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Escrito por

Vicente Molina Foix

 Vicente Molina Foix nació en Elche y estudió Filosofía en Madrid. Residió ocho años en Inglaterra, donde se graduó en Historia del Arte por la Universidad de Londres y fue tres años profesor de literatura española en la de Oxford. Autor dramático, crítico y director de cine (su primera película Sagitario se estrenó en 2001, la segunda, El dios de madera, en el verano de 2010), su labor literaria se ha desarrollado principalmente -desde su inclusión en la histórica antología de Castellet Nueve novísimos poetas españoles- en el campo de la novela. Sus principales publicaciones narrativas son: Museo provincial de los horrores, Busto (Premio Barral 1973), La comunión de los atletas, Los padres viudos (Premio Azorín 1983), La Quincena Soviética (Premio Herralde 1988), La misa de Baroja, La mujer sin cabeza, El vampiro de la calle Méjico (Premio Alfonso García Ramos 2002) y El abrecartas (Premio Salambó y Premio Nacional de Literatura [Narrativa], 2007);. en  2009 publica una colección de relatos, Con tal de no morir (Anagrama), El hombre que vendió su propia cama (Anagrama, 2011) y en 2014, junto a Luis Cremades, El invitado amargo (Anagrama), Enemigos de los real (Galaxia Gutenberg, 2016), El joven sin alma. Novela romántica (Anagrama, 2017), Kubrick en casa (Anagrama, 2019). Su más reciente libro es Las hermanas Gourmet (Anagrama 2021) . La Fundación José Manuel Lara ha publicado en 2013 su obra poética completa, que va desde 1967 a 2012, La musa furtiva.  Cabe también destacar muy especialmente sus espléndidas traducciones de las piezas de Shakespeare Hamlet, El rey Lear y El mercader de Venecia; sus dos volúmenes memorialísticos El novio del cine y El cine de las sábanas húmedas, sus reseñas de películas reunidas en El cine estilográfico y su ensayo-antología Tintoretto y los escritores (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg). Foto: Asís G. Ayerbe

'Avión de papel. Poemas escogidos 1989-2014' de Simon Armitage (Impedimenta, 2024)

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El mejor libro del año

Me sorprendió mucho, estas pasadas Navidades, no ver destacado en ninguna lista de libros del año el que lleva por título Avión de papel. ¿Se confundieron los críticos y literatos votantes pensando que ese título correspondía a la sección infantil, o por el contrario, y de modo muy riguroso, la exclusión se debía a que dicho libro se publicó traducido al castellano por Jordi Doce poco antes del fin de año? O también pude ser yo el confundido al pasar las páginas de los suplementos literarios un poco a la ligera. El caso es que entre unos y otros  mi impresión es que Avión de papel  no fue elegido por nadie, o por tan pocos que quedó de colista en la clasificación, sin número ordinal en el cuadro de honor al que al que con toda justicia pertenece. Yo, que hace tiempo que no voto en estas ocasiones y hits parades, sí quiero poner por escrito mi contrariedad ante esa ausencia del citado libro, una amplísima antología (casi 400 páginas) del poeta británico de mediana edad Simon Armitage. La elegante y hasta un tanto pop edición del sello Impedimenta cuenta por lo demás con una traducción del original inglés de extraordinaria calidad y gran acierto poético, brillando en  sus versos, de manera propia, la estela de la gran corriente de la poesía narrativa en la que se inscribe Armitage: Jordi Doce (él mismo poeta de notable calidad) la respeta sin menosprecio ni vulgaridad.

Y tampoco vengo aquí a descubrir a tan galardonado y reconocido poeta como es Armitage, autor asimismo de traducciones al inglés moderno de algunas partes de la Materia de Bretaña. Antes que cubrirle de elogios es preferible reproducir uno de sus en apariencia sencillos poemas, tan elocuentes, tan desenfadados, tan conmovedores.

2002

El grito  (The Shout)

Salimos juntos

al patio del colegio, yo y el niño

cuyo nombre y semblante

no recuerdo. Queríamos estudiar el alcance

de la voz humana:

él debía gritar lo más posible,

yo levantar un brazo

al otro lado de la divisoria

para indicar que el sonido había llegado.

Voceó desde el parque: levanté el brazo.

Tras dejar atrás el pueblo,

aulló desde el final de la carretera,

desde el pie de la colina,

más allá del puesto de observación de la granja Fretwell:

levanté el brazo.

Lo perdí de vista y de pronto llevaba veinte años muerto

con un agujero de bala

en el cielo de la boca, en Australia Occidental.

Niño cuyo nombre y semblante no recuerdo,

ya puedes parar de gritar, todavía te oigo.

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28 de enero de 2025
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La boca de Marisa

 

No he querido mirar en el tanatorio las facciones de Marisa Paredes a medida que la muerte se apoderaba de ellas como un invasor orgulloso de su conquista. Mi mirada ha ido hacia atrás, más de treinta años atrás, la noche en que la boca de la actriz nos maravilló en el escenario del teatro María Guerrero, y ganó el desafío: decir a velocidad vertiginosa dos de las cuatro magistrales piezas cortas de Samuel Beckett repartidas entre el actor (Joaquín Hinojosa) y la actriz, Marisa Paredes, dirigidos ambos en las cuatro por el escritor y cineasta Álvaro del Amo.

De aquel fascinante espectáculo es imposible olvidar esa boca femenina de distintas edades diciendo a borbotones el monólogo “Yo no”, donde solo una boca desmesuradamente abierta brilla en la oscuridad de las tablas, salmodiando un texto a medias entre la plegaria y el trabalenguas, eje central de ´Beckettiana’, pues así fue llamado el conjunto de obras para su estreno.

La imagen última de aquella velada teatral fue el encuentro entre bastidores de la protagonista escénica y el ingeniero Benet, el traductor escogido por el CDN y aprobado expresamente por los muy estrictos editores-albaceas de Beckett. Como los dos, Marisa y Juan, eran de talante humorístico, cada uno a su modo, el encuentro nos hizo reír a gusto a sus acompañantes de la farándula y la novela. “Sudden flash” fue el lema preferido para tomarnos el pelo unos a otros. La pequeña frase se repite como un mantra  en toda la duración del original inglés; Benet lo había traducido como “repentino fogonazo”, que alguno de nosotros encontraba demasiado largo de sílabas. “Sudden flash” es bastante más corto, y así, con cierta discrepancia, nos separamos. Aunque, contando a Javier Marías, han muerto ya tres de aquellos amigos, el brillo de sus libros y de sus actuaciones en cine y teatro, les hace duraderos.

Marisa ha muerto entre ensayos de teatro y sesiones de rodaje cinematográfico.

Supo muy pronto que el compromiso de los artistas no sólo es con la tradición de su arte sino con el futuro de su sociedad.

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28 de diciembre de 2024

Desbordamiento del Turia en 1957. JAIME PATO (EFE)

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Ver llover en Valencia

 

El niño entró en su casa al volver del colegio y notó algo raro: sus padres se pasaban nerviosos el teléfono de bakelita negra colgado en el pasillo, el padre más excitado que la madre, y los dos alzando la voz, casi chillando en su lengua común que los hijos entendíamos pero no hablábamos casi nunca, más allá de un saludo o una frase hecha. Esa lengua común era el valenciano, y las llamadas “por conferencia”, como se decía entonces, quedaban principalmente reservadas para la familia, en nuestro caso toda ella afincada –excepto nosotros- en Valencia, la capital, y en algún otro pueblo grande del sur de la provincia, también llamada por los más nostálgicos el “Reino de Valencia”. Mi padre, que mostraba a veces un temperamento bromista, me decía, cuando se impacientaba por alguna trastada infantil, que yo, valenciano por parte de padre y madre, era el primer alicantino en llevar apellidos nord-valencianos, “con todo lo que eso significa”, que yo, con tan corta edad y tan poco mundo, no sabía naturalmente lo que significaba. Pero no me callaba ante papá: “¡licitano, yo soy ilicitano!”, ya que ese participio insólito tenía a mis oídos un glamour prehistórico.

Hoy no podemos reír fácilmente con esas inocentes chanzas territoriales. Las tierras  valencianas, murcianas, alicantinas, tan hermosas y cálidas, tan fértiles, han sido gravemente heridas, y es preciso buscar de modo urgente y duradero cómo sanarlas, y cómo reanimarlas. Esta debería ser la última riada que se cuela impunemente en nuestros hogares, la última gota fría que se lleva nuestros medios de transporte como si fueran barcos de papel, hasta el naufragio final. La última vez que se nos obligue de manera macabra a usar una falsa palabra de siglas tan fea como lo es DANA.  Y sobre todo debería ser esta la última vez que el agua no encuentre resistencia en la tierra firme de tantas ramblas que, al descargar en los campos y calles su anhelado líquido, lo convierte al contrario en mortífera carga.

Sin embargo hace pocos días una amiga de mi misma edad que ya no vive en Valencia me contó sus recuerdos  (¿sus sueños?) de la primera gran riada del Turia, la de 1957. Ella no volvió de su colegio de monjas aquel día en el que mis padres llamaban ansiosamente a nuestros familiares. Mi amiga estaba a resguardo en el centro de la capital, viendo caer la lluvia desde su ventana, ya que su madre, muy previsora, la buscó anticipadamente en el colegio donde ella estudiaba interna, y por así decirlo la rescató de las aguas que también cayeron a mansalva, aunque con menos saña y menos víctimas mortales que en esta dolorosísima ocasión de noviembre del 2024.

Mi escena inicial de agitado costumbrismo familiar con teléfono de pared incluido tuvo una fecha precisa, la del 14 de octubre del año 1957, que yo recuerdo bien, al igual que mi amiga, y no por ser ambos prodigiosamente memoriosos. Fecha de destrucción que exigió con el tiempo eliminar el ameno cauce fluvial vivo en el centro, convirtiéndolo en un parquecillo de aires futuristas, y esculturas grandiosas, no todas desproporcionadas. La segunda pérdida la sufrimos mi amiga y yo en la intimidad o el egoísmo: no tendríamos fiesta de cumpleaños compartida cuatro días después de tal tragedia.

Y es que cuando las voces a ambos lados de la línea telefónica se fueron mitigando pude enterarme en Alicante de lo que había pasado y estaba aún pasando en Valencia agitando tan gravemente a mis padres: ese mismo día, 14 de octubre, el río Turia se había desbordado por la lluvia caída, arrasando el cauce del río, por lo general poco agresivo y hasta bonachón, tal como lo recuerdo. El resto está en los libros: ochenta y una personas perecieron, y los daños causado fueron cuantiosos. Y así tras alguna duda una comisión oficial nombrada por el gobierno de Franco tomó la decisión de desviar el curso fluvial, sacándolo fuera de la capital, que perdía el encanto de las ciudades navegables con patos y aun bañistas, pero garantizaba a cambio la salvación de los niños incautos y los paseantes

El agua ejerce un embrujo sobre nosotros que yo no equiparo con ninguna otra fuerza de la naturaleza. Pero su belleza también depende del misterio de lo que oculta y de lo que puede desencadenar fulgurantemente.

Hubo un tiempo que yo he conocido en el que se salía en procesión y se rezaba a los santos para que lloviera. El santo en cuestión o las vírgenes requeridas no siempre ejercían su mediación húmeda a gusto de todos. Hoy se piden ministros, lo cual es un avance, en mi opinión, pues ya recordó Shakespeare en un famoso monólogo femenino que  “La clemencia no es cualidad forzosa. / Cae como la lluvia, desde el cielo /a lo que está debajo. Su bendición es doble: bendice al que la da y al que la obtiene. ”

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27 de noviembre de 2024
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Las faltas del verano: Canto fúnebre

Han cerrado también los cines Luna, entre Callao y la Corredera Baja, y, como cada vez que cierra un cine en Madrid, me acuerdo de lo que a mí me pasó en su interior. No me refiero a lances extraordinarios, como ligar o ser robado o sufrir un síncope en la butaca, que es algo que yo sí vi en un cine de París mientras proyectaban la película de Oliveira ‘No o la vanagloria de mandar’, nunca estrenada en España: la víctima del síncope murió en el suelo de baldosines coincidiendo con la palabra ‘fin’ en la pantalla.

Me refiero a las cosas que me pasaron por la cabeza, y a través de los ojos, siendo yo espectador en ese cine Luna o en el cine Imperial o en el cine Fantasio o en el cine Velázquez (cito sólo algunas bajas del ‘parte’ de la guerra entre la especulación inmobiliaria y la industria del cine, que no se acaba nunca, como la de Irak, y en la que el segundo bando lleva todas las de perder). En los Luna he visto rarezas que duraron menos en la programación que en mi memoria, como la película de Edgardo Cozarinsky ‘Dans le rouge du couchant’, pero también vi obras de fama y éxito, como el film póstumo de Kubrick ‘Eyes Wide Shut; recuerdo que en la cola nadie pedía la entrada diciendo el título inglés, intraducido aquí e impronunciable, sino con perífrasis: “¿me da dos para la de Kubrick?”, “una para la de Nicole Kidman y Tom Cruise, por favor”. Curiosamente, mi última vez en los Luna tuvo también un fuerte aroma ‘kubrickiano’; la película era ‘La intérprete’, y la vi acompañando a Christiane Kubrick y Jan Harlan, la viuda y el cuñado del director de ‘El resplandor’, que habían venido a Madrid a presentar, entre gentes del cine y admiradores del cineasta como, entre otros, Guillermo del Toro, Agustí Villaronga y yo mismo, el monumental libro de Taschen ‘Los archivos de Stanley Kubrick’. Por la tarde, después de un agradable almuerzo, los hermanos Christiane y Jan quisieron ver, al saber que era en versión original, esa última realización de Sydney Pollack, buen amigo de la familia y actor destacado en ‘Eyes Wide Shut’.

   De lo que no voy a hablar hoy es de la crisis del cine ni de la muerte de la película en su formato y su espacio de proyección tradicionales. Suficientes agoreros y enterradores hay ya. Sólo quiero ponerme sentimental, sin llegar a las lágrimas. Sé que el futuro pasa por el cine en cable, los aparatos caseros de alta definición y mucha plasma, por las películas descargadas o comprimidas en la pantallita del móvil. Yo seguiré yendo a las salas, mientras éstas sigan abiertas. Soy un poco dinosaurio, ya se ve, pero hay quien me gana. Murió en Madrid hace ya tiempo el abogado Jacobo Echeverría-Torres, muy conocido por su compromiso con las causas de la libertad, cuando aquí no la había, y la solidaridad con el Otro, cuando más se necesita. Las necrológicas hablaron de todo ello y no de cine, siendo Jacobo no sólo un gran aficionado sino un admirable promotor; creó con varios amigos entusiastas y con su mujer Paquita Sauquillo la productora ‘Metrojavier’, responsable, entre otros proyectos, de la excelente película de Álvaro del Amo ‘Una preciosa puesta de sol’ (interpretada por Marisa Paredes y Ana Torrent), y Jacobo en solitario coprodujo otra apuesta de riesgo, ‘León y olvido’, de Xavier Bermúdez. En su último año, mientras combatía valerosamente contra el cáncer, Jacobo Echeverría tuvo aún un empeño –o visión- más heroico respecto al séptimo arte: alquilar un cine en el barrio de Salamanca, que encontraba con toda razón muy desabastecido en ese aspecto, y programarlo con las películas que a él y sus socios les gustaban, es decir, las buenas. El cierre de su vida se suma a la pérdida de tantas pantallas donde él aprendió a amar el cine.

 Anteanoche, volviendo a casa, pasé por delante del Peñalver, uno de los cines cerrados que Jacobo Echeverría-Torres tuvo en su lista de candidatos a la resurrección. La imagen de esa sala larga y estrecha donde se estrenó, por ejemplo, ‘Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón‘, es hoy desoladora. Detrás de la verja de hierro se vislumbra una oficina kafkiana, aunque a mí alguna noche me parece ver cerca de donde estaba la taquilla los jirones de un antiguo cartel coloreado  y la sombra del precio que los últimos espectadores tuvieron que pagar por ver la última película allí exhibida, la francesa ‘Romance’. También se lee que los miércoles no festivos era en el Peñalver el día del espectador. ¿Están los días contados para ese espectador?

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18 de agosto de 2024

Seix Barral, 2006

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Las faltas del verano: Relecturas y originales

 

Como suele pasar con los narradores de argumentos potentes pero muy precisa determinación verbal, las relecturas borgianas en el cine no han sido afortunadas. Adapta dos relatos célebres suyos como Emma Zunz o El hombre de la es quina rosada por directores solventes del cine argentino como Torre Nilsson y, René Mugica, o extrapolado más tarde y libremente su Tema del traidor y del héroe por Bertolucci en La estrategia de la araña, no es posible decir que es tas películas recojan la intensidad alucinatoria y el estado, de gracia heroico de los originales. Mucho más satisfactorias son las obras escritas directamente para el cine por Borges y Bioy Casares.

Lo que sí quedará como una hazaña borgiana es su etapa de crítico cinematográfico en la revista Sur, entre 1931 y 1944. Como comentarista, Borges vio muy temprano que el cine, "con su directa presentación de destinos y su no menos directa de voluntades", podía contribuir al alivio de la moderna desorientación social. Y aún en 1967, en su época de nula frecuentación de los cinematógrafos, decía en una entrevista de The Paris Review: "En este siglo la tradición épica ha sido salvada para el mundo por ningún otro sitio más que Hollywood".

El western emocionaba mucho a Borges, que acusaba a los literatos de "haber descuidado sus deberes épicos", sólo en el siglo XX desempeñados por las cintas del Oeste. Pero, por encima de su apego a los géneros de caballistas y gánsteres, Borges vio en el cine un gesto primordialmente americano. Así, tras hablar de los errores de la cinematografía alemana y soviética, añadía en su primer trabajo de crítica: "De los franceses no hablo; su mero y pleno afán hasta ahora es el de no parecer norteamericanos, riesgo que les prometo que no corren".

Sus directores favoritos eran los clásicos, y dentro de ellos, Lubitsch, y Sternberg. Pero, fiel a sí mismo, dejó de hablar bien del segundo cuando Sternberg, en la cima de su carrera, se entregó a los delirios barrocos más geniales en torno a Marlene. Cuando, en 1934, el vienés realizó en Hollywood Capricho imperial, Borges llega a calificarle de "devoto de la musa inexorable del bric-á-brac". El conceptista, el recto calvinista, buscaba en el cine la pureza de sus convenciones más elementales, en las que no cabían los alardes del cartón piedra ni el arabesco.

Aunque la nómina es extensa (y comprende, por supuesto, a escritores en castellano de otros países; Bolaño, por ejemplo, ‘tampoco’ sería Bolaño de no haber existido Borges, los muchos Borges. Fogwill fue un maestro de la invectiva, aunque no siempre la mordacidad de su discurso tuviera consistencia; en la charla de Montevideo, quizá su última comparecencia pública en vida, consiguió que varios autores conocidos (cuyo nombre silencio por discreción post-mortem) se salieran de la sala donde peroraba, hartos, con toda razón, de sus insubstanciales ‘boutades’. Lo curioso es que las ‘boutades’ de Fogwill son absolutamente ‘borgianas’, siendo los dos tan diferentes en ideología, en modo de vida y hasta en sus presupuestos literarios. Pero Borges pesa mucho.

Paso un par de horas deliciosísimas releyendo la obra maestra de Edgardo Cozarinsky ‘Museo del chisme’. Gossip literario de alto nivel, con la refinada gracia de este siempre original escritor (y cineasta). Pero no me es suficiente.

Acabado ese museo descubro otro del mismo autor: una pequeña novela que amplía el campo de lo decible, uno de los fines para mí más nobles y menos frecuentes del arte, que se halla en la gran novela del mismo Cozarinsky El rufián moldavo (Seix Barral), si bien Cozarinsky no explora el fondo abismal de los deseos, sino la memoria arrancada de los judíos centroeuropeos afincados en la Argentina del medio siglo XX.

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11 de agosto de 2024
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Las faltas del verano: Borges, cinematógrafo

Hace ya muchos años que Borges no iba al cine. "Ahora sólo perduran las formas amarillas / y sólo puedo ver para ver pesadillas", decía en un poema de La rosa profunda, libro aparecido en 1975, en la época en que la ceguera es ya casi total y un tema recurrente de su obra. Pudo ser 1974 el año de la última cinta de Borges, entrevista o soñada, pues de entonces data Los otros, la película francesa con argumento y guion suyo y de Bioy Casares que realizó el argentino Hugo Santiago. De esta película y de la anterior y excelente del mismo equipo, Invasión -a mi juicio la mejor presencia borgiana en el cine-, habló Borges en un coloquio público de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en el verano santanderino, de 1983.

Preguntado en el palacio de la Magdalena por un admirador embobado sobre su contribución al extraordinario libreto cinematográfico de Invasión, Borges contestó, á la manière de Borges: "Yo sólo aporté dos muertes a ese filme". Pese al característico understatement que el argentino amigo de las formas sajonas cultivó toda su vida es difícil imaginar viendo Invasión -con sus conspiradores simétricos, su ciudad deslizante pero reconocible y sus fulgores de epopeya secreta- obra más borgiana; como fieles a su mundo y a su galería de aventureros desdichados son también los dos guiones no realizados, Los orilleros y El paraíso de los creyentes, escritos una vez más en colaboración con Bioy Casares y publicados por vez primera en 1955.

Aunque ya no fuese al cine y sólo retuviera de sus fervores fílmicos de juventud un borroso recuerdo de prestigio y la silueta de alguna star ("La memoria, esa forma del olvido / que retiene el formato, no el sentido,/ que los meros títulos refleja", escribirá el poeta en una muy cinematográfica evocación de la memoria del ciego), Borges nunca alejó de él las sombras de la pantalla. Y el cine, sobre todo ese cine moderno de ruptura que el escritor en permanente busca del orden desdeñaba, jamás se olvidó de Borges. Estaba muy presente en After hours, Jo qué noche!, de Scorsese. Hace pocas semanas lo veíamos en televisión invocado dudosamente por los autores de Performance, y, como señala Edgardo Cozarinsky en su excelente libro Borges y el cine, una larga teoría de autores europeos, desde Rivette a Bertolucci, pasando por Godard, Straub o Carmelo Bene, le han tenido como presencia obsesiva en sus película sin adaptarle estrictamente.

Esta mención nos lleva a otro admirado artista que nos falta desde el último verano, ya que el pasado 2 de junio de este año 2024 murió en su ciudad natal de Buenos Aires el novelista y hombre de cine (estudioso, guionista director), Edgardo Cozarinsky. Le recuerdo hoy, y me recuerdo con él, dentro y fuera del cine.

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7 de agosto de 2024

'Cantos de marineros en La Pampa' de Rodolfo Enrique Fogwill (Mondadori, 1998)

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Las faltas del verano: El peso de Borges

 

Borges murió en 1986, pero su vuelo se sigue viendo por todo el cielo de la literatura. El influjo de su obra en los escritores es tal vez el más universal que ha existido, y también en la tierra que pisan los lectores, muchos de ellos en las antípodas, crece el número de quienes lo descubren o lo releen. Lo que sucede con Borges en la Argentina es de un carácter distinto; allí su peso sobre los escritores cae inexorable, marcando de un modo tan indeleble a tantos de los mejores que uno se pregunta –haciendo un juego de ucronía- cómo habría sido en los últimos sesenta años la ficción escrita en Argentina de no haber nacido en Buenos Aires, a finales del siglo XIX, un hombre llamado Jorge Luis Borges.

Aunque la nómina es extensa (y comprende, por supuesto, a escritores en castellano de otros países; Bolaño, por ejemplo, ‘tampoco’ sería Bolaño de no existir un Borges), yo estoy pensando en algunos ejemplos de ese ‘borgianismo’ instintivo o quizá genético tal y como lo veo en excelentes escritores argentinos que he leído recientemente: Edgardo Cozarinsky, César Aira, Fogwill, Ricardo Piglia, fijándome en los dos últimos, uno por su lamentable desaparición a la edad de 68 años, y en Piglia su estupenda Blanco nocturno (Anagrama), de la que un crítico español ha dicho ocurrentemente en su reseña que es la novela gauchesca que Borges nunca escribió.

El caso de Fogwill tiene otro perfil. Me lo presentaron un viernes de agosto en Montevideo, donde participábamos, junto a otros escritores, en el Festival Eñe, le oí esa misma tarde hablar, compartí el desayuno y sus gruñidos al día siguiente en el buffet del Hotel Columbia, frente al Río de la Plata, y dos semanas después leí su necrológica. Al margen de sus méritos literarios, que son muchos, Fogwill fue un maestro de la invectiva, aunque no siempre la mordacidad de su discurso tuviera consistencia; en la charla de Montevideo, quizá su última comparencia pública en vida, consiguió que varios autores conocidos (cuyo nombre silencio por discreción post-mortem) se salieran de la sala donde peroraba, hartos, con toda razón, de sus insubstanciales ‘boutades’. Lo curioso es que las ‘boutades’ de Fogwill son absolutamente ‘borgianas’, siendo los dos tan diferentes en ideología, en modo de vida y hasta en sus presupuestos literarios. Pero Borges pesa mucho.

Sin la circunspecta ironía de aquél, Fogwill arremetió a las bravas en ese festival financiado por entidades privadas y públicas de España contra los españoles, uno de los pasatiempos preferidos -tanto en privado como en algunos de sus escritos y declaraciones- por el autor de El Aleph. Y también Fogwill usaba con frecuencia la conocida argucia engañosa de Borges de poner por las nubes a escritores curiosos o secundarios (Cansinos Assens) para vituperar mejor a los verdaderamente importantes como Valle Inclán o García Lorca. Las bromas sobre españoles (o ‘gallegos’) abundan en los textos de Fogwill, y son en su mayoría francamente divertidas, sobre todo leídas en España y por nativos. La escena cómica en la 'pizzería de españoles’ de su relato ‘Muchacha punk’ es memorable, pero yo me quedo con ese apunte del hermoso texto autobiográfico que precede a sus Cantos de marineros en La Pampa, donde, tras decir otras maldades, señala porqué los grandes almacenes londinenses nunca emplearían a españoles. La explicación que da es ‘puro Borges’. Búsquenla y léanla, y así leerán al más grande maestro argentino y a su más “clever” discípulo.

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31 de julio de 2024

William Somerset Maugham

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Escritor perdurable

 

En los 150 años del nacimiento  de Somerset  Maugham

En su juventud, después de haber viajado extensamente por Alemania e Italia mientras leía con avidez a los decadentistas ingleses, William Somerset Maugham llegó a Sevilla. El siglo XIX estaba a punto de terminar, él tenía veintitrés años, había publicado su primera novela, ‘Liza de Lambeth’, y era ya firme su resolución de abandonar los estudios de medicina. En Sevilla, el joven esteta se dejó bigote, se aficionó a los cigarros filipinos, y cuando acababa las clases diarias de guitarra española solía bajar por la calle Sierpes calándose un sombrero cordobés y anhelando desplegar al viento una capa con un ribete bordado de terciopelo rojiverde. También encontraba tiempo para montar por los campos cercanos un caballo prestado, ir a los toros y hacer “el amor con ligereza a unas criaturitas hermosas cuyas demandas no superaban los exiguos medios de los que yo disponía”. Su proyecto, en esa primera estancia larga en la capital andaluza, era dominar bien el español, hacer lo mismo en Roma con el italiano, y en Grecia y en El Cairo aprender el griego vernáculo y la lengua arábiga. Los placeres hallados en Sevilla, a la que volvió repetidas veces, le desviaron temporalmente de una entrega exclusiva a las letras, de modo que el joven William fue posponiendo su educación literaria y lingüística, con el resultado, diría él mismo años más tarde en su obra confesional y memorialística ‘The Summing Up’ (‘El recuento’), de que “nunca pude leer ‘La Odisea’ más que en inglés y nunca logré mi ambición de leer ‘Las mil y una noches’ en árabe”.

Sorprende, sin embargo, que estos lamentos provengan de uno de los escritores más cosmopolitas que han existido, genuinamente curioso de lo foráneo, viajero inagotable hasta después de cumplidos los ochenta, y observador minucioso y nada condescendiente de los modos de vida y las costumbres de los países del Sur occidental y el Lejano Oriente, escenarios frecuentes de sus ficciones largas y cortas. Esa extraterritorialidad le emparenta con su en parte contemporáneo Henry James, una figura colosal a la que trató mundanamente en los últimos años de la vida del autor de ‘Retrato de una dama’ y que asoma como una sombra conflictiva en la obra y en las reflexiones de Somerset Maugham, pues en cierto modo la literatura del británico es la réplica de trazo claro a los alambicados dilemas y a los rigores estilísticos que el neoyorkino establecido en Europa desarrolló; Maugham los llamaría en el citado libro “sermones” novelísticos, predicados por James en inglés y poco atendidos por los franceses, que son sus propios modelos. Y aunque Flaubert, Maupassant, Balzac, fueran también, por encima de los rusos, importantes para el Maestro norteamericano, la predilección del escritor de menor edad es más deliberada y casi militante; opuesto al gran influjo de Chéjov en la escritura de relatos en lengua inglesa, Maugham hace burla de los narradores de Inglaterra y América que “han transplantado la melancolía rusa, el misticismo ruso, la debilidad rusa, el desespero ruso, la futilidad rusa, la irresolución rusa, a Surrey o a Michigan, Brooklyn o Clapham”. Él nunca quiso seguir el molde ‘chejoviano’, y en su declaración de principios formales afirma el propósito de escribir relatos que avancen “en una línea ininterrumpida desde la exposición a la conclusión”, entendiendo que un cuento ha de reconstruir “solo un hecho, material o espiritual, al que por la eliminación de todo lo que no es esencial para su elucidación se le puede dar una unidad dramática”. Defensor por tanto de la narración que va al grano del sentido y aparta por innecesaria la paja del exceso verbal y la discontinuidad lógica, Maugham resume sencillamente sus aspiraciones diciendo que prefiere acabar sus cuentos “con un punto final antes que con puntos suspensivos”.

Como en toda proclamación de un artista, los mandamientos han de ser tomados con resguardo, quedando claro en “Lluvia””, magnifica selección de relatos de épocas y extensiones distintas,que ningún decálogo propio se cumple por entero. Así, por ejemplo, en el fascinante ‘La nave de la ira el autor crea con una pericia casi perversa una expectación incumplida, centrándose primeramente en lo que parece el retrato de un canalla desarraigado (Ginger Ted), un probo funcionario holandés (el señor Gruyter), y los hermanos Jones, dos misioneros, varados los cuatro a la fuerza en una remota isla del océano Índico azotada por una epidemia de cólera; un paisaje exótico y un elenco dramático recurrentes en la obra del escritor. El cuento, sin embargo, se adentra inopinadamente por un sendero episódico, la voluntad redentora y curativa del predicador baptista Owen Jones, y de su borrosa –e igualmente piadosa-  hermana la señorita Jones, y esa senda en apariencia colateral se hace predominante, hasta que el lector cae en la cuenta de que todo lo anterior, el color local y la riqueza anecdótica, queda desplazado a partir de una confusa expedición nocturna en barca a un islote, durante la cual el rudo tarambana inglés Ginger Ted se adueña de la historia contada y de la mente de la pudibunda señorita Jones, cuya soltería recalcitrante, fanatismo religioso, exacerbado temor al cuerpo masculino y voluntad no menos exasperada de vencer a la carne con los mandatos de la virtud, alteran las reglas del juego comedido entre los personajes centrales, ahora pendientes de lo que pasó o no pasó entre Ginger Ted y Miss Jones durante esa noche al raso en el peñasco. Digamos, por supuesto sin contar de antemano el imprevisto desenlace, que el escritor compone un motivo de acompañamiento, una especie de bajo continuo de malicia y velada insinuación, que desemboca en una apoteósica ‘finale’; el ‘happy end’ como farsa llevada al paroxismo.

En uno de los relatos destacados, ‘Red’, situado en Samoa y -como es del gusto de Maugham- marcado por las evocaciones nostálgicas de un paraíso desvanecido con las que los solitarios colonos distraen el tedio de sus veladas, generalmente alcohólicas, una frustrada pasión largo tiempo mantenida por el narrador queda resuelta en un inesperado giro de la historia, también característico del don de nuestro escritor para las tramas muy bien construidas, intrigantes y dadas a los golpes de efecto mitigados con elegancia. ‘Red’ tiene, por lo demás, alguno de los pasajes descriptivos más afortunados del autor, en que el preciosismo se hace irónico, a costa de los cocoteros curtidos y ondeantes diseminados al borde de las orillas como un “ballet de solteras mayores pero frívolas posando con afectación, con la coquetería de la juventud desaparecida”. En otros, como en ‘El señor Sabelotodo’, reproduce el esquema de sus accidentadas travesías marítimas en clave humorística, con la historia de ese fanfarrón inglés de nombre inverosímil, Mister Kelada, que en un viaje en barco desde San Francisco a Yokohama comparte el camarote con el narrador, a quien, en su imparable locuacidad, abruma y repele, hasta que, detrás del talante exhibicionista de Kelada, descubre a un hombre dispuesto a proteger sutil y ocurrentemente a una dama caída en falta conyugal.

Somerset Maugham obtuvo un éxito más duradero y multitudinario como novelista que como escritor de cuentos y de comedias, quizá porque la mayoría de sus novelas son grandes aparatos en los que prima una tendencia a la ornamentación anodina, la logomaquia y la falacia patética, cosas muy del gusto del lector cuantitativo. El cuento, por su naturaleza sucinta -muchas veces impuesta por los límites de paginación de las revistas norteamericanas donde casi todos aparecieron en primer lugar-, le inclina a la condensación y al orden narrativo, y él fue consciente de ello: “Como escritor de ficción regreso, a través de innumerables generaciones, al contador de cuentos junto al fuego de la caverna que abrigaba a los hombres del neolítico”. La rémora de esa vocación, añade, es que el cuento ha sufrido por lo general el desdén de los cultos, que no le dieron importancia, cosa que le duele, sabiéndose especialmente capacitado para el relato puro. “He tenido cierto tipo de historia que contar y me ha interesado contarla. Y para mí eso ha sido en sí mismo un objetivo suficiente”.

La ascendencia oral de Maugham no es una mera figura retórica; en estos relato traducidos se puede apreciar, como otra de las virtudes del escritor, la perfecta máquina del diálogo, un dominio derivado sin lugar a dudas de su cultivo del teatro, que fue dominante entre los años 1920-1933, logrando en una ocasión tener simultáneamente cuatro obras en cartel en el West End, record ni siquiera alcanzado por Oscar Wilde. Wilde, por lo demás, es el espejo en que él se miró con ávido provecho y muy notables dotes propias de ingenio cómico y fustigación social. En la que tal vez sea su mejor comedia para las tablas, ‘Our Betters’ (‘Nuestros superiores’), el cinismo, los dobles sentidos, la invectiva y, sobre todo, la velocidad en los intercambios verbales, características del mejor Wilde, brillan con luz propia, no apagada por cierto en la traslación cinematográfica de igual título dirigida por George Cukor e interpretada por Constance Bennett, Anita Louise y Gilbert Roland. La película, una obra magistral del período temprano del cineasta, fue realizada en 1933, un año antes de la implantación del estricto Código Hays, lo que permitió a Cukor y a sus guionistas unos atrevimientos que Hollywood tardaría mucho en pemitirse de nuevo, siendo histórica en anales y compilaciones fílmicas sobre la censura la plasmación del personaje de Ernest, el maestro de baile, de una homosexualidad evidente en la pieza teatral y aún más rampante en el film.

Pero cuando los personajes de algunos de los mejores cuentos en registro grave, como ‘La carta’ o ‘La bolsa de libros’, hablan, no lo hacen dentro del marco escénico, ni mirando o guiñando un ojo al espectador. Son sujetos narrativos que se explican, se engañan unos a otros y extienden con sus palabras la red de alusiones, a menudo de doble fondo. También en los más ligeros ese molde de oralidad novelística se mantiene con magníficos resultados. ‘El mexicano lampiño’ representa a un grupo atípico en la obra corta de Maugham, las historias de espías, situadas en la primera guerra mundial y protagonizadas, las siete que lo forman, por un mismo agente, Ashenden, nombre cifrado tras el que está Somerville, un escritor reclutado –como de hecho lo fue William Somerset-  por los servicios secretos británicos. Ante ese ‘alter ego’ del autor que es Ashenden/Somerville se presenta el general Manuel Carmona, el mexicano lampiño del título, extravagante bravucón provisto de un peluquín de estratégico quita y pon y una obsesión lasciva por las mujeres, de cualquier tipología física y edad. La labor de Ashenden, seguir al supuesto general en una misión dudosamente legal que le ha encomendado el gobierno de Su Majestad en Nápoles, y, una vez comprobado que el mexicano la ha cumplido, pagarle, da pie a una sucesión de divertidas estampas ferroviarias y hoteleras seguramente basadas en la experiencia propia del novelista. El gran y muy puntilloso crítico Edmund Wilson, que no tenía una buena opinión de Somerset Maugham como escritor, leyó por indicación de amigos suyos adictos a ‘The Ashenden Stories’ todas ellas, y las juzgó con una displicencia que a muchos lectores les serviría de elogio: “están en el mismo nivel que las de Sherlock Holmes”.

Tampoco tiene nada de teatral el procedimiento empleado en la mayoría de los cuento en este libro recogidos, la narración en primera persona, que Maugham reconoce y atribuye a dos ilustres predecesores, el Petronio Árbitro del ‘Satyricon’ y la Sherezade de ‘Las Mil y una noches’. El objetivo de ese recurso, afirma en una introducción al volumen 2 de sus ‘Collected Short Stories’, “es por supuesto conseguir la credibilidad, pues cuando alguien te dice que lo que está manifestando le sucedió a él mismo, estás más dispuesto a creer que dice la verdad que cuando te dice que eso le sucedió a otro”. Es poco probable que todo lo que nos contó Maugham en su tan dilatada carrera de escritor le pasara a él o lo viera él suceder ante sus ojos, aunque no cabe duda de su voluntad totalizadora en tanto que narrador omnisciente. ‘Lluvia’ es quizá el más famoso de sus relatos, y también uno de los más filmados de un autor frecuentadísimo por el cine, no sólo el de Hollywood. Coincidente en alguno de sus giros argumentales con ‘La nave de la ira’, ‘Lluvia’ vuelve a plantear un tema que le es muy caro: la colisión entre el puritanismo fanático y la sensualidad salvaje, inmadura, encarnada en el cuento por una de las mayores creaciones de la galería humana de Maugham, Sadie Thompson, muchacha de vida licenciosa, con un pasado turbio y un futuro que ella trata valerosa y arriesgadamente de seguir poniendo en sus libres y no inocentes manos.

Aunque Somerset Maugham se fue alejando de los conceptos esteticistas de sus lecturas de formación, este cuento tiene notables ecos de la delicuescencia del ‘fin de siècle’ decadente, por mucho que el escritor los haga resonar en un Oriente nada estilizado, sino bronco, áspero, tenso, en el que una vez más actúan los resortes de la intolerancia integrista, representada por los Davidson, un matrimonio de misioneros escandalizados por tener que compartir una vivienda con la libertina Sadie Thompson. Durante los quince días de la obligatoria escala en Pago Pago de un grupo de extranjeros que navegan por el Pacífico la lluvia no deja de caer, un contrapunto atmosférico sabiamente utilizado: mientras los misioneros enrolan en su causa justiciera a las fuerzas vivas para expulsar a la intrusa, Sadie se afirma como mujer sin trabas, respondona, altiva, reina desafiante la llama Maugham, que, con su determinación y su resistencia expone la violencia de los hipócritas y les derrota.

La comentada recopilación de cuentos que Atalanta publicó en castellano se cerraba brillantemente con ‘El P & O’, que, no estando entre los cuentos más extensos, sí es muy característico del autor: de nuevo la localización del sudeste asiático, los barcos, los viajeros de raíces europeas, en mayor o menor grado amoldados a una existencia lejos de casa, las mujeres emprendedoras en el amor y los hombres rudos pero vulnerables. Toda la acción de ‘El P & O’ trascurre a bordo de un trasatlántico de esa famosa naviera inglesa fundada en 1837 y aún hoy activa. Su protagonista, la señora Hamlyn, con 40 años cumplidos, vuelve amargada a Inglaterra en una travesía sin retorno, dejando en Yokohama a un marido de 52 enamorado súbita e irremediablemente de una vieja amiga del matrimonio, Dorothy Lacom, casada ella misma y con hijos crecidos, es decir, no el prototipo de joven que seduce a un cincuentón; esa amante, también arrebatada por el amor, tiene, a sus 48, ocho más que la esposa traicionada. Las edades se mencionan y adquieren gran importancia en este cuento que se desarrolla como un minueto danzado aladamente por un grupo de personajes maduros de físico poco agraciado o arruinado por el paso del tiempo: hombres gruesos y desfondados,  mujeres que aparecen cuando ya su belleza se marchitó y se les ensanchó el cuerpo, sin por ello perder, unos y otras, el apetito erótico, o su esperanza. También está entrado en carnes, a sus 45, el personaje del plantador irlandés Gallagher que, en una de esas fulgurantes apariciones que le gustan a Maugham, irrumpe entre el pasaje de primera clase embarcando en Singapur. Hay también pasajeros de segunda en el crucero, que cobran un relieve y un rostro: la sabiduría literaria, más quizá que la conciencia social, de un escritor que siempre supo mezclar voces y realidades opuestas.

Lo que sigue es una comedia llena de escaramuzas sentimentales y personajes ausentes, que, con una pericia narrativa de fuste, Maugham va convirtiendo en los centros motores del relato: el adúltero señor Hamlym y su nueva enamorada Dorothy, la casi cincuentona, y sobre todo la mujer nativa que, y esto se revela muy avanzada la trama, Gallagher abandonó después de un largo concubinato en la plantación donde ambos vivían, para volver a establecerse solo en Galway. Mientras que en la cubierta, los camarotes y los salones de baile del trasatlántico navegantes y tripulantes tratan de resolver sus juegos y tensiones de clase, la mujer malaya preterida  -de quien no se menciona nunca su nombre, pero sí su gordura- irradia desde el bungalow en el remoto poblado un posible maleficio que afecta a Gallagher, cuyos ataques de hipo, inexplicables a la medicina, hacen de él “el esqueleto de un gigante prehistórico”.

Podríamos hablar, al menos metafóricamente, del embrujo de Oriente, que da un hálito misterioso, no exento de sarcasmo, a un cuento en el que la traición, el conjuro, la decadencia corporal y la potencia carnal desembocan por sorpresa en una catarsis conyugal que bien podría ser la argucia maligna de un escritor travieso. ¿Es el amor realmente más fuerte que la muerte en esta historia de pasiones otoñales, formalidad y disfraz, venganzas y perdones? Lo cierto es que la señora Hamlym, la protagonista de un cuento en tercera persona, se apodera de la narración cuando escribe al final, en una carta que tardará mucho en llegar a su destinatario, la frase “Sé feliz, feliz, feliz”, repitiendo el vocablo tres veces, como hace el joven príncipe Hamlet en sus respuestas cuando menos seguro está de sí mismo.

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20 de mayo de 2024

Christer Strömholm
Petit CHR, Pigalle, París, 1955
© Christer Strömholm Estate - Fundación Mapfre

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La mirada sueca

Venían de muy lejos, y  se quedaban algunos a vivir en este país salvaje y pobre. Tenían, antes de venir, los oficios más diversos, y muchos no tenían ninguno: desocupados, curiosos, aventureros en busca de emoción bajo el sol. Y también llegaban artistas que aún no tenían obra, pero sí inspiración. Pocas mujeres llegaban entonces por sí mismas o por sí solas.

Por aquel entonces (todavía hablo del siglo XVII) no había turismo, pero en el llamado Grand Tour que tres siglos más tarde acuñó la palabra y el concepto de “turista” ya se infiltraban de tarde en tarde (a menudo disfrazadas de hombre) la escritora en ciernes, la cortesana culta, la exploradora audaz.

Es un prólogo a una historia que, ya en los últimos cien años de nuestra era, ha cambiado de signo, pues la historia de la fotografía no se entiende sin sus mujeres: Graciela Iturbide, Nan Goldin, Helen Levitt, Tina Modotti, Annie Leibovitz, Dorotea Lange, Ouka Leele, Isabel Muñoz, por citar unas pocas y muy relevantes.

Actualmente, sin embargo, está abierta en Madrid  (hasta el próximo 5 de mayo) una gran exposición que nos descubre a un extraordinario fotógrafo sueco, Christer Strömholm, en cuya larga vida ( muere en el 2002), el paisaje español y la figura humana española adquirieron un gran relieve desde el año 1938, cuando a la edad de veinte años, en plena guerra civil, llega a nuestro país por primera vez.

No voy a describir aquí la fascinación de las salas que acogen en su sede del Paseo de Recoletos en Madrid la completísima exposición antológica de la Fundación Mapfre, acompañada por cierto de un  excelente catálogo complementario. Los niños, la Guardia Civil, los submundo barceloneses, los artistas hispanos del momento en sus talleres (Chillida, Antonio Saura,Tápies); hay en la riquísima galería de retratos fotográficos de Strömholm dos Españas, y no están en liza. El blanco y negro de sus fotografías no es nostálgico ni antagónico. ¿Profético? Dos de las colecciones mostradas en la antológica, “Place Blanche” y “Poste Restante”, dan imagen desafiante y voz anticipada a las mujeres transexuales del barrio parisino de Pigalle, y a los travestis catalanes del Barrio Chino. El descaro de las “chicas” y la delicadeza del ojo del artista sueco casan bien, sin caer nunca en la mirada turística ni en el desdén del “voyeur” .

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8 de abril de 2024
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Tres pecadores

Antiguamente, cuando había en cantidades apreciables un cine religioso y de valores humanos, con su festival propio (en Valladolid), sus premios, sus protestas, y hasta sus asomos de censura gubernamental pese a la bendición o nihil obstat del obispado, los jóvenes, que habíamos perdido la fe en buena medida gracias al cine allí descubierto de año en año, no teníamos reparo en dejarnos ver salir del pase de un filme santificante de Bresson; el consumado arte bressoniano estaba para nosotros por encima de sus curas rurales y sus santas en comunión con Dios, pero el formidable Ricardo Muñoz Suay, hombre de cine, guionista (de, entre otras, El momento de la verdad de Francesco Rosi), así como impulsor y coproductor de Viridiana, la obra cumbre de su gran amigo Luis Buñuel, nos increpaba burlonamente como si quisiera borrar de nuestras colegiales gafitas de pasta las imágenes redentoras del cineasta francés, quien para Ricardo, por aquel entonces comunista acérrimo, representaba el cine en su más mefítica personificación beata.

Schrader: de seminarista a rata de filmoteca

Me he acordado, por una asociación de ideas quizá aún deudora de esas cruzadas anticristianas y antibressonianas de Muñoz Suay, de otro ejemplo de radicalidad y sacerdocio que tiene como fondo el cine, en este caso el ir o no ir al cine. Nacido tres meses antes del mismo año que yo, pero él en el estado de Michigan, Paul Schrader no pudo pisar ningún local donde se proyectaran películas hasta cumplir la mayoría de edad, momento en el que el joven Paul, tras abandonar el seminario donde había cursado obligatoriamente su primary school, comenzó de buena gana los estudios superiores en California, a la vez que ponía fin al veto impuesto rígidamente por sus padres, practicantes de un extremo credo de la religión calvinista, según el cual todos los miembros de todas las familias tenían prohibida la dañina diversión llegada desde Hollywood hasta los hogares norteamericanos. Yo, sin ninguna constricción previa en Alicante (que llegó a contar en mi adolescencia con nueve palacios del cine, hoy desaparecidos), y Schrader en San Francisco y en su ciudad natal, Grand Rapids, a escondidas, nos convertimos a la religión del Séptimo Arte practicada con radicalidad; la mía no viene aquí a cuento, siendo por el contrario una bella y misteriosa página de la historia del cine contemporáneo la mutación de Schrader de seminarista a film buff, como en inglés coloquial llaman a lo que nosotros, más apegados al suelo, llamamos ratas de cinemateca; yo soy una de ellas, y lo es a su modo más señorial y productivo este excelente cineasta y escritor de cine, que ha sabido además impartir doctrina moral sin predicar desde que inició sus labores fílmicas en 1978 con Blue collar.

A Schrader le quedó de aquella fase paterno-sectaria el gusto por una liturgia nada católica, antes bien seca y me atrevería a decir que jansenista, aunque es verdad que tal fijación obligatoria y sus dolores permiten al espectador imparcial en las religiones pero feligrés del arte schraderiano un juego casi procaz de adivinanzas o cábalas: ¿cuál fue la salvación de su Mishima (1984)? ¿Le gustaba la pornografía a la hija escapada del padre calvinista que la busca por los lugares de vicio en Hardcore (1978)? ¿Es tan reverendo El reverendo (2018)?

Ahora, tras un periodo irregular que nos hizo añorar al guionista de obras maestras como Fascinación, de Brian de Palma, Taxi driver y Toro salvaje, de Scorsese, y las más logradas obras escritas y dirigidas por él mismo (Hardcore: un mundo oculto y American gigolo), Schrader ha abordado lo que parece ser una trilogía del alma contemplada a través de los oficios, los menos trillados oficios que se conozcan: el ministerio sagrado, de la ya citada El reverendoEl contador de cartas, situada en el mundo del juego y el casino, y los jardines, alguno de sendero bifurcado, o metafórico, en la última suya hasta ahora, El maestro jardinero, a la que una desequilibrada media hora de desenlace le priva de ser la gran obra de vejez de este maestro fílmico.

Si en sus dos anteriores títulos, El reverendo El contador de cartas, la metáfora general pagaba un tributo excesivamente mimético al cine del gran Bresson, el que Suay denostaba y nosotros, en nuestros pueblos y ciudades provinciales, poníamos en el altar mayor, El maestro jardinero retrata a dos personajes que hacen el bien pero han sido o siguen siendo aún en potencia grandes impíos; ambos, Narvel Roth (Joel Egerton) y Norma Haverhill (una inspiradísima Sigourney Weaver), reprimen el desconcierto floral de sus alumnos de jardinería mostrándose ellos castigadores intolerantes en ese paraíso falsificado de los jardines de Haverhill que la mujer, Norma, heredó y rige con mano firme mientras esconde en su alcoba, obedecida por su subordinado Narvel, los brotes del desenfreno. Y en los parterres, los macizos de flores exquisitamente podados tapan la naturaleza podrida de ese suave maestro de los jardines con un pasado lleno de culpas. Es de lamentar por ello la entrada en ese infierno de bellos demonios de un veneno manido, el submundo de la droga y sus traficantes, que adocena un tanto la vena poética de este original relato.

Konchalovski, retratista del pecado de Miguel Ángel

Una mole arrancada a una montaña es el mcguffin de El pecado, una de las más sugestivas parábolas de Andréi Konchalovski, a su vez uno de los cineastas más frontalmente políticos del Este de Europa; muchos en su país le denuestan por ser a veces, dicen, el rapsoda del régimen, aunque otros le salvan en su misma ambigüedad. Lo cierto es que, sea o no propagandista putiniano encubierto, el (relativo) éxito en nuestro país de Queridos camaradas (2020), su poderosa crónica de las veleidades de una dirigente comunista enfrentada a una masacre de obreros huelguistas llevada a cabo en la ciudad rusa de Novocherkask, en tiempos de la urss de Nikita Jruschov, ha llevado a los distribuidores españoles a estrenar su anterior El pecado o Il pecato, o Sin, brillante coproducción italo-rusa y una de las mejores películas que yo vi en el año 2019.

Il pecato cuenta sin grandilocuencia los episodios históricos, tan novelescos, de la construcción de la tumba del papa Julio II, en la que Miguel Ángel pierde y gana su fama, volcada en la posteridad de las masas hacia otra obra suya de genio, los frescos de la Capilla Sixtina, más asequibles, aun en sus alturas inabarcables, que el mausoleo papal, que ofrece en el inacabamiento de sus Esclavos esculpidos la bendición enigmática de lo incompleto. Con maneras fílmicas a veces inspiradas por la Trilogía (DecamerónLos cuentos de CanterburyLas mil y una noches) de Pasolini, otro gran creador motivado por la contienda entre el dogma y la libertad, entre la creencia y la lujuria, Il pecato habla de un mundo religioso corrupto y venal, si bien el pecado está tan extendido en este contexto y en este enfrentamiento entre las dos familias, los Della Rovere y los Médici, que resulta difícil saber contra qué dios o contra qué clan se defiende el gran escultor, pintor y arquitecto nacido cerca de Arezzo.

¿Peca en este episodio crucial de la historia del arte Miguel Ángel Buonarroti de soberbia, de lujuria (apenas mostrada en su vertiente sodomita por el cineasta ruso), de duplicidad y engaño a los papas, o el pecado escondido en su mole de mármol solo es un trepidante ejemplo de hubris? La de Buonarroti, muy bien defendida en la gran pantalla por el actor Alberto Testone, y la del propio Andréi Konchalovski, autor aquí de un biopic que arrastra al espectador sin las concesiones del melodrama biográfico al uso.

Pálmason y la religión gélida

Es curioso que los tres visionarios que protagonizan los tres filmes religiosos de los que hablo aquí sean tan redentores y tan antipáticos, e incluso tan ásperos de físico dos de ellos (Testone y el para mí desconocido actor islandés de Godland). Esta tercera película que comentamos y representará a Islandia en los Óscars es tan cautivadora como oscura; al jardín feraz y a la piedra marmórea le sucede la nieve infinita, pues el director Hlynur Pálmason narra el largo viaje de un pastor eclesiástico que cruza Islandia para llevar el modelo de una iglesia que se quiere construir en los glaciares de la isla. No hay trama propiamente dicha en Godland; solo enfrentamiento de difícil lectura y paisaje limpio, callado: quizá el mandamiento de una religión que no prohíbe y solo es adusta y gélida.

 

Letras Libres, 1 octubre 2023

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21 de marzo de 2024
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