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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

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Arúspices

Con el corona aún pegado a nuestra sien como un arma letal, no falta día ni entrevista en la que deje de sonar la voz de los arúspices, aquellos sacerdotes de la Roma pagana que en las entrañas del animal leían el porvenir. En los vaticinios del presente se dice que la tragedia nos purificará. Habrá más muertos en la cercanía y desaparecidos en el temporal del mundo del trabajo, pero la solidaridad y la entrega mostradas desde el primer día prevalecerán, y seremos mejores: verle al destino su cara más atroz ablandará la mirada rapaz de nuestros ojos. Ojalá.

Un suelto en el periódico, insignificante al lado de las listas de fallecidos y enfermos, llama sin embargo la atención; la noticia es tétrica, pero con algo de bufonada, como siempre que anda la justicia por medio con la porra en la mano. Más de 380.000 personas han estado delinquiendo tan ricamente, al compartir libros, periódicos y revistas que unos servicios de mensajería, como los que le traen la pizza pre-pagada a tu vecino, les facilitaban instantáneamente, sin bicicleta y con fraude. CEDRO informa de que estos piratas, que se creerán gente honrada, distraían así el confinamiento gracias a Telegram y WhatsApp; la primera ya ha bloqueado la apropiación ilegal de labores de creación con las que subsisten unos cuantos, quizá muchos más en número que esos casi 400.000 infractores desaprensivos. ¿Bloqueo voluntario o fue que les pillaron? 

Nos preguntamos cómo saldrá el arte de esta crisis: los libros, el teatro, las películas, el trabajo de los periodistas y los músicos. La mayoría de arúspices detecta en nuestra entraña la gratitud a los artistas que ahora no tienen voz, ni medio de expresión, ni sueldo. Se les reconocen sus méritos, y el placer que dan. Predican universos posibles, y a cambio piden vivir de su ficción. Ni mucho menos son un conjunto de dioses, ni su casa el olimpo. Pero ahí están los apóstoles del todogratis para bajarles los humos y, de paso, trincar.

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14 de mayo de 2020
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Uniformados

 

Cuando lo crucial es el babero que el enfermo lleve mientras respira en la UCI, o las batas del personal sanitario, otra ropa ha cobrado importancia entre los que dicen actuar según altos principios cuando solo miran por sus propios fines. Primero fue Pablo Iglesias, un republicano legítimo e inteligente que hace tontadas frívolas: meterse, por ejemplo, con el traje de gala militar de Felipe VI, que también representa al pueblo así vestido, como los reyes y reinas de otros estados democráticos del norte de Europa, nunca subordinados a sus ejércitos, que, ahora se ha visto claro, son más asistenciales que beligerantes, y mueren víctimas. 

En tanto que izquierdista chapado a la antigua, yo detestaba el correaje y la gorra de plato que me tocó llevar casi 15 meses en el Ministerio del Aire, un paraíso de dandies comparado, decían rencorosos los de Tierra, con el chusquerismo de sus mandos y el marronazo de su uniforme. Acabada la mili, en el verano de 1975 viajé de turista a Portugal con una pareja de amigos, y en Elvas, nada más cruzar la frontera, encontramos albergue ya entrada la noche en una pousada histórica; el recepcionista era un joven suboficial armado. El muchacho se hizo un lío con las llaves y no se daba maña con la factura al irle a pagar, pero sacó el clavel del fusil en la despedida para regalárselo a la chica rubia que nos conducía a su novio y a mí. ¿Franquistas nosotros? ¿Representante de la bota marcial aquel sargento que un año antes había hecho la revolución sin pegar un tiro?

Después de la simpleza de Pablo Iglesias, lo de los generales. Es bueno que no vuelvan al podio de las inacabables ruedas de prensa. Iban también ellos como jefes de un estamento de servicio a la comunidad al que llegaron por su saber estratégico o sus dotes de mando. No por su bien hablar. La elocuencia a un militar no hay porqué suponérsela. Picos de oro electos oímos muy embaucadores. Menos mal que a nosotros nos queda la última palabra, cuando toque darla.

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30 de abril de 2020
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Incluso niños

La semana en la que los niños andan excitados al saber que podrán salir a la calle, el presidente Torra me ha devuelto la niñez. Estaba yo precisamente fantaseando con el goce que los mayores tendremos a partir del día 27 al oír el bullicio de los más pequeños en el descansillo, y ver desde la ventana la infancia recuperada, aunque no del todo; no habrá aún deslices por los toboganes del parque, y el patinete raudo seguirá vigilado por papá o mamá. Estaba yo, ya digo, inmerso en mi ensueño cuando llegó la noticia: el pasaporte inmunológico para catalanes.

Habrán leído ustedes la propuesta, pero sólo quienes estén en torno a los 70 sabrán contextualizarla. En el año 1950 el régimen de Franco, en la ya acreditada y estrecha colaboración con la jerarquía católica, creó la Oficina Nacional Clasificadora de Espectáculos, que colgaba regularmente en la puerta de las iglesias sus anatemas: las películas de la cartelera estaban numeradas del 1 al 4, con la explicación al lado y el correspondiente color. Eran un anticlímax las películas blancas del 1, "para todos, incluso niños", y uno aspiraba al menos a ver las del grupo 2, azuladas y autorizadas "para jóvenes"; era la época del bombacho en los pantalones. Después venían las de mayores, según tus padres nada del otro mundo. Lo verdaderamente incitante era colarse en una de 3R, "mayores con reparos"; el listo de mi clase consiguió ver, camuflado entre sus tías, nada menos que Arroz amargo. Las de 4, "gravemente peligrosas", si morías de un atropello al salir del cine ibas directo al infierno.

El carné de Torra será, se dice, de obligado cumplimiento, y también tiene previstos colores, del rojo del gran riesgo al amarillo, que, como no podía ser menos, se identifica con el estar a salvo del virus. No hay datos de momento sobre su validez extra-sanitaria: ¿dará puntos patrióticos el tenerlo? Que todo sea en bien de la salud.

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24 de abril de 2020
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La máscara

No será el mejor papel de su vida, pero el monólogo ex abrupto de Juan Echanove al ministro Uribes quedará: en la historia de nuestra pandemia o en la del teatro. Quizá en las dos. Echanove habla en ese vídeo, y el pasado domingo en la Sexta, de la mutabilidad de la política. En sus 42 años de profesión dice haber visto pasar por el puesto a muchos ministros de Cultura que ya no son nada, y él sigue ahí, subido a las tablas. No es una vanidad, sino un recordatorio. Ciertos legisladores dejan rastro de estadistas o de canallas, pero son mayoría los ministros que no dejan ni rostro ni memoria de su nombre. Por el contrario los actores persisten, ya que poseen, sean grandes estrellas o característicos, el supremo misterio de la encarnación humana. Nos hacen disfrutar y llorar, como una sinfonía o un poema, pero su constancia física, incluso su deterioro cuando envejecen ante las candilejas, nos fija a ellos, aun diciendo palabras que no son suyas. ¿Idolatría de fans desquiciados? Se trata más bien del apego casi familiar, y por ello amoroso, a los seres que toda la vida nos han llevado al cine, a un concierto en vivo, y a quienes, cuando había poco teatro, los mayores descubrimos en un televisor en blanco y negro, el color de nuestra posguerra. Ministros celebérrimos de mi juventud: Nieto Antúnez, José Solís, la sonrisa del régimen de Franco. ¿Dicen hoy algo esos nombres, salvo a los expertos y a los ancianos que aprendieron a odiarles o les veneraron? Mientras que gente joven de hoy celebra entre risas las payasadas de Gracita Morales, sin olvidar, de aquella misma época, la voz de un Fernán Gómez o un Rabal.
Todos tenemos un aire teatral, de conspiradores de dramón, con las mascarillas puestas. El día que nos las quitemos ahí estará el cómico para ponerse la verdadera máscara de la ficción que da vida.
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16 de abril de 2020
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Aquel día

Somos muchos en recordar cómo empezó aquel día, y lo que cada uno hizo a continuación o tenía previsto llevar a cabo, según la parte del mundo adonde nos llegase la noticia de lo ocurrido el 11 de septiembre de 2001. Nadie que lo viera en tiempo real aquel día ha olvidado el impacto del segundo avión, las torres humeantes, las mujeres y hombres lanzándose al vacío para no abrasarse; el dolor de la muerte repentina de 3000 personas contenido en las pocas horas de una suave mañana americana.

La sensación de espanto fue superior así, aquel día, a la que sentimos en la primera fase de expansión de algo ajeno y todavía sin definir; algo que podía matar pero con ribetes exóticos y pintorescos: un mercadillo oriental, unos animalitos con rara cara de buenos, el extraño nombre que pronto se le dio al mal, entre lo novelesco (el virus corona, ni más ni menos) y lo aeroespacial (la Covid-19).

El atentado del 11/9 inició un dispositivo terrorista que afectó a España pronto y se extendió sin cesar por muchos países, con distintos programas de venganza religiosa. Desde el comienzo, aquella y esta tragedia actual han tenido similitudes: el conteo variable de sus víctimas, los relatos falsos nacidos del interés político o el provecho económico. Pero hay entre ambas una diferencia capital, la que contrapone la plaga fortuita a la deliberada matanza con "garantía de significado", como la llama Roberto Calasso escribiendo sobre el yihadismo en su libro La actualidad innombrable.

No será fácil que haya un día preciso ni una sola imagen, en nuestro recuerdo futuro de supervivientes, para señalar el fin de esta pandemia. Su insignificante casualidad, su inconsciencia carente de odio, no alivia la hecatombe pero le quita la voluntad de hacer daño. La bacteria no sigue doctrinas. De ahí la esperanza de que el bien de la ciencia la neutralice. Su final será nuestro principio.

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9 de abril de 2020
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Luz de gas

Estaba escribiendo con la estufa a mi lado, a modo de musa calefactora, cuando llegó la factura. Caían copos de nieve en primavera, y mi cabeza se dio momentáneamente al disparate. La factura era de luz y gas, y no de luz de gas, como había creído leer, pensando en un famoso drama inglés de miedo que Cukor llevó al cine con Ingrid Bergman. Recapacité. Las compañías eléctricas y gasísticas, Endesa, Iberdrola, Repsol, Naturgy, por citar las mayores, desean evitarnos los malos tragos; la palabra eléctrica, en contra de lo aparente, no es un derivado de la vengativa Electra de los griegos. Y en la tragedia actual del corona-virus nos alivian, pues así podemos leer novelas cuando cae la noche, ver las noticias y usar el gas ciudad a discreción. Pero hice cálculos. Del monto de luz y gas consumidos que 46 millones de españoles van a pagar mientras dure el encierro en casa una parte muy substancial le corresponde en justicia a otros: empresarios y trabajadores del cine de las pantallas oscurecidas, de teatros de candilejas apagadas y focos que no alumbran al actor, expositores de novedades invisibles en las librerías cerradas, guitarras sin corriente ni altavoz, orquestas con atriles sin luz, los fogones extintos de la hostelería, y las cien mil bombillas que llevan semanas sin iluminar las aulas. Sitios que también hacen funcionar el país y proporcionan, además de salarios, un bien placentero. 

Mi compañía energética, que es una de las grandes y de la que no tengo queja, ha tenido un gesto sensible: demorar los pagos. Insuficiente. Atrevida pero no disparatada creo la modesta proposición de que un tercio del dinero abonado por todos los usuarios a partir de la próxima factura sea descontado durante el tiempo que se estime prudencial y destinado a un fondo de estímulo y ayuda a quienes no pudieron encender sus luces para enseñar, hacer reír o soñar, alimentar, estar juntos.

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2 de abril de 2020
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Casa del rey

Yo también me sumo a los vítores, y como son a la hora en que preparo la cena me quito antes los guantes con los que estoy poniendo a remojo la espinaca o considerando un precocinado. A estas alturas se sabe: el látex protector es una lata amortiguadora, y nosotros queremos que nuestras manos, ya que está suspendido el tacto ajeno, se rompan los dedos a aplausos. A las 9, la baraúnda de las cacerolas, y ahí, sin gustarme el discurso del rey, no se me oye: en zonas altas de las grandes ciudades al perol le acompañaban los cánticos, los insultos, el ondear de banderas que maldita la falta que hacen cuando lo que hace falta son mascarillas. Olla podrida.

La oratoria es un arte difícil, que no está reñido con la emoción; Felipe VI afrontaba una situación inédita y no dio el tono. La arenga era lo lógico ("ánimo y adelante"), así como llamar a la unidad, que nunca sobra ante el peligro. La voz aguerrida que indudablemente convenía tras la baladronada de Puigdemont aquí debía calmar, sin hacerse meliflua. Calmar y galvanizar. De eso se trataba. Pero los reyes de países democráticos no son políticos, solo actores. Y como no dictan leyes sino que representan, sus guionistas, además de ocurrentes, han de mostrarse extremadamente cautelosos y muy mandones, como lo han sido en un reinado de casi 70 años lleno de percances los secretarios privados de Isabel II (aún se recuerda al legendario y temido Lord Charteris). Sus equivalentes españoles, los jefes de la Casa del Rey, permitieron, bajo el monarca anterior, la pernocta gratis de un imputado y su señora en el palacio de Marivent, o, en un libro de Pilar Urbano, los comentarios homófobos y antiabortistas de Doña Sofía. Y alguna cosa más. Aprovechando la crisis del Covid19 no estaría mal una limpieza a fondo de esa casa. De que rueden cabezas coronadas no es el momento, creo. Hay coronas que infectan -y también cetros- mucho peores.

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26 de marzo de 2020
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Fantaciencia

Mi rutina en la epidemia tiene buenas compañías, dentro de lo permitido. Me despierto con el café robusta, el más fuerte, mientras leo papel prensa. Después del desayuno sigo leyendo, y esta primera semana de alarma estoy con el papel biblia: el tomo I de la llamada Biblia del Oso, traducida por un gran personaje del siglo XVI, Casiodoro de Reina, en los llorados Clásicos Alfaguara. Retengo el pasaje del Éxodo que cuenta la tercera plaga de Egipto: "Todo el polvo de la tierra se tornó en piojos". Tras un almuerzo a la hora española teletrabajo en casa, lo cual no tiene mérito cívico: trabajar en remoto y en solitario es propio de mi gremio. Eso sí, dedico cada tarde un pensamiento solidario a José Hierro, al que sólo le visitaba la musa en los bares abigarrados de su barrio.

Pero queda la larga noche. Mi costumbre en tiempos de normalidad es ver cine en los cines, a diario, la última sesión. Imposible ahora. Menos mal que, precavido ante la vejez, fui una hormiguita cinéfila de más joven, por lo que guardo una reserva de deuvedés aún por ver. Domingo y lunes me puse antes de ir a dormir dos clásicos de Hollywood. Cuando ruge la marabunta, que tanto miedo me dio en la niñez, ahora resulta ser educativa y sostenible. En La humanidad en peligro, obra maestra de la ciencia-ficción premonitoria, una explosión atómica muta a las laboriosas hormigas en monstruitos. Hablando de organismos letales. No sé qué cara ponerle al Covid19. En los telediarios lo representan como un erizo de mar con púas de trompetilla: una figura entre la animación y el asco. Los virus no fotografían bien.

Las dos películas tienen final feliz, pero nos avisan. Las marabuntas son quejas de una naturaleza desplazada que se rebela. "Ellas" (Them!, título original de la segunda) causan el mal sin quererlo; un doctor sabio y un ejército bien pertrechado hacen que el cataclismo se quede solo en azote.

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19 de marzo de 2020
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Solos de voz

Me pregunto si "al publicar subasta / el Hombre su Espíritu", como escribió Emily Dickinson, la más grande poeta que haya existido. Ella no publicó en vida, aunque lo hizo la posteridad: no sólo sus casi dos mil poemas sino también las mil y pico fantasiosas cartas. Mi pregunta vía Dickinson se hace más pertinente cuando lo publicado póstumamente pertenece al campo de la intimidad, que es el caso del volumen de cartas de Jaime Salinas, su "correspondencia privada", como la llama Enric Bou, que las ha seleccionado y editado en Tusquets.
 

La carta, tal como se entendió y practicó en otro tiempo, es el alma escondida de la literatura, pues revela voces que desconocemos, por mucho que hayamos leído la obra de creación de sus autores; voces escritas para un lector con apellido, historia y capacidad de respuesta. El editor Salinas dirigió estas a su pareja de más de cinco décadas Gudbergur Bergsson, novelista islandés y traductor a su lengua de diversos clásicos hispanos. El libro ha de interesar por el panorama que ofrece del mundo cultural, en el que Salinas fue descollante, y los apuntes de muchas figuras y algún que otro figurón son vivaces y a menudo implacables en su amarga impaciencia; al hijo de Pedro Salinas más que dolerle le irritaba la España de la que salió en exilio, y a la que volvió como misionero de un credo laico y un tanto licencioso.

Pero nadie -ni siquiera los damnificados por su retrato quemante- podrá hablar de ilegitimidad, de violación de secretos. Quien escribe estas cartas, fallecido en 2011, y quien las recibe y contesta, decidieron poner su propio corazón al desnudo, relatando (páginas 239-250) una traición amorosa, la del tercer hombre, al que dan vida sin darle la palabra. La emoción de este libro no la depara el chisme, sino la verdad, compañera infiel de la ficción, y aquí protagonista.

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13 de marzo de 2020
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Cagüendiós

No sólo hay malas noticias. En Irlanda se puede blasfemar libremente desde hace más de un año, pese a que los irlandeses son personas mayormente católicas. Yo también fui católico, como muchos de ustedes, pero me quité pronto, en mi último año de colegio religioso. Al principio costaba, como siempre cuesta dejar de ser adicto a algo que te conforta, te perdona si caes y te promete paraísos artificiales no prohibidos por la brigada narcótica. Luego empiezas a verle ventajas al ser ateo y al lado práctico de sus corrientes allegadas: el epicureísmo, el libre albedrío, la tentación no apartada, los variados sufijos sexuales terminados en ismo.
 

Nunca he blasfemado, sin embargo, y eso que la blasfemia, como todos los actos delirantes, puede aliviar el estrés que da el vivir cuando las cosas no salen a pedir de boca. Pero seamos claros: quien blasfema en palabra o caricatura a nadie ataca y a nadie hiere o mata; libera una rabia en una imagen o en una parrafada. Y si no que se lo digan a Willy Toledo, uno de nuestros más grandes actores, que a veces, fuera del escenario o saliéndose del guión, se encabrita. La denuncia de una asociación de Abogados Cristianos le llevó a juicio, pero la magistrada de lo Penal que le ha absuelto lo ha visto claro y ha sido justa.

Yo tengo la fortuna, como la tendrá una parte de mis lectores, de no sentir apego a las religiones pero sí a sus símbolos, transformado lo sacro en retablo churrigueresco, templo gótico o misa cantada. Por eso, sin adorarlos, nunca querría excretar nada sobre el Padre Eterno, la Pilarica o Buda. Otra cosa distinta es hacer chufla. Baudelaire reclamaba como un derecho humano el irse ("s´en aller"). Después del irse, añadiría yo, viene el reírse, de lo divino y lo humano. Sin agredir. Sin tener que ir al trullo.

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9 de marzo de 2020
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El Boomeran(g)
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