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Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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La lengua en que vivimos

Centroamérica fue el escenario del Congreso Internacional de la Lengua, que tuvo por tema central el español en el libro, en tiempos en que la tecnología digital afecta cada vez más no sólo las maneras de leer y de escribir, sino también de percibir el mundo, y por tanto, de vivir la cultura.

Y Centroamérica es una tierra fundada por los libros, no poca cosa para una región que aún se debate en busca del camino que la aleje de la pobreza y la marginación. El nicaragüense José Coronel Urtecho señala que hay una obra de valor universal por cada período de la historia de Centroamérica: el Popol Vuh, el libro sagrado del pueblo quiché, en la época precolombina; la Verdadera Relación de Bernal Díaz del Castillo en la época de la conquista;  La Rusticatio Mexicana de Rafael Landívar en la época colonial; y la poesía de Rubén Darío en la época independiente. Agreguemos a esa lista las novelas de Miguel Ángel Asturias en el siglo veinte.

Son libros que cuentan la historia como un gran mural en movimiento, y relatan la disputa trascendente entre la opresión y la libertad, la muerte, la guerra, el despojo, el exilio; y registran las maneras en que se ha formado nuestra cultura desde las civilizaciones prehispánicas, y cómo la lengua y sus transformaciones e invenciones  va tejiendo esa red que nos impide caer en el vacío, porque no pocas veces hemos sido salvados por la palabra de la mediocridad y del olvido.

Pero estos libros que definen a Centroamérica también nos llevan, desde la lengua quiché en que desde el anonimato nos fue heredado el Popol Vuh, el latín clásico en que fue escrita La Rusticatio Mexicana por un jesuita exiliado en Bolonia, y el español del siglo de oro de Bernal, soldado de la conquista, hasta la virtud transformadora de la lengua, encarnada en Rubén Darío, modernista y modernísimo que aún sigue abriendo puertas en el idioma como se las abrió a Neruda, a Vallejo, a García Lorca, a Borges. Con Rubén ganamos en la cultura el espacio de libertad que el caudillismo cerril nos negaba en aquel paisaje rural, desangrado por las guerras, poblado de analfabetos y donde medraban los "licenciados confianzudos, o ceremoniosos, y suficientes, los buenos coroneles negros e indios, las viejas comadres de antaño...", según recuerda él mismo. Comenzamos a ser modernos en la literatura, cuando seguíamos siendo arcaicos en el sistema democrático.

            A la lista de libros fundadores que iluminan a Centroamérica bien pudo haberse agregado El Quijote, para que señoreara entre ellos, si es que Felipe II hubiese atendido la petición de Cervantes "de hacerle merced de un oficio en las Indias de los tres a cuatro que al presente están vacantes que  es uno la contaduría del Nuevo Reino de Granada, o la Gobernación de la Provincia de Soconusco en Guatemala, contador de las galeras de Cartagena, o corregidor de la ciudad de la Paz". El cargo que pedía en Soconusco, una tierra pobre de la Capitanía General de Guatemala, era el más humilde y desprovisto de todos; pero ni en ése tuvo fortuna, y se le respondió que mejor buscara una posición por aquellos mismos lados, la Mancha, que, de todos modos, llegaría a ser un territorio común de la lengua de aquí y de allá, como dejó dicho Carlos Fuentes. De haberse escrito El Quijote en América hubiera sido fruto de la añoranza por la tierra lejana de Castilla, como lo fue la Rusticatio Mexicana para Landívar por la tierra americana.

Cervantes fue quien nos heredó esa lengua que habita hoy las pantallas y tabletas electrónicas, lengua portátil que aguarda en las infinitas bibliotecas virtuales que ya estaban en la imaginación de Borges, y crea nuevos códigos, se nutre del lenguaje digital  y de los nuevos paradigmas de la comunicación, se apropia con brillo de los neologismos y se abre a hibridaciones cada vez más sorprendentes. Una lengua que es ya del futuro. La lengua siempre viva de la imaginación.

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30 de octubre de 2013
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Conversación antes de abordar

Otra vez vuelvo a encontrarme en la sala de un aeropuerto con mi viejo amigo empresario nicaragüense, quien sin preámbulo alguno empieza a hablarme de la situación del presidente Obama, amarrado de pies y manos por un congreso hostil que ha paralizado el gobierno y amenaza con precipitar a Estados Unidos en el negro abismo de la insolvencia. "Estas son las consecuencias de un sistema que se ha vuelto inoperante, el congreso se amotina, y todo porque no hay un presidente capaz de tomar las decisiones sin estorbos", me dice.

He venido leyendo en el avión el artículo de George Friedman Las raíces de la clausura del gobierno, publicado en el sitio Geopolitical Weekly, que coloca el peso de la responsabilidad de la crisis sobre las minorías ideológicas. Como a la gente común le interesa más la vida privada que los asuntos públicos, argumenta, todo queda ahora en manos de esas minorías fundamentalistas, capaces de movilizar a los votantes que se identifican con ellos; el resto, no vota. Pero estas explicaciones de Friedman, que comparto, no son suficientes.

En el Tea Party, una secta de ultras enquistada dentro del partido republicano, muchos creen que sin el estado estarían mejor, extraños discípulos anarquistas de Bakunin, situados a su derecha; pero en su código ideológico está también la supremacía racial, y cada mañana que recuerdan que un negro está en la Casa Blanca, se les agría el desayuno. Esto es parte de esa vieja cultura ideológica WASP (blanco, anglosajón, protestante) que vio con horror a Martin Luther King.

Pero a mi amigo de los aeropuertos esas filosofías no le preocupan, sino que una democracia, por muy antigua que sea, no puede imponer su autoridad y se queda sin pagar a los empleados públicos y de cara al colapso frente a sus acreedores.

"Son democracias pasadas de moda", me dice. Me mira con mirada de preceptor de párvulos, me da unas palmaditas amables en la rodilla, y agrega: "Estamos mucho mejor en Nicaragua. Imaginate un congreso insurreccionado, los negocios quebrarían, y con ellos el país".

Entonces, me ilustra acerca de las ventajas del sistema político del que Nicaragua disfruta, donde no existe la menor posibilidad de disidencia. "¿Sabés de otro país donde el salario mínimo se decida de manera más rápida porque empresarios, trabajadores y gobierno llegamos a acuerdos apenas nos sentamos a la mesa de discusiones? Y es así, porque antes, ya todo ha sido consensuado entre nosotros y el presidente".

En un respiro de su alocución, le digo en ninguna parte de la Constitución de Nicaragua está escrito que el presidente pueda dar órdenes a los diputados, magistrados, o sindicatos. "¿Así como en Estados Unidos?", me pregunta sarcástico.  Esos son los riesgos de la democracia, le respondo. Lo contrario significa que quien da él solo las órdenes sabe lo que es bueno y no se equivoca nunca, porque es infalible. Al contrario, el autoritarismo es ya una equivocación, que siempre prueba ser fatal.

Más bien me propone que en Nicaragua, en lugar de una asamblea de diputados ociosos, que viven como parásitos a costillas del erario público, debería haber otra, formada por representantes de los gremios útiles a la sociedad, las cámaras patronales, los bancos, los sindicatos de trabajadores, los colegios profesionales, las universidades, el ejército, y hasta la iglesia. Gente responsable, capacitada, nadie que no tenga estudios académicos podría sentarse en esa asamblea.

Veo, no sin alivio, que la muchacha del mostrador de la línea aérea está abriendo la puerta que lleva a la manga del avión, y que los pasajeros comienzan a alinearse. "Eso ya ha sido probado antes, el estado corporativo", le digo, a manera de despedida, "y fracasó trágicamente". Ya no tengo tiempo de explicarle ni dónde, ni cuándo, pero sé que volveremos a encontrarnos.

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23 de octubre de 2013
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Acerca de la palabra cañambuco

La palabra cañambuco no aparece registrada en el Diccionario de la Real Academia Española, pero en el Diccionario del Español de Nicaragua,  Francisco Arellano la refiere al varón que anda sin calzoncillos, y a la mujer que no lleva calzón, cabal significado que entre nosotros tiene esta extraña palabra, exclusiva del léxico nicaragüense, que suena tan ajena a lo que quiere decir. Parecería más bien el nombre de algún rifle antiguo de chispa, o el de una comida tradicional.  Pero no. Expresa la libertad con que las personas exponen sus partes pudendas al refresco benefactor del aire que se cuela por las botamangas de los pantalones y los ruedos de las enaguas, en clima tan caluroso como el nuestro.

¿De dónde viene vocablo tan particular, que para unos puede significar comodidad en el vestir, y para otros, más recatados, desvergüenza o impudicia?  He buscado afanosamente, y la única otra palabra casi igual que existe en español es calambuco, y parece ser que un pequeño cambio fonético la convierte en cañambuco. Calambuco  se usa en diversas partes del Caribe y México, y aún en España. En Cuba se aplica a las personas que hacen gala de una falsa o extremada devoción, calambuco o calambuca, o sea, santulones o santulonas que se hacen notar en sus preces, como los fariseos de que hablan las Escrituras. Nada tiene que ver, sin embargo, esta falsía de quien se golpea el pecho de rodillas haciendo alardes, con andar sin prenda interior alguna debajo de los pantalones o las faldas. Y el asunto se complica cuando hallamos que calambuco es un árbol resinoso, de la familia de las gutíferas, que produce una goma llamada calaba, o bálsamo de María.

En el sur de México, en Chiapas y Tabasco, calambuco es un calabazo o una jícara,  o una vasija tosca del tamaño de una media naranja grande, lo mismo que en el Caribe colombiano, donde también llega a llamarse así cualquier recipiente de barro, una olla por ejemplo, y lo mismo un cajón cuadrado hecho de tablas donde se chorrea la leche para sacarle la crema; y en otras regiones es la pichinga de metal para transportar la misma leche, o el bidón de plástico para gasolina o aceite.

De calambuco, dicen los ilustres académicos colombianos, ha salido el verbo encalambucarse, que significa enredarse o confundirse, como digamos, "ando con la cabeza encalambucada"; si aplicáramos este término en Nicaragua a los ateperetados, deberíamos decir "encañambucado". ¿Pero cómo salimos de paso tan difícil? Encañambucado de la cabeza, si tomamos en cuenta el sentido que le demos a cañambuco, querría decir más bien andar con la cabeza desnuda, sin gorra o sombrero, igual que, más debajo de la propia humanidad, sin calzoncillos o calzones.

Volviendo al litoral Caribe de Colombia, un catambuquito sería un diablito jodedor, mientras, para nosotros, significaría un diablito de nalgas peladas; y calambuca , en la lengua kikongo de Angola, pues éste parece ser un término de origen africano traído a América por los esclavos, es la mujer preferida o más amada, lo que daría pie a una exclamación amorosa como "quiero con toda mi alma a mi calambuca idolatrada"; ¿pero qué si dijéramos "quiero con toda mi alma a mi cañambuca idolatrada?". Habría que tener pruebas de que la aludida no lleva realmente nada por debajo.

En España, donde se da el nombre de  calambuco a un recipiente de latón para sacar agua del pozo o de las tinajas, abollado y maltrecho, o un bote o lata donde se da de comer a los cerdos, también se usa la palabra aludida para referirse a alguien de pésimos modales o educación, que no da ni los buenos días y anda empurrado por la vida. Un calambuco de estos, que además anduviera cañambuco, sería objeto de doble reprobación, pesado, y, además, sin calzoncillos.

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16 de octubre de 2013
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Aquel que duerme en el corazón del hombre

Charles-Pierre Monselet escribió varios libros en que relaciona la gastronomía con la literatura, entre ellos La cocina poética, y Rubén Darío siempre se sintió fascinado por la atención que prestaba al cerdo, la antítesis del cisne, pues mientras aquel se revuelca en el lodo y come toda clase de desperdicios, aún excrementos humanos, éste no admite contaminaciones en su imperturbable y serena belleza, mientras se desliza sobre el cristal de las aguas. Monselet en sus parnasianos Sonetos Gastronómicos, incluye uno dedicado al cerdo que termine con este terceto: ¿Cómo osaríamos, en nuestra presunción,/reprocharte, en verdad, que te enfangues?/ ¡Cerdo adorable! ¡Animal rey, ángel adorado!
En La isla de oro, su novela inconclusa empezada en Mallorca en 1906, Rubén, más que fascinado, se siente extrañado del amplio espacio que George Sand dedica a los cerdos en Un invierno en Mallorca. Ella recuerda los puercos jóvenes, los más hermosos de la tierra, que pueblan la isla y que a la cándida edad de año y medio pesan ya 24 arrobas, o sea, 6OO libras: "los mallorquines llamarán a este siglo, en los siglos futuros, la edad del cerdo, como los musulmanes cuentan en su historia la edad del elefante", dice, y recuerda la sentencia de Monselet: Todo hombre tiene en su corazón un cerdo que duerme.
¿Adorable, rey, ángel, este animal aborrecido por sus costumbres y aspecto? La poesía, y el apetito, son capaces de todo. Es el mismo espécimen que ha prestado su nombre en el lenguaje, cerdo, chancho puerco, cochino, para que así sean llamados desde los promiscuos a los inescrupulosos, desde los faltos de higiene a los de malas costumbres en la mesa; pero, he allí la dualidad, pues gracias a sus recursos tan abundantes para satisfacer los estómagos, que no se desperdicia nada de su cuerpo, y la sabrosura de su carne, de sus víscera y hasta de su pellejo, es sagrado en las cocinas.
Sólo el cerdo es dueño de la soberana abundancia que alaba Fray Gabriel Alonso de Herrera en su Libro de Agricultura: "no hay carne, así fresca como cecinada, que tanto abunde e hinche la casa, ni que tanta hartura y mantenimiento den a la persona". De sobrados merecimientos en Nicaragua, los cerdos hicieron su entrada triunfal en el siglo XVI, traídos por el propio primer gobernador don Pedro Arias de Ávila, empresario astuto y al mismo tiempo gobernante implacable, el molde original en que tantos otros se han vaciado a lo largo de nuestra historia.
Desde entonces aquellos animales entecos y de corta alzada, pasaron a ser partes del paisaje, tal como cabros que andaban libremente por las calles y solares, según José Coronel Urtecho, comiendo de todo lo que recogían con el hocico, o disfrutando de los desperdicios de cocina en las casas donde se les engordaban mientras llegaba su infaltable sábado para dar de sí nacatamales, chorizos y morongas, el pebre, el frito, los chicharrones, y hasta el peoresnada.
Del soneto de Monselet se ocupa también don Alfonso Reyes en su Diez descansos de cocina, y de paso introduce serias dudas acerca de la autoridad de quienes, sin haberse quemado nunca las pestañas con el fuego de los fogones, se meten a husmear en las cocinas y sacan de allí versos: "Uno de los mayores peligros de la literatura gastronómica está en la fantasía, en la simbolización y en la bufonada, que insensiblemente ocupan el sitio del gusto y la experiencia", advierte.
La severidad de don Alfonso no puede, sin embargo, desmentir que Monselet no yerra en sus alabanzas al soberano rey de las cazuelas, los embutidos y los hornos. Y tampoco viene a ser tan cierto que para escribir sobre el arte culinario con inspiración o admiración, hay que haberse quemado las manos con aceite hirviendo, o sufrido un tajo en el dedo al rebanar una zanahoria. Rubén sabía dar consejos a Francisca, pero no lo dejaban asomarse a la cocina, como a tantos nos ha ocurrido.

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9 de octubre de 2013
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Los reyes de la baraja

Los narcotraficantes entran en las novelas como héroes perniciosos, pero héroes al fin y al cabo. Héroes con dinero y poder, a veces superior al poder institucional, violadores de la ley y a la vez benefactores de los pobres, extravagantes como todo nuevo rico, cargados ellos y sus mujeres de kilos de joyas en el cuello y en las muñecas, los fusiles Kalashinikov, bañados en oro de 24 quilates y sus pistolas automáticas, también doradas, incrustadas de rubíes y diamantes, lo mismo que se sientan en retretes de oro macizo.
Un día, le digo a Elmer Mendoza, deberíamos visitar juntos el museo que el ministerio de Defensa ha instalado en la ciudad de México, y que no está abierto al público, y ya me avisará cuando haya obtenido el permiso. Allí se exhibe en vitrinas toda la parafernalia que acompaña a los mandamases de la droga, una muestra de cómo han llegado a crear su propia cultura, ahora arraigada en México como antes en Colombia: el modelo del narcotraficante extravagante fue Pablo Escobar, adornado a la vez de crueldad y de munificencia.
Hay una narcocultura, sin duda. La crueldad ritual, brutal o refinada, símbolos, códigos, ritos, la abundancia y el despilfarro, el mal gusto y la exageración; y es, sobre todo, una cultura de poder donde las vidas humanas pierden relieve como tales y todos quienes caen en el cono de sombra de los barones de la droga se vuelven peones en el tablero, y morirán o sobrevivirán según convenga o no a los intereses de su poder despiadado al que sobran tentáculos.
Y despiertan en los más pobres, entre los que reclutan sus sicarios, la esperanza de enriquecerse de la noche a la mañana, o de mejorar sus vidas, oportunidad que sólo ellos pueden depararles; así entran en la leyenda popular, en los corridos donde se cantan sus hazañas, en las telenovelas, y por qué no, en las novelas, algunas convertidas a telenovelas como La reina del sur de Arturo Pérez Reverte. Porque la novela de narcos para eso está, para contar todo lo que el narcotráfico tiene que ver con el poder y con la muerte, la corrupción de las autoridades y su impotencia, el sometimiento y el envilecimiento, la compra de voluntades y complicidades, y trata de hablar desde las entrañas de los carteles, allí donde las fronteras entre el bien y el mal dejan de existir.
La novela del narcotráfico ha crecido como una espuma sanguinolenta y hoy en día, en México, florece mejor en las tierras del norte donde señorean los capos, desde Sinaloa a Chihuahua. Es por eso que hablaba antes de Elmer Mendoza, quien ha convertido a Culiacán en el escenario de acción del certero personaje de sus novelas, el zurdo Mendieta, un policía melancólico que se ocupa poco de la ética porque no le ayuda a sobrevivir, metido en una selva de corrupción y de crimen, y viene a resultar en el habitante de dos mundos, el de la indefensa ley que representa, y el de la maraña delictiva de los traficantes, valiéndose a veces del auxilio de los narcos para resolver sus casos.
Pero Elmer no ha encontrado solamente un personaje duradero para su zaga de novelas, Balas de plata, La prueba del ácido, Nombre de perro, entre otras, sino también un lenguaje cortante, perspicaz, ingenioso y económico porque no tiene desperdicio, un lenguaje que destila humor negro, implacable, y que no deja nunca de ser atractivo porque sublima el habla popular, que es la de los narcos y policías.
Nos encontramos la última vez en Medellín, y mientras desayunábamos en el hotel con Oscar Collazos, sonó en la distancia el estallido de unos cohetes. Fiesta de un santo patrono, dije yo. No, han coronado, dice Oscar. Cuando un embarque de droga logra llegar a su destino en Estados Unidos, es que los narcos han coronado, y suenan los cohetes celebrándolo. Hay que apuntarlo, me digo. Cosas así van a dar siempre a las novelas.

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2 de octubre de 2013
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De cuando Álvaro Mutis me cobraba, nunca le pagué, y en cambio hablábamos de Alexandra Fiódorovna

Conocí a Álvaro Mutis en la más extraña de las circunstancias, allá por el año 1985, y desde entonces fuimos amigos para siempre. Eran los años de la revolución en Nicaragua, cuando nos hallábamos bajo el bloqueo comercial de Estados Unidos, con reservas monetarias suficientes apenas para una semana de importaciones, sin suministros seguros de petróleo ni de materias primas y los pagos de la deuda externa suspendidos, y el esfuerzo por sobrevivir debía medirse día a día. Las divisas faltaban tanto que se volvió un asunto de estado administrarlas, y desde la vicepresidencia yo revisaba cada semana con el presidente del Banco Central los pagos al extranjero que podían autorizarse, aún los destinadas a gastos médicos, mantenimiento de estudiantes, y derechos por exhibición de películas.
Él solía venir a Nicaragua para cobrar, en nombre de la Columbia Pictures o de la Warner Brothers, de eso no me acuerdo bien ahora, las remesas que el Sistema Sandinista de Televisión no podía honrar sino en córdobas devaluados, lo mismo que las viejas cuentas de las salas de cine que ya para entonces nada más exhibían películas de antes del diluvio. Alguien le informó que sólo yo podía ordenar que le cancelaran aquellos adeudos, o me buscó por recomendación de Gabo, de eso no me acuerdo bien tampoco, la cosa es que lo recibí una tarde en mi despacho de la Casa de Gobierno, los tres primeros pisos de un banco del que habían sido demolidos los restantes tras el terremoto que asoló Managua en 1972, me planteó el asunto papeles en mano, le dije lo consabido, que no teníamos dólares ni para aspirinas, guardó sus papeles en el cartapacio y acto seguido nos pusimos a conversar, conformes de que cada quien había cumplido con la parte que le tocaba, una larga conversación hasta que se hizo de noche sobre literatura y sobre lo humano y lo divino, entre risas que deben haberse oído en los confines de las ruinas que se extendían desde la colina donde la familia Somoza había tenido su baluarte de poder hasta la costa del lago Xolotlán sobrevolada por los zopilotes, y terminamos hablando de la zarina Alexandra Fiódorovna, presa en la fortaleza de Ekaterimburgo y ejecutada por los bolcheviques con su esposo el zar Nikolái Aleksándrovich y toda su familia, drama contado y cantado en versos por Álvaro con sentimiento de poeta porque era monárquico confeso, y de esa plática salió convertido en un confeso monárquico sandinista, el único en su especie sobre la faz de la tierra, se repitieron esas dichosas visitas, ya luego ni sacaba sus papeles ni cobraba, todo se había vuelto pura literatura y amistad pura.

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25 de septiembre de 2013
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Ventajas del olvido

La exploración de la propia biblioteca es siempre gratificante. Qué voy a empezar a leer hoy es la pregunta que pone fruición en mis dedos mientras buscan tocando los lomos de los libros. Y hoy me digo: Vladimir Nabokov, este tomo de cuentos que tantas veces he pasado por alto porque siempre me ha vencido el gusto por sus novelas, desde aquella primera que leí en mis años de Berlín, Risa en la oscuridad, la maestría de lo trágico, o la sin par Lolita, no por tan aclamada y tan filmada menos obra maestra.
Me lo llevo triunfante, ya atardece, es la hora en que siempre empiezo a leer, salgo al jardín rumbo al corredor en busca del sillón, siempre hay un viejo sillón preferido cuando de libros se trata, y ahora doy inicio al rito de revisar tapa, contratapa, solapas, y por fin voy al índice.
Cuando leo un libro de cuentos no siempre empiezo por el primero, siguiendo el orden en que vienen en el índice, porque leer al azar es parte de la delicia que aguarda solapada. Dejarse seducir por los títulos más atractivos, o en todo caso hacer una exploración a ciegas como quien se abre paso en un bosque donde nunca antes se ha puesto pie. ¿Pero si los árboles están ya marcados, como hacen los leñadores con aquellos que van a ser derribados?
Porque otra de mis costumbres es calificar cada uno de los cuentos con asteriscos, de uno a cinco asteriscos puestos al lado de cada título en el índice con lápiz de grafito, según el grado en que me hayan gustado. Si hay asteriscos, por allí ha pasado ya el leñador. Y advierto con susto que allí están los asteriscos en el libro de cuentos de Nabokov.
¿Cómo puede ser el olvido tan solapado y pertinaz? Pero entonces, en lugar de devolverlo a su lugar y buscar otro, me propongo una relectura. Nabokov siempre vale la pena. Y ensayo una especie de azar. Ignorando el índice donde han quedado las marcas de hace tiempo, y como quien baraja un naipe, empiezo por el primero que encuentro.
O vuelvo a los árboles marcados, y ateniéndome a mis propias calificaciones de antaño elijo los que entonces me parecieron los mejores, los que tienen cinco asteriscos; o, al revés, los que sólo tienen dos, o uno.
Al volver a los de cinco asteriscos, compruebo si los cuentos se sostienen o no; si aquella vez me deslumbró alguno de ellos fue porque cada lectura tiene su momento; y pesa la edad que uno tenía entonces, la exaltación o la melancolía. Y en los que fueron pobremente calificados, quizás algo se me quedó oculto y es tiempo de subirles la calificación, un acto de justicia íntimo que nadie más conocerá.
La verdad es que no estoy haciendo una relectura sino una nueva lectura, porque no recuerdo una sola palabra, nada que me guíe en aquel bosque oscuro de árboles marcados, ni descripciones, ni frases, ningún atisbo del argumento. Pero al volver al índice y revisar las calificaciones, me alegro de que el lector de ayer siga siendo el mismo de hoy, ése que hace años se encontró con la maestría de Nabokov y hoy vuelve a reconocerla intacta.
Aunque una sensación de impaciencia y molestia conmigo mismo me domina a medida que voy releyendo, o leyendo, para mi consuelo Nabokov viene en mi auxilio: "Es curioso", dice, "uno no lee un libro, sólo lo puede releer. Un buen lector, un lector de verdad, y activo y creativo, es un relector".
Y me digo que soy un animal que olvida lo que come pero de todos modos se nutre, todo va al torrente sanguíneo de la escritura, y que olvidar tiene la ventaja de que el deleite de leer viene a ser doble.

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18 de septiembre de 2013
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Lo que dicen las estatuas

Al recorrer a pie San José voy encontrándome con las estatuas de los próceres modernos de Costa Rica. La del doctor Calderón Guardia, frente al edificio de la Caja Costarricense del Seguro Social, fundada por él gracias a una rara conjunción de planetas, pues para darle al país una nueva legislación laboral a comienzos de los años cuarenta del siglo pasado, contó con el respaldo del arzobispo, monseñor Sanabria, y del jefe del Partido Comunista Manuel Mora.
O la de don Pepe Figueres, quien abolió el ejército tras el triunfo de la revolución democrática que encabezó en 1948, develada en 1998 en la plaza de la Democracia, y retirada en 2006. Desde entonces aguarda su reinstalación en una bodega municipal adonde fue confinada bajo el alegato de que los vándalos no la dejaban en paz. Pero que esté al aire libre, a la vista pública, o en la clausura de un almacén, es algo que no parece inquietar a la opinión pública.
Próceres antiguos y contemporáneos se reparten en Costa Rica los honores sin alardes ni exageraciones. En la ciudad de San Ramón, donde nacieron tres presidentes, don José Acosta, Figueres, y don Francisco Orlich, se les recuerda en sordina, un pequeño museo, alguna escuela que lleva sus nombres. El culto ciudadano guarda su equilibrio, como todo en este país. En la estatua ahora embodegada, el escultor representó a don Pepe vestido en mangas de camisa, no de militar, que lo fue efímeramente. Qué no esté ahora en ninguna plaza, no es inquietante. Si estuviera en todas, sí lo sería.
En 1956 se celebró en Panamá una cumbre de presidentes en la que participó Eisenhower. Era un verdadero zoológico: el Generalísimo Trujillo de la República Dominicana, el general Somoza de Nicaragua, el general Batista de Cuba, el general Pérez Jiménez de Venezuela, el general Rojas Pinilla de Colombia...todos llegados al poder por golpes de estado.
Figueres, una rareza entre aquella constelación, se negó a darle la mano a Somoza, que poco antes había hecho develar su gigantesca estatua ecuestre en Managua, una estatua de Mussolini guardada en un almacén en Roma, comprada de remate, y a la que sólo cambiaron la cabeza. "Somoza develiza la estatua de Somoza en el estadio Somoza", dice el epigrama de Cardenal. Ya se sabe que fue derribada de su pedestal el 19 de julio de 1979.
En poco tiempo, empezando por Somoza ultimado ese mismo año, no quedaría en el paisaje ninguno de los felices gorilas de aquel aquelarre. El último en desaparecer fue el Generalísimo Trujillo, asesinado en 1961. Hasta entonces, la capital de la República Dominicana se llamaba Ciudad Trujillo, y entre su extensa lista de títulos se contaban los de Padre de la Patria Nueva, Genio de la Paz, Campeón Invicto del Pueblo, y Protector de Todos los Obreros. También era obligatorio estudiar su pensamiento en cátedras universitarias e institutos de investigación.
Somoza no le iba a la saga. Campeón de la Democracia, Gran Pacificador de Nicaragua, Adalid del Progreso. Tampoco desperdiciaba las fechas de guardar: el 30 de mayo pasó a ser el día de la madre, porque era el cumpleaños de su suegra, y el 27 de mayo el día del ejército, porque era el natalicio de su esposa.
No son una especie en extinción. Los dictadores creen que sus estatuas van a seguir allí por los siglos venideros. Es una suerte de inseguridad encubierta, buscar como afirmarse en efigies, como si multiplicarse fuera una necesidad que nace de la convicción perturbadora e insoslayable de que nadie es eterno, por mucho que quien manda a fundirse en bronce pretenda aparentar que la eternidad es suya, otra más de sus posesiones terrenas.
Figueres sabía bien que no es necesario estar subido a un pedestal para quedarse para siempre, porque la memoria viene a ser la mejor plaza para vivir en ella.

 

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11 de septiembre de 2013
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La décima musa

El orgulloso y pedante marqués de Queensbury, inventor de las reglas del boxeo, indignado por la pecaminosa relación de su hijo con Oscar Wilde, alrededor de la cual la maledicencia tejía su alegre red en Londres, dejó a éste una nota de puño y letra en su club, todo muy al estilo británico, en la que escribió: "Para Oscar Wilde, ostentoso sodomita [SIC]". El poeta, de brillante ingenio pero a la vez de pasmosa inocencia, demandó por injurias al marqués y el sonado juicio, que tuvo lugar en marzo de 1895, se volvió contra el acusador al punto de que fue condenado a prisión en la cárcel de Reading, más bien un juicio de la sociedad victoriana, estrictamente hipócrita, en contra de la homosexualidad como desviación de las leyes de la naturaleza y por tanto como vicio y pecado capital.
En El perfeccionista en la cocina, el novelista Julien Barnes recuerda el interrogatorio que Wilde sufre de parte del abogado del marqués acerca de sus relaciones con Edward Carson, un tratante de efebos. Y aquí el arte de cocinar salta de por medio:
"¿Cocinaba él mismo?", pregunta el abogado. "No lo sé", responde Wilde, "nunca he comido en su casa". "¿Quiere decir que no sabe que Taylor cocinaba él mismo?", insiste el otro. "No, y si lo hacía, no me parecería mal. Más bien me parece inteligente...", vuelve a responder Wilde. "Yo no he insinuado que fuera algo malo", comenta el abogado. "No, cocinar es un arte", afirma Wilde, y el público congregado en la sala ríe. "¿Otro arte?", pregunta el abogado. "Otro arte", afirma Wilde con toda seriedad.
Para el abogado, tanto como para el público presente que ríe, un hombre metido en la cocina es necesariamente un afeminado. La cocina es el reino de las mujeres a las que desde niñas se enseña a guisar, a bordar, a zurcir, tocar el piano y cantar, a callar, y a obedecer. El arte de cocinar en la misma categoría del arte de la sumisión. ¿Un hombre escribiendo un libro de cocina, detallando recetas?
Mejor que eso, cuando en plena belle époque Rubén Darío llega en 1900 a París comisionado por La Nación de Buenos Aires para cubrir la Exposición Universal, la cocina ya hace tiempo ha sido elevada a la categoría de las bellas artes y declarada la décima musa, a la que Brillat-Savarin da el nombre de Gasterea, quien "preside los deleites del gusto". "En los clásicos latinos hay ricas cosas que despiertan el apetito dichas en bellos hexámetros; y en todos tiempos, los poetas amadores de la vida y de sus gratos instantes han sido cuidadosos de su paladar. Pues en verdad, la cocina, sí, puede considerarse «como una de las bellas artes»...", dice Rubén en su crónica Literatura y cocina.
Podemos sospechar que en León de Nicaragua no lo dejaban entrar a la cocina ni doña Bernarda Sarmiento, la tía abuela tuerta que lo crio, ni las cocineras mulatas e indígenas, dueñas de la sabiduría de mezclar los perfumes y los sabores europeos, aborígenes y africanos, pues siendo un recinto de mujeres, de su puerta los niños no pasaban, menos que se les permitiera hacer uso del cuchillo para cortar los tubérculos y verduras que iban a dar a la sopa, o meter la cuchara en el perol para probar la sazón de los guisos.
Los oficios femeninos, podían desviar la masculinidad, como le había ocurrido a Míster Carson. Ni muñecas, ni cucharones. El oficio de los hombres era sentarse a la mesa a la hora debida, donde eran servidos de primeros. Pero aun así Rubén alardeaba de conocer la manera de preparar los frijoles fritos, tradicionales de la mesa diaria en Nicaragua, y estaba en lo cierto cuando aleccionaba a su mujer Francisca Sanchez de ponerlos a cocer con una hoja de laurel y una cabecita de ajo, y freírlos luego en manteca de cerdo, volteándolos en la cazuela.

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4 de septiembre de 2013
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La santidad en la política

Agobiado por la edad avanzada, Nelson Mandela parece por fin a punto de sucumbir. Pero es uno de esos personajes extraordinarios a quienes la historia viva ha juzgado con bien desde antes de su muerte. Entre los héroes contemporáneos, y no son muchos, para mí él está a la cabeza. No sólo por lo que representa en su lucha al final triunfante contra el Apartheid en Sudáfrica, su patria, una lucha por la que pagó con largos años de cárcel en una celda de aislamiento, sino también por lo que luego representó como estadista, el primer presidente negro de su país, que no vaciló en apartarse del poder cuando cumplió con su período, sin dejarse tentar por ese demonio siempre despierto de la reelección, cuando pudo haber sido electo cuantas veces hubiera querido.
Salió de la cárcel para buscar como construir un país nuevo en el que no se excluyera a los soberbios y altivos blancos que habían inventado todo un perverso sistema institucional para oprimir y discriminar a los de su raza, y supo mantenerse lejos de cualquier deseo de venganza o de revancha. Qué difícil construir la democracia en medio del odio y la desconfianza, de los agravios, pero lo hizo. Impuso con su ejemplo el perdón y la reconciliación entre los suyos.
La austeridad en su modo de vida se ha vuelto legendaria, lejos siempre del lujo y de los oropeles. Y la sencillez fue siempre su regla, dueño de la humildad hasta en los momentos más dolorosos de su vida, como cuando le tocó comparecer delante de un tribunal que tramitaba el divorcio con su esposa de muchos años. Se despojó de la investidura presidencial, como cualquier ciudadano, y declaró en el juicio, respetuoso, sin pronunciar jamás una palabra fuera de lugar.
Qué pequeño se queda a su lado Robert Mugabe, por ejemplo, otra figura de la historia africana de nuestra época. Luchó con las armas por la independencia de Zimbawe, fue un héroe de la liberación de su pueblo, y cuando llegó al poder ya no quiso apartarse jamás, pisoteando los derechos de sus conciudadanos, llenando las cárceles de disidentes, abusando de los bienes públicos y construyendo una inmensa fortuna. Allí sigue aún ya cerca de los noventa años, convertido en un dictador indeseable ante la comunidad internacional. La historia viva la he dado también su lugar.
Cuando un héroe se convierte en villano pasado el tiempo, la explicación más simplista es decir que fue así desde el principio, y que lo que sabía era esconder muy bien su vileza. Demasiado simple. El ser humano es más complicado, y nunca debemos olvidar que el poder es el peor de los factores disolventes. Muy pocos son los que llegan a su cima y descienden de ella sin haberse contaminado de arrogancia, y sin haber corrompido los principios que lo llevaron a emprender su lucha con desinterés y entrega, y en medio de las peores privaciones, cárcel, clandestinidad, exilios.
O sin ir más lejos, ejemplos para comparar a Mandela podemos hallarlos dentro de las filas de algunos de sus propios herederos, quienes han malversado su legado. Él se apartó del poder para garantizar la alternabilidad en el mando, porque creyó siempre en la democracia, y luego vinieron otros, como el actual presidente de Sudáfrica, Jacob Suma, acusado de corrupción y violación, y que contradice en su ostentoso estilo de vida, a veces hasta el ridículo, todo lo que Mandela representa. Pero esos son riesgos que no se curan quedándose para siempre en el mando, y él lo tuvo claro siempre.
Héroes y villanos. Nelson Mandela ha probado que existe una santidad en la política, rara, por supuesto, como toda santidad. Mathama Gandhi, Martin Luther King. ¿Cuántos más podemos agregar?

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9 de agosto de 2013
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El Boomeran(g)
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