Vicente Verdú
La calefacción central pertenece al mismo orden que el agua caliente pero la distingue de ella tanto la dificultad para su regulación personalizada como la consecuencia de hallarse inscrita entre los bienes colectivos.
Invierno tras invierno, los edificios de pisos, antiguos o modernos, obligan a soportar en unas y otras plantas temperaturas diferentes puesto que los avances técnicos siguen sin resolver el problema de que aquellos residentes de plantas bajas se achicharren mientras los de las más elevadas echen de menos unos grados de más.
Esta disputa casi universal en las comunidades de propietarios lleva a que al menos la mitad de la humanidad dotada con calefacción central pase el invierno doméstico como envuelta en una gasa agobiante cuya textura enfebrecida procura la sensación de hallarse incurso en el interior intestinal de un organismo irremediable y como efecto de una existencia colectiva. Lo colectivo despide este calor que efectúa, sin proponérselo, una suerte de melaza con las carnes de la pequeña muchedumbre que ocupa la torre en las primeras plantas.
Buena parte de estos individuo vienen de la calle ateridos de fríos y al traspasar el umbral de su propio hogar parece esperarles las fauces calientes de un invisible animal crecido aceleradamente con el invierno. De este modo, la condición protectora que el hogar representa cambia lo que sería el tibio aliento de los seres queridos en una pavorosa flama.
El calor, en general, acosa mientras el frío paraliza o mata. El frío siempre tuvo un mejor predicamento puesto que de su temperatura igual a cero, igual a la pobreza mística, podría deducirse una simbología espiritual propia a su vez de las catedrales secularmente heladas.
El calor, en cambio, procedente del vapor de agua o la fricción intensa significa una sobreexplotación del elemento básico hasta el extremo de su exacerbación y transustanciación, física u orgasmática. El calor sería así el causante simbólico del pecado mortal y el infierno lo corrobora.
Para los atomistas griegos de la Antigüedad, el calor, como la luz era uno de los dos fenómenos por los que nuestros órganos sensoriales detectaban la presencia de la materia. Después, en la Edada Media, la tierra, el aire, el agua y el fuego componían el surtido canónico para saber de qué estaba compuesta, en uno u otro grado, la materia.
La preeminencia de lo seco sobre lo húmedo (del agua), de la suspensión calorífuga del salón (en vez de la tierra) y la quietud del ámbito casero en general (frente a la movilidad del aire), hacen del fuego invisible el máximo protagonista de la agobiante calefacción central. No será el fuego que llamea, sonríe o conversa y que posee el instinto voraz de extenderse o cocinar sino el fuego desgastado, pesado, pasivo que se instala por todas las dependencias de la casa o el despacho abastecidos por la calefacción central.
En los principios de esta invención civilizatoria sólo el vestíbulo donde se departía con las visitas y se realizaban transacciones poseía los tubos de vapor de agua que irradiaban calor. En ese tiempo, cabía refugiarse contra un escalofrío amenazante en esta sauna o "cuarto del calor". O no hacerlo en el seno de ese calor acuartelado, domesticado. El calor descontrolado, sin embargo, que anónimamente llega anticipa su amenaza de desecar la respiración es el que por el momento no ha resuelto bien la industria del acondicionamiento.
Porque tampoco el aire enfriado, designado "acondicionado" por antonomasia y orientado eléctricamente ha conquistado la perfección necesaria para aceptar que el clima puede elaborarse, matizarse o tunear a voluntad. El cambio climático que realizan las emisiones incontroladas acaba siendo un producto más ajustado grato y humanizado que todos los repetidos intentos expresos de humanizarlo. Efectivamente la ciencia del sólo nació, con el termómetro, a finales del siglo XVII pero cuatro siglos debieran considerarse más que bastantes para que la temperatura regulada deje de presentar inconvenientes de distinto orden, desde la habitación del hotel a la alcoba, los grandes almacenes, la oficina o el cuarto de estar.
La casa que el desarrollo arquitectónico norteamericano trató de mejorar mediante ventanas siempre cerradas al accidente exterior, separada de la temperatura y los vendavales y ahora instaladas en grandes edificios y grandes almacenes, ha revelado sus peores consecuencias.
En el edificio herméticamente cerrado al exterior, el exterior no entra ni para mal ni para bien. Estados Unidos es el ejemplo supremo de esta estructura estanca que lleva a los ciudadanos de un tórrido exterior veraniego a un frío acondicionado y gélido. O bien de un bochorno irrespirable que atasca el habla sobre las moquetas a una intemperie bajo cero. En esta serie de contrastes inducidos se juega la resistencia del sujeto que, aún sutilmente, se verá privado, debido al tenaza hermetismo de las ventanas de lo que fue tan glorioso como principal a comienzos del siglo XX: la ventilación higiénica.
Ventilar la casa, renovar el aire, fue la regla maestra para que la salud se sacudiera de los microbios. De ese modo, las corrientes naturales, empujaban lejos a las microorganismos perniciosos y, de otro lado, nos aportaban el aire recién nacido en la sierra, el mar o el pulimento del cielo. Las corrientes, en efecto, también podían desequilibrar la salud si alguien osaba a colocarse enfrente de ellas puesto que la corriente debía llegar y pasar como un ángel y en su misma potencia salvífica nadie debía entrometerse. Sin esta temeridad irresponsable la corriente se portaba como una mágica escoba que barría el suelo y el vuelo, que despegaba de las sábanas del enfermo los posos infames y que cambiaba en el ambiente viciado, la vulgaridad por la virtud, además de los pegotes de mal olor por la pureza del olfato.
Para extraer beneficios de las corrientes era preciso favorecer la circulación libre del aire y con ello redimir la atmósfera de sus pliegues y pestilencias.
Ventilar, respirar, suspirar, orear, la batería de elementos relacionados con el oxígeno y lo pulmonar se ven atascados en los pisos y oficinas con extremo acondicionamiento del aire. Se convierten así en malditos focos de enfermedad de manera que, paradójicamente, sería la vida más resguardada , bajo techo, la vida temiblemente proclive a la hospitalización. El hospital u otro resguardo más que, poco a poco, la yatrogenia ha convertido en una fábrica de infecciones, septicemias, neumonías y muertes por sobrecarga de lo mismo, el incesto del bien clínico en la procuración del bien medicinal, la anulación, en fin, de la dialéctica natural entre lo bueno y lo malo, la vida y la muerte, el frío y el calor confundidos, aturdidos o perturbados en la extremada resolución de lo peor.