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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Bombardeo en Múnich

     Hace tres años David Trueba realizó una película atrevida y muy lograda, ‘Madrid 1987‘, que tuvo una reducida difusión en cines, aunque luego salió en el insólito formato de libro-dvd dentro de la colección de Anagrama donde aparece ahora su fascinante novela ‘Blitz'. En ‘Madrid 1987‘ un hombre rondando la sesentena pasaba, por accidente, un fin de semana encerrado con una estudiante de periodismo cuarenta años más joven, y entre ellos surgía una relación hecha de palabras, de desnudos íntegros, de sexualidad emboscada. Se dijo en su momento que esa historia tenía una base real, inspirada por algo que le sucedió a un célebre columnista y novelista, ya fallecido, con una joven admiradora. Ignoro si ‘Blitz' extrae su inspiración de la realidad, aunque pienso que al menos una sí, transfigurada: la situación del congreso-concurso internacional al que asiste Beto, el protagonista del relato, sin duda hace pensar en las ocasiones en que David Trueba, en su faceta de cineasta, se habrá visto presentando en una lengua que no es la suya su obra, contestando preguntas, recibiendo  parabienes, encontrando rivales odiosos y quizá algún ángel protector.

     La figura angélica de esta novela nada extensa es Helga, una mujer también sesentona, viuda y madre de hijos adultos, que parece circunstancial y va adquiriendo en el libro un relieve extraordinario y una densidad que la convierten en un personaje memorable. Ella es la que se encarga de recibir, acompañar, acomodar y traducir al arquitecto-paisajista que presenta en Múnich su proyecto de "Jardín de los Tres Minutos", pero Beto no ha viajado solo al congreso; le acompaña su pareja y colaboradora Marta, de 27 años, tres menos de los que tiene él. La peripecia progresa tenuemente desde la primera explosión, producida en la página de arranque por un sms equivocado que supone el final brusco de la relación de Beto y Marta. Nada hace presagiar hasta que el libro alcanza su mitad que Helga y Beto van a desarrollar, encerrados metafóricamente en lo accidental, una historia de intensa y explícita sexualidad y de cautelas, miedos, defensas: las propias de quienes, en una guerra como es la del amor, han de sortear las bombas.  

     Y es que si bien ‘Blitz' en alemán quiere decir relámpago, y hay otro ‘blitz' balear nada belicoso en el relato de Trueba, yo no pude sustraerme en ningún momento de mi lectura del libro al significado que ese término de origen germánico ha adquirido en la lengua inglesa, que lo utiliza desde 1940 para referirse a los bombardeos aéreos nazis sobre Londres, manteniendo asimismo un sentido metafórico. Este ‘blitz' novelesco a tres o cuatro bandas (si incluimos entre los contendientes al arquitecto Àlex Ripollés, en un principio enemigo de Beto) no sólo se desarrolla sobre el campo de batalla erótico. "El dolor es una inversión", le dice Helga a su joven invitado, quien en todo momento se rebela, tras ser abandonado bruscamente por Marta, contra el flujo de los sentimientos: el sentimentalismo, piensa él con mucho ingenio, "es un nacionalismo del yo". La novela habla de la precariedad, el temor y los desconciertos que ahora se viven, dentro y fuera de las parejas felices o infelices, pero el concierto a dúo ejecutado por dos instrumentistas tan opuestos como son Helga y Beto produce un sonido hermoso y conmovedor.

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24 de marzo de 2015
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Hermandad musical

Cuando los musicales no eran una franquicia internacional éramos más pobres pero más felices en las colonias. Dentro de Europa, los que viajaban a Londres podían ver en el West End alguno de los títulos señeros de ese teatro cantado y bailado, tan genuinamente norteamericano, hasta que en la España de los años 1970 empezaron a hacerse producciones locales de los grandes éxitos de Broadway, no todas a la altura de sus modelos. Pero Hollywood, otra potencia ‘yanki' colonizadora, para bien y para mal, nos traía incesantemente a nuestras provincias sus adaptaciones, dando pie a un género clásico y duradero, el del cine musical, cuya edad de oro, entre 1931 y 1970, constituye para mi gusto una de las glorias incomparables del séptimo arte.

 

    Se produce ahora una coincidencia que es rara y feliz. En Madrid, el Teatro de la Zarzuela presenta, con chispeante montaje de Emilio Sagi, un programa doble pícaramente imaginativo en el que la deliciosa revista del Maestro Alonso ‘Luna de miel en El Cairo' precede a la obra maestra de los Gerswhin ‘Lady Be Good!', uno de los hitos del musical desde su estreno en 1924, que reunió a seis hermanos: los protagonistas, Fred y Adele Astaire, los autores de las canciones, Ira y George Gershwin, y los personajes centrales de la comedia, Dick y Susie Trevor. Mientras tanto, por toda España, se estrena ‘Into the Woods', película en la que el esforzado artesano Rob Marshall hace su mejor trabajo a partir de uno de los títulos capitales de ese genio de la música escénica que es Stephen Sondheim.

    Entre nosotros se han hecho versiones teatrales de otros magníficos títulos del compositor americano, como ‘Follies' y ‘Sweeney Todd', pero nunca, que yo sepa, llegó ‘Into the Woods' a las tablas. Hay que ver sin falta esta película si uno acepta las convenciones del género y cree que el cuento infantil es una literatura de adultos enmascarada. La arriesgada y brillante idea de James Lapine, autor del libreto, y Sondheim, que como de costumbre compuso la música sobre sus propias letras, fue en su día, 1987, hermanar en una misma historia fantástica y sentimental cuatro cuentos tradicionales, ‘La Cenicienta', ‘Rapunzel', ‘Caperucita Roja' y ‘Jack y las habichuelas mágicas', utilizando como base conceptual nada farragosa las lecturas modernas que Freud, Bettelheim o Vladimir Propp hicieron de esas fabulaciones aparentemente ingenuas.

    El resultado es trepidante y a la vez inteligente, sobre todo en la primera parte del film, que anuda de manera arrolladora las cuatro tramas, situándolas en un hermosísimo espacio idílico y tétrico, el bosque, que resulta literalmente encantador. La productora Walt Disney ha suavizado algunas de las claves más oscuras y lúbricas del texto original de 1987, y eliminó del montaje final dos canciones, todo con la aceptación de los autores, pero aun así, la malicia nostálgica y el humor punzante del original permanece, sobre todo en los episodios de Cenicienta, su madrastra e hijas y su príncipe tan apuesto como lujurioso. Hay también apuntes de gran picardía en las relaciones de Caperucita Roja con su lobo, papel en el que Johnny Deep tiene más justificación que nunca para ponerse hasta las cejas de ‘rimmel' y de los coloretes nunca ausentes en sus papeles, haga de pirata o de llanero solitario.

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2 de marzo de 2015
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Egotistas

A comienzos del verano de 1832, ocioso en Roma, Stendhal empieza a escribir ‘Souvenirs d´égotisme', un bellísimo recuento autobiográfico que quedaría inacabado, siendo publicado póstumamente en 1892. El novelista titula esos recuerdos con un término inglés acuñado por el ensayista y poeta Joseph Addison en 1714 para definir la muy francesa disposición "a hablar demasiado de sí mismo" que los Señores de Port-Royal, dice Addison, reprobaban. Siendo similar a ególatra o a egocéntrico, egotista, por su ilustre ascendencia anglo-francesa, nos suena mejor, sobre todo desde que el memorial fue traducido como ‘Recuerdos de egotismo' por  nuestra eminente ‘stendhaliana' Consuelo Berges. En uno de sus párrafos iniciales, Stendhal dice: "¿Tendré el valor de contar las cosas humillantes sin preservarlas con infinitos prefacios? Así lo espero", redondeando su pregunta con esta afirmación insolente: "Estoy profundamente convencido de que el único antídoto que puede hacer olvidar al lector los eternos ‘Yo' que el autor va a escribir es una perfecta sinceridad".

       Dos películas británicas de éxito, ‘Mr. Turner' y ‘The Imitation Game', tratan de egotistas desaforados y geniales, cada uno en su territorio, y lo hacen con la verdad por delante. En ‘The Imitation Game', el ególatra protagonista es Alan Turing, según Winston Churchill el hombre que más contribuyó a la victoria aliada en la Segunda Guerra con sus trabajos de desciframiento de los telegramas del alto mando alemán, teniendo esa labor suya la peculiaridad de que, mientras descifraba los enigmáticos mensajes nazis, Turing envolvía en una nube de misterio su propio enigma; el matemático, superdotado y poseído de sí mismo, se veía obligado a esconder el entonces grave delito de la homosexualidad, que le llevaría, pese a su reconocida heroicidad, a la deshonra y el suicidio. El director noruego Morten Tyldum cuenta con perfecta sinceridad, como lo quería Stendhal, el autismo y las tendencias amorosas del siempre un tanto infantil matemático, una personalidad rica en contrastes que ni siquiera resultaba aceptable explicitar en el año 2001, cuando, en ‘Enigma', el cineasta Michael Apted, a partir de un guión de Tom Stoppard que cambiaba los nombres de los personajes históricos, reflejó con más enjundia narrativa pero disimulo de su intimidad la misma operación llevada a cabo por Turing y sus colaboradores en los cuarteles secretos de Bletchley Park. ‘The imitation game' no amontona prefacios mixtificadores de la naturaleza sexual del genio, pero su relato es superficial, desvirtuando la interesante figura de Joan Clarke (Keira Knightley, poco más que voluntariosa), la mujer que se enamoró del hombre de ciencia sospechando que el sentimiento no podía ser recíproco. Quien sí se luce es Benedict Cumberbatch, uno de los actores más estimulantes de los que hoy trabajan en inglés.

     En el mismo registro de desvelación íntima de un prodigioso egocéntrico se mueve ‘Mr. Turner', ‘costume drama' de Mike Leigh sobre los últimos años de la vida del gran pintor que, cumpliendo sus funciones ilustrativas y biópicas, decepciona por ser obra de un director a quien le pedimos más que una bonita estampa plagada de frases rimbombantes y anécdotas escolares, como la del diminuto elefante que hay que buscar en la famosa pintura de ‘Aníbal cruzando los Alpes'. Tiene interés, un tanto morboso, la larga secuencia del día pre-inaugural de la exposición de la Royal Academy, con las apariciones de los artistas del momento, Wilkie, Stothard, Sir John Soane, el atormentado Haydon y, sobre todo, Constable, laborioso en el acabado del paisaje que presenta y receloso del imprevisto asomo de genio díscolo de su colega Turner; el figurón de John Ruskin, un tanto astracanado, produce hilaridad. Es para mí incomprensible, sin embargo, que, pese a las eruditas justificaciones lumínicas dadas por Leigh y su director de fotografía Dick Pope, el ámbito y la plasmación del arte turneriano, proto-simbolista, a menudo ambiciosamente literario y tendente a la abstracción, queden reducidos a un pictoricismo más bien relamido y de sabor holandés.

     Cinematográficamente, el mejor ególatra de la cartelera actual es el que interpreta, con guiños autobiográficos, el actor Michael Keaton, célebre por sus ‘Batmans', en la nueva película de Alejandro González Iñárritu, quien también se gana con toda justicia, al menos en términos estéticos, el calificativo de egotista. ‘Birdman' fascina y puede irritar desde el comienzo, con su mezcla de virtuosismo narrativo y levitaciones psíquicas que dejan chicas a las que se producían en ‘Cien años de soledad', tildadas en su día maliciosamente por Cabrera Infante de "escenas Mary Poppins". Pues bien, es una lástima que un film inteligente y atrevido como el del director mexicano incurra en la media hora final en un ‘marypoppismo batmaniano' tan innecesario, y, todo hay que decirlo, técnicamente poco lucido. ‘Birdman', emulando Iñárritu la ambición de Hitchcock en ‘Rope' (‘La soga') y de Sokurov en ‘El arca rusa', filma casi todo el metraje de su larga película en un plano secuencia trucado con habilidad, pero rompe incongruentemente esa unidad de lugar y espacios cuando se produce el disparo real en el escenario, punto en el que la plástica y el tempo fílmico frenético y arrebatador se contagia del mal moderno que yo llamaría el síndrome de ‘El árbol de la vida', la patochada trascendental de Terrence Mallick.

    Ni siquiera esa grave infección estropea el placer ofrecido casi siempre por ‘Birdman', que escenifica un combate permanente de egos situados en el interior de un teatro, una construcción musical que alterna los trozos solemnes de, entre otros, Mahler, Tchaikovsky, Rachmaninoff y John Adams, con estupendos solos de batería en plan de comentario épico, y escenas memorables, todas las que interpretan Mike (Edward Norton), rival egotista de Riggan (Michael Keaton), la joven Sam (Emma Stone) y Tabitha, la crítica de teatro mortífera (Lindsay Duncan), así como esa salida en calzoncillos a las calles de Broadway de un Riggan que durante unos minutos, accidentalmente, ha perdido la vigilancia del superego y se queda en cueros con su yo.

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23 de febrero de 2015
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A los actores (pequeño homenaje a dos ganadores)

1. Javier Gutiérrez

Uno de los aciertos del estupendo film de Alberto Rodríguez es el reparto de sus dos protagonistas, y la Academia, en un acto justo, lo ha reconocido nominando a los dos en la misma categoría. Esa justicia preliminar, sin embargo, no pudo ser, el día del juicio, salomónica, pues al impedir las bases del premio el exaequo ni Javier Gutiérrez ni Raúl Arévalo pudieron partir en dos la cabeza del ‘goya' que obtuvo el primero, operación que por lo demás habría requerido un instrumental pesado seguramente no disponible en la gala. Ambos lo merecían (sin olvidarse, por cierto, de Luis Bermejo, extraordinario en su papel de padre de una de las chicas mágicas de Carlos Vermut), pero volvamos al arranque. Gutiérrez interpreta en ‘La isla mínima' a Juan, y Arévalo a Pedro, los detectives de la sección de homicidios enviados en 1980 desde Madrid a un pueblo de las riberas del Guadalquivir para investigar la desaparición de unas muchachas. Los policías forman una pareja no muy bien avenida ni en la investigación ni en los momentos de ocio, y desde que los actores aparecen, el público -el que haya seguido con asiduidad sus brillantes carreras- espera de ellos esa complejidad inquietante y un punto histriónica, en el buen sentido del adjetivo, que marca su ‘persona' dramática. En el caso de Gutiérrez, al menos para mí, más en sus memorables actuaciones teatrales, en comedia y tragedia, con la compañía Animalario de la que forma parte: ‘La boda de Alejandro y Ana', ‘Hamelin', ‘¡Ay, Carmela!'. En el de Arévalo, por citar asimismo tres ejemplos, el breve pero destacadísimo papel que me lo dio a conocer en ‘AzulOscuroCasi Negro', el del joven cura timorato y neurótico de ‘Los girasoles ciegos', y el del Caballero d´Eon, el célebre espía travestido, y quizá transexual, en una larga escena de irresistible comicidad del ‘Beaumarchais' de Sacha Guitry montado a fines del 2010 por Flotats.

      Pero Alberto Rodríguez nos propone con ellos un espejismo, uno de los que abundan en ‘La isla mínima', desde el comienzo, con las hermosas imágenes cenitales de la marisma que podrían ser naturalistas o creadas en un laboratorio digital. Ese espejismo o trampantojo que enriquece la trama criminal se basa en que de los dos policías uno esconde un pasado sombrío, una mancha, y como los dos actores son consumados estilistas de la turbiedad, nunca sabemos del todo, a medida que la historia progresa, quién lleva la razón, ni quién la culpa en las sospechas y las deducciones.

    Gutiérrez, con su bigote de época más recortado que el de Arévalo, de espesor casi mexicano, es el depositario de la memoria histórica que late en este ‘thriller'. Su físico habitual de hombre ni alto ni bajo, ni feo ni guapo, ni del todo dulce ni del todo acerbo, contrasta con el de Arévalo, pero ese contraste no se corresponde manidamente con la materia del argumento y con el desenlace, un final que no contaremos aquí desde luego, y en el que el cruce del bien y el mal se da en su dudosa o incierta dimensión.

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2.  Karra  Elejalde

 

 

    Karra es Koldo en ‘Ocho apellidos vascos', y da gusto, naturalmente, oírle las palabras en euskera que dice y la acentuación vasca de su castellano. Es lingüísticamente lo más genuino del film, pues Clara Lago nació en Torrelodones, Dani Rovira en Málaga, y no es lo mismo el habla malagueña que la sevillana; los dos jóvenes actores cumplen, sin embargo, en su opuesta vocalidad geográfica.

      Karra Elejalde fue en sus comienzos un vasco sintomático. Película que allí se hiciera lo tenía a él en papeles cortos o largos, y la lista de sus primeros años en el cine, tras curtirse en la cantera del teatro independiente, es impresionante; Elejalde hizo actuaciones de gran fuerza, esa fuerza ruda y compasiva tan suya, en los primeros títulos de Juanma Bajo Ulloa, ‘Alas de mariposa' y ‘La madre muerta', esta última en mi opinión una de las obras maestras de nuestra cinematografía, volviendo a ser llamado por el director para un papel distinto, muy señalado, en la gamberrada de alta gama que fue ‘Airbag'. Y otra asociación artística de calidad remarcable, la que tuvo con Julio Medem en la gran trilogía telúrica, ‘Vacas', ‘La ardilla roja' y ‘Tierra', un cine que no se parecía a ningún otro en aquellos años finales del siglo pasado. El actor vitoriano también estuvo a las órdenes de Imanol Uribe (‘Días contados') y de Alex de la Iglesia (‘Acción mutante'), cerrando esa década prodigiosa con uno de sus personajes más originales, el del no-inventado Padre Laburu, jesuita, científico y cineasta, en ‘Visionarios', una de las mejores películas de Gutiérrez Aragón.

    En el nuevo siglo, Karra Elejalde se ha ramificado. Tras haber escrito y codirigido con Fernando Guillén Cuervo ‘Año Mariano' (ninguna relación con Rajoy), insistió en la escritura y dirección de su propio cine con ‘Torapia', que no he visto. Su maduración como actor ha sido, en todo caso, extraordinaria, y fue ya premiada en 2010 por la Academia, que le reconoció la creatividad de un personaje dúplice, el del actor alcohólico que saca fuerzas de su deterioro para interpretar grandiosamente a Cristóbal Colón en la infravalorada ‘También la lluvia' de Iciar Bollaín. Pero hay otra injusticia reciente (2012) en su carrera, que tiene que ver con el vapuleo crítico y el tratamiento sospechosamente negativo, casi clandestino, que se le dio a ‘Invasor' de Daniel Calparsoro, apasionante y valiente película de acción política basada en una novela de Fernando Marías que cuenta sin tapujos el caso real, no aclarado aún, al menos moralmente, de los abusos y homicidios cometidos por unos militares españoles en la guerra de Irak. En ‘Invasor', que no tiene nada que envidiarle en empaque y audacia a los films bélicos norteamericanos más recientes, Elejalde alcanzaba momentos de sublime viscosidad interpretando al alto cargo del ministerio del Interior que trata de comprar el silencio sobre lo ocurrido. Muy distinto, ya se ve, a la graciosa bonhomía del Koldo de Emilio Martínez Lázaro. Los actores todo-terreno nunca tropiezan en la misma piedra.  

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12 de febrero de 2015
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A los actores (pequeño homenaje a dos ganadoras)

1. Bárbara Lennie  

Alguna de las escenas más conmocionantes de ‘Magical Girl' la interpreta Bárbara Lennie con el rostro tapado por vendas. Sólo sus ojos se ven, mientras se oye su voz quebrada, y la imagen es como una metáfora del escondido pero fascinante curso de esta película poblada de grandes actores, mujeres y hombres, entre los que Lennie quizá no sea la que más tiempo ocupa la pantalla, pero cuando está, y ya desde el primer momento en que aparece, electriza.

     En ese arte frágil, físico y químico, y tan misterioso, que es la interpretación, siempre he creído que hay actores que te apaciguan y actores que te excitan. O por decirlo en sus propios términos, actores sosegados, que dan bonanza, y otros cuyo nervio nos pone a cien. Entre las mujeres, y por citar a dos grandes, Katharine Hepburn, aun cuando hiciera comedia de enredo y ‘happy end', estaba siempre agitada, velocísima de dicción y de movimiento, no pocas veces encabronada, imprimiendo a las obras maestras de Cukor, y no sólo a esas, la condición febril de lo inestable. Mientras que, en la antípoda, Ingrid Bergman, trabajando con Hitchcock o con Rossellini, y aun en historias de amor y desvarío, muestra un suave recato, un fondo de quietud casi mística que nos aplaca o nos impregna a lo sumo de melancolía. Las dos tipologías producen gran arte, por supuesto, pero el arte de Bárbara Lennie es de la primera categoría.

     Debutó en la película de Víctor García León ‘Más pena que gloria' (2001), donde aún era una adolescente, formando parte por tanto de esa feliz peculiaridad del cine español que es la de los niños o impúberes geniales que no pierden el genio cuando les cambia la voz y se hacen mayores: Ana Belén, Ana Torrent, Maribel Verdú, Cristina Marco, Emma Suárez, Juan Diego Botto, Fernando Ramallo, Juan José Ballesta, Aída Folch, Iciar Bollaín, y me quedo corto. Su crecimiento ha sido desde 2001 portentoso. Como espectador, e incluso cuando la película que veía no me gustaba, a ella daba gusto verla. Saliera mucho o poco, allí estaba marcando un territorio propio, inconfundible, de animación contagiosa. La repartidora de ‘La bicicleta', la fábula sostenible de Sigfrid Monleón, la chica que hace sufrir al chico en ‘Todas las canciones hablan de mí‘, debut de Jonás Trueba, la lesbiana que todo lo observa en ‘La piel que habito', la elegante reina de ‘Stella cadente' de Lluís Miñarro, su tercera película en este año de gracia en el que está nominada como protagonista de ‘Magical Girl' y secundaria (brillantísima) en ‘El niño' de Daniel Monzón.

     Como los buenos intérpretes que ya arrumbaron la antigua leyenda española de que un actor de teatro no funciona en el cine, Bárbara Lennie irradia su fuerza en los montajes de Miguel del Arco que he visto de ella, ‘Veraneantes', ‘La función por hacer', ‘Misántropo'. En los dos primeros no había escenario; todo sucedía delante y a la altura del público. En más de un momento, seducido, temí que el ímpetu de la actriz me tirara de espaldas, butaca incluida.

 

2. Carmen  Machi

Descubrí a Carmen Machi haciendo de hombre en un texto teatral que yo había escrito, con la inestimable cooperación, todo hay que decirlo, del mejor dramaturgo de todos los tiempos. La cosa sucedió en el año 2001, cuando el Teatro de la Abadía le confió al director alemán Hansgünther Heyme un montaje de ‘El mercader de Venecia' en el que se utilizaba mi traducción de esa obra maestra de Shakespeare, ya antes estrenada en el CDN bajo la dirección de José Carlos Plaza. Los actores del nuevo montaje formaban la Compañía del Teatro de la Abadía, creado por José Luis Gómez, y en ese plantel excelente y para mí desconocido apareció el primer día de los ensayos una joven llamada Carmen Machi, que tenía encomendados en el reparto seis papeles distintos, entre ellos, con gran relieve, el de Lancelot Gobbo, uno de los más elocuentes, en su galimatías y su astucia, del riquísimo repertorio de los bufones de Shakespeare.

      Han pasado catorce años, y no voy a caer en la impertinencia de detallarles el carrerón que ha hecho la actriz entonces revelada. Interpretando al pícaro Lancelot, Machi, enardecida por alguna de las ‘morcillas' germánicas aportadas por Heyme a la traducción, mostraba un humorismo corrosivo y a la vez muy llano que sus trabajos posteriores en televisión, en cine y en teatro han corroborado. Pero Machi, con su ‘careto' y su voz tan dotados para la guasa y el desgarro, no sólo sabe hacernos reír, como de sobras demuestra en ‘Ocho apellidos vascos'. Un papel desarrollado en tres escenas, cuatro años después, en el montaje de Lluís Pasqual del ‘Roberto Zucco' de Koltès, fue para mí la confirmación de un registro patético inesperado pero no menos deslumbrante. Hacía de la hermana de la chiquilla que tanto atrae al asesino, y sus dos monólogos, en la casa familiar y en la estación, tenían ese algo que el teatro suscita más que el cine: el deseo de dejarse llevar por una presencia física que uno no quiere que desaparezca por nada del mundo, ni siquiera por la lógica de la función. Mientras tanto, como es sabido, Carmen creó el personaje de Aída en ‘7 vidas', quiso acabar con él, no la dejaron, se marchó, volvió, resucitó, dio nombre a una secuela igual de adorada, y todo ello haciendo cine y teatro, no sé a qué horas del día o la noche.

       Machi ha sido trapisondista y lady galaico-escocesa dentro del canon shakesperiano, Helena de Troya algo más que pelandusca, mujer sin piano en un Madrid fantasmal y hechizante, concejala antropófaga con Almodóvar, extremeña ávida de sexo en Euskadi, y por hacer ha hecho convincentemente hasta de quelonio en la pieza de Mayorga ‘La tortuga de Darwin‘. Practica el legítimo orgullo de lo aparentemente imposible y la modestia heroica de sustituir en dos días a una indispuesta Rosa Maria Sardà para unas pocas funciones del reciente ‘Caballero de Olmedo'. Su próxima ‘hubris', encarnar en una ‘Antígona' a otro hombre, griego y rey, se anuncia para abril. Cómica y trágica, intensa y refrescante, también se la ve cambiar de color de pelo a menudo. Yo, que soy un caballero a la antigua usanza, la prefiero rubia, pero siempre estaré dispuesto a embarcarme con ella, haga lo que haga, de morena. 

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10 de febrero de 2015
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Logros frente al polvo

"Señoras y señores: Se dice que sólo honramos al poeta cuando está muerto, cuando la tapa del sepulcro o el húmedo montón de tierra han establecido una separación definitiva entre él y nosotros, cuando, como se dice tan bella y meticulosamente en las necrológicas escritas por espíritus inferiores, ha entregado su espíritu". Así empezaba Thomas Bernhard en 1954, a la tierna edad de 23 años, una conferencia sobre Rimbaud que ya contiene la esencia de la voz y el carácter del maestro austriaco. El texto citado abre otro nuevo y extraordinario libro póstumo de Thomas Bernhard, ‘En busca de la verdad' (Alianza Editorial, traducción de Miguel Sáenz), que puede leerse como un relato autobiográfico hecho de pequeñas piezas, a veces aparentemente triviales, en un conjunto ordenado cronológicamente y cerrado por su última intervención pública, un escrito defendiendo el mantenimiento de un tranvía de la ciudad de Gmunden, donde residía hasta su temprana muerte en febrero de 1989; fiel a su temperamento intempestivo y pendenciero, Bernhard aboga, cuatro semanas antes de morir, por ese caduco medio de transporte y acusa de su proyectada supresión a las autoridades locales.

     La extensa miscelánea (el libro tiene más de cuatrocientas páginas) abunda en el vituperio, del que el escritor hizo un arte contemporáneo me temo que irrepetible. Afloran constantemente, en discursos y cartas al director de distintas publicaciones, sus ‘bestias pardas', que son predominantemente los políticos austriacos Waldheim, Kreisky y Vranitzky, a veces caracterizados como figurones grotescos de fantasmagorías teatrales (como en el divertidísimo artículo ‘Mi Austria feliz'), aunque no faltan las arremetidas contra los directores de escena, los médicos y los escritores. Pero Bernhard no siempre es insidioso; en otro hermoso texto temprano (1957), ‘Unas palabras para jóvenes escritores', su causticidad es trascendental, por no decir que oracular: "Lo que tenéis que tener no son seguros de enfermedad y becas, premios y becas de estímulo; es la falta de hogar de vuestras almas y la falta de hogar de vuestra carne, el desconsuelo cotidiano, la desolación cotidiana, la helada cotidiana". Ese programa de renuncias, contrapuesto a la actitud acomodaticia, constituye para el autor de ‘Maestros antiguos' la razón moral del artista: sus "logros frente al polvo".

     Voceador de la insumisión, debelador del lacayo cultural, una especie que desgraciadamente no está en extinción, Bernhard (quien a menudo me hace pensar en Rafael Sánchez Ferlosio, otro tronante aguijoneador de lo falso y lo banal) se revela asimismo en dos de las mayores piezas recogidas en este libro como un hombre capaz de expresar con dolorido pudor su intimidad amorosa. Me refiero a las substanciales entrevistas que le hicieron André Müller (publicada en ‘Die Zeit' en 1979) y Asta Scheib (en el ‘Süddeutsche Zeitung' a comienzos de 1987), y en especial a esta segunda, en la que se refiere ampliamente, sin nombrarla nunca, a "la compañera de mi vida", una mujer bastante mayor que él con la que viajó y convivió largos años hasta la muerte de ella, en una modesta casa de campo compartida con las vacas. "Ella fue para mí la que me contenía, me disciplinaba. Y por otra parte también la que me abría el mundo", confiesa Bernhard, concluyendo con una escueta y conmovedora declaración de amor: "Viajábamos. Yo le llevaba las pesadas maletas, pero aprendí [de ella] muchas cosas".

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3 de febrero de 2015
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Dolan: todo sobre las madres

En las películas del canadiense Xavier Dolan siempre hay una madre al que su hijo odia, insulta, adora a distancia, llegando, entre expresiones de amor extremo y dependencia, a golpearla y a maldecirla. Las madres son o viudas, o divorciadas, o con un marido inconexo. ‘Mommy', que le ha sacado del ghetto del cine gay y de un cierto malditismo dorado (ganó en el último Festival de Cannes el Premio del Jurado, ex-aequo con Godard ni más ni menos, y ha tenido más de un millón de espectadores en Francia), es, de las cuatro que conozco de una filmografía de cinco, la menos ambiciosa y la más convencional, pese al uso del formato fílmico 1:1, que empequeñece y encapsula los fotogramas. Detrás de ese dispositivo técnico hay un fatigoso melodrama de discapacidad adolescente tampoco redimido por el leve apunte de ciencia ficción: la trama se desarrolla en 2015, cuando el gobierno de Canadá ha dictado una ley que permite a los padres de hijos con un déficit de atención por hiperactividad entregarlos, sin más instancia, al estado. La escena en que Die, la madre de Steve, el chico de quince años que sufre el trastorno, le conduce engañosamente al hospital y lo pone en manos de los loqueros, tiene una gran fuerza dramática, basada en lo que nunca le falta a Dolan, invención visual y libre uso del relato.

         Canadiense de Quebec, Xavier Dolan, actor infantil desde los cuatro años, debutó a los diecinueve como guionista y director de ‘Yo maté a mi madre' (2008), a la que siguió en 2009 ‘Los amores imaginarios', dos fantasías ancladas en la homosexualidad juvenil y la filiación respecto a una madre exuberante y desordenada que en ambas interpretaba su actriz fetiche, la magnífica Anne Dorval. Dorval es capaz de insuflar humor, locura y patetismo a sus personajes maternales, y así lo vuelve a demostrar en la extraordinaria escena final de ‘Mommy', cuando su vecina y salvadora Kyla (Suzanne Climent, otra presencia regular en la obra del cineasta) le anuncia que se va a vivir a Toronto, dejándola sola en el trato y la compañía de su insufrible hijo Steve. Al lado de estas dos excelentes actrices, Dolan es un intérprete sin registros ni encanto, limitado a poner siempre caras de enfado y dar voces estridentes, eso sí, en el vivaz ‘slang quebecois' de los nacidos en Montreal, muy contaminado de anglicismos y casi imposible de comprender para quienes sepan el francés europeo. De hecho, ya en su tercer largometraje, ‘Laurence Anyways', lo mejor de su filmografía, Dolan no actúa, como tampoco en ‘Mommy', aunque podría decirse que todos los papeles masculinos protagonistas, estén o no encarnados por él, son él: seres desubicados, hermosos, impulsivos, que producen una mezcla de fascinación y fastidio emanada seguramente de su radical carácter insolente o su desajuste personal.

      Dolan fue niño prodigio pero no es un ‘enfant terrible' al modo en que lo fue en el cine galo Jean Vigo o lo es Leos Carax. Su filosofía, cuando la imparte en algún monólogo, es elemental y hasta ñoña, su cultura icónica muy superficial, formada en las portadas de las revistas de moda y en los videoclips, que a menudo se cuelan en sus propios relatos como entremeses vistosos con nada dentro. También me atrevo a decir que sin Almodóvar, Dolan no existiría, o no sería lo que es, por mucho que el joven canadiense, comprensiblemente, trate de negar parentescos con el manchego, prefiriendo dar como modelos estéticos los nombres de fotógrafos reputados y -como inspiradoras de ‘Mommy'- las películas ‘Titanic', ‘Batman' y ‘Magnolia'. De esta obra maestra de Paul Thomas Anderson hay enseñanzas y citas literales en ‘Laurence Anyways', la historia de un profesor de literatura y poeta felizmente casado con la publicista Fred, que un día, a los 35 años, decide hacerse mujer. Cuando, después de una escena muy intensa con su esposa, quien tras un inicial rechazo trata no sin dificultad de entenderle y ayudarle, Laurence, ya feminizado, va a la casa familiar bajo la lluvia, a pedirle consuelo a su rígida madre, ésta se pone al fin de su parte, rompe el aparato televisor al que el padre está permanentemente enchufado y sale con su hijo a la intemperie: les envuelve una nieve de cuento de hadas. Otros ‘magnolianismos' aparatosos son la ducha torrencial que le cae de golpe a Fred en su sala de estar, o el revuelo de pañuelos y diversas prendas de ropa de casa en el momento en que Laurence, a punto de ser mujer plena, vuelve a ver a Fred y reanudan su relación. Los fuegos de artificio de Dolan carecen del misterio de los de David Lynch, otra referencia, y del tejido metafórico del cine de Anderson

       Aun así, sus películas da gusto verlas, cuando se supera el tedio de la acumulación de efectos y excursos innecesarios y en la pantalla brilla el ojo infalible y el instinto de narrador inventivo propios de Xavier Dolan. Creador también, además de los guiones y el montaje de sus películas, de los conceptos de vestuario, se tiene la impresión a veces de que los trajes, como los decorados, casi nunca naturales, forman parte de su universo, que, cuando se han visto varias películas suyas, adquiere consistencia, originalidad, poder de hechizo. Usa con frecuencia (y aquí de nuevo surgen los antecedentes ilustres, Cocteau, Almodóvar) las tomas en cámara lenta, logrando que no resulten empalagosas. Y es también un refinado hacedor de encuadres inesperados, hasta el punto de que ciertos fragmentos de sus historias pueden ser leídos como cuadrerías pictóricas en movimiento. Y un memorable brote de genio: tras una hora larga de relato minimizado por el formato 1:1, Steve sale a la calle acompañado de sus dos madres, la biológica y la que le educa, y el propio actor abre con sus brazos los límites de la imagen, que durante diez minutos ocupa la pantalla entera, dejándoles vivir con amplitud y aire libre una pausa de felicidad. Pero cuando esta acaba, vuelve el recuadro cercenado, que de nuevo se abre o libera en la bella secuencia de la excursión del trío al mar, hasta que lentamente se cierra. No hay mundo suficiente en este relato claustrofóbica para el rubio Steve, aunque el final le muestre huyendo de sus celadores.

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21 de enero de 2015
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Lo mejor del 14

A petición del novelista (y gran cinéfilo) Juan Francisco Ferrer, y al igual que en años anteriores, confecciono y doy a conocer mi lista de mejores películas estrenadas en el año 2014.

1. Lamento no ser más original, pero mi lista, como la de casi todo el mundo, la encabeza ‘Boyhood' de Richard Linklater, y me malicio que por las mismas razones que han suscitado el entusiasmo universal.

2. La sigue en segundo puesto pero a su misma altura en mi estima, ‘Ida', de Pawel Warlikowski, que me permitió además descubrir a un director con trayectoria anterior interesante y un título de gran calidad, ‘My Summer of Love'.

3. En el tercer puesto ‘A propósito de Llewyn Davies': los hermanos Coen autores de la mejor película de vanguardia del año disfrazada de comedia ‘mainstream'.

4. La irrupción de Alain Guiraudie con ‘El desconocido del lago' refuerza una línea tan difícil como la de un cine estrictamente homo y anti-propagandista; después de verla, cuando su estreno en España, la Filmoteca, en su Sala del Doré, ha dado la oportunidad de ver su entera filmografía a lo largo del otoño de 2014. Ninguna de esas obras previas tenía la maestría formal de ‘L´inconnu du lac', pero todas eran preparativos o esbozos de la obra maestra descubierta en Cannes.

5. ‘Magical Girl' me sorprendió gratamente: no pude aguantar en su día la anterior película de su director Vermut, ‘Diamond Flash', de un feísmo ramplón y cargante en sus diálogos, justo lo contrario de lo que ahora propone.

6. ‘Omar' del palestino Hany Abu-Hassad me interesa, no llegando a la categoría de su ‘Paradise Now', por la mirada fílmica, por su contexto, por su militancia no partisana.

7. ‘Costa de Morte', de Lois Patiño, por su silencio documental, no siempre respetado: le sobran músicas y algún diálogo costumbrista, pero el espíritu del lugar hechiza.

8. ‘Hermosa juventud', otro Jaime Rosales imperfecto y lleno de sugerencias formales y morales

9. ‘El lobo de Wall Street', o de cómo Scorsese transubstancia  la cocaína en la planificación del film.

10. ‘La isla mínima', por sus trampantojos de arranque y cierre.

 

[Aclaro que, con la excepción de ‘Magical Girl', de las películas elegidas en esta lista podrá quien lo desee encontrar comentario in extenso, pues de todas escribí reseñas puntuales, accesibles en mis posts de El Boomeran(g)]

 

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14 de enero de 2015
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Bruta y maldita

Tiene más de noventa años y lleva una hermosa trenza grecolatina circundándole el cráneo, en una mezcla de coquetería y pronunciamiento: la trenza no nace naturalmente de su cabeza, sino de su voluntad intempestiva. ‘La pasión según Carol Rama' es la mejor exposición que he visto este año que acaba (aunque estará en el MACBA de Barcelona hasta finales de febrero), la más desasosegante, la más sugestiva y reveladora, pues nos revela la belleza convulsa de esta artista a la vez que nos recuerda una de las promesas de salvación que hay en el arte: la existencia callada de genios malditos, y la persistencia de quienes les encuentran y sacan a la luz.

Sin embargo, el malditismo de esta turinesa de buena familia nacida en 1918 es peculiar. No hablamos aquí de miseria, de aislamiento, aunque sí de persecución, ya que sus primeras acuarelas figurativas de los años 1930/1940, expuestas en 1945 bajo su verdadero nombre de Olga Carolina Rama, fueron censuradas por el aún vigente gobierno ‘mussoliniano'. Hoy deslumbran al visitante en la primera sala del MACBA, y se entiende la prohibición fascista: cuerpos deseantes, mujeres en el ejercicio de su placer, animalitos que se convierten en extensas vergas, las vías urinarias del pecado. Un arte bruto realizado con refinamiento supremo y colores de sueño.

Su carrera continuó después de la guerra, y puede verse en la exposición (que es enorme pero nunca decepciona) que la artista que a partir de 1950 se llamó Carol Rama fue siempre de su tiempo, es decir, conocedora y seguidora de las vanguardias que le correspondían, aunque su vanguardismo, y ahí radica su genialidad, no es programático ni sectario. Se alistó al llamado Movimiento de Arte Concreto (MAC) y se fatigó de las geometrías, experimentó, al lado de los poetas del grupo de I Novissimi, sobre todo Nanni Balestrini y Edoardo Sanguineti, con sus poemas visuales y ‘Bricolages', pasando después a un original ‘arte povera' en el que junto a los materiales como el caucho, la piel sin curtir o la arpillera, despuntan sus amenazantes uñas, pestañas, dientes, como signos orgánicos de un desorden. Rama estuvo presente en todos los ‘ismos', se fotografió al lado de Man Ray y Andy Warhol, no parece haber descansado nunca, pero las historias del arte y los museos la ignoraron hasta que en el año 2003 la Bienal de Venecia le concedió su León de Oro. Las comisarias de la muestra, Beatriz Preciado y Teresa Grandas, que han hecho junto a Anne Dressen un excelente trabajo, lo achacan a la exclusión femenina del cánon. Sin duda, pero también se la olvidó por algo más: la rareza, la multiplicidad, la osadía sexual y escatológica, su estado vacante.

Lo de vacante nos lleva, por asociación sonora, a la definición que Carol Rama dio de sí misma en los años 1990 como "mucca pazza", es decir, vaca loca. La encefalopatía esfongiforme de esos mamíferos, tan temida, era en ella una manera no-enferma de vacar, de ser libre. En su serie de autorretratos de aquel periodo, en que la vaca loca produce unas anatomías desbordadas y lujuriosas, "yo era la vaca loca", proclamaba Rama, "y eso me ha hecho gozar, gozar de manera extraordinaria".

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29 de diciembre de 2014
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Tres paisajes

Aunque también describe un paisaje moral, la España democrática todavía vacilante de 1980, ‘La isla mínima' se concentra poderosamente en el bellísimo y poco frecuentado territorio de las marismas del Guadalquivir, especialmente en torno al acotado espacio de la así llamada La Isla. El director Alberto Rodríguez, que ha hecho un magnífico trabajo de narración y trazado de personajes, se permite sin embargo -y el espectador lo agradece- ser manierista a veces; sin dejar de ser esencial, rápido y trepidante, Rodríguez juega con nuestra percepción de espectadores de la pantalla grande, iniciando su película con un ‘trompe l´oeil' que se repite y la termina: tomas cenitales de las riberas del río que pueden parecer (a mí me lo parecieron) un efecto de truca digital, y que van perdiendo gradualmente su condición de vista aérea, para mostrar el horizonte plano e infinito de sus arrozales abandonados. El juego le conviene a una historia que trata en clave social de las apariencias falsas, los engaños de la historia y la difícil investigación de la verdad. ‘La isla mínima' es así un ‘thriller' naturalista realzado por un correlato plástico que raya en la metafísica.

‘Sueño de invierno', del muy notable director turco Nuri Bilge Ceylan, lucha por el contrario con el idilio del paisajismo: "Tenía un poco de miedo de rodar en Capadocia, porque es una región de una gran belleza, mayor de la que yo deseaba, pero espero no haberla mostrado en exceso", añadiendo Ceylan en sus declaraciones que, si tras haberla descartado, eligió por fin esa espectacular región de la Anatolia central fue porque, además de no haber encontrado otro hotel tan apartado del mundo pero con turistas en invierno, era "el lugar perfecto donde alejar totalmente a los personajes". La Capadocia de las viviendas rupestres y formaciones graníticas inverosímiles tuvo una apacible existencia durante siglos, antes de la llegada masiva del turismo; yo la visité en el momento de transición, cuando las discotecas excavadas en la piedra eran una incipiente rareza y aún se podía estar de noche entre el roquedal sin el fogonazo de los móviles tomando fotos.

Ceylan, que no quiere en absoluto ser manierista, la afea cuanto puede, reflejando la suciedad de los poblados capadocios, el mal tiempo, el lado oscuro de la hostelería, pero su cámara panorámica, pese a todo, es incapaz de evitar la plasmación de unas arquitecturas orgánicas de halo sobrenatural. Sin embargo, ‘Sueño de invierno' nunca alcanza, a mi juicio, la resonancia dramática que los desolados y más secos paisajes le daban a su anterior película, ‘Erase una vez en Anatolia, una obra maestra de contención y exploración de la oquedad, tanto en el entorno rural como en los personajes allí presentes. "Necesito la misma libertad que un autor que, mientras escribe, no se pregunta cuantas páginas tendrá la novela", ha confesado el director, y su nueva película es larga como las más largas novelas, sin ser novela-río ni saga histórica; su longitud es esencialmente verbal, y sus referencias, muy sutilmente introducidas, literarias: Shakespeare, Chejov, Dostoievski. A veces la palabrería del protagonista, ese actor retirado, investigador de teatro y periodista de ocasión, no llena el vacío de la crisis multifuncional que se desgrana con morosidad en la pantalla.  

El paisaje de la tercera película aquí comentada no es único ni preciso, ya que ‘La sal de la tierra', realizada por Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado, sigue a su personaje dominante, el fotógrafo Sebastiao Salgado, por medio mundo, por su propia vida y por su extraordinaria obra. Los dos directores logran a veces emular la belleza intensa de los trabajos en papel de Salgado, pero este largometraje sufre la confusión de ser demasiadas cosas al mismo tiempo: un documental biográfico, un recuento de sus más famosas series fotográficas, un cuadro familiar, un alegato a favor de la sostenibilidad territorial y la asistencia humanitaria, a partir de los principios de la fundación creada en su propio país por el creador brasileño.

Se trata, por otro lado, de la segunda película en la historia del cine de igual título, y eso da que reflexionar. ‘Salt of the Earth', la primera, sin artículo, es una obra legendaria de un cineasta norteamericano ya fallecido y hoy olvidado, Herbert J. Biberman, que después de algunos títulos comerciales de escaso interés dirigió en 1953, con guión de Michael Wilson y producción de Paul Jarrico (y a los tres se les atribuye la autoría con igualdad de méritos), la crónica militante de una huelga de mineros del zinc, emigrantes mexicanos en su mayoría, en el estado fronterizo de New Mexico. Biberman, que fue uno de los Diez de Hollywood represaliados en la caza de brujas del senador MacCarthy, logró con sus colaboradores y un plantel de actores no-profesionales una cumbre del cine proletario, anticipatoria, además, de la hoy tan vigente cuestión de las migraciones ilegales y el papel femenino en las luchas sociales, ya que es la mujer del líder minero encarcelado por el sheriff quien prosigue con vehemencia la protesta. Película fronteriza y transversal, que merecería una resurrección fílmica, coincide con la segunda ‘Sal de la tierra' en el empeño ético que la voz narradora de Wenders enuncia al comienzo del documental: "la sal de la tierra son los hombres", es decir, los seres humanos que habitan los paisajes donde la miseria coincide con la exuberancia, la naturaleza más feraz con la más feroz explotación.

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22 de diciembre de 2014
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