombre se aviene perfectamente con la acción de expansión y condensación que se produce en el seno de su ampolla-

Edison evoca la callada tensión que tiene lugar en el interior de ese pequeño ámbito que en la casa opera, efectivamente, como el depósito de una proyección de luz. Luz proveniente de una cápsula habitada por un  extraordinario estrés interno.

 La casa se ilumina, en apariencia, como sin tal cosa. Basta pulsar el interruptor para obtener iluminación pero una sucesión de tensiones dentro de la jaula de cristal son necesarias para ofrecer su  ración de claridad. La tensión más intensa del hogar se cumple  en esta suerte de maniobra por la cual la luz se ordeña desde el vientre del calor, dentro de la íntima ampolla de cristal, expuesta a la vista, pero no obstante velada a la comprensión del usuario.

 El usuario conecta y desconecta el interruptor  con la mayor indiferencia  respecto a la reacción que desencadena. Dentro de la bombilla, entretanto, se compulsa  un éxtasis extremo gracias al cual se obtiene luz y mediante cuya acción el filamento de tuststegno sacrifica su existencia misma, su familia de tutgstenos, en aras de procurar claridad. Ser trata en fin de una  esencial metáfora de la inmolación de Cristo, el cuerpo que se sacrifica en la altura de una cruz o en  el interior atmosférico de la bombilla de donde nacerá la luz.

 Tomamos la bombilla como un objeto utilitario más pero es in cuestionable que para cualquiera que acoge en sus manos la bombilla, por su fragilidad y pos su morfología embarazada, lleva un especial cuidado para no dañarla y, con ello, cometer un crimen de cuya trascendencia sería imposible alcanzar el perdón.

La bombilla está a nuestro cargo como una unidad de una tribu de pequeños niños subordinados. Pequeños indígenas industriales  a quienes se explota su extremosa necesidad.

La lámpara llega hasta la incandescencia como los niños son coaccionados hasta el límite sus fuerzas productivas.  A esa clase de amos de los niños explotados, tensados al máximo, pertenecemos nosotros. Una bombilla se funde cuando en su exorbitada entrega de luz ya no puede dar más. La bombilla se funde del mismo modo que nosotros trabajadores  hemos quedado fundidos por el deber empresarial.

En el colmo de la incandescencia sobreviene la quiebra de las fuerzas, el desplome o desfilamiento de la resistencia, el final de toda posibilidad de dar más de sí. Este es en definitiva el comportamiento esclavo de la bombilla aislada: se funde cuando honestamente no pueden entregar más de sí. O dicho de otra manera, cada fundido de una bombilla conlleva la especie de una presión inhumana, más allá de la vida civil.

La luz diurna, la luz natural, es una fase propia de la respiración natural, la fase diurna del día. El efecto de una cadencia pulmonar sana. Sin  embargo,  la luz eléctrica representa el efecto de una destilación incandescente lograda por sobreexcitación del wolframio o del tugsteno  hechos filamento, torturados  y flotando sumisamente en el amargo mar de un gas, Un gas, normalmente el kripton cuya sola mención lleva a sentir que esos filamentos seleccionados para dar su luz han caído presas de un complejo guerrillero superior, amo de gases decisivos, escogidos para apresar con suficiencia al hilo que brillando mediante alcaloides, nos `procure la droga de luz.

Sin esa luz eléctrica maldita, ni la lectura de los libros, ni los bordados, los mandatos de la cena o los perfiles de la belleza  serían igual. Tampoco la lascivia de los cuerpos ni la calidad del mobiliario, las cretonas, las alfombras o los artesonados. La luz eléctrica procura además de su luz  sus sombras propias, para la pintura, la máscara, la demostración o la cosmética. Hay un mundo al margen de las bombillas y un mundo de bombillas, de lentejuelas y de fiestas particulares propulsadas por la incandescencia y no por la combustión, Un mundo basado en el efecto productivo de la represión sobre los filamentos hasta el grado de fundir su ser propio en beneficio de la creencia Una ecuación, en suma, que se opone al hedonismo de las hogueras donde las pasiones que nos queman son la luminaria central. La luz directa de las pasiones encendidas o apagadas, la comunicación directa de la emoción sin represión.

La bombilla es así en la burguesía del autocontrol, la virginidad y el ahorro del gasto, una metáfora de la contención hasta el límite, mientras la antorcha o la hoguera es el tropo de la entrega pasional hasta su extinción. Del primer caso se deduce el intento -siempre ambiguo- entre la donación y la negación, de cuya dialéctica, entre la virtud y el vicio, la luz emerge. En el segundo supuesto,  la antorcha como signo y su  linealidad como ofrenda absoluta, sin méritos de incandescencia, se patentiza no su  sacrificio sino la orgía de su consumación.

Nunca la bombilla llega a conocer esta forma de amor. No ilumina  debido a su gozo sino a  su pesar. Mientras la antorcha, la hoguera se realiza en la orgiástica consagración de su muerte, una bombilla perece en su previsible catafalco. Su muerte es la extenuación final de su resistencia funcional, el límite de todo lo que pudo resistir antes de su dimisión. Aparentemente no ha pasado nada en su mundo exterior, todo sucede en su hogar interior. El alma de la bombilla es el alma que comunica así con nuestra alma en permanente tensión común. No hay fiesta franca en el padecer de las bombillas porque mientras ellas sufren la fatalidad de su fundición representamos el ordinario simulacro de una alegría sin mayores consecuencias.

 Efectivamente solo un espíritu religioso el que caracterizó a finales del sigñlo XIX pudo engendrar una lámpara práctica y viable, una lámpara  reprimida y con positiva vocación de muerte, una lámpara viático que , a pesar de nuestros actuales esfuerzos de indiferencia, habita nuestros hogares con un aura religiosa y su lumínico mensaje de represión.



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23 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las sábanas

De la materia textil de la espuma marina  están compuestas las sábanas. De hilo, de lana, de algodón  de seda, cada juego de sábanas comunica con un mundo de ensoñaciones puesto que su papel se asocia naturalmente a un posible sueño que viaja desde la alcoba a la cama hospitalaria, desde los brazos del amante a la oquedad invernal. Presentes en el amor, son también las compañeras más íntimas de la agonía. Presentes en la soledad son las cooperantes más pacíficas del mal o el desatino.

Puede adquirirse casi cualquier artículo  en El Corte Inglés pero la compra de la sábana -así como de todo aquello que se relaciona con la cama- comporta una exposición personal en la que el pudor turba para llegar a una elección serena. Esa serenidad es, sin embargo, tan necesaria en la compra como después en contacto con el juego de cama que para ser efectivamente un mundo lúdico debe prestarse al sosiego, la voluptuosidad o el jeribeque que , en muchos sentidos, corresponde a la prenda interior. Interior de la casa y del sujeto, sujeta a la cama  al cuerpo: prenda que cada noche emprende con nosotros un viaje indeterminado y que, sea cual sea su objeto, brinda una navegación a vela donde las sábanas efectivamente nos acompañan por suaves espacios de agua..

Con otras pertenencias viajamos durante el día y de aquí para allá pero efectivamente las sábanas son una suerte de túnica o sudario que nos espera en un lugar fijo y desde donde nos desplazamos inmóviles hacia un horizonte de espumas. Espumas marinas, espumas de color negro.

Porque, de una parte las sábanas son un envoltorio listo para resguardar la estancia del cuerpo y de otro se comportan diariamente como un animado sudario en donde nos refugiamos y nos callamos sin voz o sin vida.

Así el silencio en donde creemos dormir se presenta como una clase especial de transparencia. El principio acaso de lo transparente. Todas las otras formas  de la transparencia poseen en su interior el ánima vacua del silencio y de ese modo son tan mágicas o inquietantes.

El silencio sería el fluido en el que el ruido se disuelve desprendido de impurezas. Con lo cual la sábana sería el ruido primigenio, el punto del ruido, aún puro, que se anticipa a su son y vive en la fundamental acústica  del silencio. Con el silencio llegamos lejos, silenciosamente, mientras con el sonido de inmediato topamos con obstáculos. Todo obstáculo levanta un muro acústico, produce ruido, mientras todo vacío, todo solar desnudo promueve la metáfora ideal de la sábana en silencio, sin mácula, sin metáfora, sin proyecto.

El silencio patina,  plancha la sabana con su espalda y en su seno nos posee allanados. Porque mientras el ruido posee, por definición relieve, existe en la anfractuosidad, el accidente o la cordillera, el silencio es por naturaleza  horizontal, producto afín  al  desierto y el lago,  efecto de la noche sin nadie y de la luz sin paramentos.  Este silencio siempre horizontal hila la sábana y su fabricación idónea se corresponde con la dejación del sueño, o la parálisis.

Dormir sin nada ni nadie, dormir extendido y plano,  cerrar los ojos ante cualquier dificultad que impida la dulce transparencia de la nada. .

Toda ornamentación es argumento y alharaca mientras el lienzo esencial, como en pintura, carece de sonido y de palabra previa. Ama o no ama sin decir nada y nuestro yo en ella se unta de una ausencia absoluta o del olvido sin rostro ni adherencias. El ser herido o traicionado halla un amparo indecible entre las sábanas para morir o para desintegrarse. Su fantasmal disolubilidad es equivalente a la capacidad de camuflaje a que induce la mismísima sábana, tan muda y alba que recuerda en su peculiar pasividad  a la antitética personalidad del espejo: el espejo nos odia, nos quiere y siempre nos fulmina en un relámpago, la sábana más cándida y maternal, más lenta y primitiva, nos ama y nos ama.



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18 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El aire acondicionado

La calefacción central pertenece al mismo orden que el agua caliente pero la distingue de ella tanto la dificultad para su regulación personalizada como la consecuencia de hallarse inscrita entre los bienes colectivos.

Invierno tras invierno, los edificios de pisos, antiguos o modernos, obligan a soportar en unas y otras plantas temperaturas diferentes puesto que los avances técnicos siguen sin resolver el problema de que aquellos residentes de plantas bajas se achicharren mientras los de las más elevadas echen de menos unos grados de más.

 Esta disputa casi universal en las comunidades de propietarios lleva a que al menos la mitad de la humanidad dotada con calefacción central pase el invierno doméstico como envuelta en una gasa agobiante cuya textura enfebrecida procura la sensación de hallarse incurso en el interior intestinal de un organismo irremediable y como efecto de una existencia colectiva.  Lo colectivo  despide este calor que efectúa, sin proponérselo, una suerte de melaza con las carnes de la pequeña muchedumbre que ocupa la torre en  las primeras plantas.

Buena parte de estos individuo vienen de la calle ateridos de fríos y al traspasar el umbral de su propio hogar parece esperarles las fauces calientes de un invisible animal crecido aceleradamente con el invierno. De este modo, la condición protectora  que el hogar representa cambia lo que sería el tibio  aliento de los seres queridos en una pavorosa flama.

 El calor, en general,  acosa mientras el frío paraliza o mata. El frío siempre tuvo un mejor predicamento puesto que de su temperatura igual a cero, igual a la pobreza mística, podría deducirse una simbología espiritual propia a su vez de las catedrales secularmente heladas.

El calor, en cambio, procedente del vapor de agua o la fricción intensa significa una sobreexplotación del elemento básico hasta el extremo de su exacerbación y transustanciación, física u orgasmática.  El calor sería así el causante simbólico del pecado mortal y el infierno lo corrobora.

 Para los atomistas griegos de la Antigüedad, el calor, como la luz  era uno de los dos fenómenos por los que nuestros órganos sensoriales detectaban la presencia de la materia. Después, en la Edada Media, la tierra, el aire, el agua y el fuego componían el surtido canónico para saber de qué estaba compuesta, en uno u otro grado, la materia.

La preeminencia de lo seco sobre lo húmedo (del agua), de la suspensión calorífuga del salón (en vez de la tierra) y  la quietud del ámbito casero en general (frente a la movilidad del aire), hacen del fuego invisible el máximo protagonista de la agobiante calefacción central. No será el fuego que llamea, sonríe o conversa y que posee el instinto voraz de extenderse o  cocinar sino el fuego desgastado, pesado,  pasivo que se  instala por todas las dependencias de la casa o el despacho abastecidos por la calefacción central.

En los principios de esta invención civilizatoria sólo el vestíbulo donde se departía con las visitas y se realizaban transacciones poseía los tubos de vapor de agua que irradiaban calor. En ese tiempo, cabía  refugiarse contra un escalofrío amenazante en esta sauna o "cuarto del calor". O no hacerlo en el seno de ese calor acuartelado, domesticado.  El calor descontrolado, sin embargo, que anónimamente llega anticipa su amenaza de desecar la respiración es el que por el momento no ha resuelto bien la industria del acondicionamiento.

Porque tampoco el aire enfriado, designado "acondicionado" por antonomasia y orientado eléctricamente ha conquistado la perfección necesaria para aceptar que el clima puede elaborarse, matizarse o tunear a voluntad. El cambio climático que realizan  las emisiones incontroladas acaba siendo un  producto más ajustado grato y humanizado que todos los repetidos intentos expresos de humanizarlo. Efectivamente la ciencia del sólo nació, con el termómetro, a finales del siglo XVII pero cuatro siglos debieran considerarse más que bastantes para que la temperatura regulada deje de presentar inconvenientes de distinto orden, desde la habitación del hotel a la alcoba, los grandes almacenes, la oficina  o el cuarto de estar.

La casa que el desarrollo arquitectónico norteamericano trató de mejorar mediante ventanas siempre cerradas al accidente exterior, separada de la temperatura y los vendavales y ahora instaladas en grandes edificios y grandes almacenes,  ha revelado sus peores consecuencias.

 En el edificio  herméticamente cerrado al exterior, el exterior no entra ni para mal ni para bien. Estados Unidos es el ejemplo supremo de esta estructura estanca que lleva a los ciudadanos de un tórrido exterior veraniego a un frío acondicionado y gélido. O bien de un bochorno irrespirable que atasca el habla sobre las moquetas a una intemperie bajo cero. En esta serie de contrastes inducidos se juega la resistencia del sujeto que, aún sutilmente, se verá privado, debido al tenaza hermetismo de las ventanas de lo que fue tan glorioso como principal a comienzos del siglo XX: la ventilación higiénica.

Ventilar la casa, renovar el aire, fue la regla maestra para que la salud se sacudiera de los microbios. De ese modo, las corrientes naturales, empujaban lejos a las microorganismos  perniciosos  y, de otro lado, nos aportaban el aire recién nacido  en la sierra, el mar o  el pulimento del cielo. Las corrientes, en efecto, también podían desequilibrar la salud si alguien osaba a colocarse enfrente de ellas puesto que la corriente debía llegar y pasar como un ángel y en su misma potencia salvífica nadie debía entrometerse.  Sin esta temeridad irresponsable la corriente se portaba  como una mágica escoba que barría el suelo y el vuelo, que despegaba de las sábanas del enfermo los posos infames y  que cambiaba en el ambiente viciado, la vulgaridad por la virtud, además de los pegotes de mal olor por la pureza del olfato.

Para extraer beneficios de las corrientes era preciso favorecer la circulación libre del aire y con ello redimir la atmósfera de sus pliegues y pestilencias. 

Ventilar, respirar, suspirar, orear, la batería de elementos relacionados con el oxígeno y lo pulmonar se ven atascados en los pisos y oficinas con extremo acondicionamiento del aire.  Se convierten así en malditos focos de enfermedad de manera que, paradójicamente,  sería la vida más resguardada , bajo techo, la vida temiblemente proclive a  la hospitalización. El hospital u otro resguardo más que, poco a poco, la yatrogenia  ha convertido en una fábrica de infecciones, septicemias, neumonías y muertes por sobrecarga de lo mismo, el incesto del bien clínico  en  la procuración del bien medicinal, la anulación, en fin, de la dialéctica natural entre lo bueno y lo malo, la vida y la muerte, el frío y el calor confundidos, aturdidos o perturbados en la extremada resolución de lo peor.



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17 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El cepillo de dientes

Por numerosas razones de peso, es muy probable que el cepillo de dientes sea tarde o temprano arrumbado como un vestigio de uso ancestral. Un utensilio, como la piedra pómez, de tiempos en los que el ser humano continuaba repitiendo su prehistoria civil y se trataba, en consecuencia, como a los animales primitivos.

La totalidad de las operaciones de aseo se encuentran mediadas culturalmente a lo largo de Historia y es difícil no constatar  en la tarea de barrer rudimentariamente la dentadura una concordancia con la batería de artificios medievales destinados a quebrantar el cuerpo. El cepillo se clava en los intersticios, remueve en la pulpa sangrante de la ginvitis, se afana sin piedad por cumplir con una delirante función que lo sostiene vibrando sobre las encías y, de acuerdo, a las recomendaciones de la ortodoncia, por un tiempo de insoportable duración tanto para la anatomía como para el equilibrio de la mente.

Son tantas ya las advertencias que la profesión médica ha difundido sobre el mal de las peligrosas bacterias depositadas en los dientes a lo largo del día que el cepillado  enérgico es una verdadera lucha contra el designio de un mal rutinario y tenaz que no busca sino perjudicarnos. Se trata pues, durante el cepillado, de una pugna contra un invasor que ha decidido acosar secretamente  para dejarnos sin dientes o, en la vida adulta, haciéndolo incluso a través de descarnarlos, enflaquecerlos y quebrarlos cuando menos se espera.

De ahí, tras tomar conciencia del peligro, la destacada importancia social que ha cobrado el cepillo en nuestros días donde se comporta  incluso más acusadamente como una suerte de cilicio bucal, una disciplina contra el desorden, el pensamiento irreflexivo o la desidia culpable.

Frente a todos estos pecados, el cepillo materializa la razón superior y la justeza del orden clínico. Viene a flagelarnos la boca pero ¿cómo no caer en la cuenta que su propósito es además de limpiar nos ajusticia por los excesos y nos inflinge penitencia? Según la Asociación Dental Estadounidense, dice la Wikipedia, el primer cepillo de dientes lo creó en 1498 un emperador chino que puso nada menos que cerdas de puerco en un mango de hueso. Los mercaderes que visitaban China introdujeron ese cepillo entre los europeos que, sin embargo no lo usaron comúnmente  hasta el siglo XVII.

En aquellos tiempos, duros en tantos aspectos, los europeos eligieron disminuir la severidad del cepillo utilizando "cerdas" más blandas  a base de pelos de caballo. No era avanzar mucho pero se consideró un paso indulgente tras la herencia recibida de los chinos.

 También era habitual mondarse los dientes tras la comida con una pluma de ave o utilizar mondadientes de bronce o de plata pero esto tiene otro sentido acaso más inútil y más humano que aquél. Se practicó incluso un método más antiguo a base de limpiarse los dientes con un trozo de tela que utilizaban ya los romanos y que en gran medida evoca a la manera en que se limpian  los zapatos, otra suerte de trato con un duro animal.

En cualquier caso, los cepillos no se popularizaron en Occidente  hasta el siglo XIX y ya  entonces su rutina se tomaba como un engorro como prueba que hasta nuestros días sea aún necesario forzar a los niños para que cumplan con esta obligación, desde todos los frentes opuesta al espíritu de los juegos.

El cepillo de dientes es, sin duda alguna, un instrumento de disciplina y su aplicación al final del día constituye una suerte de acto sacrificial por todo el mal que haya podido cometerse a partir especialmente de la boca, sea en el decir, en el masticar, en el besar o en el toser. Todos los vestigios de acciones realizadas torcidamente aún sin redimir se concentran en la noche, ante el espejo, precisamente en el momento de mayor debilidad del cuerpo y cuando el sueño induce a abandonarlo todo y no, precisamente, impulsa a acometer una quehacer tan rudamente antihumano. Porque ¿quién duda de que el cepillo de dientes es la siniestra ratificación de huesos de nuestro esqueleto?

Mas aún, el cepillo de dientes lleva a un conocimiento decisivo y fatal de la propia condición humana ante el testimonio del espejo.  A través del cepillo de die4ntes y sintiendo su peripecia  en nuestras manos nos hacemos cargo de una parte importante de nuestro esqueleto, recorremos entre la dejadez y el pavor, la indigencia y la obligación, el perfil de nuestra calavera.

Todos los dentistas mandan  prolongar la operación de limpieza por un periodo mínimo de tres minutos y en las farmacias se venden pequeños relojes de arena para computar exactamente el tiempo que se destina a ello.  Relojes de arena o simbologías de la finitud que exasperan aún más a quien toma la decisión de cumplir con las reglas del odontólogo.  ¿Cómo resistir, en suma, tanta adversidad? La mayoría de los individuos se hacen la proposición de seguir la prescripción medica al salir de la consulta pero no contaban con el siniestro castigo que supone cumplir la ordenanza higiénica.

Cepillando, maniobrando sobre los huesos mondos de la dentadura se cae fácilmente en la cuenta de que estamos comunicándonos directamente con el más allá de nuestros restos, las formaciones óseas que permanecerán tras nuestra muerte y,  que la misma operación, aparentemente insignificante,  conlleva una aceptación de esa certeza, significada  en plena vida.

Nuestra foto en el espejo se dobla con la foto funeraria en la que emergerán acaso los molares e incisivos que ahora vemos en formación exclusiva. Frente a frente, con el lavabo por medio, el que se cepilla los dientes establece un silencioso lenguaje con la muerte. Lenguaje indescifrable, mudo, intraducible, lenguaje del más allá y sus silencios. Sólo el cepillo de dientes es capaz de entablar esta relación de mortandad gracias a una morfología que evoca la de un animal descarnado. O, lo que es lo mismo, la figura simplificada de un cuerpo que tras pasar por la etapa de la putrefacción se ha anclado en una escultura enteca.

De hecho, contra la fúnebre realidad del cepillo de dientes, los fabricantes colorean los mangos, rediseñan las cerdas, deshacen el mimetismo  tradicional. Tratan de introducir elementos de distracción, cromatismos y señas festivas  en un elemento que, pese a todo disfraz, se delata como parte del terror doméstico. Los colutorios a mano, rojos, verdes, violeta son un recurso para hacer olvidar. Disuelven con su mentol o su anís el momento amargo, se esfuerzan en la simulación de que tras el cepillado se recobra la mejor benevolencia de la vida, la benefactora presencia de un sabor amable o sin veneno, frente a la conducta dolorosa y venal del cepillado.



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16 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El perfume

Algunos de los lenitivos que encontramos en la vida corriente proceden del buen olor. El olor de los churros, del caldo de gallina, del café y también, muy naturalmente del perfume o la colonia puesto que la colonia se fabrica precisamente para neutralizar los posibles daños debidos al incontrolado olor. Expuestos a numerosas amenazas las provenientes del olor son  del tipo propio de los embates que desconciertan y ante los que apenas sabemos reaccionar.  Una cosa por tanto es el mundo asalvajado y bárbaro de los olores del mundo, esencias sin manipular, y otra es el cosmos -la cosmética- de los perfumes donde el olor ha sido explorado, aderezado e instruido para cumplir una función  en provecho del alma, su salud y su buen humor. De este modo, la colonia viene a ser de hecho una defensa contra los acosos indeterminados u olfativos pero por sí misma, fuera de toda  lucha contra lo hediondo, los perfumes son dones de felicidad que se reparten deliberadamente como obras de arte o, sencillamente, como buenas obras. s. Perfumes unos que se acompañan de una memoria dichosa y otros que oliendo a violetas o a bebés nos sitúan en un ámbito  excepcional mientras el efluvio continúa con vida. Una vida corta que los expertos buscan  llenarla de múltiples atributos y así se habla de perfumes  ácidos, suaves, fríos, cálidos, plateados, sordos,  agresivos, tiernos, cantarines, nostálgicos, clamorosas. Tantas sensaciones diferentes puesto que un perfume compuesto por unas 30 esencias da lugar a decenas de miles de interacciones estéticas o sensitivas.

De hecho, el aroma se comporta como un ser vivo que mientras nos auxilia y embellece se debilita y se agota. La constatación de que el perfume va desvaneciéndose y llegará irremediablemente a cero crea la idea de una desolación propia del abandono compatible con el terror de no oler a nada.  La colonia trata así extraer de la cotidianidad al empleado en su penosa gestión y transportarlo (etéreamente) a una dimensión tan surtida como más lozana. De hecho, a finales del siglo XIX el  doctor Sylvius se hizo célebre comercializando agua de colonia como remedio contra las neuralgias, reumatismos, la atrofia muscular, los dolores de cabeza, la debilidad y la parálisis.

La colonia no era entonces cosa  de hombres y su actual apreciación estética, su "nota" o su "forma" sensitiva  evocando colores, sabores, gustos, sonidos, tiempos (duración, volatilidad, volumen)y tactos es un producto propio de  la estetización general del mundo feminizado que culminó el siglo XX.

Nada en el mundo huele como el perfume aunque algún elemento se le parezca pero todos tratan de oler con aquello que fuera lo mejor del mejor mundo. Unas veces tratando de mimetizar a la naturaleza y otras procurando mejorarla para componer un espacio cuyo principio sería la base olfativa, la base odorable o, contiguamente, adorable.

Las fragancias se evaporan demasiado pronto o pero gracias a su presencia podemos ser capaces de imaginar una muestra de sensaciones exhaladas por el otro mundo posible: cariñoso, delicado, festivo, cordial. Un mundo de amor y bienestar que la colonia anticipa puesto que si su inhalación no será capaz de transformarnos, por un momento el sufrimiento se confunda. 

Siendo seres humanos, no siempre puede exigirse que el dolor  desaparezca pero bastará que se alivie en algún grado para que una efímera línea de deleite nazca.

 Vivir, decía Ortega, significa cierta dificultad del ser y ¿quién duda de que la colonia o mareando la dificultad o embelleciendo el tufo de ser no aromatiza circunstancialmente la engorrosa presencia de las cosas? Se tratará de pequeños momentos cuya fragancia encubre o  irradia hasta el linde de una felicidad soñada y como en ellos, poco más tarde, la iluminación al despertar se apaga. 



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15 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La cama

Hace nada menos que cuarenta años se publicó un libro sobre arquitectura de un escritor chileno llamado José Ricardo Morales. Esta obra titulada Arquitectónica fue editada en dos volúmenes y cuando la conseguí y la aprendí me parecía que dentro de ella se hallaba todo lo que siempre y tennazmente me había obsesionado sobre los objetos caseros. Por ejemplo, la silla, que examinaré en  otro lugar y la cama, el mueble rey de la comedia y la tragedia domésticas.

Morales que amaba la etimología por encima de todas las cosas deducía que la idea de "ser" procedía e sedere, estar sentado o en su extremo hallarse, en general, aposentado. La fonética de sedere, por añadidura, se aproximaba mucho a essere y apoyándose en el diccionario de Corominas, podría concluirse que "ser" significa lo definitivamente establecido. El "residente" es el asiduo del lugar, el que repite sede. Pero también permanecer continuadamente en determinada "sede" o asiento transforma a este lugar en "sitio" y se hace, por tanto, "situable".

La cama que abate la posición corriente del homo erectus, listo para la lucha o la marcha, representa un elemento claramente femenino. El hombre yace, se acopla al yacimiento, se acerca a la matriz. Las aguas del río masculino fluyen y el "lecho" lo acoge en sus brazos.
La idea de estabilidad y origen  (establo, cibija/cobijo, reposo, poso, yacija, matriz) se halla tan asociada a la cama y por derivación al estatus afianzado que en el siglo XV, cuando ya se había introducido el importante dosel, los señores más acaudalados mostraban a las visitas una hermosa cama como  señal de riqueza y sin que sirviera para acostarse en ella. Se trataba no de un mobiliario para dar asiento al sueño sino como simbólico artefacto de poder.

De hecho cuando Carlos el Atrevido, duque Borgoña, se casó con Margarita de York en 1468, su vivienda disponía de una cámara pequeña en la se dormía realmente y una estancia destinada a las recepciones en la que había lo que se llamaba lit de parement, cama de adorno. Esta investigación de Edward  Lucie Smith en Breve historia del mueble fue el preludio de la consideración que se le concedió también en el palacio de Versalles durante el siglo XV o en la corte de Eduardo IV, en Windsor que tanto asombró  al embajador borgoño Gruuthuse, en 1472, puesto que tras mostrarle un suntuoso lecho se le hizo saber que aquello no era para dormir (era para presumir) y fue llevado a continuación a un  cuarto con sencillo camastro.

No hace falta insistir demasiado sobre el valor, el significado y la poderosa presencia doméstica de la cama. En buena medida el suceso que desconcertó al embajador borgoño lo vi repetir en la casa de unas señoras amigas en Villafranca de los Barros que cuando enseñaban su nuevo cuarto de baño a las vistas, decían "y por el momento gracias a Dios no hemos tenido que usarlo". Su camastro funcional era el retrete y el cuarto de baño en los años cincuenta un bien de lujo.

La cama en fin fue el lugar natural del nacimiento en esa época y hasta el estreno reciente de las secciones hospitalarias de puericultura. La cama continúa significando la base técnica y tópica del amor carnal, la matriz de la confidencia, la máxima delación, el espionaje y el sexo. El lugar contradictorio donde tiene lugar tanto la escena más despierta del cuerpo erótico y como la más dormida. El catafalco para morir y, también, para resucitar. La plataforma donde se dimite del mundo o aquella que, como en los tiempos romanos, permitía reclinarse mientras se comía o hablaba con los subordinados. Incluso refiriéndose a los años de la posguerra me contaba Luis Carandell que un tío suyo médico recibía a los pacientes reclinado en  la cama y aquella postura lejos de restarle autoridad aumentaba la credencial y la magia de su ciencia 

Hacer la cama guarda todavía el doble significado de engañar a alguien vilmente y prestar socorro noblemente al enfermo, al ser querido o al desvalido. Representa el lugar de los sueños y de las pesadillas, el mueble que cambia nuestra mente de lugar y de actuar como un faro erguido se comporta como una luz  basal  que, a menudo, en la duermevela ve más allá en el horizonte. De hecho el niño verdaderamente ilustre ha venido disponiendo durante siglos de dos camas: una para el día y otra para la noche en busca de una rica educación que le hiciera sacar el mayor provecho horizontal desde dos sedes y puntos de vista.

 Meterse en la cama da a pensar negativamente en nuestra cultura de la acción constante pero lo peor es la supuesta rendición que se escenifica uniendo el sentirse mal con decidir encamarse. Ira a la cama equivale a huir del mundo y darse de baja en él. Dentro de la cama, sin duda, se despliega como en ningún otro sitio un teatro dinámico de conceptos, recuerdos, collages y composiciones muy creativas, pero a los ojos de los otros el encamado aparece como un disminuido, falto de altura.  Un menos en la intervención social puesto que ese mueble posee no ya la característica de mostrarnos en decúbito sino presos en sus manos. Envueltos en una ondulación de telas que sin asociarse directamente al amortajamiento lo citan sigilosamente. Las sábanas poseen esta altísima convención bíblica: hacia la sepultura y hacia la resucitación. Telas que alteran -como diría el gran José Ricardo Morales- provisional o definitivamente nuestros "telos".   



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14 de diciembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El reloj de la cocina

Un reloj, sobre todos los demás, marca la hora central de la casa. Es el reloj grande que se coloca en la cocina y  desarrolla el papel del campanario que, en la vida rural, convocaba a los oficios o señalaba en su transcurso el momento de reposar y comer.

Este reloj en que los diseñadores han invertido mucho un interés de acuerdo a su notoriedad se encuentra encimado, bien sobre los estantes o sobre la campana de los humos. Y, en ocasiones, lo tropezamos de frente, al entrar, como si la cocina entera gracias a él se comportara como una estación de ferrocarril y, obviamente, los pasajeros debieran tener presente el tiempo que tienen.

Para "tener el tiempo" cada uno  nació el reloj de pulsera que siendo una posesión individual sustituía a la sagrada impartición del tiempo colectivo, refrendado por la torre de la iglesia o el edicto municipal.  En el reloj de pulsera se lleva el tiempo consigo y de ahí la pregunta de "qué tiempo llevas". Se transporta de aquí para allá a riesgo de golpes y accidentes, se lleva de aquí para allá entre faenas y ocupaciones honestas o perdularias, amables a los ojos de Dios o condenables. Este reloj profano fue, no obstante, en sus principios una pieza asociable a la excepcionalidad de un acontecimiento y casi siempre símbolo de un rito de paso: de la niñez a la adolescencia, desde la soltería a la prenda de la boda.

 La mano actual y profana que conduce este reloj personalizado, tuneado, viene a ser una mano sin bendecir largamente apartada de la esencia colectiva y el tufo del cuerpo místico. Este cronómetro antes herencia de una autoridad se convierte en una suerte de derecho del hombre y del ciudadano que busca la moral y la vida por su cuenta. Este reloj cuenta particularmente una sola vida.

El reloj de la cocina, sin embargo, evoca la esfera que miraba a la población desde la torre y con ello encierra autoridad y jerarquía. Respetar las horas de comer, sentarse  a la mesa en un momento exacto por respeto a los demás y especialmente al padre que se ubica en la cabecera, fue una regla heredada con solemnidad del patriarcado y de los usos burgueses inclinados al orden y la reglamentación para dividir el tiempo de descanso  y de trabajo, continuando en el interior del hogar la disciplina propia del taller o la fábrica.

Así, el reloj grande de la cocina reproduce al que se erigía en las naves fabriles, a la vista de todos y con la vista en todos. Fábricas dotadas de un ojo vigilante que venía a ser como el ojo del patrón que todo lo miraba y controlaba. Observaba a los obreros en el desempeño de sus tareas, vigilaba con la rectitud y severidad que este mismo reloj mostraba cuando al llegar las agujas a un punto se disparaba una bocina apabullante que establecía el comienzo, la mitad o el fin de la jornada.  Ese reloj fabril de capital  importancia ha derivado en el doméstico reloj de la cocina, relegado a una sala de máquinas también, como la llaman  los arquitectos courbuserianos. Sala de máquinas destinada a la manufactura de comestibles en clara sintonía con lo que fuera la industria en el siglo XIX  y su horario de ocho horas de reloj.

Reloj, en suma, para medir las horas de producción y  determinadas no sólo  por los pactos sindicales sino por la asunción de otra vida humana sobreviviente a la explotación mediante la prueba revolucionaria del reloj.

Todos los relojes marchan, poseen su mecanismo de marcha, pero el de la cocina especialmente se ajusta al transcurso natural del día. Cuando todos los cronómetros se hacen dudosos o, por su carácter banal, susceptibles de error, el reloj de la cocina dirime, la verdad absoluta.

Su naturaleza incorporada al sistema elemental de los fogones y los alimentos trasluce una verdad natural, una suerte de carácter auténtico que, por el contrario, parece tan fácil de trucar en el cronógrafo de muñeca.

Un individuo, ahora, tienen más de un reloj  y no aquella pieza única e irremplazable que se había recibido en un momento especial y cuya aura santa lo acompañaba siempre. Con diferentes unidades el reloj de pulsera ha perdido buena parte de su caudal reverencial y ha pasado a ser, en  nuestros tiempos, un complemento, un capricho, un aderezo, una curiosidad o una joya.

Miles  de diseños y precios distintos entre una incalculable cantidad de marcas han trivializado la identidad del reloj, ajustado por correas de plástico, de cáñamo o de latón. Frente a esta barahunda, una de las más abrumadoras del consumo, el reloj de cocina parece una excepción, seudomonumento que proyecta su dominio sobre la voluntad de la casa y en un recinto como la cocina que ha ido ganando prestigio y presencia en relación al salón, lugar donde los amigos modernos se reúnen en detrimento del antiguo salón. Un salón en  declive frente a una cocina que gana auge y prestigio, reciclada como una pieza que vuelve a comportarse casi como el llamado "vestíbulo" o "la casa del fuego" en el medievo, es decir la única parcela casera donde se alzan y se ven las llamas.



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11 de diciembre de 2009
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