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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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Ventajas del olvido

La exploración de la propia biblioteca es siempre gratificante. Qué voy a empezar a leer hoy es la pregunta que pone fruición en mis dedos mientras buscan tocando los lomos de los libros. Y hoy me digo: Vladimir Nabokov, este tomo de cuentos que tantas veces he pasado por alto porque siempre me ha vencido el gusto por sus novelas, desde aquella primera que leí en mis años de Berlín, Risa en la oscuridad, la maestría de lo trágico, o la sin par Lolita, no por tan aclamada y tan filmada menos obra maestra.
Me lo llevo triunfante, ya atardece, es la hora en que siempre empiezo a leer, salgo al jardín rumbo al corredor en busca del sillón, siempre hay un viejo sillón preferido cuando de libros se trata, y ahora doy inicio al rito de revisar tapa, contratapa, solapas, y por fin voy al índice.
Cuando leo un libro de cuentos no siempre empiezo por el primero, siguiendo el orden en que vienen en el índice, porque leer al azar es parte de la delicia que aguarda solapada. Dejarse seducir por los títulos más atractivos, o en todo caso hacer una exploración a ciegas como quien se abre paso en un bosque donde nunca antes se ha puesto pie. ¿Pero si los árboles están ya marcados, como hacen los leñadores con aquellos que van a ser derribados?
Porque otra de mis costumbres es calificar cada uno de los cuentos con asteriscos, de uno a cinco asteriscos puestos al lado de cada título en el índice con lápiz de grafito, según el grado en que me hayan gustado. Si hay asteriscos, por allí ha pasado ya el leñador. Y advierto con susto que allí están los asteriscos en el libro de cuentos de Nabokov.
¿Cómo puede ser el olvido tan solapado y pertinaz? Pero entonces, en lugar de devolverlo a su lugar y buscar otro, me propongo una relectura. Nabokov siempre vale la pena. Y ensayo una especie de azar. Ignorando el índice donde han quedado las marcas de hace tiempo, y como quien baraja un naipe, empiezo por el primero que encuentro.
O vuelvo a los árboles marcados, y ateniéndome a mis propias calificaciones de antaño elijo los que entonces me parecieron los mejores, los que tienen cinco asteriscos; o, al revés, los que sólo tienen dos, o uno.
Al volver a los de cinco asteriscos, compruebo si los cuentos se sostienen o no; si aquella vez me deslumbró alguno de ellos fue porque cada lectura tiene su momento; y pesa la edad que uno tenía entonces, la exaltación o la melancolía. Y en los que fueron pobremente calificados, quizás algo se me quedó oculto y es tiempo de subirles la calificación, un acto de justicia íntimo que nadie más conocerá.
La verdad es que no estoy haciendo una relectura sino una nueva lectura, porque no recuerdo una sola palabra, nada que me guíe en aquel bosque oscuro de árboles marcados, ni descripciones, ni frases, ningún atisbo del argumento. Pero al volver al índice y revisar las calificaciones, me alegro de que el lector de ayer siga siendo el mismo de hoy, ése que hace años se encontró con la maestría de Nabokov y hoy vuelve a reconocerla intacta.
Aunque una sensación de impaciencia y molestia conmigo mismo me domina a medida que voy releyendo, o leyendo, para mi consuelo Nabokov viene en mi auxilio: "Es curioso", dice, "uno no lee un libro, sólo lo puede releer. Un buen lector, un lector de verdad, y activo y creativo, es un relector".
Y me digo que soy un animal que olvida lo que come pero de todos modos se nutre, todo va al torrente sanguíneo de la escritura, y que olvidar tiene la ventaja de que el deleite de leer viene a ser doble.

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18 de septiembre de 2013
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Lo que dicen las estatuas

Al recorrer a pie San José voy encontrándome con las estatuas de los próceres modernos de Costa Rica. La del doctor Calderón Guardia, frente al edificio de la Caja Costarricense del Seguro Social, fundada por él gracias a una rara conjunción de planetas, pues para darle al país una nueva legislación laboral a comienzos de los años cuarenta del siglo pasado, contó con el respaldo del arzobispo, monseñor Sanabria, y del jefe del Partido Comunista Manuel Mora.
O la de don Pepe Figueres, quien abolió el ejército tras el triunfo de la revolución democrática que encabezó en 1948, develada en 1998 en la plaza de la Democracia, y retirada en 2006. Desde entonces aguarda su reinstalación en una bodega municipal adonde fue confinada bajo el alegato de que los vándalos no la dejaban en paz. Pero que esté al aire libre, a la vista pública, o en la clausura de un almacén, es algo que no parece inquietar a la opinión pública.
Próceres antiguos y contemporáneos se reparten en Costa Rica los honores sin alardes ni exageraciones. En la ciudad de San Ramón, donde nacieron tres presidentes, don José Acosta, Figueres, y don Francisco Orlich, se les recuerda en sordina, un pequeño museo, alguna escuela que lleva sus nombres. El culto ciudadano guarda su equilibrio, como todo en este país. En la estatua ahora embodegada, el escultor representó a don Pepe vestido en mangas de camisa, no de militar, que lo fue efímeramente. Qué no esté ahora en ninguna plaza, no es inquietante. Si estuviera en todas, sí lo sería.
En 1956 se celebró en Panamá una cumbre de presidentes en la que participó Eisenhower. Era un verdadero zoológico: el Generalísimo Trujillo de la República Dominicana, el general Somoza de Nicaragua, el general Batista de Cuba, el general Pérez Jiménez de Venezuela, el general Rojas Pinilla de Colombia...todos llegados al poder por golpes de estado.
Figueres, una rareza entre aquella constelación, se negó a darle la mano a Somoza, que poco antes había hecho develar su gigantesca estatua ecuestre en Managua, una estatua de Mussolini guardada en un almacén en Roma, comprada de remate, y a la que sólo cambiaron la cabeza. "Somoza develiza la estatua de Somoza en el estadio Somoza", dice el epigrama de Cardenal. Ya se sabe que fue derribada de su pedestal el 19 de julio de 1979.
En poco tiempo, empezando por Somoza ultimado ese mismo año, no quedaría en el paisaje ninguno de los felices gorilas de aquel aquelarre. El último en desaparecer fue el Generalísimo Trujillo, asesinado en 1961. Hasta entonces, la capital de la República Dominicana se llamaba Ciudad Trujillo, y entre su extensa lista de títulos se contaban los de Padre de la Patria Nueva, Genio de la Paz, Campeón Invicto del Pueblo, y Protector de Todos los Obreros. También era obligatorio estudiar su pensamiento en cátedras universitarias e institutos de investigación.
Somoza no le iba a la saga. Campeón de la Democracia, Gran Pacificador de Nicaragua, Adalid del Progreso. Tampoco desperdiciaba las fechas de guardar: el 30 de mayo pasó a ser el día de la madre, porque era el cumpleaños de su suegra, y el 27 de mayo el día del ejército, porque era el natalicio de su esposa.
No son una especie en extinción. Los dictadores creen que sus estatuas van a seguir allí por los siglos venideros. Es una suerte de inseguridad encubierta, buscar como afirmarse en efigies, como si multiplicarse fuera una necesidad que nace de la convicción perturbadora e insoslayable de que nadie es eterno, por mucho que quien manda a fundirse en bronce pretenda aparentar que la eternidad es suya, otra más de sus posesiones terrenas.
Figueres sabía bien que no es necesario estar subido a un pedestal para quedarse para siempre, porque la memoria viene a ser la mejor plaza para vivir en ella.

 

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11 de septiembre de 2013
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La décima musa

El orgulloso y pedante marqués de Queensbury, inventor de las reglas del boxeo, indignado por la pecaminosa relación de su hijo con Oscar Wilde, alrededor de la cual la maledicencia tejía su alegre red en Londres, dejó a éste una nota de puño y letra en su club, todo muy al estilo británico, en la que escribió: "Para Oscar Wilde, ostentoso sodomita [SIC]". El poeta, de brillante ingenio pero a la vez de pasmosa inocencia, demandó por injurias al marqués y el sonado juicio, que tuvo lugar en marzo de 1895, se volvió contra el acusador al punto de que fue condenado a prisión en la cárcel de Reading, más bien un juicio de la sociedad victoriana, estrictamente hipócrita, en contra de la homosexualidad como desviación de las leyes de la naturaleza y por tanto como vicio y pecado capital.
En El perfeccionista en la cocina, el novelista Julien Barnes recuerda el interrogatorio que Wilde sufre de parte del abogado del marqués acerca de sus relaciones con Edward Carson, un tratante de efebos. Y aquí el arte de cocinar salta de por medio:
"¿Cocinaba él mismo?", pregunta el abogado. "No lo sé", responde Wilde, "nunca he comido en su casa". "¿Quiere decir que no sabe que Taylor cocinaba él mismo?", insiste el otro. "No, y si lo hacía, no me parecería mal. Más bien me parece inteligente...", vuelve a responder Wilde. "Yo no he insinuado que fuera algo malo", comenta el abogado. "No, cocinar es un arte", afirma Wilde, y el público congregado en la sala ríe. "¿Otro arte?", pregunta el abogado. "Otro arte", afirma Wilde con toda seriedad.
Para el abogado, tanto como para el público presente que ríe, un hombre metido en la cocina es necesariamente un afeminado. La cocina es el reino de las mujeres a las que desde niñas se enseña a guisar, a bordar, a zurcir, tocar el piano y cantar, a callar, y a obedecer. El arte de cocinar en la misma categoría del arte de la sumisión. ¿Un hombre escribiendo un libro de cocina, detallando recetas?
Mejor que eso, cuando en plena belle époque Rubén Darío llega en 1900 a París comisionado por La Nación de Buenos Aires para cubrir la Exposición Universal, la cocina ya hace tiempo ha sido elevada a la categoría de las bellas artes y declarada la décima musa, a la que Brillat-Savarin da el nombre de Gasterea, quien "preside los deleites del gusto". "En los clásicos latinos hay ricas cosas que despiertan el apetito dichas en bellos hexámetros; y en todos tiempos, los poetas amadores de la vida y de sus gratos instantes han sido cuidadosos de su paladar. Pues en verdad, la cocina, sí, puede considerarse «como una de las bellas artes»...", dice Rubén en su crónica Literatura y cocina.
Podemos sospechar que en León de Nicaragua no lo dejaban entrar a la cocina ni doña Bernarda Sarmiento, la tía abuela tuerta que lo crio, ni las cocineras mulatas e indígenas, dueñas de la sabiduría de mezclar los perfumes y los sabores europeos, aborígenes y africanos, pues siendo un recinto de mujeres, de su puerta los niños no pasaban, menos que se les permitiera hacer uso del cuchillo para cortar los tubérculos y verduras que iban a dar a la sopa, o meter la cuchara en el perol para probar la sazón de los guisos.
Los oficios femeninos, podían desviar la masculinidad, como le había ocurrido a Míster Carson. Ni muñecas, ni cucharones. El oficio de los hombres era sentarse a la mesa a la hora debida, donde eran servidos de primeros. Pero aun así Rubén alardeaba de conocer la manera de preparar los frijoles fritos, tradicionales de la mesa diaria en Nicaragua, y estaba en lo cierto cuando aleccionaba a su mujer Francisca Sanchez de ponerlos a cocer con una hoja de laurel y una cabecita de ajo, y freírlos luego en manteca de cerdo, volteándolos en la cazuela.

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4 de septiembre de 2013
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La santidad en la política

Agobiado por la edad avanzada, Nelson Mandela parece por fin a punto de sucumbir. Pero es uno de esos personajes extraordinarios a quienes la historia viva ha juzgado con bien desde antes de su muerte. Entre los héroes contemporáneos, y no son muchos, para mí él está a la cabeza. No sólo por lo que representa en su lucha al final triunfante contra el Apartheid en Sudáfrica, su patria, una lucha por la que pagó con largos años de cárcel en una celda de aislamiento, sino también por lo que luego representó como estadista, el primer presidente negro de su país, que no vaciló en apartarse del poder cuando cumplió con su período, sin dejarse tentar por ese demonio siempre despierto de la reelección, cuando pudo haber sido electo cuantas veces hubiera querido.
Salió de la cárcel para buscar como construir un país nuevo en el que no se excluyera a los soberbios y altivos blancos que habían inventado todo un perverso sistema institucional para oprimir y discriminar a los de su raza, y supo mantenerse lejos de cualquier deseo de venganza o de revancha. Qué difícil construir la democracia en medio del odio y la desconfianza, de los agravios, pero lo hizo. Impuso con su ejemplo el perdón y la reconciliación entre los suyos.
La austeridad en su modo de vida se ha vuelto legendaria, lejos siempre del lujo y de los oropeles. Y la sencillez fue siempre su regla, dueño de la humildad hasta en los momentos más dolorosos de su vida, como cuando le tocó comparecer delante de un tribunal que tramitaba el divorcio con su esposa de muchos años. Se despojó de la investidura presidencial, como cualquier ciudadano, y declaró en el juicio, respetuoso, sin pronunciar jamás una palabra fuera de lugar.
Qué pequeño se queda a su lado Robert Mugabe, por ejemplo, otra figura de la historia africana de nuestra época. Luchó con las armas por la independencia de Zimbawe, fue un héroe de la liberación de su pueblo, y cuando llegó al poder ya no quiso apartarse jamás, pisoteando los derechos de sus conciudadanos, llenando las cárceles de disidentes, abusando de los bienes públicos y construyendo una inmensa fortuna. Allí sigue aún ya cerca de los noventa años, convertido en un dictador indeseable ante la comunidad internacional. La historia viva la he dado también su lugar.
Cuando un héroe se convierte en villano pasado el tiempo, la explicación más simplista es decir que fue así desde el principio, y que lo que sabía era esconder muy bien su vileza. Demasiado simple. El ser humano es más complicado, y nunca debemos olvidar que el poder es el peor de los factores disolventes. Muy pocos son los que llegan a su cima y descienden de ella sin haberse contaminado de arrogancia, y sin haber corrompido los principios que lo llevaron a emprender su lucha con desinterés y entrega, y en medio de las peores privaciones, cárcel, clandestinidad, exilios.
O sin ir más lejos, ejemplos para comparar a Mandela podemos hallarlos dentro de las filas de algunos de sus propios herederos, quienes han malversado su legado. Él se apartó del poder para garantizar la alternabilidad en el mando, porque creyó siempre en la democracia, y luego vinieron otros, como el actual presidente de Sudáfrica, Jacob Suma, acusado de corrupción y violación, y que contradice en su ostentoso estilo de vida, a veces hasta el ridículo, todo lo que Mandela representa. Pero esos son riesgos que no se curan quedándose para siempre en el mando, y él lo tuvo claro siempre.
Héroes y villanos. Nelson Mandela ha probado que existe una santidad en la política, rara, por supuesto, como toda santidad. Mathama Gandhi, Martin Luther King. ¿Cuántos más podemos agregar?

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9 de agosto de 2013
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IV. Imprima su comida y su ropa

Ya se está probando con la impresión de comidas, empezando por los pasteles de chocolate, las pizzas y las galletas, donde las resinas y polímeros serán sustituidos por polvos de proteínas, carbohidratos y grasas, y otros componentes les darán los sabores, y hasta los olores. La NASA impulsa estos experimentos en vista de los futuros viajes espaciales que podrían durar años. ¿Y la carne? Modern Meadow trabaja en un proyecto para imprimir la "vitrocarne", formada por las mismas células que hay en un buen filete. En el futuro, no lo dudemos, estos platos llegarán también a los restaurantes.
¡Ropa? Hay un prototipo ideado para reciclar los filamentos de la ropa vieja, e imprimir prendas a la medida en la propia casa, el diseño y los colores al gusto de cada quien, con lo que las grandes fábricas textiles ubicadas en el tercer mundo llegarán un día a desaparecer.
Pero lo peor, también pueden ya imprimirse armas de fuego. Cody Wilson, un estudiante de la Universidad de Texas, creó una pistola hecha de resina que muy pronto podrá reproducirse a domicilio, "para defender la libertad civil del acceso del pueblo a las armas como lo garantiza la Constitución de Estados Unidos", como proclama su inventor.
La impresión en tres dimensiones revolucionará, por tanto, el comercio mundial y el transporte internacional, desde luego que en la medida en que se desarrollen máquinas de mayor volumen y diversidad, disminuirá el traslado de carga entre lugares lejanos, y por tanto el número y el tamaño de los barcos surcando los océanos.
¿Y los seres humanos? Todavía no se habla de imprimirlos.

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7 de agosto de 2013
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III. Imprima su casa

Una impresora tridimensional que produce objetos de hasta 28 por 15 por 16 centímetros en toda la gama de colores, simples o mezclados, usando plástico biodegradable, cuesta hoy unos 2 mil dólares, y las hay, para objetos de mayor tamaño, que llegan a costar 10 mil; pero ya se sabe que estos precios tienden a bajar en la medida en que el uso se generaliza.
Las impresoras en tercera dimensión están en su infancia, pero además fabrican ya prótesis médicas, piezas dentales, y brazos, pies, manos, piernas, con la ventaja de que son hechas de acuerdo a las necesidades exactas de cada paciente. Y también piezas de maquinaria industrial, de automóviles, de aviones, o de barcos, como lo está haciendo ya la Marina de Estados Unidos, desde luego que existen plásticos tanto o más resistentes que los metales.
La impresión en tercera dimensión va a revolucionar no sólo la industria con la fabricación de matrices y prototipos, sino también la arquitectura y la construcción. En Holanda, la compañía de arquitectura DUS dispone de la impresora KamerMaker, la más grande del mundo, que utilizará un bioplástico obtenido del maíz, y fibras de madera, para imprimir las paredes, techos y demás componentes y muebles de edificios. El primero de ellos se alzará junto a uno de los canales de Ámsterdam, una vez ensamblado.

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2 de agosto de 2013
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II. Una revolución que no hace ruido

Del correo electrónico oí hablar primero de manera lejana, un asunto curioso. El teléfono celular me pareció un juguete raro. Y recuerdo que la revista Time registraba en cada número los sitios web más atractivos, tarea que sería hoy inútil, porque hay millones.
Es lo que está pasando hoy día con las impresoras en tercera dimensión, por eso empecé hablando de nuestra idea limitada de lo que significa imprimir. Se oye hablar de esta nueva invención de manera esporádica y lejana, apenas como una curiosidad, a pesar de que estamos entrando en una nueva era, como antes con la aparición de la imprenta, o de la máquina de vapor, o de las computadoras.
Una impresora en tercera dimensión trabaja igual que cualquier otra, con cartuchos, sólo que en este caso son de polvos de resinas, polímeros y tintes; sólo que en lugar de imprimir caracteres sobre una superficie plana, como el papel, va agregando capa tras capa hasta formar objetos, siguiendo las instrucciones inscritas en el programa digital de diseño. Juguetes, por ejemplo. Adornos de mesa, lámparas, pulseras de reloj, pendientes, collares, broches, adornos de Navidad. Todo lo que nos puede parecer bagatelas.
La fabricación de estos objetos, que ha dependido hasta ahora de un proceso industrial bajo una marca registrada, y de la distribución por un mayorista a tiendas al detalle donde el cliente tiene que buscarlos, se hace ya de manera doméstica. Desde su propio hogar, cualquier puede buscar en Internet el diseño que le convenga, y fabricar la pieza uno mismo.

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31 de julio de 2013
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I. Imprimes, luego existes

La idea que tenemos de imprimir se reduce generalmente al papel. Reproducir un documento, que es lo que un tiempo los monjes hacían a mano con los libros, y luego pasó al dominio de la imprenta de tipos móviles, la gran revolución del siglo XV. Siempre me ha fascinado imaginar el desconcierto de aquellos copistas encerrados tras las paredes de los conventos, no pocos de ellos analfabetas, cuando escucharon las primeras noticias de que se había inventado una máquina que sustituiría para siempre su paciente trabajo de pendolistas.
Como uno de esos monjes medioevales me sentí cuando en los años ochenta del siglo pasado abrí en Managua la caja donde venía el primer ordenador de palabras que llegaba a mis manos. Yo mismo lo instalé, siguiendo de manera febril las instrucciones del manual, y no quedé en paz hasta que pude teclear la primera palabra en la pantalla verde mientras la señal del cursor me incitaba a seguir adelante.
Las impresoras conectadas a las computadoras personales de entonces eran rudimentarias, pero hoy han logrado eliminar de nuestras mentes el concepto de original y copia que antes teníamos. Una impresora sólo produce originales, y esto que parece tan simple ha significado la alteración de todo un concepto filosófico.
Los grandes inventos no sacuden de un solo golpe a la humanidad, sino que se van abriendo paso en las mentes hasta que, después de ser un asunto de pocos, su uso se generaliza, y se vuelve costumbre.

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26 de julio de 2013
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III. La mecha entre los dientes

En el agua en que se va hervir a fuego bravo la carne del mondongo, por unas tres horas, hasta que quede suave, se pone bastante cebolla picada, y mientras tanto se le va echando achiote y ajo molidos juntos, y al final la sal. Se aparta el caldo que soltó la carne, viendo que no se agrie, y este caldo se echa a la olla de la sopa, y detrás de la carne se añade el repollo trozado, cebolla y chiltomas picadas, y el culantro, y así se deja tres horas más en el fuego de leña.
Tubérculos y otros variados frutos de la tierra van a dar a la olla. Los pedazos de yuca, quequisque, plátano verde, ayote, los chayotes, los elotes, los chilotes, se hierven por aparte, en algo de la sopa, para juntarlos después a la sopa misma, a la que se agrega arroz molido con el fin de espesarla, según unos, y harina, según otros; y todavía yerbabuena, pimienta negra en grano y pimienta en polvo.
En la mesa debe estar el chile congo destripado con cebolla en vinagre, o el gran recipiente de vidrio que es el chilero soberano, madurado al sol, más la tortilla de maíz, recién sacada del comal. Dicen que en las malas mondonguerías, cuando se arrala la sopa de tanto socorrerla con agua, la espesan otra vez con candelas de cebo, que todavía las hay en Nicaragua, como en el siglo diecinueve, con lo que es necesario tener cuidado de no hallarse con una mecha entre los dientes.

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24 de julio de 2013
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II. Los mondongos del rio Congo

En sopa es la única forma de disfrutar del mondongo en Nicaragua, como ocurre en otros lugares de América Latina y el Caribe, tal el caso de República Dominicana, Colombia, México, Costa Rica o Venezuela; y de otras maneras diferentes como en Perú, Argentina y Uruguay, pero en todos los casos se reconoce como un plato de esclavos africanos. Los mondongo, procedentes de la cuenca del río Congo, fueron llevados como esclavos a México y Haití, entre otros lugares de América.
Mondongo es todo lo que compone el estómago de los rumiantes: la panza o rumen; el bonete o retículo; el librillo u omaso; y el cuajar o abomaso, también pretina, a los que en nuestra clásica sopa de mondongo se agregan las patas y las manos de la res, que le prestan sustancia por su consistencia gelatinosa.
El secreto de un buen mondongo, dicen los sabedores, está en lavarlo con naranja agria y limón, pero no lo suficiente para que pierda por completo el tufito a boñiga. Lavado con detergente, como lo compraba yo en mis años de Berlín, se vuelve una herejía. Limpiado de pellejos y gorduras, se le pone una noche antes en agua, otra vez con naranja agria, limón, y sal para dejarlo así reposar hasta el alba, cuando se corta en trozos.

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19 de julio de 2013
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