Tal como hacen las consolas
de los aires acondicionados
cuando su visera se cierra,
la mente del otro se clausura, a veces,
en el mismo espacio del hogar o del trabajo.
De ofrecer una apertura
por donde colaba fluidamente la idea
o una empatía sin oposición,
se pasa a un hermetismo incuestionable,
adusto, insoluble, férreo
que no salva ni el amor o la razón.
Las personas que queremos (o no)
poseen esta propiedad mecánica
y terne (en el verano y fuera de él).
Y esto a pesar de las consideraciones tiernas.
En el movimiento de su cierre mecánico
Incluyen la odiosa facultad de negar
por orgullo, por tozudez,
por lerdos la razón del otro.
Tal como hacen también las almejas y los berberechos se
enquistan
en su mazmorra de frío inane.
Lo experimento ahora con frecuencia,
porque, por razones de salud, (de vida o muerte)
necesito comer ostras,
y toda clase de bivalvos.
Así que he cobrado una especial conciencia
a la mente que se cierra o el animal que se abroquela.
Es decir, del frecuente fenómeno
del entendimiento por el no entendimiento,
y de la clausura submarina como forma de vida.
La hipérbole, en fin, del aire acondicionado,
preparado para cumplir la misión contraria a su creación.
Atesorar en vez de expeler.
Desdeñar en vez de acompañar.
Rechazar la demanda como
la sentencia ignorante y fatal.